El secreto de las galletas peligrosas

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Seguimos en nuestro recorrido por esta misteriosa tienda, abastecida con toda clase de curiosos artículos traídos de otros mundos paralelos.

Esta vez estamos en medio de dos de esos estantes abarrotados con toda clase de cosas viejas y polvorientas, de las que pronto esperamos conocer su macabra historia.

Ahí está, frente a nosotros, la espeluznante niña que nos atiende cada vez que venimos. Mira, ahí está, justo al final del corredor, junto a ese pedestal de mármol con el busto de Edwin.

¿Cómo que quién es Edwin? Edwin es el protagonista del programa Vampiros de la melancolía.

Pero que raro que entre tantos artículos fascinantes tenga uno de esos bustos en exhibición, si son tan comunes que los puedes hallar en cualquier juguetería.

Aunque si admito que nunca antes había visto uno que tuviera esas curiosas incrustaciones de rubíes en los ojos. Mmm... No sé porqué, pero algo me dice que no deberíamos mirar fijamente.

¡Cielo santo! ¿Viste eso? Me pareció ver que brillaban, ¿o acaso habrá sido mi imaginación?

Hay, no sé, pero, sólo por si acaso, lo mejor será que mantengamos apartada la mirada y nos fijemos mejor en la niña, que en este momento está terminando de desempolvar el busto con un plumero. En cuanto termine seguro nos explicará que tiene de especial.

Tras acabar de sacudirle el polvo al busto, Haiku se regresó a mirar al lector para dar por iniciado su siguiente relato.

–No es un secreto que a todos nos asusta algo, aun cuando suene ilógico. Hay a quienes no les agrada estar a grandes alturas, dado que les hace sentir náuseas. Hay otros que de niños son atacados por perros y en consecuencia cuando los ven cruzan la calle...

Antes de continuar hizo una breve pausa para sacar un paño de seda, con el que procedió a sacar brillo a las incrustaciones de rubíes en los ojos del busto.

–Están los que no pueden subir en solitario al ático –comentó mientras hacía esto–, aun si saben que no hay nada ahí que te pueda hacer daño, y a los que les dan miedo que los pájaros vuelen cerca de su persona, pese a que por lo general no lastiman a nadie. Pero lo cierto es que hay un lugar oscuro, en el interior de cada quien, que lo hace sudar, y lo paraliza...

Tan rápido como terminó de pulir los rubíes, Haiku se apuró a vendar los ojos del busto con el paño ese, y se apartó del pedestal con suma precaución.

–No es otra cosa más que el miedo –advirtió dirigiéndose nuevamente a todo aquel que esté leyendo esto–, que es diferente para cada individuo; el que uno debe enfrentar a toda costa, o se lo comerá vivo. Aquello era algo que una chica llamada Cristina estaba por descubrir, en lo que da inicio este relato que a mi y al señor Fantasma nos gusta llamar...

***

El secreto de las galletas peligrosas

Acorde a lo que acababa de mencionar Haiku, Cristina miró con total incertidumbre a su alrededor.

La única fuente de luz allí era escasa, venía de los espacios entre las aspas de un gigantesco ventilador que aireaba el lugar, en el que sólo había una silla de piedra ubicada en el centro.

–¿Hola?... Oigan... Quiero salir de aquí.

En respuesta, la pelirroja oyó susurrar a una vocecilla rasposa a sus espaldas.

Siéntate, por favor.

–... De acuerdo, lo haré –accedió, con tal de que todo acabara lo antes posible.

Tras lo cual tomó asiento en la silla de piedra, la cual miraba en dirección contraria a las puertas de la estancia.

–Genial, ¿ahora qué?

Inmediatamente después, un pequeño compartimento se abrió automáticamente en la pared en frente suyo, dejando salir una espesa neblina. Fue ahí que Cristina observó extrañada a un pedestal de mármol sobre el cual se hallaba posicionado un busto de Edwin, el vampiro protagonista del programa Vampiros de la melancolía. Algo que no pudo pasar por desapercibido, era que este modelo tenía incrustados en sus ojos un par de llamativos rubíes.

Casi al instante, Cristina fue alcanzada por un candente fulgor, casi cegador, por lo que tuvo que apartar la vista.

En lo alto, se oyó pronunciar a la rasposa vocecita:

Edwin sabe lo que te asusta...

De pronto, unos grilletes –que antes no había visto estaban integrados en los brazos y la base de la silla– se cerraron en torno a las muñecas y las pantorrillas de Cristina, antes de que esta misma se pudiese poner en pie, aprisionándola y dejándola completamente vulnerable.

–¡Oye! –reclamó, en tanto se puso a forcejear inútilmente por zafarse del amarre de los grilletes.

Edwin sabe lo que te asusta –repitió la vocecilla de su captora.

Quien acto seguido soltó una espantosa y malévola risotada que hizo estremecer a la pelirroja.

–¡MUA JA JA JA JA JA JA...!

Pero eso no fue lo peor. Apenas los rubíes en los ojos del busto dejaron de brillar, Cristina sintió que algo de consistencia escamosa subía reptando por su pierna.

Con su corazón atenazado en la garganta, la muchacha inclinó su cabeza, lentamente, sólo para contemplar con sus ojos abiertos de par en par y sus pupilas dilatadas a la horrible serpiente negra que se estaba enroscando alrededor de su cintura e iba en ascenso hacia su cuello.

–¡NO! ¡NOOO...!

Aterrorizada a más no poder, la pobre chica se sacudió y gritó a todo pulmón, amenazando con quedarse afónica, pues lo que estaba viviendo en tiempo real era la peor de sus pesadillas con el animal que más pánico le producía en este mundo.

Cuando la sintió llegar a la altura de su hombro, Cristina sudaba a mares. Jadeando, miró de reojo a la serpiente abrir su boca de par en par, dejando expuestos un par de agudos y largos colmillos cargados de veneno, que claramente tenía intención de clavar en su delicado pescuezo blanco, terso y suave.

–¡SOCORRO! ¡SOCORRO! ¡ALGUIEN SAQUEME DE AQUÍ, POR FAVOR!...

A su vez, la rasposa vocecilla de la persona atrás de las puertas reía malévolamente a carcajadas.

–¡MUA JA JA JA JA JA JA...!

***

Al tiempo que este horrible acontecimiento tenía lugar, Cookie miró desde el otro lado de la calle a la prolongada fila que iniciaba en la entrada del restaurante y se extendía por las banquetas hasta perderse de vista.

Con esto que vio no había duda alguna, los rumores eran ciertos, La mesa de Lynn se había vuelto el restaurante más popular de todo Royal Woods y en todo momento se hallaba repleto de clientes. Incluso había un sujeto fornido de boina morada a cuadros y con un piercing en la nariz quien se ocupaba de custodiar la entrada, cuidando de dejar entrar sólo a aquellos que tenían reservación. Porque el lugar se había vuelto tan popular, pero tan popular, que parecía que el único modo de tener reservación era creando un universo paralelo en el que uno ya tuviera reservación.

Decidida a seguir adelante con lo que tenía planeado, Cookie cruzó al otro lado de la calle y se aproximó a una de las ventanas, en la que se aglomeraba un montón de niños que se mostraban antojados de la deliciosa comida que servían allí. Eso fue lo que supuso, y casi acierta en ello, pero no del todo.

–Miren –exclamó uno que señaló a una de las mesas, a lo que los demás dirigieron sus miradas deseosas allí mismo–. Ahí están.

Cuando Cookie consiguió llegar hasta el frente del grupo y pudo mirar a través del cristal, ahí mismo observó que, en aquella mesa, un adolescente llamado Grant retiró los platos vacíos al tiempo que una joven camarera llegó deslizándose sobre unos patines a servir la charola de postres.

Los clientes de esa mesa, una familia de personas entusiastas apellidadas los Yates, todos ellos cambiaron sus habituales sonrisas amplias cuajadas de dientes blanqueados por una O mayúscula en cuanto les fue servido un plato: con una galleta recién horneada del tamaño de un disco compacto para cada uno.

Sus expresiones eran como la de alguien que acabase de encontrar el santo grial o la piedra filosofal, por decirlo de alguna manera. Como si lo que tuviesen en frente fuera la respuesta al significado de la vida que algunos tanto andan buscando.

Sin exagerar, incluso la mayor de los cuatro hijos de aquella familia se conmovió tanto que se le escapó una lagrima y, al igual que los otros que estaban sentados con ella a la mesa, no se hizo esperar para tomar su galleta correspondiente en sus manos y empezar a degustarla con sumo deleite, luchando a su vez contra el tenaz impulso de acabársela toda de un sólo bocado.

–Dicen que son fabulosas –comentó uno de los niños que miraba por la ventana, a quien Cookie vio se le escurría un hilo de baba por la comisura de sus labios.

–Yo pude probarlas una vez –presumió otro–. Las hacen de maravilla.

Cookie soltó un bufido y siguió mirando por la ventana. En ese momento, otro de los camareros del restaurante, un asiático de nombre Kotaro, terminaba de tomar la orden en otra de las mesas la cual se hallaba ocupada por el director Huggins y su secretaria Cheryl.

–Correcto. Dos sopas del día, dos platos de arroz con mariscos y dos tazas de café. ¿Desean algo de nuestra selección de postres?

–Por supuesto que si –asintió Cheryl sin dudar.

–Queremos las Le cookies dangereux –pidió el director Huggins.

–Que sorpresa –rió Kotaro con sarcasmo, para luego retirarse a la cocina.

De resto, Cookie siguió observando lo repleto que aparecía el negocio de los Loud. En serio estaba tan, pero tan repleto de clientes, que los dos camareros antes mencionados y los once hermanos que conformaban aquella gran familia ya no eran suficiente para dar abasto. Por esto es que actualmente había, cuanto menos, otra decena de niños y adolescentes que trabajaban ahí medio tiempo. Ya había visto a Polly Pain, quien atendía las mesas desplazándose de un lado a otro con sus patines, y también vio por ahí a Tabby ayudando a desocupar una de las mesas vacías, que no tardó en volver a ocuparse. En fin, se necesitaba de toda la ayuda que se pudiera necesitar.

Claro que todo esto era gracias a la galleta que servían de postre al final, esa de la que tanto había escuchado hablar en todas partes. No había nadie, absolutamente nadie en todo el restaurante que se fuera sin haberla probado; y encima se retiraban tan satisfechos que no se olvidaban de dejar jugosas propinas en el frasco del mostrador, que parecía estaba a punto de reventar de tantos billetes y monedas que albergaba en su interior.

–Pagar cien dólares por una sola galleta –refunfuñó Cookie en voz alta–. Si tuviera ese dinero, juro por Dios que no lo gastaría en galletas.

–Dicen que lo vale –le comentó Mollie, una de los muchos niños que junto a ella estaba mirando por la ventana.

–Perdóname, pero no hay galleta que lo valga –le replicó.

–Lo que pasa es que tienes envidia porque son mucho mejores que las que tú haces.

–¿Ah si? Eso ya lo veremos.

Cookie volvió a fijar su vista en la ventana, a seguir espiando la constante actividad adentro del restaurante. Por ahí también vio pasar a Lincoln Loud de su clase con un delantal puesto. Él era el único hijo varón de los propietarios.

En parte era culpa suya que las galletas esas se vendieran tan bien, dado que, con sólo once años de edad, Lincoln era muy hábil en lo que respectaba a estrategias de ventas y promociones. Lo había visto anunciarlas en televisión, en videos de internet en los que indeliberadamente se humillaba para llamar la atención de los internautas, etcétera, etcétera, etcétera...

Al mismo tiempo, después de que se inclinó atrás del mostrador a agarrar una bandeja de utensilios, el chico albino la avistó por casualidad con su cara pegada al cristal, ante lo cual simplemente le sonrió y movió su mano para saludarla, pese a que Cookie ni le devolvió el saludo ni dejó de mantener su cara de enojo.

Igualmente, Lincoln iba tan distraído pensando en sus cosas, que no reparó ni en esto ni tampoco que, sin darse cuenta, se encaminó a entrar por la puerta de salida y no por la de entrada de la cocina del restaurante, lo que es un error muy común que suelen cometer aquellos que trabajan en este tipo de establecimientos, y más aun cuando suelen estar así de repletos y no hay tiempo para pararse a descansar.

¡Pow! ¡Crash!

Fue por este error común que sin querer chocó con Polly Pain, justo cuando esta acababa de salir en sus patines a seguir tomando las ordenes de los clientes.

El choque hizo que ambos cayeran de culo en el piso y naturalmente los cuchillos de picar que Lincoln llevaba en la bandeja se desparramaran por doquier.

–Lo siento, Polly. Fue mi culpa.

Al principio Polly iba disculparse igualmente, pero en cuanto vio lo que tenía en frente suyo se estremeció un poco y le gritó escandalizada.

–¡Ten cuidado con esas cosas!

–Oye, relájate, ¿quieres? –se apuró a tranquilizarla Lori, que todo ese tiempo había estado atrás de la caja registradora y llegó a presenciarlo todo–. No pasa nada.

–¡No voy a levantar eso! –vociferó. Tan pronto pudo volver a levantarse apoyándose en los bordes de la barra, Polly reculó lo más lejos que pudo de los utensilios afilados que Lincoln se dispuso a recoger y volver a poner en la bandeja–. ¡Se los dije cuando entré a trabajar aquí! ¡No toco cuchillos!, ¡¿Ok?!

–Si, si, tranquila, yo lo haré.

Tras despachar a otro cliente que acababa de pagar, Lori se agachó a ayudar a recoger los cuchillos a su hermano. Polly, en cambio, se tomó unos instantes para desacelerarse, respirar un poco y tranquilizarse antes de alejarse en sus patines a seguir con su trabajo.

Después de eso, Cristina salió de la cocina tambaleándose un poco. Tenía el cabello algo alborotado y su piel estaba ligeramente palidecida. Inmediatamente se quitó su delantal, lo arrugó y se lo arrojó a Lori.

–Lo siento, renuncio.

Y sin decir más, se alejó de la barra y se abrió paso como pudo entre la multitud hasta que consiguió salir por la puerta delantera del restaurante.

–¡Rayos! –protestó Lori–. Literalmente, otra vez... Lincoln, deja que yo termine con esto. ¿Podrías...?

–Si, ya sé.

Sabiendo que era exactamente lo que le iba a pedir, su hermano volvió a ir tras el mostrador a buscar algo y sacó un rotulo de plástico que luego fue a colocar en la vitrina frente a Cookie.

SE BUSCA AYUDA

, leyó que anunciaba el letrero en letras mayusculas, y ahí supo que esa era la oportunidad que necesitaba, como si se la acabaran de servir en charola de plata.

≪Tengo que tener esa receta a como de lugar≫, rió maliciosamente para sus adentros.

***

Después de explicarle que no pretendía ingresar en calidad de cliente, sino porque estaba interesada en el anuncio que acababan de colocar en la vitrina, el guarura le permitió la entrada a Cookie quien cogió rumbo a la cocina. O, bueno, eso fue lo que trató de hacer, pues ese lugar si que estaba abarrotado como para desplazarse con facilidad.

En su camino, entre toda la gente acaudalada que conformaba la clientela, en una de las mesas vio a Tetherby, el heredero de la fortuna Tetherball y uno de los hombres más adinerados de todo Michigan.

–¿Puedo ordenar un segundo plato de postre? –preguntó humildemente a la señora Loud quien se ocupaba de atenderlo.

–Lo siento –se excusó la mujer–, una galleta por cliente.

Luego de eso, Lynn Jr. y las chicas de su equipo de roller derby salieron de la cocina deslizándose en sus patines e hicieron que los clientes despejaran la zona frente a la puerta. A continuación, Lincoln conectó un micrófono a uno de los parlantes de Luna y con esté procedió a dar un anuncio.

Damas y caballeros, ¿me prestan su atención, por favor? Quiero pedirles un fuerte aplauso para nuestro chef de repostería.

Acto seguido, Lynn y Margo se posicionaron a ambos lados de la puerta de la cocina y señalaron agraciadamente a Clyde McBride, quien salió luciendo su traje de chef a recibir una infinidad de vitoreos y alabanzas por parte de todos los clientes.

Desde su ubicación, Cookie atestiguó, verde de la envidia, como los adultos le aplaudían de pie; a Lynn y sus compañeras de roller derby conteniendo a las niñas que se peleaban por tratar de llegar a hasta él para abrazarlo, besarlo y sacarse fotos; a los ancianos arrojando el dinero de sus pensiones a sus pies; y a los niños pidiéndole su autógrafo a gritos.

Pero lo que más le molestaba era la reluciente medalla del programa de postres que llevaba colgada al cuello, y que consideraba por derecho le pertenecía a ella y sólo a ella.

–Invitados de honor –saludó Clyde a sus fans con una cordial reverencia–, su admiración por mis galletas es muy apreciada.

≪Ya veremos cuanto te dura la gloria, maldito iluso –pensó Cookie gruñendo entre dientes–. Esa receta va a ser mía, así sea lo ultimo que haga≫.

***

Dado que la noche anterior había demasiada gente como para que siquiera pudiese abrirse paso por el lugar, Cookie decidió esperar hasta el otro día para regresar a primera hora de la mañana, mucho antes de que los Loud abrieran las puertas a su inmensa muchedumbre de clientes.

–¿Hola? –se anunció al entrar por la puerta trasera.

Al llegar al comedor, Cookie encontró a Lori llevando cuentas en la única mesa que a esa hora no tenía las sillas volteadas.

–Vine por lo del anuncio.

–Que bueno –se levantó a saludarla la mayor de los hermanos Loud con un amistoso apretón de manos–. Literalmente, estamos muy necesitados de ayuda por aquí. Yo soy Lori, la administradora.

–Visa –se presentó la niña cortésmente–, pero mis amigos me llaman Cookie.

–Bueno –con un gesto, Lori la invitó a sentarse con ella a la mesa–. Dime, ¿que sabes de restaurantes?

–Pues nada –admitió tras tomar asiento–, aun voy a la escuela; pero si sé todo respecto a hornear toda clase de postres a la temperatura correcta, y soy buena batiendo masa, limpiando utensilios de repostería y midiendo los ingredientes en proporciones adecuadas.

–Literalmente, eso está muy bien. ¿Algo más?

–... Si, también barro, sacudo, limpio y soy especialmente rápida lavando platos, charolas, ollas, bandejas y todo lo que pueda necesitar.

–Eso me parece estupendo –le sonrió Lori entrelazando ambas manos–, porque justo lo que necesitamos ahora es un ayudante de cocina. ¿Estás conforme con eso?

–Oh, si, por supuesto que si –asintió en respuesta.

≪Je, tonta –pensó–. Si me manda a la cocina, ahí tendré más posibilidades de averiguar la receta de sus famosas galletas≫.

–A mi papá le dará gusto saber eso.

–Es un restaurante muy bonito –se le ocurrió comentar a Cookie, en afán de así ganarse poco a poco la confianza de los Loud–. Tu papá es el dueño y cocinero de este lugar, ¿cierto?

–Si, él se encarga de todo. El menú, la...

–Para los desafortunados que no lo saben –canturreó alguien a sus espaldas, y al volverse Cookie se topó con el señor Loud en persona–, soy un chef. Un cocinero llena el estomago, un chef enriquece el alma.

La niña enarcó una ceja y preguntó:

–¿Se supone que debo impresionarme por eso?

–Mira, papá –avisó Lori–, esta chica viene por el empleo de ayudante de cocina.

–Muy bien –asintió el señor Loud–. Sígueme, por favor.

–Literalmente, parece que le agradas –le susurró Lori a Cookie–. Creo que el empleo ya es tuyo.

Tras ingresar a la cocina, el excéntrico padre de once se atrevió a preguntarle a la chica:

–¿Te gusta cocinar?

–Me encanta –respondió honestamente–. De hecho, me gustaría ser chef cuando sea grande, y por eso se me ocurrió que lo mejor sería empezar desde abajo para aprender.

–Eso me parece fantástico.

Con un elegante y agraciado movimiento de su mano, el señor Lynn le invitó a que paseara su mirada por el entorno.

–Pues bien, ahora escucha con atención tu primera lección: Un chef es un artista, la cocina es su estudio y todas estas frutas, verduras y especias son sus herramientas. Combinadas, con la mano diestra de un gastrónomo, el resultado es un festín para los sentidos. Observa, ahí tienes a mi mejor alumno.

Seguidamente, el señor Lynn señaló a un mesón, en el que Cookie vio de nueva cuenta al par de mequetrefes por el que su negocio de vender galletas por pedido se había arruinado en primer lugar, antes de siquiera haber empezado. De un lado estaba Clyde batiendo masa en un bol y a su lado Lincoln lo asistía pasándole cada ingrediente que llegase a necesitar conforme se lo pedía.

¡Ding!, se escuchó timbrar a uno de los hornos, por lo que Clyde encomendó lo que estaba haciendo a su mejor amigo para poder ir a sacar un nuevo lote de galletas recién horneadas.

Mientras continuaba batiendo la masa, Lincoln reparó en su presencia y le sonrió gentilmente.

–Hola, Cookie –la saludó.

Cookie había escuchado admitir alguna vez a una que otra conocida suya que Lincoln les parecía lindo; pero, en lo que a ella respectaba, lo consideraba un tonto, en especial por cada embarrada que se mandaba en la escuela con sus ridículos planes, tal como pasó cuando pretendió ser un gurú que sabía todo sobre chicas.

Por ende, apenas si tuvo la cortesía de devolverle el saludo con un gesto de su cabeza, para luego fijar su atención en Clyde quien regresó a depositar una bandeja de galletas recién sacadas del horno en un espacio libre del mesón.

–Lo hiciste otra vez, amigo –lo felicitó Lincoln, mostrándose extasiado por el sabroso aroma de las galletas.

Su exquisito olor era tan atrayente, que incluso Cookie y el señor Lynn lo percibieron desde donde estaban. Aunque decir exquisito era quedarse corto en comparación al increíble cosquilleo que tuvo en su nariz nada más captarlo de lejos.

–¿Qué son esas? –preguntó haciéndose la desentendida, pese a que sabía lo que eran.

Aunque, lo que si no pudo resistir fue el impulso de aproximarse al mesón, embriagada por el delicioso aroma.

–Es la especialidad de la casa –respondió el señor Lynn que la siguió de cerca–: Le cookies dangereux.

–Las famosas galletas peligrosas que sólo mi amigo Clyde sabe preparar –aclaró Lincoln quien agarró una, la partió en cuatro partes y le ofreció un pedazo a Cookie–. Ten, prueba.

Sin dudarlo un segundo, la chica supo aprovechar la oportunidad que se le puso en frente. Razón por la cual aceptó el pedazo de galleta y se lo metió a la boca.

La primera vez que había probado las galletas de Clyde si había experimentado que sus papilas gustativas festejaban el año nuevo a lo grande, con fuegos artificiales y toda la cosa. Si, eran ricas, pero ni así superaban las que ella solía preparar.

Mas, en esta ocasión, lo que experimentó fue algo muy diferente, bastante diferente. Lo que acababa de saborear era algo imposible de describir; su sabor danzaba sobre el paladar en una sinfonía de sensaciones maravillosas; estaba probando la galleta definitiva. Cualquier otra receta que hubiese probado y perfeccionado al máximo, vainilla con chispas de chocolate, con copos de avena, con pasas, figuras de jengibre, choco menta, todas esas ahora le parecieron veneno agrio en comparación. Eran para escupirse con repudio y nada más. Con razón ya nadie quería probar sus galletas si las mejores existentes en esta vida y cualquier otra se podían conseguir solamente en La mesa de Lynn.

Disimuladamente puso a trabajar su bien entrenado paladar y su olfato de repostera para detectar cuanto ingrediente fuera posible. Había una pizca de canela, esa la podía oler con toda facilidad. También detectó el puré de manzana y harina de proteínas y maní que Clyde acostumbraba a emplear en sus recetas para prescindir del azúcar y cualquier otro endulzante. Pero había algo más, algo que, por mucho que lo intentara, no conseguía descifrar que era.

–Bastante buena –exclamó, sin tampoco poder resistir el impulso de chupar un poco las yemas de sus dedos–. ¿Y por qué las llaman así? ¿Por qué las llaman galletas peligrosas?

–Es que hicimos un sorteo para decidir como llamarlas –explicó Lincoln–, y el nombre ganador fue el que sugirió mi hermana Lucy.

Cookie rodó los ojos.

–Antes tuvimos suerte que no ganara el nombre que les puso Lana –rió el peliblanco–. Créeme que no quieres saber como las quería llamar.

–Aja.

Francamente habían superado sus expectativas a niveles inalcanzables, si todavía seguía relamiéndose el paladar con gusto. Ahora creía entender porque su costo era de cien dólares la unidad, se trataba de pagar el precio justo por lo sublime. Definitivamente tenía que conseguir esa receta fuera como fuese. Tal vez probándola nuevamente podría hacerse una idea de que era eso que las hacía tan especiales.

–¿Me das otro pedazo?

Siendo el chico gentil que era, Lincoln se dispuso a brindarle otro trozo. Sin embargo, antes que pudiera recibirlo, una manita blanca como el papel, algo pequeña pero callosa y firme, cayó sobre el hombro de Cookie y de un brusco tirón la obligó a apartarse del mesón.

–¡Hey!

Cuando miró a quien la había halado de ese modo, Cookie se encontró frente a la más extraña y sombría de las diez hermanas de su compañero de clase de cabello blanco; Lucy Loud, quien en esa ocasión vestía un traje de chef tan negro como la noche con botones blancos, a juego con la pañoleta negra que llevaba atada en su cabeza.

–Hey, Lucy –jadeó Lincoln. Al igual que todos allí se llevó un susto de muerte con su repentina aparición–, no te vi llegar.

Sin hacerle caso en absoluto, su hermana miró fijamente a la chica a la que le dio a probar las galletas de Clyde por debajo de la cortina de pelo que cubría sus ojos.

–Una vez, para educar el paladar –dijo la espeluznante niña en tono amenazante–. Inténtalo nuevamente, y te garantizo que te arrepentirás.

–... No puedes asustarme –balbuceó Cookie.

Contra todo pronostico, Lucy esbozó una pequeña sonrisa y miró a su padre.

–Ella es perfecta, papá –dijo, para total sorpresa de Cookie–, contrátala.

–Excelente –asintió el señor Loud–, ¿cuando puedes empezar?

***

A lo largo de la semanas siguientes, Cookie se esmeró en trabajar eficientemente como ayudante en la cocina, mientras esperaba pacientemente el momento oportuno para obtener la receta de las famosas galletas peligrosas de Clyde. Se dedicó a lavar platos, a pelar verduras, a barrer los pisos y cuanta cosa hiciera falta en la cocina en donde siempre había algo que hacer.

El más ocupado, desde luego, era Clyde, de quien todo el tiempo se necesitaba los abasteciera de sus galletas para los clientes que no dejaban de llegar. Pero Cookie sabía que sólo necesitaba que el chico se descuidara un momento y entonces podría hojear su cuaderno de recetas que llevaba consigo a todas partes. Sólo tenía que esperar.

Cabía resaltar que, durante el tiempo que trabajó allí, se mostró bastante introvertida con los demás. Nunca permitía que nadie la ayudara, nunca. Ni siquiera Lincoln que siempre se ofrecía a echarle una mano cuando le tocaba acarrear costales de papas, subir cajas a estantes que quedaban muy altos para ella y cosas así.

De resto, el empleo era muy agradable; pero algo que llamó su atención es que de vez en cuando alguien renunciaba. Sin motivo alguno, de repente se iban y nunca volvían. No obstante, el restaurante del señor Lynn seguía siendo el más popular de la ciudad. La gente iba de todas partes para probar las famosas galletas peligrosas.

Y una noche, la oportunidad que tanto esperaba por fin le llegó a la hora de cerrar después de otra ardua jornada de trabajo.

–Hay, estoy agotado –se desperezó Clyde, ese rato que él y ella eran los únicos en la cocina–. Me voy, te veré mañana.

–Si, adiós –lo despidió Cookie quien pretendía estar acomodando unos platos en sus estantes.

Una vez Clyde se hubo retirado, la niña galletera soltó una exclamación de triunfo para sus adentros, al reparar que el muy tonto se había dejado su cuaderno de recetas encima del mesón, abierto a la vista de cualquiera que se acercase.

Sin perder tiempo y, aparentemente, con la ventaja de que nadie allí llegó a saber nunca cuales eran sus verdaderas intenciones, Cookie se apuró a sacar su teléfono y se aproximó sigilosamente a hojear las paginas del cuaderno y tomarle fotos, para posteriormente estudiar su contenido con mayor detenimiento.

–Veamos... –susurró mientras lo revisaba, de vez en cuando echando cautelosas miradas en derredor, en caso de que alguien volviese a entrar a la cocina–. Una taza de harina de proteínas... Puré de cuatro manzanas... ¿"Una porción extra grande de amor"?... Nha, pero que ridiculo... Una pizca de canela... Bah, no veo nada diferente... ¿Cómo rayos lo hace?

–¿Qué estás haciendo?

De repente, atrás suyo oyó una rasposa voz que hizo que sus nervios se pusieran de punta.

Y al volverse se topó nuevamente con la espeluznante Lucy, a quien extrañamente vio parada ante la puerta abierta del congelador.

–¿Acaso estabas tratando de robarle su receta a Clyde? –la acusó con voz calma, al tiempo que daba el primer paso afuera del congelador y empezaba a acercársele.

–¿Yo? No, claro que no –se excusó inmediatamente.

Tan rápido como pudo, se paró por delante del mesón a tapar el cuaderno con su persona. Aunque no tenía caso, la habían pillado infraganti.

Por suerte para ella, en ese momento que acababa de regresar de haber sacado la basura, Lincoln decidió ir en su ayuda.

–No, ella no estaba haciendo eso –la excusó de igual forma. Disimuladamente cerró el cuaderno como si nada, lo puso a un lado y empezó a ordenar lo demás–. Yo le pedí que me ayudara a asear todo esto, ya que Clyde está muy cansado después de haber estado horneando galletas todo el día.

–¿Seguro? –inquirió la gótica, aun con voz calma.

Por segunda vez, la suerte jugó a su favor, ya que en ese instante Polly entró a interrumpirlos. Como el trabajo de ese día había terminado hacía poco, ya no llevaba puestos sus patines.

–Ok, Lucy –se dirigió a la hermana menor de Lincoln, quien a su vez aprovechó su breve distracción para agarrar a Cookie de la mano y salir con ella por la puerta que daba al callejón–, aquí me tienes.

La niña de pelo negro, entonces, decidió olvidarse del asunto por el momento y esbozó una pequeña pero notoria sonrisa, que no por esto dejaba de darle cierto aire aterrador.

–Excelente.

–Bueno, dime, ¿qué es eso tan importante para lo que me necesitabas?

–Oh, ya lo verás.

Con un ademán, Lucy le indicó a Polly que la siguiera hasta el congelador. En cuanto ambas entraron, la pálida niña se inclinó a abrir una trampilla situada en medio del cuarto. Dentro, se avistaban los primeros escalones de una escalera de caracol que iba en descenso, a lo que parecía ser un sótano secreto. Cosa que tomó por sorpresa a la otra chica.

–¿Y eso?

–Ven –con otro ademán la invitó a bajar con ella por ahí mismo–. Aquí hay algo para lo que necesito la ayuda de una muchacha fuerte y aguerrida como tú.

Luego de vacilarlo un momento, Polly se encogió de hombros y se animó a entrar.

–¿Oye, que es todo esto? –preguntó. Mientras iban bajando, la iluminación se tornaba cada vez más escasa, por lo que apenas podía ver lo que tenía en frente suyo–. ¿Es alguno de tus juegos raros de los que me habló Lynn?

–No... –rió maliciosamente la niña gótica, quien se detuvo un momento para sacar una vela del bolsillo de su bata de chef. Con un zippo que sacó de su otro bolsillo la encendió para así poder iluminar lo que quedaba de camino–. Una pregunta, ¿tú sabes que es lo que hacen tan especiales a las galletas de Clyde?

–No, obvio que no sé.

De pronto Polly sintió algo de inquietud.

–Bueno, déjame decirte que es un secreto del que muy pocos saben... –informó Lucy–. Y tú, tú, amiga mía, has sido elegida para unirte a los iluminados... Si es que te interesa...

–... ¿En serio?

–Oh, si.

Cuando llegaron al final de las escaleras, Polly siguió a Lucy hasta las puertas de una mazmorra, las cuales abrió invitándola a entrar.

–No hay nada adentro –comentó Polly al asomarse.

–Oh, te aseguro que el secreto del que hablo está aquí adentro –afirmó Lucy–, y es todo tuyo para experimentar.

La chica patinadora sintió un repentino y gélido escalofrío recorriendo su cuerpo, pero también una morbosa curiosidad que podía más que su sentido común, carcomiéndole la piel como una tremenda urticaria producto de una reacción alérgica.

Luego de otra breve vacilación, Polly se aventuró a entrar en la mazmorra y Lucy cerró las puertas atrás de ella. Tras esto abrió una mirilla corrediza en una de las puertas y se asomó a mirar adentro.

–¿Qué ocurre? –preguntó Polly paseando la mirada alrededor de la extraña mazmorra.

La única fuente de luz allí era la que pasaba a través de las aspas del gigantesco ventilador que aireaba el lugar, en el que sólo había una silla de piedra ubicada en el centro.

–Siéntate, por favor –le indicó Lucy.

–... ¿Qué es esto?

–¿Quieres saber el secreto? Siéntate, por favor.

–... Vaya que es extraño.

Sin dejar de sentir curiosidad, pero igualmente con algo de inquietud, Polly tomó asiento, de modo que quedó mirando a la pared contraria a las puertas de la mazmorra.

Fue entonces que un compartimento se abrió automáticamente frente a sus ojos, dejando salir una espesa neblina, y fue ahí que Polly vio el busto de Edwin sobre el pedestal de mármol y las brillantes incrustaciones de rubíes en sus ojos.

–Edwin sabe lo que te asusta –oyó orar a Lucy.

Quien acto seguido abrió las puertecitas de madera de otro compartimento más pequeño situado junto a las puertas de la mazmorra.

Dentro había un pequeño frasco que se hallaba ubicado justo por debajo de un largo gotero de cristal, naciente de la boca de una de las tuberías que formaba parte de la estructura interna de las paredes de la mazmorra, y cuya boquilla apuntaba hacia abajo.

Así, sin previo aviso, unos grilletes se cerraron en torno a las muñecas, los tobillos, y también el cuello de Polly que quedó aprisionada y vulnerable en la silla de piedra.

–¡Hey! ¡¿Qué ra...?!

Situados en ambos costados de la silla, unos engranajes giraron automáticamente haciendo que su espaldar se doblara hacia atrás de forma que Polly quedó mirando para arriba.

¡Zaz!

En eso, se oyó el raspar de algo grande, pesado, metálico y afilado, momentos antes que un gigantesco péndulo con hacha empezara a descender, moviéndose en un movimiento rítmico y constante, en dirección al vientre de Polly que había quedado al descubierto cuando fue obligada a inclinarse para atrás.

¡Zaz! ¡Zaz! ¡Zaz! ¡Zaz!...

–¡NO! ¡LUCY!

Por lo general esta chica demostraba pura valentía y rudeza, mas esta vez no tuvo reparo en gritar aterrada al avistar el filo del hacha que iba descendiendo lenta y acompasadamente hacia ella, faltando cada vez menos para que acabara rebanándola en dos como a un emparedado de Subway.

¡Zaz! ¡Zaz! ¡Zaz! ¡Zaz!...

Fuera de la mazmorra, la niña gótica se frotó las manos ansiosa cuando un extrañó liquido de color purpura brillante se materializó dentro del gotero de cristal, con el que gota a gota se empezó a llenar el frasco que tenía por debajo.

¡Zaz! ¡Zaz! ¡Zaz! ¡Zaz!...

–¡LUCY! ¡BASTA! ¡DEJAME SALIR!

–¡Mua ja ja ja ja ja ja...!

–¡AYUDA, POR FAVOR, ALGUIEN, AYUDA...!

–¡Edwin sabe lo que te asusta! ¡Mua ja ja ja ja ja ja...!

Continuará...

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