XXXI. Mis palabras, tus silencios, nuestros miedos.

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Me despierto, por primera vez en muchas semanas, antes de que suene el despertador. Lo primero que reconozco entre la tenue claridad de mi cuarto es el horrible reloj de pared que me regaló Annie, ese gato japonés con una sonrisa perturbadora. En serio, ¿en qué momento creyó que sería un buen regalo?

Me siento en la cama y compruebo qué día es en el teléfono: último jueves escolar del año. Hoy tengo el examen más difícil de todos, el de Matemáticas, y mañana entrego el trabajo de Biología. Oh, joder, es verdad, esta tarde quedaré con Wolf en casa para terminarlo. Suspiro, ¿la vida no sería más fácil si me pudiese esconder debajo de las mantas a esperar a que la tempestad pasase? Muchos animales lo hacen; se llama hibernar.

Algo interrumpe mis divagaciones mañaneras: las voces de mis padres y Sylvia en la planta de abajo, acompañadas de música navideña. Qué extraño, ¿qué hacen en casa a estas horas? Salgo de mi habitación y bajo las escaleras, centrado en no tropezarme con mi propio sueño, bastante interesado en saber qué sucede, pero sin grandes expectativas en la respuesta. Sin embargo, lo primero que veo al llegar a la sala de estar me deja sin palabras.

—¡Hola, Oliver! —me saluda mi madre, en un tono alegre demasiado enérgico del que no estoy acostumbrado. Está colocando el árbol de Navidad con ayuda de mi hermana, y ambas parecen luchar para que este no pierda el equilibrio. Menos mal que no tenemos un gato—. Qué milagro, tú levantándote cuando es debido.

—Sí, qué milagro —desliza mi padre, con cierto sarcasmo. Y no me extraña, porque se ha tenido que encargar más de una vez de llevarme en coche al Gymnasium cuando perdía el autobús. O él, o Sylvia. Y quien dice una, dice diez.

Pero no es todo este ambiente familiar el que perturba mi ánimo. No, en absoluto. Es un detalle que buscan que pase desapercibido aunque es imposible. Un detalle que está sentado en el sofá, es alto, castaño, de ojos azules y mirada huidiza, que levanta la mano para saludarme con inseguridad. Un detalle que ha propiciado que mi madre, quien me está observando con cierto recelo ahora mismo, me haya llamado por mi segundo nombre.

—¿Qué hace mi hermano aquí? —pregunto, a sabiendas de que el protagonista de nuestra conversación tiene nombre, está ante mí y puede sentirse herido por mi frialdad. Ni siquiera le he devuelto el saludo, ni me he interesado en darle un recibimiento como es debido.

—Pues lo de siempre, pasar las vacaciones con nosotros —responde mi madre, cogiendo unas guirnaldas de una caja vieja que está al pie del árbol. Papá se va un momento a la cocina y aparece, al cabo de un momento, con dos platos en la mano que nos ofrece tanto a mí como a Samuel. Ah, genial, me piensan distraer con el desayuno.

—Ya, ¿pero dónde está Erika? —inquiero, algo nervioso porque sé que no hay nadie más en casa que nosotros. Ante la falta de respuesta, Sylvia se aleja del árbol y se sienta en el sofá. Acto seguido, inspira y habla:

—No vino.

Gracias por la aclaración, hermanita. No me había dado cuenta.

—¿Y por qué no vino? Esto no es lo de siempre —prosigo. Sospecho cuál es la realidad que se esconde tras este asunto—. Quiero decir, hasta hace dos años, Erika siempre nos visita con Samuel antes de Nochebuena. ¿Es que este año no va a venir?

—La tía Erika ya no es bienvenida en esta casa —responde mi madre, confirmando aún más mis suposiciones. Me froto el pelo y miro a los lados, como esperando que en verdad esto sea una broma y ella surja de alguna de las esquinas de esta habitación para decirme que va a llevarse a mi hermano—. El caso —continua—, es que tu padre y yo estábamos pensando que sería genial que Samuel se quedase a vivir una temporada con nosotros, ya que Sylvia está en casa la mayor parte del tiempo y puede atenderlo. ¿A que sí, cariño? —le pregunta a mi hermana y esta, tras repasar mis reacciones con una visual bastante rápida, asiente dubitativa.

Miro al motivo de esta conversación, mi hermano, que permanece sentado en el sofá, impasible, como si nada de esto tuviese que ver con él. Ajeno a la realidad que le rodea, pendiente de ese árbol pero aún impaciente porque le devuelva el saludo que me dio. Él no tiene la culpa de nada y, sin embargo, no consigo mirarlo de otra forma que no sea con rabia. Su existencia ha conllevado a la mía; su enfermedad, también. Si él estuviese bien, yo no viviría. Y aquí estamos los cinco reunidos, todos con un nombre fijo salvo yo, que cambia según las circunstancias, volviéndome menos dueño de mí mismo y más voluble a los deseos de los demás.

—Pero... —comienzo, consciente de que mis siguientes palabras estarían cargadas de frustración. Porque no quiero ver a Samuel en casa, no quiero que me llamen Oliver. 

Me pregunto si mi hermano está aquí porque así lo quieran mis padres o porque lo están alejando de alguien que, supuestamente, se desvió del camino. La segunda opción me asusta. Así que eso es lo que hacen con los miembros descarriados de la familia, ¿eh? ¿Apartarlos? Pues lo tendré en cuenta.

—Pero nada, Oliver, no quiero escucharte —me interrumpe mi madre, con serenidad en su rostro aunque sus palabras suenen duras—. No quieras amargar un día que empieza bien.

—¿Qué? —pregunto, contrariado.

Me temo que no le falta razón en lo último: esto iba a derivar en una discusión. Miro a mi alrededor; Sylvia y mi padre me observan negando con la cabeza, pidiéndome con ese gesto que me calle. Y yo obedezco al instante, quedándome en compañía de este silencio tan regio, pero a solas con mis frustraciones. Sin embargo, a mi madre no le parece suficiente con que cierre la boca y acepte la situación, así que prosigue.

—Y ya tendremos una charla tú y yo. Aún no me explicaste por qué actuaste así de raro cuando vino a cenar Erika —me dice, con una mirada afilada que provoca que me quede aún más estático de lo que ya estaba. Inspiro con fuerza, asiento con la cabeza y me doy la vuelta, de nuevo en dirección a mi habitación, con la intención de prepararme para ir al Gymansium.

Y así dejo pasar el tiempo, sumergido en una tediosa rutina que es interrumpida por mis pensamientos y el desánimo que me consumen ya por la mañana, a pocas horas del último examen del año. Me siento en el autobús y dejo que transcurra el tiempo, sin prestar la más mínima atención a mi alrededor. Ignoro a Klaus, quien me pellizca el brazo porque no estoy atendiendo a su última aventura con Adam ayer por la tarde, que consistió en perseguir palomas en un parque. Esas aves son las únicas hembras del reino animal que no lo ignoran.

Llego a clase el primero, me siento en mi pupitre y observo con hastío a la gente que me rodea. Por momentos pienso que, cuando termine el curso escolar, echaré de menos todo esto: mis compañeros, los profesores, los horarios rígidos, la misma rutina sin casi imprevistos. Como si quisiese quedarme siempre anclado aquí, sin crecer, sin querer enfrentarme a lo que me depara en el mundo exterior. Me froto la cara porque me estoy quedando dormido. Cuando estoy a punto de darme un tortazo para despertar, entran en el aula Wolf, Klaus, Adam y Dagna. Los dos primeros separados, mientras se dedican caras de asco. Qué infantiles.

Cierro los ojos y apoyo la cara en las manos, repasando mentalmente lo que debo hacer en lo que resta de semana: el examen de Matemáticas y el trabajo de Biología. Joder, casi ni lo he empezado. A ver cómo se lo digo a mi compañero, seguro que me mata a palazos.

—Se entrega el viernes —murmura una voz a mi oído. Doy un respingo y giro la cabeza, encontrándome con Rainer, que me mira con una sonrisa burlona. Seguro que sabe que no tengo casi nada hecho.

—Que sí, que ya lo sé —respondo arrimándome hacia delante, con la intención de alejarme un poco de él, detalle que no se le pasa desapercibido.

—Ya, ya, ya. Recuerda que hoy voy a tu casa.

—Eso también lo sé.

—Sí, sí.

Toma asiento en su sitio, coloca su mochila en la mesa y empieza a rebuscar en ella. Acto seguido saca dos cajetillas de tabaco, llama la atención de Dagna y Klaus y le lanza una a cada uno. Ellos las reciben al vuelo con una remarcable cara de satisfacción. Menudo contrabando. Pero espera, ¿qué?

—¿Desde cuándo fumáis? —pregunto, contrariado.

—Ya empezamos con el discursito de siempre —interviene Adam, que está distraído cazando un Pokémon en su teléfono.

—Yo desde los quince años —responde Dagna, y mi mejor amigo la sigue.

—Yo desde el año pasado.

—¿Y por qué no me lo dijiste?

—¿Porque eres un histérico con ese tema? —repone, abrazándose a su cajetilla como si se la fuese a quitar en cualquier momento. Hoy lleva el pelo suelto y sus ojos grandes están todavía más desproporcionados debido a la falta de sueño, así que solo le falta caminar encorvado para ser igual que Gollum—. Tanja y tú me dais miedo con vuestra intolerancia a las drogas.

—Eso, Müller, vive y deja vivir —continua Wolf, apoyando a mi amigo por primera y puede que por última vez en su vida.

Rainer se levanta con dos objetos en la mano: una caja de bombones vacía que tiene la cara inferior cortada y su teléfono. Coloca el móvil encendido sobre la mesa de Annie y lo tapa con la caja. Vuelve a tomar asiento y sigue a lo suyo, como si no hubiese pasado nada. ¿Qué demonios?

Annie entra en el aula y se dirige a su pupitre. Cuando se percata de que hay algo encima de la mesa, me mira con una repentina emoción que no comprendo, como si pensase que he sido yo el que le ha dejado ese regalo ahí. Yo niego con la cabeza, no quiero confundirla. Ella murmura algo sobre contrabando de bombones y levanta la caja, encontrándose con un móvil. Lo coge y pulsa la pantalla. Entonces, su rostro se convierte en una sucesión de gestos de lo más graciosos: primero se muestra asombrada, luego emocionada. Abre la boca y da un pequeño brinco. Oh, por Dios, ¿qué se supone que está viendo en el teléfono de Rainer? Sea lo que sea, le está haciendo demasiado feliz. Ella sube el volumen y comienzan a sonar unos maullidos.

—¡Gatitos con su mamá! —exclama, acercando más la pantalla a sus ojos—. ¡Son tan pequeños! Son... —Frunce el ceño y mira a Rainer. Echa la cabeza hacia atrás y pone la boca en forma de «o»—. No puede ser, ¡esta es Megalodón!

Rainer sonríe y asiente con la cabeza, se levanta y se acerca a Annie, quien le agarra del brazo izquierdo como si se tratara de un koala. Y vuelve a reproducir el vídeo, tan alegre como cuando come churros.

—Ayer, cuando llegué a casa, me encontré a la gata de parto —aclara él, mientras Adam se acerca para ver el vídeo con cierta reticencia y Annie lo atrae agarrándole del hombro, uniéndolo al club de adoradores de mininos—. El caso es que pensé que tenía diarrea o algo así, pero cuando vi que le salía una cría del cuerpo... Me asusté. El parto duró una hora.

—Oh, ¡por favor! Qué genial —dice Dagna, uniéndose a ellos—. ¿Y cuántos bebés tuvo?

—Cuatro, aunque uno ya no está... —aclara con pesar—. Pero los otros tres nacieron muy sanos.

Annie emite un tremendo suspiro cuando termina de ver el vídeo por cuarta vez, se desprende del brazo de Wolf y me mira, mostrándome la pantalla del teléfono.

—Mira, Sam —me llama, agachándose frente a mi pupitre, a sabiendas de que soy el único que no ha mostrado mucho interés en lo sucedido. A mí me sorprende tanto su actitud cercana como el hecho de que me haya llamado de nuevo por mi diminutivo—. Estos son los gatos de Megalodón y Australopithecus.

Tomo el teléfono entre mis manos y le doy a reproducir al vídeo. En verdad que lo que estoy viendo me resulta adorable: tres gatitos pequeños, que no pueden ni caminar y tienen los ojos cerrados, abrazados a su madre, ese engendro violento y gris que me profesa tanto odio y que, en la pantalla, parece tan tranquila que por momentos diría que está durmiendo. Jo, qué bonitos son.

—¿Y cómo sabes que son de tu gato? —le pregunto, recordando que ellos dos viven algo lejos.

—Bueno, digamos que no tuve que llevar a mi gata a su casa aquella vez —aclara Rainer, volviendo a su sitio. Yo medito un instante esa afirmación y le devuelvo el teléfono a Annie, algo incomodado.

El profesor de Química, Otto Hahn, entra en el aula acompañado por los alumnos que faltaban. Toman asiento y él borra el encerado. Acto seguido, escribe con tiza roja una fórmula química, o eso creo. Todos leemos en alto:

—HO – HO – HO, ¿feliz Navidad? —decimos al unísono y él sonríe. ¿Pero qué? ¿Desde cuándo este hombre nos dedica algo alegre? Si la única que lo vi reír fue cuando Adler suspendió con un 5 un examen. Y le encantó dibujarle la nota en la esquina superior de la prueba, en grande y con tinta roja. Poco más y parecía que se iba a frotar las manos de la alegría.

—Ah, sí, se me olvidó el maletín con los exámenes corregidos en el coche —dice el profesor, con una sonrisa torcida tan propia de él, remarcando esa última palabra para hacernos entrar en tensión.

En cuanto desaparece por la puerta, vuelve a reinar un fuerte alboroto. 

—Menudo chiste más malo, por favor. ¡Con la de juego que da la Química! —comenta Adam, llevándose una mano a la barbilla, meditativo. Acto seguido, se da la vuelta y me mira mientras mueve las cejas de arriba abajo—. Samuel, guapo, juguemos a que yo te oxido y tú me reduces. —Ahora, me manda un beso por el aire que decido esquivar con cara de asco.

Y, en un abrir y cerrar de ojos, la mitad de la case se ha girado para verme, emocionada. Oh, no, ya empezamos.

—¡Samuel, estás como para secuenciarte! —se une Emily.

—¡Quién fuera macrófago para fagocitarte! —prosigue su gemela y, al percatarse de que todo el mundo la ha escuchado, esconde la cara con su cabello.

—Eres mi cero porque todas mis constantes derivan en ti —murmura Annie dando una palmada mientras mira hacia el encerado. Ah, pues eso ha sido bonito.

—Ojalá fueras luz ultravioleta para poder verte con más frecuencia, Müller —dice Wolf. Joder, qué vergüenza.

—Samuel, eres como un enchufe: estás que empalmas —remata Klaus, el dios de la poesía y los buenos modales.

Entonces, él, Rainer y Adam se dedican una mirada demasiado fácil de leer por lo competitiva que es. Según palabras textuales, acabamos de entrar en una disputa por ver quién dice el piropo más cerdo y gay, teniéndome como objetivo, claro está.

Klaus se levanta, se arrodilla ante mí y comienza:

—Si estuvieras en la disposición y el momento requerido, podríamos realizar una serie de actividades como por ejemplo un cuarenta y dos: tú a cuatro y yo a dos.

—Oh, por favor, ¿qué ha sido eso? —inquiere Adam, sujetando mi mano como si pretendiera besarla. Aj, pero por favor—. Yo te daba a lo Star Wars: con la fuerza y por el lado oscuro.

Voy a acabar con arcadas.

—Pss, novatos —interrumpe Rainer, echándose hacia atrás en su asiento e inspeccionándome con la mirada, como si me tratara de una presa fácil—. Eh, Müller —prosigue, con suavidad y calma. ¿Es que me va a recitar un poema o qué?—. Eres como un folio, porque te pondría A4.

Miro al frente con los ojos entrecerrados y concluyo, con más calma que él:

—Sois idiotas, no hay duda.

—¿Ah, sí? ¿Tú lo harías mejor, Romeo?

—Claro que sí —me jacto, entrando en una competición aún más absurda, ¿pero qué mierda de conversación es esta? Adam y Klaus nos observan serios, como si estuviésemos en pleno debate sobre el futuro de la humanidad. Oh, por favor, menos mal que el destino de la Tierra no está en manos de ellos tres, porque entonces el planeta se llenaría de videojuegos, mujeres en bikini y tiburones antropófagos voladores—. Eh... Esto, pues... —titubeo, buscando ayuda en mi cerebro. Mientras, miro a Wolf, que está dando palmadas en la mesa, impaciente, comentando algo acerca de mi nulo ingenio—. En una disolución, tú eres el disolvente porque contigo pierdo mi concentración.

Y todos se quedan en silencio.

Rainer aparta la mirada, pone una mano cerca de la boca y carraspea. Después busca algo en su mochila, saca un bolígrafo, sujeta con la punta del dedo índice la tapa y la empuja hacia atrás. Esta sale volando e impacta en mi cara.

—¡Pervertido! —exclama. ¿Qué demonios? Yo tiro la tapa del Bic a la puerta justo cuando aparece el señor Hahn y esta choca en su cara. Oh, por la santa epitafia de la mierda, ¿por qué estas tonterías me pasan a mí?

—Samuel Müller, solo por esto no sabréis vuestra nota del examen ni de la materia hasta el final del día. He dicho —suelta el profesor, mientras pisa la tapa, tan serio que ninguno de nosotros se atreve a protestar, pero todos se giran para verme, regalándome una mirada bastante dura. Salvo Annie, que infla los mofletes y después se ríe, demostrando lo contenta que está aún por la noticia de los gatos. En fin.

Llegado el descanso, pretendo ir con Klaus a la cafetería para tomar algo, pero ni siquiera me da tiempo a levantarme de mi sitio, porque Wolf toma la silla de Tanja y se sienta frente a mí. ¿Qué querrá ahora? Como vuelva a decirme algo del trabajo de Biología, lo obligo a comerse mi estuche. Miro a los lados, ya todos nuestros compañeros se han ido y solo quedamos nosotros dos en el aula. Una situación tan normal no debería incomodarme, pero sí lo hace. Echo la silla hacia atrás con desgana para aumentar la distancia entre nosotros dos y espero a que hable. Parece que va para largo, porque Rainer está entretenido hurgando en mi estuche, supongo que buscando una tapa de bolígrafo que sustituya la que él ha perdido.

—¿Qué tal las notas, Müllerchen? —pregunta, mirando con cara de estreñimiento uno de mis subrayadores, el azul—. En serio, ¿quién usa este color?

—No me llames así.

—Ya, porque es mucho mejor que te llame Samuel el segundón, ¿verdad? —bufa, apoyando los brazos en la mesa. Yo lo miro sorprendido. ¿Cómo sabe eso? Él parece leerme la mente y responde mis dudas—. Me lo contó Adam hace como dos meses, así que, desde aquella, te tengo en la agenda como «Samuel, primero de su ego». ¿Qué te parece el título nobiliario? —Me muestra el nombre en el teléfono y se ríe. Cuando se lo intento quitar, lo guarda en el bolsillo de su pantalón y repite—: ¿qué tal las notas?

—Bien, supongo. De momento llevo todo unos. ¿Y tú?

—Igual —responde, y mira al suelo algo dubitativo.

—¿Qué sucede?

Tras pensárselo un rato, decide hablar, de nuevo enérgico.

—Que no entiendo unas cosas de Matemáticas. ¡Es tan complicado! Y Endler tampoco es que explique de maravilla, ¿sabes?

—¿Qué es lo que no entiendes?

—Del segundo tema, el de matrices, uno de los ejercicios finales. Seguro que eso cae en el examen y es lo único que no me ha quedado nada claro.

—¿Qué demonios? ¿Entiendes los vectores y las integrales más enrevesadas y no algo del tema más simple?

—¡Exacto!

Resoplo, intentando no reírme. Incluso en este tipo de cosas, a veces, él carece de lógica.

—Te lo explico —digo, abriendo mi mochila y sacando la libreta de Matemáticas. Adiós a mi descanso con Klaus—. Pásame un lápiz. —Busco el ejercicio y arranco una hoja en blanco.

—Oh, ¿de verdad? —Afirmo con la cabeza—. ¡Genial! Porque ese es el motivo exacto por el que te estoy hablando. Sí, soy un aprovechado —concluye, dándome el lápiz—. Aunque me cueste reconocerlo, eres mejor que yo en Matemáticas. Además, explicas tan bien las cosas que te entiendo a la primera. —Ignoro su halago y empiezo a escribir. Él me da un ligero toque en la frente con el puño cerrado—. En serio, gracias.

Alzo la vista y lo encuentro más cerca de mí, inclinado hacia delante y con los ojos clavados en lo que escribo. Decido echarme más hacia atrás y apoyo la cabeza en la mano izquierda, mientras con la derecha sigo escribiendo. Nos quedamos en silencio, y es ese silencio el que me incomoda cada vez más. ¿Qué tan difícil puede ser estar un momento a solas con Rainer? Me cuesta, lo que es bastante ridículo, porque hoy me pasaré no sé cuántas horas a solas con él, en mi casa. En mi cuarto. Oh, Dios, en mi cuarto, es verdad. En qué lío me he metido.

—Samuel, una pregunta —dice de pronto, y yo detengo el lápiz, a mitad de un cuatro—. ¿Por qué eres tan distante conmigo?

—¿Qué?

Levanto la cabeza y lo observo. ¿Por qué me pregunta eso? Me escruta con una mirada seria que me cohíbe. Mierda, no tengo ni la más remota idea de qué responder.

—Quiero decir, con todos tus amigos eres bastante cercano, cuando no tienes ese humor de culo que te ataca últimamente, claro está. —Muchas gracias por esa aclaración, de verdad—. Pero desde hace un tiempo he notado que conmigo actúas diferente. Como si quisieses marcar una distancia entre nosotros dos, o como si yo te incordiase un poco. A veces pienso que es culpa de mi forma de ser tan, no sé, cercana; me han llegado a decir que soy bastante ahogante y yo no quiero molestarte. Así que no sé si tu actitud es porque te incomodo o quizás solo necesitas tiempo para conocerme mejor y, así, tomar más confianza conmigo.

Agarro el lápiz con ambas manos y suspiro. Me pregunto si está siendo sincero o en realidad se ha percatado de mis sentimientos. Joder, si se trata de la segunda opción, entonces soy un idiota que no sabe disimular nada bien. Quiero, por un momento, saber qué es lo que pasa por su mente. ¿En qué piensa al hacerme estas preguntas? ¿O cuando se comporta conmigo de esa forma que me resulta tan única? Porque puede preguntarme por qué soy distante con él, pero yo puedo preguntarle de vulta por qué es tan considerado conmigo. Y es que por momentos he pensado: detente, no te creas especial, Rainer es cercano con todo el mundo. Sí, esa cercanía es cierta, pero lo que él no entiende es que en ningún caso se comporta con los demás como conmigo.

Dios, de nuevo habla esa parte de mí que se ilusiona en vano.

—Es lo segundo —miento, y él asiente con la cabeza—. Solo te conozco de hace tres meses. Con el tiempo será distinto.

No, no lo será, todo se volverá peor.

—Entiendo —concluye él, y yo vuelvo a escribir en el papel—. Tiburones nazis, qué ganas tengo de ver esta tarde la película.

Yo me río y procedo a explicarle lo que estoy haciendo. No sé qué me asusta más ahora mismo: pasar la tarde a solas con Wolf, o que se entere de que no he hecho casi nada del trabajo y, por tanto, lo más probable es que no veamos película alguna, todo un drama para él.

Cuando llegan las dos horas de Matemáticas, resuelvo el examen con la menor de las complicaciones porque me resulta muy fácil. Observo a Tanja y, por un momento, aguanto las ganas de reírme. Es tan divertido ver como hace los ejercicios ofuscada. Estoy seguro de que tendría mejores notas si no se pidiese a sí misma tanta perfección. A veces la auto exigencia es el peor de los enemigos; te paraliza, te vuelve inseguro y provoca que solo pienses en los errores que vas a cometer, en vez de observar todo lo bueno que estás haciendo. Pero en fin, eso es algo que ella aún no entiende. Yo, por mi parte, aunque soy consciente de eso, tampoco logro aplicarlo en mí mismo. 

Una vez que termina la clase, recorro el pasillo esquivando a Klaus y Dustin, que quieren comprobar las respuestas del examen conmigo. No, gracias, hacer eso es diabólico. Sigo avanzando, repasando cada una de las fórmulas de Física para decidir cuál de todas tiro a la papelera de reciclaje de mi cerebro cuando, de pronto, algo más certero y palpable que la fórmula de la cinemática perturba la dirección de mis pasos y provoca su deceleración. Sí, tengo ganas de mear.

Me meto en el baño de chicos y me pongo a la tarea, mirando al techo y tatareando la fórmula de la caída libre —de un objeto, y no en concreto de ningún líquido biológico— cuando alguien entra en el baño murmurando la misma fórmula con una inusitada vehemencia y se coloca a mi derecha, a dos urinarios de distancia.

—¿Hola? —digo, intranquilo, viendo a Wolf bostezar ajeno a la situación. Universo, ¿por qué me odias?

—Oh, hola Müller —murmura, me mira por el rabillo del ojo y fija con rapidez su mirada en el techo—. No pienso mirar. Tú no lo hagas, pervertido.

—¡No iba a mirar!

—Ya, ya.

—¿Y por qué iba a hacerlo?

—Evidentemente, ¡para comprobar que te supero hasta en tamaño!

—Eres idiota, en serio.

—Envidia mi genética —dice, ahora lavándose las manos en el lavabo—. ¡Envídiala! 

Y se larga dando un portazo. ¿Es que ni meando es normal? Ah, joder, qué incómodo.

°°°

—Entonces el protagonista, al final de la película cinco, viaja en el tiempo con su hijo. Y se van al pasado, no unos cuantos años atrás, sino millones de años, con los dinosaurios y todo eso.

—Entiendo —le digo a Rainer, a pesar de que no le encuentro mucha lógica a lo que me está explicando de la quinta entrega de Sharknado. Busco las llaves en la cartera porque la puerta de mi casa está cerrada. Eso solo puede significar lo que me parecía evidente: vamos a estar solos.

Una vez en el recibidor, mi compañero se descalza y se toma la libertad de subir las escaleras hacia mi cuarto, ya que se recuerda perfectamente dónde está. Me dirijo a la sala, enciendo la luz y compruebo que Sylvia no me ha dejado ninguna nota explicándome a dónde ha ido. Tampoco me ha escrito por el teléfono. No es que antes lo hiciese, pero ya que ahora está cuidando a nuestro hermano, podría al menos avisarme de dónde se encuentran, más que nada para asegurarme de que él está bien. En fin, qué más da, será que se olvidó.

Me desperezo y empiezo a subir las escaleras mientras me exijo tranquilidad.

—Oye, Rainer, quería comentarte algo —digo en un tono de voz más alto de lo normal para que me escuche. Creo que ya ha llegado el momento de explicarle que he sido un vago y todavía no he empezado el trabajo de Biología—. Es sobre el trabajo. Verás, la verdad es que...

Me callo al entrar en mi cuarto. Está tumbado en mi cama, boca arriba, con las piernas cruzadas y un brazo tapando sus ojos.

—Calla, déjame dormir un rato.

—Qué cara tienes —bufo, sentándome en la silla que hay frente a mi escritorio y él finge roncar como respuesta.

—Y qué cómoda es tu cama.

Lo ignoro y procedo a encender el portátil, pensando en el hecho de que, bueno, mientras él dormita un rato, yo puedo adelantar algo de trabajo. Malditas hormonas, como odio escribir sobre ellas, la señora Petri tiene una obsesión con ese tema. Mejor dicho, maldita biología. Abro el Word y busco una definición en la Wikipedia. Espera, espera, ¿por qué cometo tal sacrilegio? Mejor reviso algún libro online, o qué sé yo. Cada vez que se busca algo en la Wikipedia, muere un gatito. Y no, no pienso ser tan cruel. Ah, recuerdo aquella vez en que Sylvia me dijo que cada vez que respiraba se morían cuatro chinos y casi me ahogo aguantando el aire. Qué tiempos aquellos, cuando era tan inocente.

Dejo de teclear y me llevo una mano a la cabeza. Dios, tengo que dejar de estar tan nervioso, solo pienso estupideces. Debo concentrarme en la pantalla del ordenador, no en el hecho de que mi compañero está en mi cama, durmiendo.

Cedo en la lucha contra mi fuerza de voluntad y giro un poco la cabeza hacia la izquierda, con la intención de observarlo por el rabillo del ojo disimuladamente, aunque sea un poco. Sin embargo, en la cama no hay nadie. ¿Pero qué?

—¡Eh! ¿Dónde te has metido?

—¡En tu cocina! —escucho desde el piso inferior—. ¡Estoy asaltando tu alacena!

Suspiro y me dispongo a levantarme para ir a buscarlo, pero no hace falta, porque empiezo a escuchar sus fuertes pisadas subiendo las escaleras hasta mi cuarto. Madre mía, si es que él solo parece una estampida de rinocerontes por el ruido que hace. De pronto, aparece en la puerta con varias bolsas de patatas fritas, una de Doritos, una tableta de chocolate y un bote de nata montada. Oh, mierda, ha rebuscado en la alacena donde mi hermana guarda sus provisiones; Sylvia nos va a matar.

—Menuda maravilla —dice, tumbándose de nuevo en la cama y abriendo la bolsa de Doritos—. Me pienso poner como una foca a tu costa mientras trabajas, Müller.

Me giro en la silla y prosigo con mi infructuosa búsqueda de términos biológicos. Intento concentrarme, pero me resulta imposible porque no paro de escuchar como Wolf come y los Doritos crujen en su boca. Ese sonido es tan desesperante que incluso siento como me martillea el cerebro. 

—Wolf, no comas en mi cama —le aviso, con la vista fija en la pantalla. Vaya, al fin encuentro una definición decente—. Es una guafad... ¿Quí hafes?

Sí, algo ha interrumpido mi charla de madre, y ese algo ha sido Rainer metiéndome el bote de nata en la boca.

—Abre esa boca, que esto está muy bueno —me dice, riéndose y yo le aparto el bote, seguro que con cara de alucinar en colores. Me siento una niñera—. Come y calla, Müller.

—Eres idiota. Largo de aquí, que me desconcentras.

Él vuelve a tumbarse en la cama de un salto. Yo lo miro de rejo: esa actitud despreocupada para nada acorde con el estrés que ha desprendido por cada uno de sus poros esta semana, con un brazo tras la cabeza y el otro sujetando el bote de nata montada cuyo extremo rodean sus labios. Esa nata con la que ahora mismo se está llenando la boca...

Cuánto homoerotismo gratuito, ¿eh?

No, tú ahora no, cállate.

Pero si te está encantando verlo así.

¡Que te calles!

—Luego me pongo a ayudarte en el trabajo. Es que ahora estoy algo inquieto —interrumpe mis pensamientos mientras se llena la boca de patatas fritas, riéndose.

—¿Eh?

—El estrés, dejar de fumar es casi tan duro como dicen.

Vuelvo a girarme en mi silla para verlo, asombrado.

—¿Has dejado de fumar? —inquiero, y él acelera el ritmo de sus masticaciones para tragar lo antes posible y responderme, pero se atraganta en el intento. Madre mía, ahora se da golpes en el pecho mientras tose—. ¿Por qué? En plena semana de exámenes, eso no te ayuda en nada.

—¿Primero me hablas sobre lo malo que es el tabaco y ahora me dices eso? No hay quien te entienda —se queja, sentándose en la cama y abrazándose a una de las bolsas de patatas fritas.

—Ja, lo dices como si lo hubieses dejado por mi culpa. —Vuelvo la vista a la pantalla y comienzo a teclear. Sin embargo, tras un minuto, me detengo por la falta de respuesta. Observo primero mis manos, contrariado. Después, a él—. ¿Por qué lo hiciste?

—Se me estaba descontrolando un poco el vicio —dice, como si no fuese nada relevante—. Al principio empecé a fumar como dos pitillos a la semana, y ahora estaba fumando media cajetilla al día. No podía ser.

—Ah, qué bien.

—Pero bueno, sustituyo las ganas por comida.

—Si eso te relaja...

—¿Eh?

—Hace tiempo me dijiste que solo lo dejarías cuando encontrases algo que te relajase más.

—Ah, cierto —concluye, desperezándose y, acto seguido, me mira y me guiña un ojo. ¿Pero qué?—. Deja de escribir, ya me ocupo yo de tu parte del trabajo.

—¿Cómo dices? —pregunto, mientras él se levanta de la cama. Mierda, pues sí que soy evidente.

—Es obvio que no hiciste casi nada. No te preocupes, ya me encargo yo. —Me lanza dos bolsas de patatas fritas vacías y yo las recojo al vuelo. Mira que come este chico—. Llévatelas a la basura, me lo debes.

Rainer ocupa mi asiento y yo me encamino hacia el piso inferior. Al bajar las escaleras, me percato de un detalle que capta al completo mi atención: la habitación de invitados tiene la puerta abierta. Tras tirar las bolsas a la papelera, me asomo y comprendo el motivo: sobre la cama hay una maleta a medio deshacer, la de mi hermano. Parece que de verdad va a quedarse a vivir aquí una temporada.

—Menuda mierda —murmuro, entrando en la habitación y cerrando la ventana que supongo que mi hermano ha dejado abierta. —¡Ah, joder! —exclamo, porque en el camino me he golpeado con la esquina de un escritorio en el hueso de la cadera. Debido al cabreo y a la frustración que me está produciendo toda esta situación, decido darle una patada a la silla que tengo al lado. Mala idea, por supuesto—. ¡Mierda, puta mierda! —me quejo, porque me he hecho daño en el dedo meñique del pie. ¿Quién me mandaría caminar por la casa en calcetines?

—¿Y ese festival de palabrotas a qué viene? ¿Te has visto al espejo o algo? —escucho que me grita Rainer desde el piso superior, y yo decido ignorarlo.

Me siento en la cama, apoyo los codos en las piernas y la cara en las manos y observo mi alrededor. Qué habitación tan sobria, qué paredes tan desnudas, que lugar tan frío. Como se nota que aquí no ha dormido nadie de forma continua en años. En demasiados años. Observo el pequeño marco de fotos vacío que descansa sobre la cómoda que hay frente a mí. ¿Alguna vez mi hermano deseará ponerle algo? No sé, algún retrato suyo, nuestro. De su familia, de Erika, de quien sea. Me río, porque me parece una idea tan absurda que me siento estúpido por si quiera permitir que surque mi mente.

Giro la cabeza y observo la maleta abierta que hay a mi espalda. Vaya, hay una cartera en ella. Me pregunto qué tendrá mi hermano en ella. ¿Dinero? Cómo no, es un Müller, los Müller siempre llevan dinero encima, aunque no lo vayan a gastar, porque tienen que demostrar que son pudientes. ¿Tarjetas? ¿De qué? Qué tontería, seguro que solo tiene su documento de identidad.

Cojo la cartera, dispuesto a cotillear en ella, a regodearme en estos pensamientos venenosos contra Samuel. Cuando la abro, una sonrisa torcida se me dibuja en el rostro. Es como si me estuviese vengando de su presencia riéndome de su soledad. Y entonces, cuando meto la mano en uno de los bolsillos y noto un papel plastificado en él, cuando lo saco y veo lo que es, algo en mí se detiene. Se me nublan los ojos al mismo tiempo que mi sonrisa desaparece y las manos me tiemblan. ¿Por qué tiene una foto mía guardada en su cartera? ¿Por qué hace como si yo le importara lo más mínimo?

Guardo la cartera en la maleta y salgo de la habitación, intentando tranquilizarme en vano. No, no puedo ponerme así, no cuando hay alguien en casa, cuando Rainer está aquí. Voy al baño y, tras permitirme un par de minutos de desahogo, me lavo la cara y regreso a la habitación, eliminando cualquier rastro de pena de mi rostro, pero sin fingir una sonrisa. Con una actitud normal, como siempre. 

Cuando Rainer me escucha entrar, se gira para verme, me escruta con la mirada y frunce el ceño. Yo cargo el peso sobre una pierna, me llevo las manos a los bolsillos del pantalón y me apoyo en el marco de la puerta, aparentando que todo va bien.

—Oye, ¿pasa algo? —me pregunta, con un tono preocupado que me tensa. ¿Cómo lo ha notado? Pero si yo me he visto bien. Niego con la cabeza y me río, pero a él esa respuesta no parece convencerle en lo más mínimo, porque rebusca en su mochila algo y, de pronto, me enseña su Pen Drive en forma de gato—. Pasemos un rato del trabajo, ¿sí? No aguanto las ganas de ver esta bazofia. Vamos a ponerla en esa pedazo de televisión que tienes en la sala.

Y sale de mi habitación mientras murmura algo sobre terminar con las reservas de comida de mi cocina. Yo abro mi armario y me miro al espejo de cuerpo entero que hay en él. Pero si tengo la misma cara de siempre, ¿por qué me ha preguntado si me pasa algo? Suspiro y me doy una palmada en las mejillas. Bien, ahora voy a bajar a la sala y me pondré a ver una película horrible en el sofá con Rainer. En mi casa. A oscuras. Solos. Todo muy normal, nada tenso. ¿Por qué iba a ser tenso? Ya estoy desvariando. Bajo las escaleras mientras mi cabeza echa humo. Solo debo sentarme a su lado. No, a su lado no, en el otro extremo del sofá. Eso mismo. Guardaré distancia, me concentraré en la pantalla e intentaré que no se me mueran varias neuronas, que las necesito para ser alguien de provecho en el futuro. Solo eso. 

Es una tarea sencilla, ¿verdad?

O no, porque cuando llego al sofá me lo encuentro lleno de bolsas de galletas, patatas fritas y dulces variados. Y a Rainer del revés, con la espalda en el suelo y la parte inferior del cuerpo en el sofá.

—Te toca sentarte en el suelo —me dice, señalándome con el mando y, cuando voy a protestar, él empieza a pulsar varios botones del aparato y me manda callar con un sonoro "ts"—. Ya no puedes hablar, le he dado al mute. No puedes producir sonido alguno, ¡así funciona la física!

Yo me siento a su lado y me río. Rainer le da a reproducir la película y se mete dos galletas en la boca. Qué envidia, a este paso me voy a quedar sin ellas. 

—A ver, recapitulemos, que si no, no entiendes nada: el protagonista, al final de la película cinco, viaja en el tiempo con su hijo, muchos millones de años atrás, con los dinosaurios y todo eso.

—Eso ya me lo dijiste en la entrada.

—Ah, cierto. —Se calla y ve el principio de la película, cada vez más serio. Transcurridos unos minutos, da una palmada y lanza una galleta al televisor—. ¿Qué mierda es eso? ¿Cómo que su hijo no sale en la película por rollos espacio temporales? Qué excusa más barata para ocultar que no pudieron contratarlo.

Bufa, se cruza de brazos y sigue comiendo lo suficientemente indignado como para devorar cada galleta en bocados furiosos. Tomaría en serio su enfado si no fuese porque su posición del revés es bastante ridícula. Aunque no tan ridícula como esta película. Madre mía, creo que prefiero mirar a mi compañero antes que a esta bazofia. Y eso hago cuando no tengo la vista clavada en el techo, observar como él se ríe, se queja y se indigna por cualquier cosa, sobre todo cuando aparece una rubia. Es tan expresivo como siempre, pero me entretiene demasiado.

Dejo pasar el tiempo y no me puede entrar en la cabeza lo mala que es esta película. Ni siquiera está hecha con cariño, es como si los productores se hubiesen percatado de que Sharknado es un meme andante y decidiesen hacerla absurda porque sí. Es que la primera entrega es muchísimo mejor, sin duda alguna. Wow, jamás pensé que diría algo así. El caso es que al principio, en plena era de piedra, los protagonistas, a lomos de un pterosaurio, utilizan meteoritos para atacar a los tiburones. De la Edad Media no comento nada porque madre mía, ojalá me hubiese dado una peste negra visual antes de ver pedazo escenas. Luego, en pleno Oeste americano, destruyen un Sharknado utilizando la cabeza decapitada de una rubia que lanza rayos láser. Voy en serio, lo juro.

Miro a Rainer, esperando a que él mismo llegue a la conclusión de que es mejor finalizar aquí la película, pero no, él parece encantando viendo esta mierda. Bien, ahora los protagonistas viajan a los años ochenta. El escenario es una playa, donde la gente es atacada por... Un momento, no, no puede ser. ¿Acabo de a ver un tiburón antropófago sediento de sangre subido a una tabla de surf? Maldita maravilla del séptimo arte, quiero tatuarme esta escena en la espalda. Ah, bueno, ahora usan pistolas láser contra los tiburones. Genial.

—¡Y dale con el láser! —se ríe Wolf, y después pone cara de pocos amigos al percatarse de que se ha quedado sin galletas, pero el enfado se le pasa rápido al coger una bolsa de Ruffles.

Prosigo: ahora viene el drama, porque una de las protagonistas quiere salvar a su abuelo, que en el pasado fue devorado por tiburones. Todo muy normal, esa ley no escrita sobre no alterar cosas del pasado para que no cambie el presente se la han pasado por la mismísima axila. Bueno, ahora viajan dieciocho mil años en el futuro y los tiburones voladores son de acero, o algo así. Rainer pega un gritito bastante ridículo cuando los habitantes de esa era hacen aparición. ¿Por qué? Pues porque todas son clones de la rubia esposa del protagonista, su mayor pesadilla.

—¿De qué me sirve reciclar si el futuro será tan desolador? —se queja y, cuando voy a responderle, me mete una galleta en la boca. Qué raro, pensé que ya no quedaban.

Después hay una pelea a muerte entre una de las clones y la esposa verdadera. En fin, ahora vuelven al pasado, a donde comienza la primera película. ¡Oh, qué sorpresa! Que alguien me saque los ojos, por favor, los tiburones están lanzando rayos láser. Eso no me lo enseñaron en biología, mi vida es una mentira. Y con un beso, los tiburones explotan, todo vuelve a la normalidad, la rubia está de parto, el protagonista tiene un hijo y... ¡Vaya! El hombre del taburete ha vuelto. Claro, en esa parte aún no había muerto. Y se va al hospital, sí, con el taburete a cuestas. Fin.

—Qué película tan mala —concluye Rainer, y yo me alegro de que sus neuronas sigan funcionando para sacar esa brillante conclusión—. Ha sido maravillosa.

Retiro lo dicho, está idiotizado.

—¿Podemos ir arriba a trabajar antes de que me olvide de cómo se camina? —pregunto, y él asiente con la cabeza, recogiendo todo el estropicio que organizó comiendo.

—Por cierto —dice de pronto, dirigiéndose a mi cocina—. Te tengo un regalo de Navidad: se llama Mondschein, como la canción esa que te gusta.

—Ajá, ¿y qué es? —le interrogo, sin tomarme demasiado en serio lo que dice, porque pienso que está de broma.

—No te lo pienso decir —le escucho mientras me encamino a las escaleras—. Es una sorpresa.

Subimos a mi cuarto y me tumbo en la cama, boca abajo, mientras él trabaja. Tras un rato sumido en la oscuridad de mis párpados, decido observar lo que hace: impresionante, teclea tan rápido que no extrañaría que terminase mi parte del trabajo en menos de media hora. Está claro que tener las horas tan ocupadas te vuelve mucho más productivo y hace que aproveches mejor el tiempo.

Me pongo boca arriba y sujeto el nudo de la corbata con la intención de quitármela, recordando que aún sigo con el uniforme del colegio. Entonces, miro por la ventana que ya está oscureciendo. ¿Qué hora es? Busco la respuesta en el teléfono y me sorprendo, ¿ya son las seis? ¡Qué tarde! 

Bostezo, cansado. Parece, por la forma tan alegre que tiene de canturrear, que Wolf ya está terminando mi parte del trabajo. Impresionante. Lo miro con disimulo: cómo muerde el bolígrafo con el que escribe unas anotaciones en el papel que tiene al lado del ordenador, cómo se pasa la mano por el pelo para apartárselo de la frente. En ese momento se afloja el nudo de la corbata y se desabrocha los dos primeros botones de la camisa, supongo que porque hace bastante calor ahora mismo.

Espera, ¿calor en pleno diciembre? Niego con la cabeza, intentando ignorar el extraño déjà vu que he sentido. Dios, estoy tan incómodo en este mismo momento. Quiero irme de esta habitación, alejarme de él, apartar mi vista de su cuello, de su boca.

Joder, para.

—Creo que he terminado —interrumpe mis pensamientos Rainer, quien se ha girado en su silla para verme—. Ya tenemos tiempo para nosotros dos.

—¿Eh? —dejo escapar, sobresaltado. Mierda y socorro, auxilio. Esto no es un sueño.

—Has pensado en lo que te dije la otra vez, ¿verdad? —me pregunta, levantándose de su asiento y poniéndose de pie frente a mí. Niego con la cabeza, dándole a entender mi confusión ante sus palabras. Él esboza una sonrisa que me cohíbe y pone los brazos en jarra. Por favor, que llegue Sylvia de una vez a casa—. Ya sabes, eso de que teníamos que empezar la semana con mejor humor, más animados. Yo lo he hecho, pero tú no. ¿Qué sucede? 

Suspiro, aliviado. ¿En qué demonios estoy pensando? Él solo está preocupado por mí.

—No pasa nada más que lo que te dije el otro día. No te preocupes, ya se solucionará con el tiempo.

Rezo para que esa respuesta le sirva. Como esperaba, el resultado es negativo.

—Pero hace un momento te fuiste, y volviste aún más decaído —prosigue, sentándose a mi izquierda en la cama—. Sabes que puedes hablar conmigo por lo que quieras, ¿verdad?

Niego con la cabeza. No, en verdad no puedo hacerlo.

—Como te dije antes, hace poco tiempo que nos conocemos. No te voy a hablar de mis problemas tan pronto.

—Podrías hacerlo —me interrumpe—. Hay muchas formas de profundizar en una amistad, ¿no crees? Esta puede ser una. Háblame de lo que te preocupa, yo una vez lo hice contigo. Te debo una.

—No, no me debes nada. No seas atento conmigo solo porque crees que me debes un favor.

Él se ríe y niega con la cabeza, fijando su vista en el frente.

—Yo no hago esto porque crea que me debes un favor, Müllerchen

—Deja de llamarme así, Rainfarn —repongo, riéndome.

—Nunca, Samuel primero de su ego.

—Rainer el segundón.

—Niño Nike.

—Niño de las Converse de imitación.

—Müller.

—Wolf.

Silencio. Nos miramos un momento; aunque él esboza una sonrisa, yo sigo serio, contagiándole mi gesto en poco tiempo. Jamás creí que esta situación podría volverse más incómoda, porque ahora mismo estamos los dos sentados en la cama, solos, a escasos centímetros el uno del otro.

—No te voy a juzgar, no te preocupes. Entiendo que no quieras hablar del tema, pero me preocupo por ti. Así que me gustaría escucharte, si puede ser.

—Claro que lo harás.

—¿Eh?

—Claro que vas a juzgarme —sobrepongo, con una valentía que me sorprende. Sé que estoy le generando más dudas de las que le estoy resolviendo.

—No lo haré. Sólo habla y ya está.

Suspiro. No voy a contarle por qué mi humor está tan cambiante, ya que eso significaría exponerle mis sentimientos. Tampoco le diré por qué me dedico a tropezar con su mera existencia, volviéndome un amasijo de dudas e inseguridades. Porque esto que estoy sintiendo es nuevo, porque me vuelve frágil, porque cada vez que me habla tiene la capacidad de romperme pero, aun así, también consigue reconstruir alguna parte de mi ser que ya estaba rota. Aunque lo hace de forma endeble, demasiado endeble.

Sin embargo, no quiero seguir potenciando su preocupación, así que decido hablarle de lo que reconcome mi mente ahora mismo. No sin antes hacerle una pregunta incómoda.

—El día que estuvisteis en mi casa de noche, me dijiste que fuera lo que fuese que sentías por Annie, no te ibas a interponer entre ella y yo. ¿Recuerdas? —Él frunce el ceño y afirma lentamente con la cabeza, como si no estuviese seguro de su respuesta—. ¿Qué es lo que sientes? ¿Acaso te gusta o algo por el estilo?

Ahora se ríe y niega con la cabeza, haciéndome sentir aliviado de golpe.

—Puede que esto te parezca una tontería, y me da un poco de vergüenza decirlo, pero le tengo demasiado cariño a Annie porque tiene ciertas actitudes que me recuerdan a mi hermana cuando era feliz. Ni por asomo es nada romántico, Müller —me explica, encogiéndose de hombros—. No malpienses. Como te comenté ese viernes, no me pienso interponer entre vosotros dos.

—Rainer —le interrumpo, con una suavidad que capta su atención—. Ella ya no me gusta.

Permanece callado y, tras vacilar un momento, asiente con la cabeza, como si no me creyese.

—Entiendo. Hacíais buena pareja, ¿sabes?

—Lo sé.

—¿Y qué más te pasa? No vale cambiar de tema.

—No era un cambio de tema, solo una duda que tenía. —Me río por lo fácil que me está resultando sincerarme con él—. Me cambió el ánimo porque... Mira, es difícil de explicar. Yo tengo un hermano mayor que vivió durante años con una de mis tías. El caso es que ahora va a vivir una temporada aquí, en mi casa.

—Ya veo. Pero oye, eso es genial, ¿no crees? Así pasáis más tiempo juntos. —Niego con la cabeza y él me mira, extrañado—. ¿Por qué no?

—Porque él y yo no nos llevamos muy bien, la verdad.

—Oh —murmura con cierto pesar y al momento me golpea una oleada de culpa. Él no es la persona más indicada con la que tratar este tema.

—Pero no me siento bien hablándote de esto. Yo estoy aquí, quejándome de mi hermano, mientras tú deseas pasar un minuto más con la tuya. Soy tan egoísta.

—No te preocupes, no lo eres. Cada uno es un mundo y vive circunstancias diferentes. Claro, pueden tener sus similitudes, pero nos afectan de forma distinta. No es justo compararnos. —Se lleva una mano a la nuca y me mira primero a mí y después al frente—. No sé si me explico. El caso es que, si quieres desahogarte, adelante. No pienses en mis problemas. ¿Qué pasa con tu hermano?

—Sí, te explicas —le aclaro, agradecido por su comprensión; ya no me siento tan culpable—. Pues que él tiene una enfermedad mental.

—Nada que no pueda sobrellevarse con ánimo y paciencia.

—Lo sé, es solo que... Creo que no lograré acostumbrarme a su presencia y a todo lo que él significa para mí.

—Ya veo, ¿cómo se llama él?

—Samuel.

Esa respuesta parece perturbarle por un momento, así que le concedo unos segundos para que aclare las ideas.

—Oh, entiendo —prosigue—. Tu segundo nombre es Oliver. Qué curioso, os diferenciáis por eso.

—Sí —respondo con hastío.

—¿Y qué tiene eso de malo? ¿No te gusta compartir nombre?

—No es eso. Es que... —Vamos, dilo sin más. ¿Qué importa ya? Sabes que es cierto, que no te va a juzgar—. Yo nací porque mi hermano estaba enfermo, para enmendar el error que él fue. Solo soy una sustitución, un arreglo. Ese fue el único motivo por el vine al mundo ¿sabes? —Me río, nervioso—. Para seguir el camino que él no siguió.

Rainer carraspea. Por un segundo, puedo sentir que la conversación le está minando el ánimo.

—Vaya, eso explica ciertas cosas —murmura, serio, y después me mira tornando su gesto a uno más animado—. Pero aquí estás, ¿no?

—¿Cómo?

—Digo, tus padres fueron los que tuvieron el control sobre tu nacimiento, pero eres tú el que tiene el verdadero control sobre tu vida. ¿Qué importa por qué naciste? Lo que importa es por qué vives. Así que no le tengas tanta tirria a tu hermano. Créeme, no es sano. Además, lo que hicieron tus padres no es culpa suya. —Asiento. Sí, sé que lleva toda la razón. De hecho, Gestalt me dijo algo parecido. Supongo que el rencor cuesta quitarlo—. Así que por eso odias tu segundo nombre, porque para ti es un recuerdo del motivo por el que naciste, ¿no?

—Sí, algo así.

—Entiendo. ¿Sabes algo gracioso? Yo fui producto de una noche de borrachera y un condón roto. —Enarco una ceja, confuso ante esa repentina confesión—. De hecho, mis padres no quisieron tenerme hasta el último momento. Todo porque sólo querían una hija. No fui planeado y casi no nazco. Pero aquí estoy, teniendo todo el control sobre mi vida, al igual que alguien que fue planeado con la mejor de las intenciones o para enmendar un supuesto error. Hay que vivir y olvidarse un poco de los demás, Samuel.

—De acuerdo —digo, apoyando la boca en una mano, ocultando la ligera sonrisa que me está naciendo por sus palabras de ánimo—. ¿Y cómo es que sabes que no te quisieron tener?

—Mi madre a veces hablaba más de lo debido —me explica, con un repentino cambio en su expresión a uno triste. Ahora me arrepiento de haber hecho la pregunta—. Te voy a contar otra cosa graciosa —retoma, de nuevo enérgico—, pero prométeme que no se lo dirás jamás a nadie.

—Te lo prometo.

—Bien. —Se levanta de la cama para coger su mochila. Tras revolver en ella, se sienta a mi lado con su cartera en la mano y me la da—. Esta es una pequeña coincidencia pero... Busca mi documento de identidad.

Eso hago, lo busco, lo cojo y lo observo. Entonces me percato de un detalle tan absurdo como relevante para mí. No, esto tiene que ser broma. Necesito reafirmar lo que ven mis ojos, así que procedo a leer en voz alta.

—Aquí dice que tu nombre es Rainer Farah Wolf.

Y él, tras asentir con la cabeza, se ríe. Yo estoy nervioso, no puedo creer lo que estoy leyendo.

—Así es, me llamo así.

—Es broma, ¿no? ¿También llevas de segundo nombre el de un hermano?

—No, no es broma. Mira, hace más de dos años odiaba llevar el nombre de mi hermana, no solo  porque me recordaba a ella, sino porque es árabe y me relaciona con la cultura de mi madre. Antes quería quitármelo. Ahora, aunque nunca lo use, quiero que me siga acompañando —me explica, alegre. Yo solo deseo que se calle, porque esto que estoy sintiendo en el pecho es muy fuerte y no consigo calmarlo por más que me insista a mí mismo que no pasa nada. Escucharlo no me ayuda, solo aumenta las ganas que tengo de acercarme a él—. No te cuento esto para que pienses que debes dejar de martirizarte solo porque otros pasan por algo parecido a ti, sino para que comprendas que, pase lo que pase, se puede sonreír. Eso está en ti. ¿Ves lo que tienes colgado en la pared?

Me señala el papel donde tengo anotada la palabra que me escribió en el brazo con un rotulador permanente. Aquella mañana en el trastero donde me explicó cómo era su vida y, después, me pidió perdón. Sí, esa misma mañana en la que comenzó nuestra amistad. 

A mí me consume la vergüenza; se me había olvidado que tenía eso ahí, no quería que lo viese.

—Oh, eso. Yo...

—Aún no sabes lo que significa, ¿verdad? —me interrumpe, acertando de pleno.

—No, para nada.

—¿Recuerdas cuando inició el curso y fuiste por primera vez a la cafetería donde trabajo?

—Claro.

—Ese día te veías muy decaído, y te escribí algo en el café. Me hizo gracia porque, cuando lo leíste, te cambió el ánimo: te reíste. Ahí recordé el poder de las palabras. Tú siempre me recuerdas eso.

—Entonces, lo que me escribiste en el brazo significa...

—Exacto, significa eso que tienes que hacer siempre para animarte, para intentar volver a ser feliz, no por los demás, sino por ti. —Levanta, para mi sorpresa, los brazos, provocando que me dé un vuelco en el pecho. Acto seguido me sujeta el rostro—. Sonreír.

Entonces, posa sus dos dedos pulgares en la comisura de mis labios y me fuerza con ellos a dibujar una sonrisa. Deduzco, por su gesto burlón, que estoy poniendo una cara un tanto ridícula por su culpa, y yo me río con él.

Ahí está de nuevo, logrando cambiar mi ánimo a mejor, provocando que me sienta ligero, ansioso, nervioso, feliz y vacío al mismo tiempo. Y, movido por un impulso que no comprendo pero domina toda mi lógica, dejo de observarlo reír y desvío la mirada a un lado, avergonzado por el hecho de que he levantado las manos para sujetar las suyas, que siguen sosteniendo mi rostro aunque sin forzar mi sonrisa porque ya nace por sí sola. Y las acarició con la punta de mis dedos, despacio, tan despacio que él casi no se percata, pero lo hace.

La felicidad que él me causa, las ansias que me consumen por tenerlo cerca, las ganas de llevar esta situación más allá de lo improbable, de volver realidad lo que solo ha habitado en mi mente, provocan que una pizca de valentía me domine, potenciada por el hecho de que él acepta mi roce con una sonrisa que me llena y, sin pensarlo dos veces, sin ser completamente consciente de ello, lo hago. Digo lo que no soporto más callar:

—Me gustas.

—¿Qué?

Eso es lo único que escucho de su parte. De nuevo domina el silencio, de nuevo tengo miedo, siento tristeza y solo quiero huir de aquí. Su rostro ahora serio me lo dice todo, al igual que su agarre tenso: no debí decirle lo que siento, ¿por qué? ¿Por qué lo hice? He fastidiado esto, y tengo tanto miedo que solo quiero esconderme del mundo durante mucho tiempo.

Su mirada seria se me hace indescifrable. Mis manos se posan en el edredón de mi cama, las suyas se deslizan poco a poco por mis mejillas, de forma suave, hasta acabar en mis hombros.

—Es una broma, ¿verdad? —prosigue, y noto en su voz lo nervioso que está—. Cosas de Klaus, seguro. No tiene gracia, Samuel —me recrimina, muy molesto, y como no respondo, decide apartarse de mí con la intención de levantarse—. Lo que suponía. De verdad que no tiene la más mínima gracia, ¿sabes? ¿Es que no tienes ni la más remota idea de cómo puedes afectar a la otra persona con tus palabras?

Y me siento mal, tan mal por el hecho de que tome como una mentira mis sentimientos, que lo agarro del brazo para que se quede sentado, atrayéndolo a mí. Lo que siento no es una broma, ni una tontería, porque me afecta.

—No es una broma —insisto, deseando que me crea, a pesar de que con ello lo pierda, porque el precio de lo que puedo ganar es demasiado grande. Sí, ahora mismo, ya nada me importa. Y sé, por la seriedad de mi mirada, por lo huidiza que es la suya, que me ha creído—. Es lo que siento.

Nos miramos. Nuestros cuerpos tan cerca el uno del otro. Detallo cada uno de sus gestos, de sus movimientos: sus manos posándose de nuevo en mis hombros, temblorosas. Las mías deslizándose por su cuello hasta llegar a la nuca y acariciar con las yemas de mis dedos su cabello, detalle que provoca que se estremezca. Nuestras piernas están entremezcladas, como quiero que estén pronto nuestras respiraciones. Suspira con lentitud y posa sus ojos en mi boca. Sé que tiene miedo, ambos lo tenemos, pero yo lo oculto en favor de la recompensa que busco: él.

—Samuel... —murmura, con un hilo de voz que me hace perder el poco autocontrol que me queda.

Lo acerco más a mí, con impaciencia, buscando besarlo. Él no se mueve, como esperando que sea yo el que lleve las riendas de la situación. Ladeo ligeramente la cabeza para tener un mejor acceso a su boca y, cuando nuestras narices se rozan, cuando estoy a punto de cerrar los ojos, noto algo:

Como sus manos me empujan para alejarme de él.

—¿Qué... Qué haces? —titubea, levantándose al momento de la cama y acercándose a la puerta—. ¿Por qué ibas a besarme?

Sus preguntas son un balde de agua fría cayendo sobre mí.

—Ya te lo he dicho, Rainer.

—¡No! —Se lleva las manos a la cabeza y mira a los lados, como buscando por dónde huir—. Joder, ¿qué ha sido eso? ¿Acaso te gustan los chicos?

—¡No lo sé! —Ahora soy yo el nervioso—. Me gustas tú.

—No, yo no. Estás confundido por tu ruptura con Annie, pero no juegues conmigo para sentirte mejor.

—¡No estoy confundido!

—¡Claro que lo estás! —Se frota la frente con el dorso de la mano y retrocede, hasta que su espalda choca contra la puerta. Le tiembla tanto la voz—. A mí no me van esas mierdas, yo no soy así.

Esas mierdas, lo que yo siento es una mierda, ¿eh? No sé si esto es igual o incluso más doloroso que cuando mi madre dijo que lo que sentía era propio de enfermos. No, no puedo permitir que me vuelvan a humillar así. Me levanto de la cama y camino hasta donde él se encuentra con la intención de contraatacar, de defenderme.

—¿Tú no eres así? ¿Entonces a qué viene ese trato especial que me das? ¿Todas esas palabras que me has dicho durante estos últimos dos meses? ¿Por qué intentaste besarme en Halloween?

—¡No lo sé!

—Entonces te acuerdas.

—Estaba borracho —responde y, de pronto, noto como se enfada por sus gestos. Camina hacia delante y me da un empujón para apartarme, impostando la voz—. Te he dicho que dejes de arrastrarme con tus mierdas, no soy como tú.

—¿Cómo yo? ¿Qué eres tú entonces? ¿Mejor? Porque aquí solo veo a un mentiroso.

—¿Mentiroso? ¿Pero tú de qué vas? Tu problema es que te has dedicado a malinterpretarme durante todo este tiempo. ¡Eso es lo único que has hecho! Y odio que me malinterpreten. —Se da unos segundos para frotarse la sien, cierra los ojos y respira despacio. Por un momento creo que se está mareando—. Claro, ahora lo entiendo: a ti no te interesaba mi vida, ni mis problemas, solo tenías segundas intenciones conmigo, ¿verdad? —Me quedo mudo, analizando sus palabras. Él se ríe de forma amarga y después balbucea—: no, otra vez no. Soy un tonto. 

Doy otro paso hacia delante, acortando la distancia. La presión en mi pecho aumenta, al igual que mi incomprensión. ¿Qué sucede? ¿Por qué me trata así? ¿Acaso fui tan necio que confundí toda nuestra relación? ¿Qué problema hay conmigo?

—Yo no te malinterpreté. Solo pensé que podrías sentir algo parecido por mí —me sincero, permitiendo por una vez que sea la parte ilusa de mi ser la que le hable. Esa que, ahora mismo, se está ahogando.

Rainer continúa con los ojos cerrados, como si no se atreviese a verme. Entonces, su voz cargada de veneno me golpea:

—¿De verdad creíste que alguien se iba a fijar en una persona tan débil?

Una punzada de dolor me paraliza. La ira y la tristeza anegan con lágrimas mis ojos. Aprieto los puños con fuerza y, tras unos segundos intentando reunir el valor suficiente para responderle, le digo, claro y tajante:

—Lárgate de mi casa. 

Él abre los ojos. Noto un remolino de sentimientos en su mirada que van del dolor hasta la rabia. Se dispone a hablar, pero no se lo permito. No me apetece escucharlo, ni quiero entender qué pasa por su mente, ni concederle una oportunidad más para herirme. Porque está claro que la persona que tengo en frente ahora mismo, no es aquella de la que empecé a enamorarme. Por eso, lo encaro:

—Pensé que éramos amigos. Tú me dijiste que lo éramos. Y eso hacen los amigos: escucharse, apoyarse. Cosa que tú no has hecho. Así que ¡vete!

Le sujeto la muñeca y él me aparta, liberándose de mi agarre. Ahí me percato de un detalle que se me pasó desapercibido: a pesar de la dureza y uniformidad con la que pronunció sus últimas palabras, su cuerpo sigue temblando.

—¿Amigos? Tú lo has dicho. Amigos, nada más que eso. —Niega con la cabeza y se ríe, de una forma tan cruel e innecesaria que me causa aún más daño del que ya me está haciendo—. De hecho, ya ni lo somos. —Agarra el pestillo de la puerta y la abre, al mismo tiempo que escuchamos como Sylvia entra en casa en compañía de mi hermano y ambos nos advierten, con un saludo, que han llegado. No lo entiendo, dijo que no iba a juzgarme, ¿por qué está actuando así?—. Quiero que me dejes en paz. No voy a ser como tú, no voy a ser como Farah. No me arrastréis con vosotros. ¡Y no vuelvas a hablarme, Müller!

Recoge su mochila, baja las escaleras a toda rapidez y sale de mi casa dando un portazo, ante la mirada de pasmo de mis hermanos. Yo me quedo en la puerta de mi habitación, estático.

—Samuel, ¿qué ha pasado? ¿Por qué ese chico te ha gritado? —me pregunta mi hermana mientras sube las escaleras con rapidez, sin percatarse de que no me ha llamado por mi segundo nombre—. ¿Estás bien?

—Claro que estoy bien —balbuceo, cerrando los ojos y apretando el puente de la nariz con dos dedos—. Solo voy a preparar algo para almorzar, ¿qué queréis comer?

Sonrío para infundirle tranquilidad; sin embargo, ella me sujeta del brazo, preocupada.

—Pero si en nada va a ser la hora de cenar.

Es esa última frase la que provoca que derrame la primera lágrima, porque es ahí cuando soy plenamente consciente de dónde me encuentro, de la hora que es, de lo que ha pasado, de cómo me siento. Mal, todo va mal.

—Lo sé, no sé que estoy diciendo, perdón —murmuro, bajando el primer tramo de las escaleras. Me siento en un escalón y me tapo la cara con las manos, echándome a llorar. Ella se agacha y me agarra de los hombros, buscando mi mirada—. No te preocupes por mí, ve con Samuel.

Y allí me quedo, recibiendo un abrazo de Sylvia, mientras mi hermano me mira desde el recibidor, sin tener ni la más remota idea de qué hacer, tan confundido como yo.

Creo que, definitivamente, he perdido más de lo que esperaba ganar.

°°°

Hola. ¿Qué tal?

Soy un bicho.





Exacto, quiero que sepáis que soy esa clase de ser humano que escribe esta cosa deprimente a pesar de ser Navidad jajajajajaja, pero era lo que tocaba y no iba a cambiar el guión, duh. Felices fiestas y comed mucho, MUCHO turrón. 

Y cuidado, si un hombre vestido de rojo se cuela en vuestra chimenea, no es Papá Noel, es un ladrón comunista. Echadlo a billetazos.

Es broma...

¡Hasta la próxima! 

PD: os dejo la reacción del fujoshi de Hitler al leer este capítulo (un poco de humor siempre viene bien):

https://youtu.be/LfZvALSfvRI

PD2: es un poco fastidioso que tenga que avisar de esto, pero a continuación viene un flashback de dos capítulos que trata la relación de Samuel con Annie, con sus padres y sus pocos acercamientos a la sexualidad (tanto con chicas como con chicos). Muchos lectores se lo saltaban pensando que no tenía nada que ver con la trama, cuando eso no es verdad, pues incluso el final del propio flashback es uno de los puntos clave de esta historia. Luego, estos mismos lectores decían que no entendían quiénes eran personajes nuevos o por qué sucedían ciertas cosas, y decían que había cosas mal desarrolladas (mentira, se desarrollaban en los flashback que se habían saltado). Los flashback de esta historia no son recapitulaciones, sino que son partes MUY importantes para la trama y el desarrollo de personajes. 

Así que, si quieres vivir una experiencia completa de la obra, no saltes los flashback! :)

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro