CAPÍTULO DIECIOCHO

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Hola, tanto tiempo. 

Acá me tienen de nuevo. Llevo mucho sin escribir esta historia y lo cierto es que la echo de menos. Me he propuesto retomarla, pero debido a varios proyectos que tengo en marcha (fuera y dentro de Wattpad), no creo que poder tener un ritmo tan acelerado de publicación. Me esforzaré por traerles al menos dos capítulos al mes.

Como quizás se dieron cuenta, este capítulo sale numerado como el 18, a pesar de que correspondía el 16. Esto pasó porque decidí que los dos capítulos que había titulado Primer y Segundo Interludio pasaran a ser numerados también. Así se sienten más parte de la historia. Así que ahora este es el capítulo 18, pero es el que viene a continuación. Nada más ha cambiado dentro de la novela. 

Quedamos cuando un niño llamado César es secuestrado por el Zalamero, Lear recibe la visita de uno de sus compañeros, Julieta comienza a habituarse al Nido y conoce al Capitán, y Zacarías y Ezequiel visitan a Lear por segunda vez. 

Dicho eso, procedo a dejarlos con el capítulo

Gracias adelantadas por leer :)

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13 de septiembre de 1973,  túneles de Santiago. 

El niño que pronto dejaría de llamarse César despertó en medio de la oscuridad. Al menos así la percibió él, que había perdido la consciencia a plena luz del día y en el exterior. Lo primero que asumió de su nuevo estado era que se hallaba encerrado en un lugar estrecho, frío y silencioso. Y oscuro, muy oscuro. 

A medida que abría y cerraba los párpados para ver mejor, se dio cuenta que sí había luz, pero era lejana y tenue, anaranjada. También parecía danzar levemente. Provenía de un lugar ubicado a varios metros, a su espalda. Con cuidado, César se giró sobre el montó de telas sobre el cual estaba echado y estudió el sitio donde se encontraba. Pronto, el miedo que ya sentía desde que había despertado se acentuó hasta casi hacerlo gritar. 

Estaba en una celda. 

Los barrotes dibujaban líneas oscuras sobre un suelo de piedra. Las paredes estaban hechas del mismo material, solo que eran menos lisas, como si nadie se hubiera preocupado de estucarlas. La reja que lo separaba de la libertad era de metal grueso a resistente, a menos a simple vista. El espacio entre cada barrote apenas le permitiría sacar su brazo y poco más. Quien la hubiera construido lo había hecho pensando en niños delgados y escurridizos como él. 

Se sentó, poniendo atención a la improvisada cama o lecho sobre el que había dormido. Era apenas un colchón delgado y viejo, con un par de mantas puestas encima. Seguramente por eso le dolían todo el cuerpo. 

Aún así, se puso de pie y se acercó a los barrotes. Tal como había esperado, estos eran tan gruesos que apenas podía rodearlos con las manos, y eran de metal sólido, imposibles de romper. No lo había notado hasta ese momento, pero estaba llorando. Lloró aún más cuando vio que más allá del pasillo donde se encontraba su celda, había una gruta de piedra en cuyo centro alumbraba una fogata. Era ella la que prodigaba la luz tenue y danzante. Al ver el fuego, sintió aún más fríos en la base del estómago. 

—¡Ayuda! —grito sin poder contenerse—. ¡¿Hay alguien ahí?! —Agitó o intentó agitar los barrotes que sostenía, pero estos no se movieron ni un milímetro—. ¡¡Ayuda!! 

—Cállate, idiota.  

Al escuchar la voz se quedó inmóvil. Miró hacia izquierda y derecha, buscando su origen. En la celda ubicada frente a la suya al otro lado del pasillo, vio una silueta que se ponía de pie y abandonaba las sombras para acercarse. Lo que su oído y su cerebro habían procesado solo a medias producto del miedo, se hizo evidente de pronto: el desconocido era un niño. A contraluz, le pareció distinguir un pelo negro y ondulado, más unos ojos brillantes de rabia y también de diversión. 

El niño, más pequeño y robusto que César, apoyó la cara entre dos barrotes. Una sonrisa de dientes torcidos apareció en su boca. 

—Por más que grites, nadie vendrá a ayudarte —dijo, su voz rasposa a pesar de su corta edad. 

César tragó saliva, amedrentado por él, aunque no supo por qué. Si estaba en una celda significaba que una víctima. Su sonrisa, sin embargo, lo hacía ver como si estuviera disfrutando todo eso. 

—¿Qué es...? —balbuceó—. ¿Qué este lugar?

—Tu nueva casa. 

—Yo ya tengo casa... 

La sonrisa del niño creció. 

—Ya no más. O, ¿qué? ¿Crees que saldrás de aquí?

Con esfuerzo, César despegó la vista de él y volvió a mirar el fuego que crepitaba a unos metros de distancia. Le pareció ver también una sombra en la pared que había al otro lado de este, pero quizás fue solo su imaginación. 

—¡¡Ayuda!!

—Te dije que te calles. 

—¡Por favor, sáquenme de aquí!

—¡Cállate!

—¡Tú cállate!

César, al gritar esto, miró al niño. Sintió parte de su fuerza abandonándolo como una ventisca. El extraño de la otra celda trastabilló un par de pasos como si una mano invisible lo hubiera empujado. César, asustado, también retrocedió, los ojos y la boca abierta por la sorpresa. Hasta ese día, nunca había logrado empujar a alguien. Solo lo lograba con objetos, ninguno de ellos demasiado grandes. Con horror vio que el niño se quedaba inmóvil, la cabeza agachada, la respiración agitándole el pecho. 

Cuando alzó la cabeza para mirarlo, sus ojos solo brillaban con rabia. Mucha rabia. 

César apenas lo vio levantar el brazo antes de sentir el tirón en su pecho. Fue a dar contra los barrotes, golpeándose la frente contra uno de ellos. Aturdido, cayó al piso. Pasados unos segundos, sintió la sangre caliente deslizándose por su piel hasta su ceja izquierda. 

Escuchó pasos y luego otra voz, también infantil pero esta vez femenina. 

—Déjalo. 

—¡Me atacó!

—Te digo que lo dejes. —Pasos se acercaron por la derecha y de pronto, mientras intentaba salir del aturdimiento, César vio una mano asomando en el borde de la reja que separaba su celda del pasillo. Era una mano pequeña, bien formada—. ¿Estás bien? 

No fue capaz de decir nada. En vez de eso, se llevó los dedos a la herida. Cuando vio su sangre, miró de nuevo al niño frente a él. Su sonrisa había vuelto, pero solo a medias. 

—Sé que estás asustado —dijo la niña con voz suave—. Yo también lo estoy. 

—¿Quién eres tú? 

—Me llamo Alejandra. ¿Y tú?

—César. 

—Hola, César. 

El silencio se prolongó hasta que a este no le quedó más remedio que responder. 

—Hola... —Su atacante volvió lentamente hacia las sombras al final de su celda y se sentó en el suelo.  César podía sentir sus ojos sobre su rostro, así que se esforzó por concentrarse en la voz de la niña y en las respuestas que esta podía entregarle—. ¿Dónde estamos?

—No sé... Ninguno de nosotros sabe. 

—¿Solo estamos... ustedes y yo?

El tiempo que Alejandra tardó en responder le dejó clara la respuesta antes de escucharla. 

—No. Había otro más... Pero se lo llevaron. Se llamaba Luis. 

—¿A dónde se lo llevaron?

—A un lugar peor que este, seguro —respondió el niño. 

—No le hagas caso —murmuró Alejandra, pero César, aunque no podía ver su rostro, supo que ella también creía eso—. Él se llama Camilo, por cierto. 

Con esfuerzo, César se puso de pie. Le dolía la herida de la frente, le dolía mucho. Aún así, hizo un esfuerzo para que no se trasluciera a su expresión cuando se acercó a los barrotes. De refilón, vio la nariz y parte del pelo de la niña que estaba en la celda de la derecha. Tragó saliva dos veces antes de hablar. 

—¿Tú también tienes poderes? —preguntó en medio del silencio solo roto por el crepitar del fuego—. ¿Como él... y como yo?

—Yo... 

—Ella es una bruja —susurró Camilo. César quiso convencerse que era su voz el motivo de su escalofrío, pero era mentira—. No dejes que te toque o te mire a los ojos... te puede maldecir. 

—¿Por eso me tienes miedo, Camilo?

César no podía verlos bien a ninguno de los dos, pero supo que sus miradas se enfrentaban a pesar de la distancia. Casi podía sentirlo como una corriente atravesando el pasillo. Cuando el silencio se prolongó, se dio cuenta que estaba muy cansado. Lleno de miedo por no saber dónde estaba, si vería de nuevo a su madre, por la perspectiva de qué le harían en ese lugar, si saldría siquiera alguna vez de allí. 

Volvió al lecho y se dejó caer en él. Quería estar en su casa con su madre, no con esos niños que, a todas luces, estaban locos y eran peligrosos. 





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17 de septiembre de 1996, Santiago. 

Ezequiel tomó el libro que le extendía Marco con el mismo cuidado con el que lo sostenía su amigo. El tomo era viejo, aunque no tanto como los que tenía Lear en su guarida. Leyó el título con una sonrisa en la boca: El Rey Lear.

Gracias por prestármelo. 

—De nada... Y por favor, no le hagas nada y no te demores mucho en leerlo. Si mis papás se dan cuenta que lo sacamos con mi hermana la van a retar y ella me va a matar. 

—Sí. 

El niño arrugó el ceño. Estaba girado a medias para mirar a Ezequiel, apoyando su antebrazo en la mesa de este. a su lado, Agustín copiaba con toda la prisa que podía la tarea de matemáticas que Marco había accedido a mostrarle después de mucha insistencia. 

Nunca antes habías leído algo para hacer una historia... —dijo por fin. Eran los únicos en la sala de clases, lo que Ezequiel siempre agradecía, en especial después de su enfrentamiento con Pedro y Catalina. Había bastado un periodo de clases para que quedara demostrado que las cosas en el curso habían cambiado, comenzando por el hecho de que ahora los antiguos amigos se sentaban a una fila de distancia—. ¿La de ahora es más difícil?

—Sí, un poco... —respondió Ezequiel, encogiéndose de hombros. 

—Ah... ¿Nos la vas a mostrar después?

Ante su pregunta, Agustín se giró para recibir la respuesta de Ezequiel. Este dibujó una sonrisa antes de hacerlo. Así, quizás, le sería más fácil esconder su mentira. 

—Obvio. 

Sus dos amigos asintieron, conformes. Mientras cada uno volvía a sus asuntos y él se concentraba en el libro, se planteó seriamente contarles la verdad. Tal vez no toda la verdad, pero al menos una parte. De pronto, lo entendió: no podía contar solo una parte, porque lo que fuera que les dijera solo acarrearía más y más preguntas. Debía ser todo o nada, y el todo era demasiado. 

No, no podía contarles. Era un secreto que le pertenecía solo a él, a su hermano y, ahora, a Lear. 





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13 de septiembre de 1973, Santiago. 

Carolina Villablanca se detuvo a pocos pasos de la casa. Lo hizo porque halo la detuvo. Era débil, casi imperceptible incluso para ello, seguro del todo indetectable para cualquiera que no tuviera sus conocimientos. Pero ahí estaba, delgado pero real. Quiso creer que se trataba de una protección, pero era algo más. Algo que repelía a quien quisiera acercarse. Era la pena y el rencor de una bruja. 

Alzó la mano hasta buscar el amuleto que colgaba de su cuello. Era viejo, tan viejo como su línea de sangre. Había pasado de generación en generación, al igual que muchas otras cosas, la mayor parte de ellas intangibles. Era un trozo de madera, proveniente de un canelo centenario que aún se erguía en los bosques de la Araucanía; Carolina iba a visitarlo una vez al año para recargar el amuleto. Rodeó el disco cálido con la mano y, conteniendo el aliento, cruzó el halo. 

Nada más hacerlo, el peso en el centro de su pecho aumentó. Ahora no solo llevaba sobre sí su propia preocupación, sino parte de los sentimientos de María Donoso. Hace mucho que no tenía ese nivel de conexión con ella y recuperarla en esas circunstancias añadió culpa al malestar. Emilia tenía razón: las peleas de la Reñma podían y debían esperar. 

Alcanzó la puerta, la que golpeó tres veces con fuerza. El sonido retumbó dentro de la casa, tal como sucedía cada vez que una bruja llamaba a la puerta de otra. Por mucho que María Donoso quisiera abstraerse del mundo, la escucharía. 

Esperó cinco minutos, de pie y quieta. En todo ese tiempo, no se planteó ni una vez dar la vuelta e irse. Tampoco llamó otra vez. Simplemente esperó. Cuando la puerta por fin se abrió, sus ojos se posaron en el rostro de la que había sido una de sus Lamnguen, una de sus hermanas, más queridas. Ambas se observaron, María desde la altura que le prodigaba la entrada de su casa. Aún así, Carolina la vio encogerse poco a poco, primero por la sorpresa, luego por los recuerdos y finalmente por la pena. Dio un paso adelante y antes de que la mujer pudiera sucumbir al llanto, la rodeó con los brazos. La sostuvo con firmeza en medio de sus sollozos. 

Lentamente al principio, el calor de las manos de Carolina detuvo los temblores de María. Para cuando se separaron, esta volvía a estar todo lo tranquila que podía estar en medio de lo que estaba viviendo. 

—Pasa —le dijo en voz baja. 

Carolina atravesó el umbral y como invitada no hubo ningún halo o aura que se le resistiera. Echó un vistazo rápido alrededor, mientras la embargaba el olor a cera derretida, a hierbas y a incienso. Estaba acostumbrada a esas esencias, pero no pudo evitar sentirse agobiada, en especial cuando María cerró la puerta a su espalda. 

—¿Quién te envía? —preguntó su amiga luego de rodearla para terminar frente a ella. 

—Nadie. Me trae la amistad... y la preocupación. 

Su interlocutora arrugó el ceño. 

—No me mientas, Carolina. 

—No lo hago. La Ñuke no sabe nada. O al menos yo no le he dicho nada. El resto de la Reñma...

—Entonces, ¿cómo lo supiste?

Carolina agachó la cabeza, sin saber cómo continuar. 

—¿Por qué no nos sentamos? —Al ver que María dudaba, insistió—. Por favor. 

La mujer asintió tras unos segundos y la guio hasta la mesa de madera que ocupaba gran parte del pequeño comedor. Ambas tomaron asiento en sillas enfrentadas, ante lo cual Carolina prefirió no opinar. Entendía la reticencia de María, aunque ella misma no había tenido nada que ver en los hechos que habían terminado con su expulsión de la Reñma. Cuando una Lamnguen cortaba relaciones con la familia, tarde o temprano, si es que no desde el principio, se alejaba de todas las que habían sido sus hermanas. Era algo que Carolina había aprendido a aceptar, aunque no estaba del todo de acuerdo. 

Puso ambas manos sobre la madera de la mesa antes de hablar. 

—María, si estoy aquí es porque quiero ayudarte a encontrar a Alejandra. —Frente a ella, la aludida no se movió ni dijo nada—. Por mucho que ya no pertenezcas a la Reñma, sigues siendo mi... mi amiga. E incluso si no lo fueras, no podría hacer la vista gorda ante la desaparición de una niña. 

—¿Cómo te enteraste?

—Emilia Berríos me lo dijo. 

—¿La médium? —Carolina asintió. El rostro de María se contrajo por la duda y luego por la sospecha—. ¿Ella está involucrada en esto?

—Ella quiere ayudar. De esa forma está involucrada. —sintió que el cuerpo se le tensaba antes de decir lo siguiente—. Tu hija no es la única que ha sido raptada. Al menos otros dos niños también están perdidos. Niños con dones. 

—Lo sé... 

—¿Lo sabes?

—Me lo dijeron las cartas. 

Carolina pestañeó, sorprendida aunque no debería haber sentido sorpresa. María siempre había sabido sacar mucho de las cartas. 

—¿Qué más te han dicho?

—Que esto está recién comenzando. Que quien lo hace tiene un plan... y los niños son la forma de llevarlo a cabo. Los necesita fuertes... pero también vacíos. 

—¿Vacíos?

Los ojos de ambas se encontraron y eso bastó para que Carolina sintiera un escalofrío. 

—¿Quién...?

—No lo sé. Cada vez que intento saber algo de ellos, todo se vuelve oscuro, nuboso. 

—Tal vez la Ñuke...

María cambió de expresión de inmediato. Con expresión feroz, negó con la cabeza. 

—No, no quiero que la Reñma tenga nada que ver con esto. 

—Pero...

—Tú lo sabes, Carolina. Todo comenzó cuando me negué a que Alejandra fuera ordenada. Apenas tuvo su primera menstruación la Ñuke comenzó a insistir, pero Alejandra no estaba lista. Y desde su nacimiento me prometí a mí misma que no la obligaría a entrar a este mundo, por mucho poder que tuviera. Era una decisión que debía tomar ella y solo ella. Pero la Ñuke no lo veía así... La lucha durante la ceremonia fue solo su forma de hacerme a un lado por desobedecerla. —La mujer respiró hondo para combatir su ira—. Esto ocurrió por su culpa... La dejó sin protección. Solo por eso la encontraron y se la llevaron. 

—María... 

—Si quieres ayudarme, lo aceptaré. Porque confío en ti, pero sobre todo porque no puedo hacer esto sola. No sé quiénes sean ellos, pero son poderosos. Demasiado poderosos para ti o para mí. 

Carolina sabía que era cierto. Lo sabía desde la noche en que Emilia y Víctor Lassner la habían visitado. Nada más ambos médiums salieron de su casa, ella había encendido una vela de protección hacia Alejandra, Camilo y Luis, los niños desaparecidos. De pie ante su altar, se había concentrado en ritual, pero pronto la había invadido un temor que hace años no sentía. Al abrir los ojos, había visto el humo que se elevaba desde la llama de la vela: espeso y negro, no había dejado de brotar y de invadir su casa hasta que ella, con el estómago encogido, no tuvo más remedio que detener el ritual. 

Los que se habían llevado a la hija de María Donoso eran poderoso, pero no solo. Eran también maldad pura. Una oscuridad que venía a sumarse a la que los militares estaban esparciendo por Chile desde hace unos días. 

 



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17 de septiembre de 1996, Santiago. 

Ezequiel cerró el libro con cierta brusquedad y se dejó caer contra la almohada. Se frotó los ojos, un poco llorosos por culpa de leer a la escasa luz de una vela a punto de consumirse que Zacarías había dejado encendida para él. Cuando bajó la mano, aún le escocían, invitándolo al sueño. Sin embargo, sabía que por más que su cuerpo lo necesitara, sería incapaz de dormir. Tenía demasiadas cosas en la mente, como siempre. 

Aún le faltaban algunas páginas para terminar el libro, pero seguir tampoco lo ayudaría. Mejor dejaba el resto para el día siguiente. 

Apagó la vela de un soplido y en medio de la oscuridad se giró hacia la cama de Zacarías. El niño dormía profundamente y fue al sonido de su respiración que Ezequiel se aferró para, al menos, relajarse. 

Lo cierto era que la lectura de El Rey Lear estaba siendo bastante interesante, a pesar de que habían muchas cosas que no entendía, principalmente por culpa de palabras cuyo significado no conocía (pero que se había propuesto averiguar pronto) y por la forma anticuada en que se expresaban los personajes. Aún así, la idea general la tenía: un rey viejo, Lear, había decido confiar en las personas incorrectas, mientras que repudiaba a quienes de verdad lo querían. A medida que todo se le iba en contra, y para rematar aún más la situación, el anciano iba perdiendo cada vez más el control de su mente. Tal como le había dicho Renata, la hermana de Marco, se iba volviendo loco. 

De todos los pasajes que había leído en la penumbra, uno en especial no dejaba de repetirse sin descanso en sus pensamientos. Era cuando el rey, desesperado, preguntaba: ¿Hay alguien que pueda decirme quién soy? A lo que el bufón de su corte respondía: La sombra de Lear. 

Al leerlo, Ezequiel había sentido que ese diálogo escrito hace siglos estaba dirigido a él. O, más impresionante aún, que era algo que en otras palabras le había pedido ya Lear. 

¿Quién es usted?

No lo sé, necesito que me ayudes a averiguarlo. 

Shakespeare parecía estar dándole una respuesta a la búsqueda del mendigo. Solo que dicha respuesta, en este caso, suponía un regreso al principio. Todos sabían quién era el Lear del libro: era el rey, padre de tres hijas. El Lear que él no conocía era una hoja en blanco. Sin pasado, sin historia, solo un nombre que a todas luces era un apodo. O una maldición. 

El Lear que le había pedido ayuda era un sombra. 

Y aún así, antes de comenzar a quedarse dormido, Ezequiel se prometió a sí mismo que no se conformaría con eso. Él no era el bufón de la corte, él tenía formas de saber más que la mayoría de la gente. Y aunque el mendigo había sido hasta ese momento una muralla para sus capacidades, no se rendiría. 

Ya tenía algunas ideas de cómo conseguirlo. 





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13 de septiembre de 1973, Santiago. 

Emilia se alejó de la pared donde habían desplegado los pocos datos que poseían de los casos de desaparición. Era tan poco que, con solo posar la mirada en los papeles sujetos con pinchos, sintió ganas de romper algo. Chasqueó la lengua, el ceño fruncido. 

—Maldita sea... 

—Una frase inspiradora —murmuró el joven de pie a su lado. 

Al girarse para mirarlo, Víctor dibujó una leve sonrisa. 

—Pero... ¡Mira esto! —exclamó—. ¡No es nada!

—De eso se trata, Emilia. Que lo vayamos llenando nosotros. 

—¿Y cómo? Soy médium, no adivina. 

—Afortunadamente para mí. Si fueras adivina o Telépata, quizás podrías saber lo mucho que me estoy burlando de tu impaciencia. 

—¿Dos bromas seguidas, Lassner? —murmuró mientras se cruzaba de brazos—. Estamos de buen humor hoy... 

—Todo se trata de equilibrio. Tú eres un ser impaciente e irascible y a mí no me queda más remedio que equilibrar la balanza. 

—¡Ja!

Se alejó unos pasos, hasta alcanzar una butaca vieja sobre la cual se sentó. Su peso levantó una nube de polvo hizo que Víctor arrugara el ceño. Aún así, no dijo nada. Prefirió mirar los papeles de la pared: tres contenían los nombres de los niños raptados, más su edad y su don. Al lado de cada uno de estos, otro papel informaba sobre los lugares donde habían sido vistos por última vez. Todos los secuestros se habían llevado a cabo en lugares cercanos a las casas de las víctimas, mientras que en dos de los casos había sido a plena luz del día. La única excepción era Camilo Núñez, quien fue raptado mientras volvía de trabajar pasadas las nueve de la noche. Nadie había visto ni escuchado nada. Aún no había aparecido el cuerpo de ninguno de ellos. 

—Lo único que tenemos de momento —comenzó a decir en voz baja— es el hecho de que todos ellos tienen dones psíquicos. Eso puede ser una coincidencia...

—En nuestro mundo no existen las coincidencias. 

—Bien, entonces descartado. También puede ser que no conozcamos a otras víctimas. Que justo las tres que conocemos tengan esa característica. 

—Puede ser. 

—O... puede significar que eso es la clave de todo esto. El hecho de que sean psíquicos. 

—Yo apuesto por esa opción. 

Víctor se giró hacia la mujer. Alto y delgado, su silueta se dibujó en la pared como hecho con tinta china. 

—¿Quién podría querer a niños así? ¿Y para qué?

Emilia dudó en su puesto. Su cabello, mayoritariamente oscuro, era un caos que ella desordenó aún más cuando apoyó la cabeza sobre la mano derecha. Cuando dibujaba una expresión ausente y meditabunda, a Víctor no se le hacía muy difícil imaginarla con dos o tres décadas menos. Algunas noches, al volver a casa, la había dibujado siendo una joven de su edad. Nunca le había mostrado los dibujos, sin embargo. Y nunca lo haría. 

—Cuando Carolina nombró a la Logia, tú dijiste que ojalá no estuvieran metidos en esto. Pero no lo descartaste. ¿Crees que estén involucrados?

—Me cuesta imaginar a otra persona que pueda hacer algo así. 

—Entonces, ¿por qué no los buscamos?

Al escucharlo, Emilia sonrió de lado. 

—Cuidado, Víctor. El optimismo fácilmente se puede convertir en insensatez. 

—¿Cuál es la opción, si no? ¿Quedarnos de brazos cruzados mientras más niños se pierden?

—No. Pero hay que ir con cuidado. Tú y yo somos dos... Ellos son muchos. Tantos que ni siquiera sé cuántos. 

—Tenemos fantasmas de nuestro lado. 

—¿Y crees que ellos no?

—¿Tienes miedo, Berríos?

Se sostuvieron la mirada a través de la sala donde se encontraban. Rodeados por el silencio y los libros que albergaba Almahue #8, la quietud que los dominó casi pareció un enfrentamiento. 

—Sí. Tengo miedo. Pero el miedo nunca me ha impedido hacer lo que tengo que hacer. 

—¿Y qué es lo que haremos?

—De momento, haremos una lista con niños médiums que estén en peligro. Aunque estoy segura que los dones son el motivo por los que eligen a quien raptar, es cierto que aún queda la posibilidad de que hayan más víctimas de las que no tenemos ni idea. Niños desaparecidos abundan en Chile, y con todo lo que está pasando, ni siquiera aparecerán en los diarios. Pero si vuelve a desaparecer un médium...

—Comprobaremos que la teoría es cierta. 

—Sí. 

—El problema con eso es que no han desaparecido solo médiums, sino otros tipo de psíquicos. 

—Ahí es donde se complica todo. 

La frase era una parcial mentira y ambos lo sabían. La situación era complicada de principio a fin. Incluso el don de Cartógrafa de Emilia, su capacidad de detectar y seguir rastros de Mediums, no les era del todo útil. Sí, podían saber qué niño o niña veía fantasmas, pero ya raptados, ni siquiera ella podía averiguar dónde se los llevaban. El rastro de Luis Fernández había desaparecido del mapa de Santiago que Emilia tenía en la cabeza. 

—¿Hay alguna forma de detectar a otros tipos de psíquicos? —preguntó Víctor pasados unos segundos. 

—Sí. 

—¿Cómo?

—No "cómo". Quién. 

El joven alzó una ceja, curioso. 

—¿Existe algo así como un Cartógrafo pero de Psíquicos en general?

—Algo así. 

—Y déjame adivinar: tú conoces a uno. 

—Sí. 

—Entonces tenemos que pedirle ayuda. —El gesto de Emilia se agrió—. ¿Qué pasa?

—Pasa que el sujeto está loco. 

Víctor por poco suelta una carcajada. Él era un médium, Emilia también. No hace mucho habían estado en la casa de una bruja y estaban investigando la desaparición de niños que veían fantasmas o movían cosas con la mente. Nada menos que esa mañana, Víctor había hablado con una Intrusa que buscaba la forma de comunicarle a su tataranieta que enterradas bajo el piso de la casa familiar habían doce cucharas de oro que podía vender para pagar sus deudas. Eso, mientras esperaba el tranvía que lo acercaría al centro de Santiago. 

Para la gente común, todos ellos estaban locos. Pero si Emilia catalogaba a alguien de esa forma quería decir que el desconocido sería un caso digno de estudio. 

GRACIAS POR LEER :)



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