XLV. Mi balanza mental, desequilibrada.

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Tras lo sucedido la semana pasada en esa dichosa excursión, mi relación con Rainer ha seguido en los mismos y estancados términos, hasta el punto de que siento que él es más un compañero de clases que un amigo con el que comparto un vínculo amoroso. Pero, ¿qué puedo esperar de lo nuestro? Cuando algo está destinado al fracaso, se le pone mucho menos interés. Simple. ¿Y qué tal me ha ido con Klaus después de nuestra pelea? Mal, bastante mal. De hecho, no nos hemos vuelto a hablar. Adam no ha sabido sobrellevar demasiado bien esta situación; su imparcialidad es un don que a veces le causa estrés. Sin embargo, lo que me dijo mi mejor amigo en esa excursión me ha estado martirizando, aumentando mi agobio.

Me encuentro en la cocina, sentado en la mesa. Observo con tedio el desayuno y suspiro, abro la boca y me meto la pastilla que he cogido para combatir el dolor de cabeza insoportable que llevo sufriendo desde la excursión. Me froto los ojos, mareado, cuando me encuentro frente a frente con mi hermano, que desayuna sus cereales con la vista clavada en ellos. Me pregunto si se habrá enterado de que estoy aquí. Mi madre, que entra en la cocina dando grandes zancadas porque tiene prisa para llegar al trabajo, lo saluda dándole un apretón en el hombro. A mí no me hace ni caso, ni me ha visto. Vaya, ¿será que ella tampoco se ha enterado de que estoy aquí?

—Cariño, recuerda que te vas con Sylvia a las doce, ¿de acuerdo? —le avisa mi madre, y él rueda los ojos. 

—Sí, mamá, me lo has dicho mil veces —responde con hartazgo.

—Pues eso, a la noche nos cuentas qué tal te ha ido.

Y se va de la cocina a toda prisa dando un portazo.

—¿A dónde vais? —digo, con la intención de tener más clara esta situación donde me he sentido perdido.

—A ver unos cursos.

—Oh, qué genial. ¿De qué?

—Aún no lo sabemos, de lo que quiera, supongo.

Qué rabia.

—¿No te apetece estudiar nada en concreto?

—No.

—¿Hiciste algo cuando vivías con Erika?

—Un curso de electricidad.

Wow, ¿lo sabrá mamá? Je, seguro que le parece algo con muy poca clase.

—¿Y qué tal?

—Lo terminé y conseguí un trabajo, pero me duró dos días.

—¿Y eso?

—No voy a hablar del tema —responde, esquivando mi mirada con una seriedad que me calla. Pero hay otra duda que me causa más curiosidad ahora mismo.

—¿No extrañas a Erika?

—Claro que sí.

No sé qué pasa por mi mente en este instante. ¿Quiero ayudarlo? ¿Quiero juntarlos de nuevo? ¿Quiero apartarlo de mi vista? No le doy más vueltas; voy a una alacena y cojo un bloc de notas y un lápiz. Acto seguido, arranco una hoja, escribo un número en ella y se la entrego.

—Mamá no debió separaros, ¿no crees? —Se encoge de hombros como respuesta—. Ten, su teléfono. Llámala cuando quieras, pero que no se entere nadie, ¿de acuerdo?

Mi hermano afirma con la cabeza, algo contrariado. Justo en ese momento entra Sylvia en la cocina y yo le meto el papel en el bolsillo de la chaqueta para esconderlo. Qué raro, pero me siento bien y a la vez mal por lo que acabo de hacer.

—Oliver, aquí en la puerta hay algo para ti —me avisa mi hermana, y yo dejo de lado mi desayuno. Adiós, galletas, pronto nos reencontraremos.

—¿El qué?

—No sé, es un paquete, pero lleva tu nombre.

Me dirijo a la puerta de entrada y me encuentro un sobre grande tirado sobre el felpudo. Lo recojo y lo abro. Lo primero que saco de su interior es un papel doblado a la mitad donde hay escrito:

—¿Quién eres? —No pone nada más. No trae ni saludos ni remitente, solo esas dos palabras escritas a mano con grandes interrogaciones. Cojo de nuevo el sobre, saco otro papel y leo—: ¿de dónde viene el mundo?

—Ay, qué cosa tan rara —murmura Sylvia, apoyada en mi hombro—. ¿Acaso tienes un acosador? No se tratará de esa chica que te da largas, ¿verdad?

—¿Eh? ¡No! No lo sé. —Saco otra cosa del sobre: un libro. Cuando lo abro, me encuentro una pequeña carta en la que pone lo siguiente—: estás ante un libro de Introducción a la psicología, trátese con cuidado.

¿Quién demonios me ha enviado esto? Me percato de que la carta tiene otro texto escrito y la leo en alto:

—Querido Samuel Oliver Müller. Seguro que ahora mismo te estarás preguntando quién te ha enviado esto. No soy nadie. ¿O quizás sí? Puedes llamarme Alberto Knox Wundt Freud, para abreviar, Alwufre. —Oh, por Dios, ya entiendo esta referencia. Me estoy riendo, aunque esto resulta un tanto siniestro—. No pretendas averiguar mi identidad, ni me invites a café y esas cosas. Un día nos conoceremos, pero pasará bastante tiempo hasta que pueda aparecer por tu calle. No voy a hacerte preguntas al estilo: ¿crees en el destino? ¿Por qué el lego es el juguete más genial del mundo? ¿Existe una materia primaria de la que todo lo demás está hecho? ¿El agua puede convertirse en vino? ¿Cómo pueden la tierra y el agua convertirse en una rana? De hecho, puedes ignorar la pregunta sobre el origen del mundo, céntrate en la otra, sobre quién eres. Y mientras buscas la respuesta, léete el libro que te entrego.

—¿De qué te ríes, Samuel? No entiendo el chiste.

—Nada, que esto está sacado de un libro que leí hace tiempo —respondo, y eso en vez de tranquilizarla la pone más nerviosa. Yo sigo leyendo—: Posdata: si quieres contactar conmigo puedes dejarme un sobre de color rosa con una galletita dulce o un terrón de azúcar dentro. Pasaré de tu sobre, pero no de la comida. Siempre tengo hambre. Posdata de la posdata: si encontraras un pañuelo rojo de seda, ruego lo guardes bien. De vez en cuando, objetos de este tipo se cambian por error en colegios y lugares así. Saludos, Alwufre.

No puedo evitar reírme de nuevo mientras capto todas las referencias que hay a El mundo de Sofía. En serio, ¿quién me habrá mandado esto? O mejor dicho: ¿quién sabe que he leído ese libro? Bueno, no sé por qué tengo tantas dudas. Es evidente que este sobre es obra de Gestalt. Qué genial, incluso con detalles como este busca cómo ayudarme. Estoy seguro de que el libro que me acaba de regalar será una lectura de lo más entretenida. Sobre todo porque me recordará a ella.

°°°

Después de clases, Rainer, Adam y yo nos dirigimos al Nasse Katze para tomar algo. Klaus no se ha unido al plan porque tiene que estudiar. Viniendo de él, me parece una excusa muy poco creíble; está claro que no me quiere ver la cara, punto. Mientras mis dos compañeros hablan acerca de un videojuego donde aparecen los famosos wendigos, yo miro con tedio a las dos personas que están apoyadas en la barra: Hugo y Sonnie. Vaya, ellos dos también se llevan muy bien.

—Voy a pedir unos batidos que no sean de carne humana —nos avisa Adam. Qué pesado está con ese tema.

Giro la cabeza hacia la cristalera que tengo al lado y fijo la vista en la pequeña ardilla que está cruzando la calle. Madre mía, cada vez que miro hay una, ¿acaso se han vuelto una plaga? Oh, acaba de tropezarse y se ha quedado tumbada en el suelo. Parece algo atontada. Bien, ¿por qué las ardillas de esta zona parecen medio idiotas? Siento una mirada sobre mí y me percato de que Rainer, que está en frente con la barbilla apoyada en una mano, me observa con atención, serio.

—Esto... —murmuro, y cuándo le voy a preguntar qué sucede, alguien nos toca el hombro a ambos.

Se trata de Sonnie, que tiene los brazos cruzados y parece algo molesta. Acto seguido, nos agarra a ambos por las muñecas, nos arrastra hasta la puerta del almacén que se encuentra tras la barra, la abre y nos empuja dentro. Hugo nos sigue. Cuando estamos los cuatro en silencio, sin entender muy bien lo que sucede, se acerca a mí y me baja un poco el cuello de la camisa. ¿Qué demonios?

—¡Ajá! Tienes un tremendo chupetón en el cuello. ¿Me explicas su origen? —me interroga, yo me coloco bien la camisa y decido ignorarla. Esta marca me la hizo un mosquito. Sí, un mosquito alemán de metro ochenta, nadie más—. A ver, ya sé que os habéis vuelto a hablar pero... ¿Qué hay entre vosotros dos ahora?

—Unas ganas enormes de irse de aquí —respondo sin pensármelo dos veces mientras me dirijo a la puerta, y cuando pongo la mano en el pomo, ella golpea la madera para impedir que la abra.

—A ver, a mí no me hagáis pasar por tonta —protesta, colocando los brazos en jarra. Después se gira para mirar a su amigo—. Rainer, me he fijado en cómo mirabas a Samuel ahí fuera. Se te caía la baba.

Mi compañero no sabe qué responder. Con la misma actitud huidiza que un animal acorralado nos mira uno a uno y después al suelo, triste. Hugo, que se ha mantenido en silencio, interviene dejando más que clara su confusión:

—Sonnie, ¿por qué insinúas que Rainer y este chico están liados? —Nadie le responde. Mi compañero se pone todavía más nervioso—. Oh, espera. No puede ser... —Dios, ¿Hugo no estaba enterado de nada? Esta chica es una bocazas—. No me lo puedo creer. ¿Estás con un chico? ¿Acaso te gustan los hombres?

—No... —titubea el aludido—. No lo sé. Perdón.

—Joder, no me lo puedo creer. Después de todos los problemas que tuviste con ese tema, ¿nunca me contaste la verdad?

El ambiente se vuelve extremadamente tenso, así que su amiga decide intervenir:

—¡Oye! Rai no sabía que le gustaban los hombres hasta que conoció a Samuel. ¿Y qué? ¿Hay algún problema? ¿Vamos a dejar de ser su amigo por eso? —lo defiende, y Rainer la mira con los ojos muy abiertos, como si no se esperase una aceptación tan rotunda hacia su orientación sexual por parte de su amiga. 

—No, claro que no hay ningún problema, joder. No soy homofóbico ni nada por el estilo. Pero me ha sorprendido enterarme de esta forma. Preferiría que me lo hubiese dicho él —se explica, con un tono de voz nada enérgico.  Acto seguido suspira, se cruza de brazos y nos sonríe—. ¿Y bien, chicos? ¿Estáis juntos o algo así?

—Bueno, sí pero no. Es que Wolf y yo... 

—No somos novios —me corta Rainer, que parece demasiado cohibido por la situación—. Solo estamos comprobando si funcionamos bien juntos. 

—Oh, bueno —murmura Sonnie con desgana, tras compartir una mirada cómplice con Hugo que no logro interpretar—. Ay, jopé, ¿por qué le llamas Wolf a Rai, Samuel? 

—¿Eh? Yo qué sé.

—¿No os llamáis con nombres cariñosos ni nada por el estilo? —Mi compañero y yo nos miramos frunciendo el ceño, incómodos ante esa idea—. Sois tan sosos, ¡llamándoos por el apellido! ¿Qué va a ser lo próximo? ¿Trataros de usted?

—Eres una exagerada —repone Rainer, que parece tan exasperado por esta conversación como yo—. A tu último novio lo llamabas Señor Whiskas.

—¡Porque estaba gordo como un gato!

—Y por eso mismo te dejó.

—¡Bah! Tonterías, me dejó porque no soportaba la presión de estar con alguien tan increíble como yo. —Oh, por favor, solo le falta tener un fetiche con los codos y los zumos—. No podéis ser tan distantes el uno con el otro.

—Sonneschein, eso no es de tu incumbencia. Deja que lleven el ritmo que les dé la gana —interviene su amigo, y ella se dispone a protestar. 

Sin embargo, la discusión no continúa porque Rainer decide terminar con esta incómoda situación saliendo del almacén. Hugo resopla, se limpia las manos al delantal y sale a buscarlo. Su amiga me observa frunciendo la boca; bastante confundida por cómo ha terminado este encuentro. Acto seguido y tras dudarlo un poco, abre la puerta con la intención de seguirlos. Pero antes de marcharse, me dice:

—Gracias por haber hecho caso aquel día, Samuel. Hoy por ti, mañana por mí. No lo olvides.

—De acuerdo —murmuro, incapaz de sentirme feliz por su comentario. 

Tras unos segundos de espera, decido salir yo también. Sin embargo, algo detiene mis pasos cuando quiero regresar a la mesa: empieza a dolerme la cabeza de forma repentina, y demasiado, ¿por qué? Me dirijo al baño mientras noto como se me nubla la vista y me meto en uno de los tres cubículos que hay, el último, pensando en cómo demonios voy a relajarme para ignorar este dolor. Dios, es insoportable. ¿Será que tengo migrañas? No, dudo que eso produzca también estas punzadas en el pecho. Demonios, ¿qué me está pasando? Saco una pastilla del bolsillo y, mientras la observo fijamente, me percato de lo idiota que soy. Ni siquiera tengo agua, me niego a meterme esto en la boca con lo mal que sabe. Entonces, cuando estoy a punto de salir del cubículo, escucho como alguien abre la puerta del baño y yo me detengo.

—Qué raro, tú llamando a estas horas —escucho que dice Wolf, y no necesito gastar demasiadas neuronas para deducir que está hablando por teléfono. Me siento en el WC, pongo la mano en la puerta para cerrarla despacio y me aprieto el puente de la nariz, intentando combatir con un gesto tan inútil como ese el mareo. Quisiera salir de aquí y darle un poco de privacidad a mi compañero, pero ni siquiera tengo fuerzas para hablar y advertirle de dónde estoy—. Ya, a mí también me alegra que volvamos a hablarnos. Sí, yo también te quiero. —Una repentina curiosidad me invade, ganando a la desidia que siento: ¿con quién está hablando?—.  ¿Y tú qué tal? —prosigue—. ¿En serio? Me alegro, necesitabas un descanso. ¿Yo? Pues no muy bien. ¿Para qué mentirte? Estoy fatal. Pensé que las cosas irían mejor a partir de ahora, pero ha sucedido todo lo contrario. —Espera, ¿qué? ¿Por qué?—. Sí, ya lo sé. Es que él ignora mis palabras y dice que no se puede. Es tan egoísta. No se imagina la carga que tengo encima por su culpa. —¿De quién habla?—. ¿Sabes? Me cuesta muchísimo levantarme por las mañanas. —Me percato de que estoy conteniendo la respiración. Me parece increíble que me esté enterando de esta forma tan fea de lo que sucede por su cabeza. E, incluso así, no logro percibir la claridad de sus sentimientos—. Cuando consiga la beca todo será mejor, te lo prometo —remata, y noto lo débil que es su voz—.  Ah, ¿ya tienes que colgar? De acuerdo. Por cierto, muchas gracias por todo. Eres mi único apoyo ahora mismo. Sí, vale. Chao. 

¿Su único apoyo? ¿Y yo? ¿Qué pasa conmigo?

Escucho como sale del baño cerrando la puerta. Me meto la pastilla en la boca, cierro los ojos y espero un rato. Ah, qué asco, qué mal sabe. Cuando la vista se me aclara, hago un gran esfuerzo y salgo del baño. Entonces, me encuentro con que la cafetería está casi vacía. ¿Cuánto tiempo me he pasado allí encerrado? Compruebo el reloj y descubro que fueron casi veinte minutos.

Hugo tiene la frente pegada a la barra y murmura algo acerca de querer darle puñetazos a la gente. Sonnie, frente a él, chatea con su teléfono. Me dirijo a donde se encuentran Rainer y Adam y me siento al lado del primero. Me alegra ver que mi compañero vuelve a estar animado; quizás estuvo hablando con sus amigos y solucionaron cualquier malentendido. Es más, seguro que lo apoyaron en todos los sentidos. Entonces, me enfado conmigo mismo al pensar que en esta ocasión tampoco he sido un apoyo para él. 

Presto atención a la conversación: Adam y Rainer planean ir a jugar videojuegos a casa del primero mientras comentan que los exámenes del lunes no son tan importantes, que ya se saben todo el temario y que si yo puedo hacerles preguntas para cerciorarnos de eso. Mentirosos, el domingo a última hora estarán repasando a la desesperada, estoy seguro.

Rainer asiente con la cabeza con efusividad, mientras toma un batido. En un momento dado, una pelota hecha de un montón de servilletas impacta en su espalda y este mira a Hugo con una cara de desprecio un tanto ridícula, para después hacerle el corte de manga. Acto seguido, regresa a la conversación que está manteniendo con nuestro amigo. Ahí me permito mirarlo un momento, entretenerme con su rostro sonriente, con esa apariencia tan despreocupada que contrasta por completo con el de la persona que escuché en el baño. Y una sensación de extraña intimidad crece en mi pecho, como susurrándome que, en realidad, tengo la fortuna de conocer todas sus capas, de saber lo que nadie sabe. Él lo está pasando mal, yo también lo estoy pasando mal, pero al menos se esfuerza en mostrar su mejor cara, cosa que yo no hago. ¿Habrá alguna forma de que, a pesar de todo, podamos ayudarnos el uno al otro? No encuentro la respuesta, o quizás sí, porque me nace la repentina necesidad de entrelazar nuestras manos, que se encuentran bajo la mesa, lejos de las miradas que tanto nos incomodarían si observaran lo que ocultamos. Así que eso hago, la sujeto, y contemplo su reacción: como sigue hablando, y su gesto no cambia ni un ápice; sin embargo, un leve temblor en su voz que dura un instante le delata. Está nervioso.

Adam se levanta con la excusa de hacerle una pregunta a Hugo. Rainer y yo nos quedamos en silencio. Noto como aprieta mi mano y la coloca sobre su pierna, para después comenzar a acariciar su dorso. Me sonríe y, sin pensármelo de nuevo, me inclino hacia delante y le beso la mejilla en un gesto rápido que sé que ha pasado desapercibido para quienes están en la barra, las únicas personas de la cafetería ahora mismo. Él me observa, con una incredulidad que es sustituida, instantes después, por una sonrisa que me enseña hasta qué punto un gesto de afecto puede alegrar a una persona.

—¿Qué haces? —me pregunta, para después bajar su otra mano y apretar la mía. Es como si, de alguna forma, la protegiese.

—Nada, besar al chico que me gusta.

Él empieza a reírse en bajo, feliz por una respuesta que a mi parecer es simple y he dicho con una facilidad increíble. Las palabras en ocasiones están tan vacías y, en otras, están cargadas de tantas emociones.

El calor que siento en el pecho es sustituido al momento por un agobio cuando recuerdo lo que me confesó hace una semana: que tenemos fecha de caducidad. Y un enfado provoca que quiera soltar su mano, aunque desisto al cabo de unos segundos; detente, tienes que dar lo mejor de ti mismo, tienes que ser su apoyo, tienes que...

O no.

Exacto, ¿por qué siempre yo?

°°°

—¡No! Mátala, Rainer, es una petarda, se cree la más lista y trata como basura al novio. ¡Abandónala y que se caiga por el precipicio! —exclama Adam, mientras zarandea a Wolf. Nos encontramos en la casa del primero, en su cuarto. Yo estoy tumbado en su cama, mirando al techo. Ellos están sentados en el suelo, jugando a la Play. Parece que uno de los personajes del juego de los wendigos les cae especialmente mal.

—Fecha de la rendición de Alemania en la Segunda Guerra Mundial —digo con hartazgo. Ahora mismo no se me ocurre otra pregunta que hacer. Ellos se ríen y responden al unísono:

—¡Ocho de mayo de mil novecientos cuarenta y cinco!

—Conferencia donde se definió el nuevo mapa político de Europa.

—¡Podstam!

—Ponnos algo más difícil, Müller, vas a lograr que mate a la mujer esta por aburrimiento —me pide Wolf, y por más que intento pensar en una pregunta mejor, no me sale nada. El cerebro no me funciona como es debido hoy.

—Eh, ¿cómo que aburrimiento? —inquiere Adam, ofendido—. Este juego es maravilloso, ya verás cuando salgan los wendigos.

—Pues déjame decirte, con toda la educación del mundo, que es un coñazo. Parece una telenovela.

—¡Oh! Perdone usted. No sabía que eras tan exigente. En fin, voy a buscar algo para comer.

—Sí, por favor, tengo hambre. —Adam sale de la habitación y yo me siento en el suelo. En cuanto lo hago, Rainer abandona el mando, apoya la cabeza en mis piernas cruzadas y clava sus ojos en los míos—. ¿Qué tal? ¿Preocupado por los exámenes del lunes?

—En parte —respondo, y él me mira con cierta preocupación.

—¿En qué estás pensando, Samuel?

—En nada en especial.

—Llevas desde que llegaste aquí de mal humor. Pareces preocupado, ¿quieres hablar del tema?

Claro, podemos hablar de que me mentiste y de que me hiciste sentir usado. Oh, y de que me duele mucho la cabeza. Hay tantas cosas de las que hablar.

Es una idea genial.

Por supuesto que lo es, por una vez nos estamos entendiendo.

—No, además, está Adam.

—Podemos encerrarlo en el baño con un wendigo, así podemos hablar con tranquilidad —sugiere con una voz pausada, y después sujeta mi rostro—. ¿Qué te parece?

—Una idea de lo más denunciable.

—Entonces podemos ir a mi casa y hacerlo. ¿Qué tal si me lo cuentas en francés? —inquiere, moviendo las cejas. Que idea tan poco apetecible.

Je ne veux pas.

—Uf, cómo me pone esa lengua. Y el francés también.

Bien, eso me hizo reír. Mira que es idiota.

—Eres un saco de hormonas, Wolf.

—Compenso la ausencia de las tuyas, Müller.

Va te faire enculer.

—No sé qué has dicho, pero tú más.

—Ya. Eso es lo que te gustaría que hiciera.

—Oh, joder, ¿qué has dicho? —suelta, agarrando con rapidez su teléfono para abrir el traductor. Escuchamos como Adam habla solo en la cocina. Qué demonios. Agarro la muñeca de Wolf y le pido con la mirada que pare. Ese detalle parece preocuparle más—. En serio, ¿qué te pasa?

—Ya te he dicho que no me pasa nada.

Nos quedamos en silencio, mirándonos. Esta cercanía se está haciendo de lo más incómoda, y ambos lo sabemos. Estoy a punto de pedirle que se aparte para levantarme e ir a buscar a nuestro amigo, cuando él vuelve a hablar:

—Siento mucho lo que te dije el otro día. Me centré tanto en las cosas buenas que haces por mí que me olvidé de ti. Es como que... No sé, parece que esa es la forma más fácil de mostrarle a alguien lo importante que es.

—Ya, pues te pasaste.

—Lo siento.

—Ajá.

—Te dije que te quiero y que me haces feliz. Aún no he escuchado eso de tu parte. Samuel, ¿esto te hace feliz?

Enmudezco, mientras mi cabeza trabaja por dar una respuesta a contrarreloj. El problema es que no la encuentro, y los segundos pasan en mi contra, porque a él le duele este silencio. Entonces, Adam entra en el cuarto y nos observa alzando una ceja, una virtud que admiro mucho por el simple hecho de que yo soy incapaz de hacerlo.

—Menos mal que no te hice la otra pregunta —murmura Rainer, y aunque al principio me cuesta, termino por entender a qué se refiere: a si le quiero.

Ya basta, me estoy sintiendo culpable.

—¡Eh! ¡Almohadas Samuel! Me apunto —exclama nuestro amigo, lanzándole una bolsa de patatas fritas a Wolf y acomodando la cabeza en mi pierna, a su lado. Acto seguido agarra su teléfono y lo revisa. Menos mal que ha aparecido para terminar con todo este mal ambiente. U ocultarlo—. Uh, Annie me ha mandado un meme. Qué raro, ella hablando. ¡Ay! Me siento especial.

—No te lo creas tanto, a mí también me lo ha mandado —le responde Rainer, y al momento me nace una duda propiciada por el hecho de que a mí no me ha escrito. Lo sé porque es la única persona a la que no tengo silenciada en el chat.

—¿Por qué Annie os manda cosas y a mí no?

—¿Qué pasa? —pregunta Adam, tras soltar una carcajada—. ¿Estás celoso?

—No, pero últimamente parece que está enfadada conmigo y no sé por qué.

—¿Te has comido alguno de sus churros? —me interroga Rainer.

—No.

—¿Has insultado a Tanja? ¿Has hablado mal de ella a sus espaldas? ¿Le has llamado gordo inútil a su gato? —sigo negando, y ahora mi amigo se mete en el interrogatorio.

—Samuel... Sé que esto es una tontería, pero te acordaste de su cumpleaños, ¿no?

Oh. Mierda. ¡Santa mierda de todas las mierdas!

—¡No me acordé! ¿Cómo no me avisó nadie?

—¿Cómo no has podido acordarte? ¡Es tu amiga de toda la vida!

—Pero está claro que tengo la cabeza en otra parte. ¿Por qué no me lo recordasteis?

—¡Porque jamás creímos que te olvidarías! —responde. Miro a Wolf y él se mantiene inmutable a esta escena, contemplándonos con una pasividad que me exaspera.

—Me voy a verla —suelto, levantándome del suelo mientras ellos me siguen con la mirada.

—Relájate, Müller, puedes llamarla más tarde o felicitarla en persona el lunes. Total, ya han pasado dos semanas.

—Me da igual, me voy.

—¿En serio? ¿A estas horas? —pregunta, y yo respondo con un gruñido mientras busco mis deportivas. Ah, qué desastre, no sé cómo Annie no me ha matado—. Bueno, ten cuidado.

Ni siquiera me despido, salgo de casa de mi amigo e intento recordar dónde vive Annie. Ah, cierto, a quince minutos andando. Al demonio, voy a ir corriendo. Inspiro con fuerza, olvido el dolor, me concentro en mi próximo objetivo y salgo corriendo. Y no tardo más de siete minutos en llegar a su casa. Vaya, hay un coche aparcado en el jardín, y no es el de su madre. ¿Será el del señor Zimmermann?

—¡Annie! —grito debajo de su ventana. Tras un rato esperando concluyo que no abrirá nadie—. ¡Annie!

La llamo por el teléfono pero no me responde, así que hago de tripas corazón, me dirijo a la puerta principal y toco al timbre. Tras unos segundos, me abre un hombre de aspecto demacrado que reconozco al momento.

—Buenas noches —digo, y este me observa de arriba a abajo. Como la última vez, hace como si no me conociera, aunque quizás el problema reside en que de verdad no sabe quién soy. ¿Cómo puede ser posible que no se acuerde del amigo de la infancia de su hija?—. ¿Está Annie en casa?

—En su cuarto.

—Oh, ¿puedo pasar? —Afirma con la cabeza—. Voy a buscarla.

—¡Annie, baja! —exclama de pronto, con un tono de voz tan autoritario que asusta. 

Mi amiga no tarda en hacer aparición, con ropa holgada y una toalla cubriendo su pelo mojado. Se va a volver una costumbre esto de visitarla justo cuando se acaba de duchar.

—¿Quién es este chico? —pregunta el señor Zimmermann cuando Annie se acerca a nosotros. Qué incómodo. Siento la tensión en el ambiente; parece que en cualquier momento me va a sacar a rastras de su casa.

—Papá, es Samuel... Samuel Müller, ¿recuerdas? —contesta su hija, y él niega con la cabeza—. ¿Cómo que no? Es mi novio.

¿Qué?

—Espera —la interrumpo, a punto de negar lo que acaba de decir, cuando me dedica una mirada desesperada que me detiene. No entiendo nada.

—¿A que sí, Sam? —me pregunta, agarrándome del brazo, y al momento me percato de que no tengo por qué entender nada, que aquí está pasando algo raro, por eso ella está actuando así—. Te dije que estaba con alguien, papá.

—Muy bien. ¿Y qué quiere tu novio a estas horas?

—Nada, es que le pedí que se pasase un rato.

—¿De noche? ¿Para qué?

—Es que él saca muy buenas notas y hay unos ejercicios de química que no entiendo, ¿verdad que sí, Sam? —Asiento con la cabeza al momento, poniendo mi mejor cara de póker para que no se note que miento. Qué excusa tan pobre se acaba de sacar de la manga. ¿Quién se cree que ha llamado a un amigo para que le haga de profesor un viernes por la noche?—. Nos vamos a mi cuarto, no tardamos nada, ¿sí?

Al señor Zimmermann no le da tiempo a responder. Annie me arrastra hasta su cuarto y, cuando entramos, cierra la puerta y nos quedamos a oscuras. En cuanto enciende la luz de la lámpara, lo que veo a mi alrededor me sorprende: toda la habitación ha cambiado, ahora es demasiado ordenada, demasiado sobria. Sus paredes están desnudas, ausentes de todas aquellas fotos que rememoraban cada momento importante de su vida con sus amistades. Ni siquiera estoy yo. Pero no debería importarme eso, ¿no? Aun así, voy a saciar mi curiosidad.

—¿Y todas tus fotos?

—Las tiré a la basura.

Una respuesta directa, tajante, en un tono serio muy impropio de ella. Iré a por la siguiente pregunta:

—¿Por qué le dijiste a tu padre que soy tu novio?

—¿Qué más da lo que le dijera? Mañana no se acordará de ti.

—Annie, la pregunta va en serio. No me ha gustado ese detalle.

—Perdona. Solo le quería demostrar que tengo una vida aquí y no lo necesito. A ver si así se va de una vez. Uf, estaba tan desesperada que casi le pido a Adam que finja ser mi novio. Fue una suerte que aparecieras. 

Qué motivo tan extraño. Aunque, ya de por sí, la relación de ellos dos es demasiado «peculiar».

—Annie, ¿va todo bien con él?

—Sabes que no. —Sí, lo sé, ha sido una pregunta estúpida—. ¿A qué has venido?

—Yo... Quería disculparme.

—¿Por qué? ¿Ya has recordado de cierto temita sin importancia? —pregunta, con un retintín de lo más incómodo.

—Sabes que tu cumpleaños sí es importante para mí. Lo siento, no sé en dónde tengo la cabeza últimamente.

—En fin, son cosas que pasan, ¿no? Crecemos y nos distanciamos —suelta, y noto cierto rencor en su voz. Demonios, esto me hace sentir incluso peor—. Recuerdo cuando teníamos ocho años y hablábamos del momento en el que cumpliríamos dieciocho. La de bromas que hacíamos sobre la legalidad o ir a la cárcel. He esperado diez años por esto y ahora... Ahora descubro que nos hemos olvidado. Qué genial, ¿a que sí?

—Lo siento, de verdad. No he estado en mi mejor momen...

—¿Que nos pasó? —me interrumpe, y de pronto me siento demasiado pequeño en esta habitación, como si las paredes me aplastaran—. Has tardado más de dos semanas en recordar mi cumpleaños.

—Ya lo sé, Annie, ¿cuántas veces me tengo que disculpar?

Mi tono de protesta parece pasarle desapercibido. Suspira, se quita la toalla de la cabeza y se acerca a la puerta.

—En fin. Voy al baño, dejé el secador encendido y todo manga por hombro. Vuelvo en cinco minutos.

En cuanto sale de la habitación, me siento en la cama y busco despejar la mente porque vuelvo a estar mareado. Cuando consigo estar más tranquilo, observo con cierta nostalgia el cuarto y rememoro tardes enteras en él hablando de tonterías con Annie, o en silencio. El silencio era tan cómodo con ella. Nos conocimos tanto, que a veces el mutismo era nuestra mejor conversación; nuestra amistad se describía muchas veces por la ausencia de palabras. Por eso me resulta tan extraño pensar en lo rápido que se rompen las relaciones, incluso las más sólidas. De un día para otro, sin que te lo esperes. Unas veces las despedidas son la crónica de una muerte anunciada, otras ni siquiera son previsibles, como sucedió en nuestro caso.

Recuerdo las tardes que pasábamos tumbados en esta cama, o alguna noche que dormí con ella sin que su madre se enterara; no éramos muy afectuosos entre nosotros, pero había momentos donde ella necesitaba tenerme a su lado, dormir conmigo. Y no hubo ni una sola ocasión que no lo disfrutase. Qué extraño que esas sensaciones formen parte del pasado. Y qué injusto. ¿Tendré que pasar lo mismo con Rainer? Me pregunto hasta qué punto será doloroso, cuando suceda, que se vaya.

Movido por la curiosidad, abro el segundo cajón de su mesilla. El motivo de esta acción es tan simple que a la vez me pone triste: me pregunto si seguirá guardando la pequeña figura de cristal que le regalé tras un viaje que hice a Berlín con mi familia, un gato con la cabeza alzada, como mirando al cielo; se lo di cuando murió Salchichasaurius. Dios, ¿por qué le puso un nombre tan ridículo a su anterior gato? Si total, casi siempre le llamaba «Chicha».

Un dolor punzante vuelve a golpear mi pecho durante un instante, cuando me percato de que la figura no está. Y por la necesidad de encontrarla, abro el primer cajón y después el tercero, sin encontrar nada, excepto una cosa que me resulta más importante y que me deja perplejo: un montón de fotos. ¿Serán las que quitó de la pared? Quizás no me dijo la verdad y no las tiró. No puedo estar más equivocado, porque cuando las reviso, descubro de qué tratan las instantáneas: de nosotros dos, de hecho, en algunas solo salgo yo. Empiezo a revisarlas; tenemos ocho, diez, quince años. En algunas no reconozco la edad. De entre el montón cae una tira hecha en un fotomatón de un parque de atracciones al que fuimos hace poco más de un año. Menudas caras de idiotas tenemos.

—Cotilla —dice de pronto Annie, asomándose por la puerta, provocando que aparte al momento las fotos en un vano intento por fingir que no he mirado nada.

—Pensé que habías tirado todas las fotos.

—Las tuyas no.

—Gracias, supongo —murmuro, y ella se sitúa de pie ante mí.

—Me alegra que al fin te acordaras de mi cumpleaños; mejor tarde que nunca. Aunque pensé que simplemente ibas a dejar pasar el tema.

—Sabes que no soy así.

—Ya, bueno. ¿Cómo estás? Esta semana te he visto muy disperso.

—Bien —respondo, y su gesto de insatisfacción provoca que vuelva a hablar—: solo bien, dejémoslo así.

—¿Puedes darte la vuelta? Tengo que cambiarme.

Le hago caso y me giro en la cama. Mientras clavo la vista en la pared y escucho como ella abre el armario, me nace hacerle otra pregunta, aunque aún no tengo claro si con la intención de torturarme un rato o buscar su ayuda.

—Oye, Annie, ¿no has planeado aún qué hacer después del Gymnasium?

—Ni por asomo.

—¿Y no te preocupa esa incertidumbre?

—Oh, no. En absoluto. Ya lo pensaré cuando llegue el momento de la verdad. Seguro que la presión me ayuda a tomar una buena decisión. ¿Y tú? ¿Qué tal van los planes del doctor Müller?

—Mal. Cada vez estoy más convencido de que no quiero hacer Medicina, pero no encuentro otra opción y eso me agobia.

—No te preocupes mucho por eso, Sam —me responde, y al momento siento por su forma de hablar que está un poco más animada. Supongo que lo único que necesitábamos era hablar un rato a solas—. Seguro que te pasará como a mí y cuando llegue el momento tendrás mucho más claro qué carrera hacer.

—Pero ya sabes que mis padres quieren y quieren que estudie Medicina y yo ni siquiera soy capaz de darles otra opción.

—Jopé, Sam, pero tú no tienes por qué dar otra opción ahora. Si no, en vez de ser tus padres los que te obliguen a hacer algo, serás tú mismo el que lo haga. Creo que eso no está bien.

—Ya. ¿Sabes? Klaus dice que no puedo odiar la Medicina si no la conozco. Que soy un caprichoso.

—Pero no la odias por capricho, sino por culpa de tus padres. En serio, qué aburrida es la gente con el rollo ese de que tienes que tenerlo todo claro, ¿sabes qué creo yo?

—¿Qué? —inquiero, y por inercia me giro para verla y la encuentro quitándose la camiseta. Aunque vuelvo a clavar la vista en la pared con rapidez, no he podido pasar por alto un detalle: sus antes inexistentes curvas. Ha ganado peso.

—Que está bien si te detienes a pensar un momento.

—Pero se pierde tiempo —suelto al instante, porque no estoy de acuerdo con lo que creo que intenta decirme—. Y no sé, mis padres esperan tanto de mí y tan poco de mi hermano. Me pone de los nervios. ¿Por qué? Ni siquiera yo espero grandes cosas de mí, no aspiro a ser importante como ellos tanto quieren. Yo solo aspiro a ser yo.

¿Y tú quién eres?

Ni siquiera lo sé.

—Sam, a veces está bien no tener sueños.

—¿Qué?

—Que está bien si no aspiras a grandes sueños, si dices «bah, pues no sé qué voy a hacer con mi vida. Los demás quieren ser personas importantes, ganar mucho dinero, y yo no, yo solo quiero estar tranquilo, ser feliz» —comienza a explicarme, con una fingida voz grave de lo más estrafalaria. En serio, ¿por qué todos ponen ese tono cuando me imitan?—. ¿Qué más da lo que quiera el resto del mundo? O lo que esperen de ti. Ya encontrarás qué hacer. Pero no cumplas los sueños de los demás.

—No sé yo si estoy muy de acuerdo con lo que dices. Eso es aspirar a una vida simple, Annie.

—Ay, eso es lo que opinan tus padres, no tú. ¿Me equivoco? —No lo sé, yo me encojo de hombros, no tengo claro en qué punto terminan las opiniones que me han inculcado y empiezan las que he aprendido por mí mismo—. Todos valemos lo mismo, ¿no? Aunque queramos ser médicos, ¡o basureros! Así que no le hagas caso a tus padres.

Me froto el pelo, exasperado. ¡Cuantísimos puntos de vista tiene cada persona! Estoy abrumado. Pero eso no le resta valor a su opinión. En realidad, me hace bien oír algo tan tranquilo.

—Gracias, en serio.

—Bien, ¡muy bien! —exclama, me toca el hombro y, cuando me giro para verla, descubro que se ha puesto un pijama violeta de lo más infantil. No me da tiempo a burlarme de ella, porque levanta una pierna y la coloca en mi pecho. Madre mía, hay viejas costumbres que no se pierden—. ¡Pues a ver si te enteras! No puede ser que el genial Samuel Müller camine por la vida como un fantasma con problemas anímicos. ¡Hasta deprimido tienes que ser el más badass! ¿Has entendido, cadete?

Me río y le aparto la pierna. Creo que este es el momento idóneo para que cambiemos de tema.

—Oye, ¿has engordado?

—¿Por qué? —suelta, y noto un atisbo de preocupación en su gesto.

—Por nada, es que te ves mucho mejor así.

—¿Tú crees? —Asiento con la cabeza y ella me sonríe— ¡Pues sí! He cogido peso. ¡Mira, mira qué lorcillas me están saliendo! —exclama, levantándose la parte superior del pijama para enseñarme el vientre. Lo miro frunciendo el ceño y contengo una carcajada. ¿De qué lorzas habla? Sigue delgada, aunque ni de lejos tanto como antes—. ¿A que estoy bien? Incluso he aumentado una talla de sujetador. Ahora estoy mucho mejor de aquí arriba —canturrea, mientras se lleva las manos a los pecho y se los aprieta. Madre mía.

—Me alegra.

—Dentro de poco caminaré y rebotará el suelo, ya verás.

—Exagerada —digo y, tras observar un momento sus pies, prosigo—. Cómo has cambiado.

—¿Tú crees?

—Claro.

—Oh... —murmura, y empieza a jugar con sus manos—. ¿Quieres ver en qué más he cambiado? —pregunta, acercándose más a mí. No tengo claro a qué se refiere, pero yo asiento con la cabeza. Entonces ella se arrodilla, abre el primer cajón de su mesilla y saca una agenda. Me la ofrece y yo la cojo, sin entender muy bien qué quiere decirme con esto—. Vete al principio, donde tengo anotados el horario y las calificaciones.

La abro y hojeo las páginas hasta llegar a donde me ha dicho. Entonces, observo el apartado de calificaciones sorprendido. Vaya, sabía que Annie había mejorado sus notas, pero verlas todas aquí juntas me hace comprender hasta qué punto lo ha hecho. Increíble, no llega a tener la nota máxima en casi ningún examen, pero supera con creces casi siempre el dos.

—Wow, estás estudiando mucho —murmuro, no tengo muy claro cómo debo felicitarla, pero supongo que expresarlo con las primeras palabras que me salen de la boca es más que suficiente para ella—. Esto es genial.

—¿Verdad que sí? Quiero aprendérmelo todo muy bien para sacar las mejores notas en el Abitur. Bueno, yo no sé lo que quiero hacer, pero pienso cubrir todas las posibilidades y entrar en una buena universidad.

—Es curioso —la interrumpo, y ella acerca su rostro para mirarme a los ojos, contrariada. Qué pequeña se ve así, arrodillada.

—¿El qué, Sam?

—Que desde que dejaste a Adler solo te veo mejorar y mejorar.

—¡Te dije que daría lo mejor de mí!

—Pues no sé cómo lo haces.

—Encontré algo que me motivase.

—Te envidio.

—¿Y qué te parece mi nueva versión mejorada? 

—Me parece genial —repito, algo incómodo por la importancia que le da a lo que pienso—, pero no necesitas saber lo que yo opino.

—Claro que lo necesito.

—¿Por qué?

—Porque esto ha sido gracias a ti.

—¿Qué?

—Tú eres mi motivación, Sam —me explica, con una amplia sonrisa. Y me sorprende la facilidad con la que dice esto, y lo sincero que lo siento. ¿Yo soy la motivación de alguien?—. A veces, cuando veo cosas que mejorar pienso en ti y me digo: jo, él es mucho mejor, ¡pero yo puedo alcanzarlo, e incluso superarlo! Y es como un reto. ¿Sabes? Por eso quería quedar contigo en mi cumpleaños, quería mostrarte lo mucho que mejoré y decirte: ¡toma ya, Sam, yo también puedo ser perfecta y de indudable atractivo! —Se ríe, pero a mí no me nace acompañar ese gesto. Hey, esto se siente tan bien, aunque tan nostálgico—. Bueno, ahora en serio, solo quería demostrarte lo mucho que me has ayudado en mi vida porque... ¡Ya soy mayor de edad! Y tú has marcado este camino, ¿sabes? A veces pienso que me has hecho como persona. —Ya, y tú a mí—. ¡Así que gracias!

La observo, sorprendido por todo lo que me ha contado, y un sentimiento de alegría inunda mi pecho. Adiós dolor de cabeza, adiós agobio, hola tranquilidad. Por primera vez en mucho tiempo siento que no soy el alivio de nadie, ni un instrumento, que me han atesorado de forma sincera, que han crecido conmigo, no a mi costa; noto agradecimiento en unas palabras. Me veo útil, y en esa utilidad siento como si me definiesen. Esta chica siempre ha tenido la capacidad de alegrarme incluso cuando creo caerme definitivamente. ¿Cómo lo hace?

No sé en qué momento ha sucedido, pero cuando la observo de nuevo noto mi vista borrosa. Ella me mira con cierta sorpresa y sujeta mis manos.

—¿Sam? ¿Qué te pasa?

—Nada —contesto con dificultad, notando un nudo en mi garganta—. Gracias por valorarme tanto.

—No, gracias a ti, bobo.

—Pensé que lo nuestro estaba roto, y ahora me dices esto y yo...

—¿Qué? —me interrumpe, sentándose a mi lado en la cama—. No, oye, seremos amigos para siempre. Lo prometimos. Y las promesas de meñique son para toda la vida.

—Pero todo se acaba en algún momento.

—No, lo nuestro no, lo nuestro es para siempre.

Para siempre. No se rompe, no tiene fecha de caducidad como otras cosas, como otras personas.

—Annie, ¿por qué eres tan buena conmigo?

—Porque te quiero.

Me lo dice con mucha facilidad, sin titubear. Tres palabras que causan tanto efecto en mí, que tienen tanta importancia para ella. Sujeta mi rostro entre sus manos y me mira mientras me dedica una sonrisa con la intención de tranquilizarme. Yo la observo, notando mi respiración errática por culpa de los nervios. Y, entonces, se inclina hacia delante. Se detiene, con sus labios a escasos centímetros de los míos, como esperando a que la aparte. Y yo no lo hago, no sé qué me sucede, pero no la aparto de mi lado. Ella entiende esa ausencia de respuesta como una clara invitación para besarme, así que lo hace. Despacio, insegura, con un miedo reflejado en el leve temblor de sus manos. Cierro los ojos y me pierdo unos segundos en el calor de su ya conocido tacto, que por momentos me resulta sanador. No respondo, porque ni siquiera soy consciente del todo de lo que está sucediendo. Para ella esto es una muestra de amor, para mí es como un abrazo que cura; demasiadas interpretaciones para el mismo gesto. Levanto las manos para sujetar sus hombros y empiezo a corresponder al beso. Es, en ese mismo instante, cuando me percato de lo que está sucediendo, así que tan pronto como empiezo, me detengo. Espera, Annie me está besando. No, no puede ser, no puede ser porque...

Haremos que esto funcione.

Cuidaremos el uno del otro.

Esto no es cuidar de alguien, es traicionar su confianza, es hacerle infeliz.

Te estás deteniendo por alguien que solo quiere tenerte un rato, por algo que inició para terminar roto. Pero esto es seguro, ella lo es.

No, aún no se ha roto, aún está vivo.

Busco separarme de ella, pero el miedo a hacerle daño me detiene. ¿Le sentará mal mi rechazo? ¿Qué hago? La parte racional de mi cabeza me hace pensar algo: ¿por qué me preocupa hacerle daño al otro, y me olvido del hecho de que estoy sufriendo yo? ¿Por qué me besa después de todo lo que me hizo, y no se da cuenta de que esto me podría causar algún dolor? El malestar vuelve a sacudir mi cabeza, es ahí cuando decido que voy a apartarla.

Detente, ella te valora por quién eres, no por lo que le ayudas a soportar.

Eso no es verdad, no sé lo que es verdad.

—Annie, tengo que irme —digo justo cuando la alejo de mí, y ella me mira con la boca ligeramente abierta, confusa.

Me levanto de la cama y apoyo la mano en el pomo de la puerta, cuando me detiene el fuerte dolor de cabeza. Dios, voy a reventar, no aguanto esto. Entonces, Annie me sujeta por la chaqueta y después me abraza por la espalda.

—Fui un poco brusca, lo siento.

—No pasa nada —respondo, más para mí mismo que para ella.

—Oye, ¿por qué no te quedas esta noche aquí? O solo un rato más.

Me giro para verla, contrariado por esa petición. ¿Por qué me quiere aquí? ¿Qué busca?

—Es que yo...

—Podríamos intentarlo.

—¿Qué?

—¿Aún te gusto? —me pregunta de forma acelerada, y yo me quedo mudo ante sus palabras. Ni siquiera me nace una respuesta clara a esto—. Tú aún me gustas, me gustas mucho. Sigo enamorada de ti, Sam.

—No... No entiendo —confieso, perdido en su repentina confesión, en todo lo que me produce: un mar de sentimientos dominados por la rabia. ¿Por qué ahora? ¿Por qué de esta forma? Después de lo que me dijo hace meses. ¿Por qué me hace esto?

—¿Y si volvemos a ser pareja? Lo intentamos y si no resulta, lo dejamos. Podríamos hacerlo porque yo... Yo te quiero mucho.

¿No lo ves? Ni te quiero, ni te amo.

—No, estás mintiendo. Tú no me quieres.

—¿Qué? —suelta, nerviosa, agarrándose con más fuerza a mi chaqueta—. Sí lo hago. ¡Samuel! Volvamos.

—¡No! No puedo hacerlo. No puedo traicionar a alguien que confía en mí de esta forma, a mí me dolió lo que tú hiciste, no voy a repetirlo —le explico, en una verborrea acelerada que solo delata mis nervios, y entonces me percato de lo que acaba de suceder: que con palabras tan confusas he dicho demasiado.

Annie se lleva las manos a la boca y noto cómo se le nublan los ojos.

—¿De qué estás hablando?

—De nada.

Pero la respuesta no le vale, porque se aleja de mí y empieza a dar pasos erráticos, primero hacia la ventana, luego hacia su cama y por último hacia mí.

—Ay, te estás viendo con alguien, ¿verdad? Dios, soy tan estúpida, deje pasar demasiado tiempo.

—No, no me estoy viendo con nadie —me apresuro a decirle, porque no estoy preparado para decir la verdad y, además, la sola idea de que se ponga a llorar me enerva—. Por favor, déjalo.

—No me mientas —me exige, con la voz entrecortada—. ¡Eres un mentiroso!

—¡No te miento!

—¿Entonces qué te pasa conmigo? Yo te quiero, tú me haces feliz. —Al escuchar esas últimas palabras encuentro la fuerza necesaria para abrir la puerta harto de todo, de todos. Entonces, ella se echa contra la madera y la cierra de un golpe brusco para después agarrarse a mi brazo—. Por favor, no te vayas. Déjame explicarte.

—¡No! Retiro lo que he dicho, ¡no has cambiado nada! —exclamo, sin importarme que su padre nos escuche—. Eres igual que el resto. ¿De qué vas? Me tratas como te da la gana, sin ni siquiera pensar en cómo me afecta. ¿Te has sentido muy bien besándome? ¿Diciéndome todo esto de la segunda oportunidad? ¿Cómo crees que me siento yo? ¿Eh? ¿Cómo crees que me sentí cuando me dejaste? Lo teníamos todo para durar, para ser felices. Nos queríamos demasiado, nos entendíamos, y tú la jodiste, ¡asúmelo! Me echaste a patadas, ¿y ahora quieres que me crea que aún me quieres?

—No lo entiendes, Sam.

—Claro, ahora soy yo el que no entiende, como cuando me dejaste. Me engañaste, Annie, me mentiste durante dos años, me echaste tratándome como una basura aunque quería seguir contigo, me arrastré por ti, me despreciaste cuando nada había sido mi culpa, ¿qué culpa tenía de haberte apoyado toda tu vida mientras tú te reías a mis espaldas? ¿¡Qué jodida culpa tenía de eso!? Y luego vuelves a mí con una sonrisa estúpida y tengo que olvidarme de lo que me hiciste, porque genial, ¡mientras los demás estén contentos, Sam puede joderse!

—Para, por favor, no lo entiendes —repite, detalle que me enerva. ¿Es que no sabe decir nada más?

—¿Qué es lo que no entiendo? ¿Que me usas?

—Que yo no te fui infiel —confiesa, con una firmeza y seguridad que, por un momento, me asustan.

De todas las cosas que podía decirme ahora mismo, jamás imaginé que se decantaría por esa opción. La más despreciable a mis ojos, la más innecesaria y la que más me demuestra, en este momento, que juega conmigo como si fuera un muñeco.

—¿Qué me quieres decir? ¿Que todo lo que hablaste con Tanja en los baños era una broma de mal gusto? ¿Que todo lo que me dijiste cuando rompimos fue una mentira? ¿Entonces cuál es la verdad?

Se lleva las manos a la cabeza y empieza a respirar con rapidez, como si estuviese perdiendo los nervios, detalle que me incomoda. Empieza a llorar y yo retrocedo para apartarme de ella. Es ahí cuando se decide a hablar:

—Ninguna, no hay ninguna.

—¿Ves? De nuevo me mientes. ¿Te parece normal mentirme con esto? ¡Con esto!

—Para, por favor, no lo entiendes. Yo te quiero.

—Estoy harto de que me digáis que me queréis. Si tú me quisieses no llorarías; sabes que lo odio. Pero esa es tu forma de arreglarlo todo, llorando y haciéndome sentir como la mayor mierda.

Remato, vuelvo a acercarme a la puerta y cuento el tiempo que le tomará hablarme otra vez. Cómo me esperaba, no tarda más de dos segundos en hacerlo. Esto empieza a resultarme irrisorio, tan irrisorio como ponzoñoso.

—No te vayas.

—Sí que me voy, te has pasado.

—¡No! —Intenta agarrarme de nuevo del brazo, pero yo sujeto con fuerza su muñeca para impedírselo, detalle que la enmudece.

—¿Tienes idea de lo que me hace sentir que me digas esto después de gritarme que ni siquiera me soportabas? ¿Sabes cómo me hundió? Es como si me insultaras. ¿Qué pasa? ¿Ahora que ya te encuentras mejor quieres volver a usarme? 

—No me agarres así, me haces daño, por favor.

Ni siquiera me había dado cuenta de eso.

—Perdón... —murmuro, soltándola, y entonces me río por lo falso que he sonado—. No, perdón no, adiós.

—Por favor, por favor.

—No, Annie, ¿no lo ves? Yo sí te quiero, yo sí te amo, pero me he esforzado por pasar página. Haz tú lo mismo, valórate y deja de usarme. ¡Dejad todos de hacerlo! Hemos terminado de hablar.

Salgo de su habitación mientras escucho como solloza. No me sigue. Me meto en el baño y me apoyo en el lavabo, buscando tranquilizarme. Me miro en el espejo y detallo mi mirada furiosa, mi rostro cansado, mis ojeras, y una pregunta empieza a rondar mi cabeza, a repetirse para burlarse de mí un rato: ¿quién soy? No lo sé, y aun así, no me gusta en qué me he convertido. Todo estaba mejorando, me lo dije a mí mismo cuando toqué aquella vez el piano. Entonces, ¿por qué después de eso ha ido a peor? Gestalt se sentiría tan decepcionado de mí.

Me voy de la casa sin cruzarme con el señor Zimmermann. Aprovechando que no queda muy lejos, camino hasta la cafetería donde trabaja Rainer con la intención de darle una explicación por todo lo sucedido con Annie, hecho un manojo de nervios y con un único pensamiento rondando mi cabeza: la he jodido. Lo que he hecho no tiene explicación ninguna y no merece perdón. Prometimos luchar para que lo nuestro fuese por el buen camino y ambos incumplimos la promesa. Él con su intención de irse en unos meses, yo al besar a otra persona. ¿Qué nos pasa?

El sonido de la campana advierte a quienes están dentro del establecimiento que he entrado. Cuando atravieso la puerta, me cruzo con Hugo y este me intercepta agarrándome del hombro, con un ánimo que no me apetece igualar.

—Hombre, Samuel, tú de nuevo por aquí. ¿A qué has venido? ¿A ofrecer tu cara para que te dé un puñetazo? Eres un santo, ¡pon aquí esa mejilla! Va a ser doloroso, pero rápido.

—Déjalo, no estoy de humor —respondo, y ni siquiera me percato de lo antipático que he debido sonar, porque la sonrisa se le borra al momento y me mira, inexpresivo. Tampoco me he dado cuenta del volumen que he usado, pero dos clientes que tenemos cerca me observan de forma reprobatoria. ¿A estos que les pasa? ¿Por qué no se meten en su maldita vida? Aparto la mirada y me encuentro con la de Rainer, que parece preocupado. Acto seguido, sale de detrás de la barra y se acerca a nosotros.

 —¿Pasa algo? —inquiere cuando llega a nuestra posición, y tanto él como su amigo comparten una mirada que no consigo leer—. Hugo, ¿puedes sustituirme un momento? Quiero hablar con Samuel.

Parece que él va a quejarse, pero algo le detiene, supongo que el nerviosismo con el que le ha hablado.

—Va, venga. Pero no tardéis mucho. Y me debéis un puñetazo, que lo sepáis.

Wolf me sujeta de la muñeca y me arrastra hasta el almacén. Una vez dentro, cierra la puerta y nos miramos, él de brazos cruzados, con la espalda apoyada en la madera. Yo en medio de la estancia, llevándome una mano a la frente, nervioso. Cuento los segundos, diez, quince, veinte. ¿Acaso ninguno de los dos va a hablar? Suspiro, consciente de que esta actitud distante no es más que una advertencia de lo que sucederá cuando la futura conversación que haya entre nosotros dos termine: que saldremos de aquí enfadados, que esta noche nada terminará en buenos términos. Rainer es tan impredecible; sin embargo, hay cosas de él que me resultan demasiado obvias. Localizo a mi lado una caja de madera vieja y me siento en ella, cuando al fin decide hablar:

—Has estado en casa de Annie, ¿verdad? —Asiento con la cabeza—. ¿Por qué vienes tan nervioso?

Me froto los ojos, sin ni siquiera saber cómo responderle. ¿Para qué? Esto no va a terminar bien, solo quiero irme de aquí. ¿Por qué vine? Cierto, porque era mi deber, porque...

Los pasos de Rainer aproximándose me sacan de mis pensamientos. Se detiene frente a mí y yo inclino la cabeza hacia arriba para mirarle a los ojos. Está tan serio. Entonces, coloca una mano en mi nuca y empuja mi cabeza hasta posarla en su cadera. Me quedo en silencio, notando como acaricia mi pelo con cariño y después posa la otra mano en mi mejilla. Suspiro, intentando descargar parte de mi nerviosismo. Tras un rato, detiene los movimientos.

—¿Estás más tranquilo?

—Creo que sí.

Se sienta en el suelo y se mantiene en silencio, sin hacer nada más que sujetar mi mano. En un momento dado, la pone vertical y junta su palma con la mía, para después entrelazar nuestros dedos. Parece tan distraído, que por momentos creo que hace eso para no pensar en nada más.

—Como te gustan mis manos, ¿eh? —suelto con un fingido tono bromista, y él se encoge de hombros, todavía serio.

—Gracias por lo de hoy.

—¿Qué es lo de hoy?

—Por tu cercanía, por darme un beso y por... No sé.

—Es increíble cómo el arrogante de Rainer Wolf se vuelve un sensiblero cuando está con el chico que le gusta.

Su silencio me hace sentir más idiota. Tengo que dejar de hacer bromas para ignorar la tensión que hay en el ambiente. Porque aunque a mí me ayuda, a él quizás le afecta. Espero a que hable de nuevo, sintiéndome demasiado culpable. Cuando voy a acariciar su rostro de vuelta, él aparta la cara y me habla:

—Samuel, ¿vas a contarme lo que ha pasado? Estás nervioso, si has venido aquí es por algo.

—Sí, tienes razón. Yo... —dudo, ¿cómo puedo empezar esto?—. Fui a casa de Annie, me disculpé por olvidarme de su cumpleaños, estuve en su cuarto, hablamos y...

—Y todo bien, ¿no? —Afirmo, y al momento me recrimino a mí mismo por ello—. Entonces, ¿cuál es el problema?

—Ninguno.

No me atrevo a decirle la verdad, porque me da miedo su respuesta, porque me da miedo hacernos daño.

—Siento mucho como me comporté la semana pasada, cuando te vi con Annie me sentí inseguro —me confiesa. No, esto no me ayuda—. Es decir, os queréis mucho, y yo no puedo competir con ella. Es tu amiga desde que tienes memoria, tu chica, y se nota que la adoras. Yo solo soy alguien que entró en tu vida hace medio año. En una balanza de prioridades, yo saldría perdiendo, soy demasiado consciente de eso. Cuando te vi con ella pensé en lo frágil que es lo nuestro, y me enfadé conmigo mismo. Pero no volverá a pasar, no quiero que mi inseguridad te obligue a esconderme cosas.

Dos preguntas pasan por mi mente en este momento: la primera es si está sospechando algo. Parece más que obvio que sí. La segunda es: ¿hasta qué punto es sincero con esta promesa de terminar con su inseguridad cuando me ve con Annie? O mejor dicho, ¿hasta dónde es capaz de mantenerla? Suspiro, él espera una respuesta.

—Me habló de lo mucho que mejoró gracias a mí. Y eso me hizo feliz, ¿sabes? Muy feliz.

Aunque solo fue un instante.

—Entiendo.

—Y después me dijo que aún sentía algo por mí y... No supe cómo reaccionar. Me pidió que fuésemos pareja, y terminamos discutiendo. Le dije tantas cosas: que estaba harto, que se pasó de la raya, que me hizo demasiado daño, que la quería pero que pasé página, y ella no paraba de llorar. Así que perdón.

—¿Por qué me pides perdón?

—Porque... —Estoy a punto de explicarle lo sucedido antes de esa pelea, el beso que me dio de pronto, que correspondí por abatimiento. Pero toda la confianza que me da lo sosegada que es su voz, se desvanece cuando lo miro a la cara de nuevo y observo un atisbo de dolor en sus ojos. Aunque finja, le duele escucharme. ¿Por qué? Quizás por detalles como que nunca le dije si le quiero, y en medio de una discusión se lo dije sin ninguna dificultad a Annie—. Por nada, solo me dedico a pedir perdón.

Me observa entrecerrando los ojos, y siento como lee mis mentiras. Soy más que consciente de que en cualquier momento comenzaremos a discutir, así que cierro los ojos y me pierdo un momento en esta calma antes de la tormenta. Vamos, encárame, saca a flote tus inseguridades, demuéstrame que tú también fallas como yo, que tus promesas son pura palabrería para hacerte sentir mejor. Porque en realidad no te importo, por eso te vas a ir de mi lado y mientras tanto me usas, porque...

Porque nada, ya que él se levanta y me da un abrazo, apretándome con fuerza contra su pecho. Permanecemos así un rato, hasta que él besa mi frente y, después, habla:

—Todo está bien, te acabo de decir que no tendré más inseguridades con el tema, ¿recuerdas? Confío en ti, tú confía en mí, por favor. Así que no me pidas perdón.

No entiendo nada, ni sus respuestas, ni su cariño, ni nada.

—¿Por qué estás a mi lado?

—Ya te lo he dicho: eres demasiado importante para mí.

—¿Por qué?

—Porque te quiero.

Lo dice de la misma forma que lo dijo Annie, con igual firmeza, con igual gesto. Sé que podemos encontrarle distinto significado a las mismas palabras, pero yo sigo viendo una cosa en ellos, en todos: a personas usando personas. Por eso, me desprendo de su abrazo y me levanto, detalle que él no entiende.

—¿Ya te vas? ¿Estás mejor?

—No lo sé.

—¿Quieres que te acompañe a casa?

—No, déjalo.

—Me lo has contado todo, ¿verdad? —Lo observo, y mi falta de respuesta es como una negativa que le abate tanto como pronunciar las siguientes palabras—: Samuel, ¿aún te gusta Annie?

Lo que me faltaba.

—Uf, se nota cómo confías en mí.

—Perdón, es que parece que...

—Rainer, nos vemos el lunes, ¿de acuerdo? Y hazme un favor: no me llames.

Salgo del almacén dejándolo atrás e ignoro a Hugo, que mantiene su gesto de perplejidad mientras me mira. Bah, pueden irse a la mierda todos, sin excepción.

Cojo un bus y, al cabo de media hora, llego a mi casa, harto y con una imperante necesidad de ir a dormir para olvidarme de todo. Cuando cruzo el recibidor, observo a mi madre, que camina hacia mí echa una fiera. Su gesto comedido ha desaparecido, ¿por qué? ¿Qué está pasando?

—¡Tú! —exclama, y cuando llega a mi posición me tira un papel al pecho y yo lo cojo al vuelo, percatándome al instante de qué es. Oh, no—. Tú le diste el teléfono de Erika a Samuel. ¿Qué pretendías?

—Te has pasado, Oliver —escucho que dice mi hermana, quien me observa desde la puerta de la cocina con los brazos cruzados y un gesto reprobatorio.

—Mamá, te lo puedo explicar, es que...

—Es que nada, me tienes harta de tus detalles raros. Estoy cansada de que me evites, llevo mucho tiempo queriendo hablar contigo acerca de tus estudios. Mañana no vas a salir a ningún sitio, le explicarás a mi hermana que fuiste tú quien mandó llamar a Samuel, que no lo hizo por voluntad propia, y después hablaremos sobre tu futuro. ¡Voy muy en serio!

Se aleja, se mete en la cocina y da un portazo. Me llevo las manos a la cabeza, desesperado, y analizo todo lo que ha sucedido desde el pasado viernes, siendo consciente de lo poco que soporto ya toda esta presión.

Dios, voy a explotar. 

°°°




#WhenTePonesAContarLosMinutosQueLeQuedanASamuelParaExplotarYMandarlosATodosALaMierda

#YMientrasYoOrganizandoLosCapítulosQueQuedanParaTerminarDeUnaVezLaHistoria


Besiis




Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro