CAPÍTULO SEIS

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11 de septiembre de 1973, Santiago.


Julieta no estaba segura de cuánto tiempo llevaba sentada frente a la puerta de su casa; lo que fuera, se sentía como demasiado. Le recordó a esas tardes de verano, cuando se aburría de jugar con sus juguetes y su madre sufría una de sus jaquecas y no tenía ánimos para jugar con ella. Entonces el tiempo se extendía como si fuera un elástico y un día parecían dos o tres. Esperando a sus padres en la entrada de su casa, el miedo fue transformándose poco a poco en aburrimiento y este alcanzó tal punto que por un breve instante deseó tener tareas del colegio para hacerlas ahí sentada. Luego recordó que había perdido su mochila con los cuadernos y lápices y aquella mañana había sido tan rara que su profesora apenas le había enseñado nada, mucho menos dejado tareas. No se le ocurría qué más que hacer y apenas vio personas pasar por la calle mientras estuvo allí. Solo un automóvil cuyo conductor apenas pudo vislumbrar debido a la velocidad con que manejaba y un hombre que prácticamente corría hacia su destino. Al verlo doblar por la esquina, la niña se puso de pie con la intención de pedirle ayuda, pero cuando llegó a la reja de su casa este ya se había alejado varios metros. Volvió a su puesto de vigilancia con los hombros caídos por la decepción y aunque el llanto amenazó de nuevo con presentarse, se esforzó para contenerlo. Incluso ella sabía que no servía de nada llorar. 

Cuando pasó un rato indefinido y larguísimo desde la aparición del hombre, Julieta se rindió a la evidencia y a un nuevo problema: tenía muchísima hambre. Las lentejas en la casa de la mujer desagradable no habían sido suficientes, sin contar el hecho de que no era una comida que le gustara y lo que había pasado después las volvieron aún menos apetecibles. Esperar con el estómago casi vacío lo hacía todo muchísimo peor. 

Meditó un rato sobre qué debía hacer. Sabía que dentro de su casa encontraría sin problemas algo para comer, alguna fruta o, mejor aún, un gran bol de cereales con leche. El solo pensar en eso le valió un gruñido de su estómago. El problema, claro, era entrar a la casa. Su madre era muy cuidadosa con el hecho de dejar las puertas con llave, tanto la delantera como la trasera, y las ventanas bien cerradas cada vez que salía. Tal vez en esa ocasión había sido diferente; demasiadas cosas habían sido diferentes ese día. Pero aún así, Julieta dudaba encontrar algún lugar por donde entrar fácilmente a su casa. También podía quedarse allí y seguir esperando a que sus padres llegaran; no era tan pequeña como para creer que moriría de hambre después de tan poco tiempo. Pero no quería seguir esperando y le frustraba estar tan cerca de lo que deseaba y no poder conseguirlo. 

Finalmente se puso de pie y con lentitud caminó hacia la parte trasera de la casa. Un estrecho pasillo separaba a las paredes laterales de la reja, lo que suponía un camino alternativo hacia el patio, que era donde ella tenía su bicicleta y donde sus padres estacionaban el auto. Al llegar allí vio su bicicleta, pero no había ni rastro del escarabajo en el que su madre la había ido a dejar al colegio en la mañana. Sabía que no estaba, pero ver el patio vacío la hizo sentir aún peor. 

—Comida —murmuró para sí misma—. Comida, Julieta.

Dobló a la izquierda y se acercó a la puerta que, de estar abierta, la llevaría directamente a la cocina. En el verano, aquella puerta permanecía abierta casi todo el tiempo, lo que ella aprovechaba para ir del patio a la cocina cada pocos minutos, muchas veces empapada después de jugar con la manguera y con las zapatillas cubiertas de barro. Algunos días su madre se enojaba y la enviaba al baño a bañarse y ponerse ropa limpia; otros días, la mayoría de los días, fingía tomar represalias y comenzaba una guerra de agua con Julieta que terminaba con ambas tan empapadas que no les quedaba más remedio que secarse al sol antes de entrar a la casa. 

Faltaba muy poco para el verano, para esas tardes larguísima pero seguros y para esas tardes divertidas que pasaban como un suspiro. Y aunque Julieta aún no sabía que todo lo que había pasado durante ese día era mucho más que un simple descarrilamiento pasajero en el curso natural de las cosas, en el fondo de su mente palpitaba un mal presentimiento, la incipiente certeza de que nunca volvería a tener un verano como aquellos con su madre. 

Agitó la cabeza para espantar sus pensamientos, que durante ese día tomaban derroteros extraños antes de que ella pudiera detenerlos. Un nuevo gruñido de su estómago le recordó lo importante, de modo que se concentró en la puerta. 

—Comida —murmuró para sí misma—. Comida, Julieta.

Sabía que la puerta estaba cerrada, pero mientras giraba el pomo pensó en lo que solía decir su padre, eso de que la esperanza es lo último que se pierde. El hombre parecía seguir su propia filosofía, sobre todo cuando escuchaba partidos de la selección nacional en la radio y hasta el pitido final afirmaba que aún había chances de que ganaran. Luego, con la derrota fuera de discusión por el término del partido, se encogía de hombros y decía en voz baja: "se veía venir". Pero Julieta reconocía de inmediato cuando su padre estaba mintiendo, al igual que su madre, quien sonreía de forma que el hombre no la viera. 

La niña empujó la puerta, pero esta no se movió de su sitio. La detuvo el pestillo puesto por el otro lado, tan alto que Julieta únicamente lo alcanzaba si se ponía en puntillas y y estiraba el brazo. La empujó de nuevo, en un impulso que no entendía, y luego otra vez. La embargó un calor en el pecho y en la garganta, una frustración líquida y quemante. En esa ocasión, sin embargo, no le dieron ganas de llorar. Le dieron ganas de golpear algo. 

Se alejó unos pasos y fijó la mirada en la ventana. A través del vidrio vio las cortinas blancas con flores amarillas y algunas siluetas. El vidrio estaba limpio, pero la penumbra del interior impedía ver las cosas con claridad. Era como si el interior estuviera cubierto de niebla o como si alguien le hubiera pasado los dedos por encima a un dibujo de tiza. Aquella no tranquilizó a Julieta, pero quizás por eso, para que su casa dejara de ser ese sitio extraño, decidió entraría, no importaba cómo. 

En menos de un segundo supo qué hacer. Con pasos firmes, de esos que su mamá denominaba "pasos de elefante enojado",  fue hasta el otro extremo del patio. En general el lugar estaba limpio, libre de malas hierbas y con el pasto bien regado, pero aún así era posible encontrar algunas piedras en el borde. Julieta demoró menos de un minuto en hallar la indicada, con el tamaño justo para tomarla bien con la mano, pero con el tamaño suficiente para que cumpliera su propósito. 

El siguiente paso era determinar desde qué distancia debía lanzarla. No quería hacer demasiado ruido, pero sí necesitaba que el agujero fuera del tamaño suficiente para poder meter la mano por él sin cortarse. Lo más complicado, sin embargo, no era eso, sino que la la piedra debía impactar en un sector muy específico para que aquello sirviera de algo. 

Julieta repasó la imagen que tenía de la ventana y su pestillo. Era de las dobles, con remaches de un metal oscuro y resistente, que era el mismo material del pestillo. Este se hallaba en la mitad del punto en que ambas hojas de la ventana se unían y era muy fácil de abrir si te encontrabas del otro lado. Bastaba con girarlo hacia la derecha para que la lengua que impedía que la ventana se abriera hacia el interior dejara de ser un obstáculo. Por fortuna, el alféizar no era demasiad alto y en el patio su padre, seguramente esa misma mañana había dejado la caja de madera donde guardaban los betunes y escobillas para limpiar los zapatos. Julieta pensaba subirse en ella para alcanzar el pestillo, abrir la ventana y colarse en el interior. 

Pero lo primero era lo primero y con el vidrio intacto la niña no podría completar su plan. Se alejó cinco pasos de la ventana y alzó la mano derecha, que era la que sostenía la piedra. Entrecerró los ojos, los que tenía fijos en el punto que quería impactar. Respiró hondo; a medida que el aire entraba por su nariz se preguntó qué diría su madre si la viera, a punto de romper una ventana de la casa con una piedra. Seguramente no le gustaría, pero Julieta sospechaba que lo entendería, que sabría ver lo desesperada que estaba la niña. 

Entonces lanzó la piedra. Le pareció que el tiempo que tardaba en golpear el vidrio y romperlo se estiraba al igual que el resto de la tarde, como si se moviera a través de una masa invisible que la ralentizaba. Pero finalmente el choque se produjo y el ruido del vidrio al romperse le provocó un respingo e incluso levantó los brazos para protegerse de algún proyectil, algo innecesario, por supuesto. A cinco pasos estaba a salvo, sobre todo teniendo en cuenta que las esquirlas cayeron al interior de la casa, encima del mesón de la cocina donde su madre amasaba el pan cuando lo hacía ella misma, como durante los únicos meses.

Bajó los brazos y miró a las casas vecinas. Era cierto que apenas había visto a alguien por el barrio, ni siquiera a alguien asomado a las ventanas, pero supuso que el estrépito de un vidrio siendo roto en pedazos por una piedra podría llamar la atención. No pasó. No sabía qué era aquello que los mantenía a todos dentro de la casa y que había hecho desaparecer a sus padres. Lo que la mujer le había dicho acerca de los militares y el presidente Allende podía ser cierto, pero también podía no serlo. Julieta no quería que lo fuera, pero aún así, si al presidente le habían hecho algo, su casa se encontraba a casi media hora de la Moneda. ¿Cómo podían estar las cosas tan raras a tanta distancia?

Ya se preocuparía de eso luego. Lo importante era seguir con el plan. 

Cuando Julieta miró por fin el destrozo en la ventana se dio cuenta que había fallado muy poco. Se alegró tanto que dio un pequeño gritito de victoria.  Su lanzamiento se había desviado hacia la izquierda y hacia abajo, pero supuso que si lo hacía con mucho cuidado podría correr el pestillo sin cortarse. El orgullo por su lanzamiento la hizo tener confianza en que el resto del plan saldría bien, así que con una sonrisa en la cara tomó la caja con las cosas para lustrar zapatos y la puso frente a la pared; luego se subió en ella. Por fortuna la caja era grande y firme, lo suficiente para sostenerla. Alcanzó el alféizar ayudándose con las manos y aunque tardó unos segundos, pronto estuvo sobre él de rodillas, a la altura exacta para intentar abrir la ventana. 

Antes de hacerlo, sin embargo, no pudo evitar el impulso de mirar a través del agujero el interior de la casa. Percibió la misma penumbra que antes, solo que en esa ocasión sintió que esta le hacía cosquillas en la punta de la nariz, como si de una brisa fría se tratara. Ella nunca le había temido a su casa, a diferencia de algunas de sus compañeras que solían contar historias de pasos que se escuchaban en la noche, sombras que veían a veces en la cocina o en el pasillo o la sensación de que no estaban solas en sus piezas durante la noche. Julieta siempre había creído que se inventaban esas historias para tener algo que contar en el colegio, pero en ese momento se dio cuenta que a veces las casas, incluso la suya, daban miedo. Quizás era todo un asunto de perspectiva, como decía su padre. 

A pesar de ello, de la apariencia poco acogedora del lugar, y con todo el cuidado del que fue capaz, Julieta introdujo su mano por el agujero en la ventana. Su mano entró sin problemas y hasta le quedaban centímetros para maniobrar, pero aún debía tener cuidado. Las puntas del vidrio brillaban a la luz del sol y si se apresuraba iba a traspasar sin dificultad la lana de su chaleco del colegio y su piel. Fijó los ojos en el pestillo y, como siempre hacía cuando se concentraba, sacó la punta de la lengua entre los dientes y respiró hondo. Su madre solía decir que esa era la expresión típica de los Castañeda, es decir, de su familia y era cierto. Tanto su madre, sus tíos y su abuela hacían lo mismo cuando jugaban carioca las tardes de invierno. 

Movió su mano poco a poco, fijándose en el objetivo y también en el vidrio. Tenía mucho miedo de cortarse, sobre todo si era un corte grande. Si pasaba no tendría a quién pedirle ayuda y sería un nuevo problema que no sabría cómo solucionar. A causa de la tensión le aparecieron gotas de sudor en la frente. Solo escuchaba su respiración, ni un ave solitario sobrevolaba el cielo. 

Por fin, tocó el pestillo y la felicidad casi le hace dar otro salto. Se contuvo. Cuando estuviera dentro, con el estómago lleno, sería el momento de celebrar. Se estiró unos centímetros más hasta lograr que sus dedos agarraran con firmeza el trozo de metal que debía tirar. Este estaba helado y un poco húmedo, o esa impresión le dio. 

—Como un bebé, pasito a pasito —se dijo, imitando a su padre cuando le enseñaba a hacer algo, algún ejercicio de matemática complicado o a martillear en el patio. 

Tiró con cuidado y la decepción le enfrió el cuerpo. El pestillo ni siquiera se movió. Quizás lo había hecho con demasiado cuidado, pensó, así que tiró con más fuerza. Al hacerlo, su brazo rozó el vidrio roto y a punto estuvo de cortarse. Lo sacó por reflejo, retrocediendo todo lo que había avanzado. De nuevo le dieron ganas de llorar y en esa ocasión las lágrimas lograron empañar sus ojos. Los apretó con fuerza antes de secarlos con su manga. Cuando ya estuvo más calmada, se fijó en la zona donde había sentido el filo del cristal. En el lugar solo había aparecido un tajo en el tejido, nada grave. Su madre ni siquiera la retaría por eso; nunca la regañaba por romper o ensuciar la ropa. Decía que eran cosas de la vida. 

Lo volvió a intentar y en esa ocasión sintió que lo hacía con más rapidez. Lo realmente difícil fue mover el pestillo. Estaba muy apretado y aquello le sorprendió, porque nunca había visto a su madre tener dificultades para abrir la ventana. Pero luego de unos cinco minutos y de moverlo lentamente, con paciencia, lo logró. La ventana se abrió de manera tan repentina de nuevo estuvo a punto de cortarse con el vidrio, pero en esa ocasión fue más rápida. Veloz como un gato, solía decirle su padre. 

Al ser de doble hoja, la ventana dejaba espacio suficiente para que dos o tres niñas pasaran al mismo tiempo y al otro lado esperaba un mesón ancho y firme que quedaba a poca altura del suelo, una altura que no le costaría nada saltar. Por fin algo era fácil. 

Con dos saltos, Julieta estuvo al fin en el suelo de su casa. Sintió que las rodillas le temblaban, seguramente debido a la emoción de haberlo conseguido. Miró alrededor y por un segundo casi le pareció oír pasos acercándose y la voz de su madre preguntando: "Julieta, ¿eres tú?". Pero no había nadie, bastaba con poner atención al silencio y contemplar las sombras que, a pesar de que era temprano, habitaban cada esquina. 

Juntó la ventana, ya que no alcanzaba a cerrarla del todo. Eso le salvaría la vida horas después. Y entonces, a modo de recordatorio, su estómago gruñó de hambre. 

—Ya sé, ya sé —se dijo a sí misma y puso manos a la obra. 


************************


Media hora y dos porciones de cereal con leche después, Julieta comenzó a explorar su casa con una manzana en la mano, a la que daba un mordisco cada pocos pasos. Mientras comía en la mesa pequeña de la cocina se le había ocurrido que en el comedor, en su habitación o en el dormitorio de sus padres podía haber alguna pista de lo que estaba ocurriendo. Una nota, por ejemplo. Aquello sería la mejor opción y aunque una parte de ella no quería más aventuras por un buen tiempo, la otra se imaginó a sus padres dejándole instrucciones para encontrarlos. Un mapa, tal vez. A su padre le gustaban los mapas, eran sus rompecabezas favoritos. Tenía varios que su hermano mayor le enviaba desde Francia y solía dejar que Julieta armara o intentara armara el borde. 

Con esa posibilidad en la cabeza, recorrió la casa fijándose en cada detalle. En el interior no parecía tan oscura como mirando a través de la ventana, pero aún así la niña no se sentía del todo cómoda. Era cierto que comer le había subido el ánimo y ayudaba no estar más en el exterior, pero sentía que faltaba algo, aunque no sabía qué. Por ese motivo y porque quería encontrar alguna pista, caminó con lentitud, deteniéndose cada vez que notaba algo extraño. Pero después de mirarlas con atención, no pasaban de ser un adorno que su madre había cambiado de posición para limpiar, o un libro dejado por su padre encima del sillón en un descuido o una chaqueta colgada de la baranda de la escalera. Esta última era de su mamá y fue el objeto que estudió con más atención, ya que era la chaqueta con la que mujer había ido a dejarla al colegio en la mañana.

Le registró los bolsillos, tanto los del interior como aquellos que su madre usaba para guardar las llaves cuando salían. Estaban vacíos excepto por una boleta de varios días atrás. Nada que sirviera. Aún así, Julieta se la puso para sentirse acompañada por la mujer antes de subir al segundo piso. 

Decidió visitar primero el dormitorio de sus padres. Desde el umbral, vio la cama deshecha, tal como la habían dejado en la mañana antes de irse, y una taza con restos de café en el velador de su papá. Todo tal cual lo recordaba. 

Entonces fue a su habitación. Nada más entrar, notó que alguien, probablemente su madre, había estado rebuscando en su armario. Las puertas estaban abiertas y en lo alto había un hueco entre las cajas que contenían su par de zapatos para salir y cuadernos viejos del colegio. Julieta no supo al principio qué era lo que faltaba. Luego lo recordó: hace un par de meses, su madre había guardado allí una caja con libros porque no le cabían con el resto en las estanterías. La niña apenas le había puesto atención a la caja. A diferencia de sus padres, ella no era muy dada a los libros. Prefería los rompecabezas, jugar al luche y a la payaya, o cantar con su mamá las canciones de Violeta Parra y Víctor Jara a los gritos los sábados mientras hacían el aseo. Ahora se arrepentía de no haber revisado la caja. Quizás no contenía libros, quizás su mamá le había mentido, quizás sus padres guardaban un secreto que llevaba meses a poca distancia. 

Quizás, quizás, quizás. 

Agotada por todo lo que había vivido en las últimas horas, Julieta se dejó caer en su cama. Tampoco estaba estirada. Cada mañana salían con demasiada prisa como para preocuparse por ello; era su madre quien la hacía a la vuelta. 

De pronto, algo encajó en su mente. Se miró la chaqueta, que le quedaba grande sobre todo en la zona de los hombros y las mangas. Nunca se la había puesto, pero le gustaba ver a su madre usándola. La hacía ver más joven. Pero lo importante era que el hecho de que la chaqueta estuviera ahí demostraba que la mujer había vuelto a casa después de dejarla en el colegio. Por el contrario, el que todo estuviera tal cual en la mañana indicaba que solo había estado allí de paso. Pero de paso a dónde, era algo que solo la mujer podría decirle cuando volviera. 

Julieta ni siquiera notó cuando comenzó a quedarse dormida. Fue como un hundirse lentamente en la arena y de repente estar sepultada hasta las rodillas. Antes de que pudiera hacer algo al respecto había cerrado los ojos para solo volver a abrirlos horas después. 

Soñó que estaba de pie en la entrada de su colegio, sola. La calle estaba vacía y no se percibía el más mínimo sonido. Al principio no lo notó, como si su figura hubiera dejado la invisibilidad de manera paulatina hasta volverse tangible al otro lado de avenida. Vestía de negro y aunque en el sueño brillaba la luz del mediodía, su rostro estaba cubierto de sombras. Su mano se extendía hasta ella a modo de invitación. 

Julieta estuvo a punto de cruzar y acercarse, pero alguien se lo impidió. El roce en su hombro fue leve y aún así lo sintió como un tirón. La presencia a su espalda era un viento cálido, acogedor. Estaba segura mientras permaneciera cerca de ella, aunque no sabía de quién se trataba. 

El hombre de negro, aún a la espera, pareció darse cuenta que había perdido la oportunidad. Bajó la mano y en un parpadeo, desapareció. Julieta despertó al segundo siguiente, alertada por sonidos provenientes del primer piso. 

Solo recordó al hombre de su sueño cuando se lo encontró esa misma noche, esta vez en el mundo real. El Zalamero, lo llamaban, pero eso lo descubriría más adelante. 


************************************


El sonido era de alguien abriendo la puerta. Bastó eso para que Julieta se sentara en la cama como si le hubieran tirado agua encima. Tardó un instante en comprender dónde estaba y cuál era el motivo de los fuertes latidos de su corazón. La escasa luz en la habitación solo podía significar que había anochecido mientras dormía y aquello la hizo sentir aún más vulnerable. En la infancia, es más fácil relegar todos los horrores a la oscuridad y creer que en el día no ocurren cosas malas. 

Se puso de pie con lentitud, mientras abajo sonaban las primeras pisadas en el interior de la casa. Era más de una persona, eso lo supo pronto. Estaba segura que eran sus padres y aún así, cuando estuvo frente a la puerta, la abrió solo un poco, lo justo para verlos cuando subieran la escalera.

Aquello también le salvó la vida. 

Cuando la cabeza del primero asomó en la escalera, Julieta supo que no eran sus padres. No era nadie que ella conociera. Se quedó paralizada en el lugar, con la mano en el canto de la puerta, escuchando a los intrusos entrar en la habitación de sus padres y murmurar en voz baja. 

Tal como en el sueño, pero con el objetivo inverso de ponerla en movimiento, algo de pronto la despertó de su quietud. No entendía qué estaba pasando, pero tenía que salir de allí lo más pronto posible. 

Frente a su pieza estaba el baño y a la derecha de este un armario empotrado en la pared que usaban para guardar los abrigos y la ropa de cama. Se decidió por este, ya que era el más cercano a la escalera. Temía correr directamente hacia esta por si los hombres la veían. En el armario podría vigilarlos antes de dar el siguiente paso. 

Abrió la puerta con cuidado, agradeciendo cada centímetro que está movía sin rechinar. Como era delgada, no tuvo que abrir demasiado para poder pasar sin problemas. Se escurrió hacia el pasillo conteniendo el aliento y con dando cada paso temiendo que los hombres salieran de improviso, atravesó el pasillo. Por el rabillo del ojo vio que habían encendido la luz del dormitorio de sus padres, lo que la llenó de pánico. Por poco se precipita contra el armario debido al medio, pero su instinto tiró de la puerta de madera delgada del armario sin que ella siquiera pensara hacerlo. En el interior de este la recibieron los abrigos que sus padres usaban en el invierno, el de su madre negro y gris el de su padre. Se escondió entre ellos y con todo el cuidado que pudo, cerró la puerta. 

Esperó respirando apenas. Hasta el más leve aliento que salía de su boca sonaba a sus oídos como un grito. Por fortuna, los hombres parecían ocupados en sus propios asuntos. Los escuchaba hablar, pero no podía entender lo que decían. Pasados unos minutos, ambos salieron y caminaron por el pasillo hacia su habitación, lo supo por sus pasos. Abrió una rendija para ver si era el momento indicado para correr. Lo era: los desconocidos al parecer buscaban algo, demasiado concentrados, o eso quería creer, para notar movimiento a su espalda. 

Salió del armario y con el retumbar de su corazón en la garganta, caminó todo lo rápido que pudo para no hacer ruido escalera abajo. El primer piso estaba a oscuras y vacío o eso pensó al principio. De pronto vio una rendija de luz bajo la puerta del baño. Había una tercera persona allí. 

La cocina, pensó y la idea tuvo algo de ajena en su mente, como si fuera el susurro de alguien. Aún así, obedeció. Avanzó hacia la parte de atrás de espaldas, para no perder de vista la puerta del baño. Llegó a su destino sin ver movimiento y solo entonces se dejó llevar por la ansiedad. Escaló el mesón de la cocina para llegar a la ventana abierta y desde el alféizar de esta saltó al suelo del patio. Sus pies golpearon con fuerza y por poco pierde el equilibrio. Cuando se recuperó, la persona que usaba el baño salió de él y vio de reojo cómo una de las hojas de la ventana de la cocina, la que había sido impactada por la piedra hace unas horas, se movía un poco. Se acercó mientras Julieta, con dificultad, escalaba del costado derecho para salir del territorio de su casa. 

La mujer miró hacia el patio oscuro y no vio a nadie. Julieta colgaba agarrada al borde del muro, temerosa de dejarse caer. En una calle cercana, probablemente en esa misma cuadra, se escuchó el recorrido lento de un vehículo pesado. Era un tanque del ejército y patrullaba el primero de muchos toques de queda. La mujer, que sabía lo que significaba, desvió la mirada y se concentró en escucharlo alejarse. Para ese entonces, Julieta ya se había dejado caer y corría en la dirección contraria a la del tanque, lejos de nuevo de su casa. 

Si hubiera podido ver a la mujer muchas cosas habrían sido diferentes. Ana, que era como se llamaba la mujer, era una amiga del padre de Julieta, una ex compañera del colegio que la niña conocía bien. Ana le había regalado una muñeca en la última navidad. De haberse visto, podría haberla llevado donde tenían a sus padres escondidos y desde donde no los dejaban salir porque en la calle corrían peligro de muerte. Si Ana y los dos hombres del segundo piso se habían arriesgado a salir era precisamente para encontrarla y reunirla con su familia. Pero no se vieron y el grupo tuvo que volver al escondite con las manos vacías.  

Aquello le salvó la vida a Julieta.


GRACIAS POR LEER :) 

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