CAPÍTULO VEINTISIETE

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19 de septiembre de 1973, Santiago

Víctor se duchaba en el segundo piso y el agua estaba a punto de hervir, así que Emilia aprovechó esa pausa para hacer algo imprescindible con el fin de concretar la visita a la Biblioteca Nacional esa tarde. Había estado retrasando ese momento, consciente de que sería una llamada más larga de lo que pretendía, que tendría que dar demasiadas explicaciones y que era muy posible que su amigo le dijera que no y le cortara. Hizo cálculos mentales mientras se acercaba al teléfono, uno de los tantos objetos casi tan antiguos como la casa: hace casi dos meses que no hablaba con Gonzalo. Había prometido ir a verlo, pero lo fue postergando hasta que finalmente la promesa se esfumó de su mente.

Hasta hace unos años atrás, Gonzalo aún insistía e insistía. La visitaba, la llamaba, le enviaba cartas cuando ninguna de las opciones anteriores funcionaba. Pero con el tiempo se fue cansando, suponía Emilia. O había entendido por fin que la vida de la mujer con la que se había criado y que consideraba su hermana era muy distinta a la suya, que era distinta a la de cualquier persona que se encontrara por la calle y que eso siempre requería sacrificios. Además, la vida de él también había cambiado: desde hace quince años era un hombre casado, desde hace ocho era padre. Por mucho que quisiera, no podía seguirle el ritmo a su amiga como hacía o intentaba hacer cuando era un joven. No, ahora tenía sus propias preocupaciones y a Emilia le tranquilizaba pensar que estaba tan lejos de lo que a ella le ocupaba los días.

Pero ese día debía llamarlo, no le quedaba más remedio. Siendo 19 de septiembre, feriado nacional por las glorias del ejército, y sobre todo teniendo en cuenta lo sucedido hace solo unos días, sería imposible entrar a la Biblioteca Nacional como un visitante normal. Sí, existía la posibilidad de esperar hasta el día siguiente, pero si bien pasó por su mente, la desechó de inmediato: no podían perder más tiempo, cada día que pasaba era otro en el que un niño podría desaparecer. Además, ¿qué mejor que investigar justo cuando no habría nadie para molestarlos? El hecho de que Gonzalo siguiera trabajando allí y que desde hace unos años lo hubieran ascendido a encargado de piso, la terminó de convencer. Pero claro, para eso debía llamarlo, pedirle ayuda, responder sus preguntas, aceptar sus recriminaciones...

Suspiró.

Marcó el teléfono que seguía sabiéndose de memoria, aunque lo marcara por voluntad propia unas tres veces al año. Luego esperó. Nada más escuchó que alguien descolgaba, comenzó a hablar.

—Sé lo que me dirás, que soy la peor amiga del mundo, pero...

—¿Aló?

La voz infantil la dejó fría. Por un segundo, creyó que había marcado un número equivocado. Luego recordó: Felipe Manquian, el hijo de ocho años de Gonzalo y su esposa Laura. ¿O tenía nueve?

—Hola, Felipe. ¿Cómo estás?

—Hola... Bien... —Casi pudo ver al niño fruncir el ceño, tratando de recordar—. ¿Quién habla?

—Emilia Berríos —dijo en tono serio, demasiado para hablar con alguien que ni siquiera llegaba a la pubertad. Contuvo un nuevo suspiro. ¿Eran gotas de sudor lo que le humedecía la frente?—. ¿Te acuerdas de mí? Soy amiga de tu papá.

—Aaaahhh, sí... La señora que siempre se viste de negro.

Una parte de sí quiso reírse, la parte contraria frunció un poco la frente.

—Sí, la misma. ¿Está tu papá?

—Sí. —Alejándose apenas del teléfono, el niño gritó—: ¡Papá, te llaman!

A lo lejos se escucharon pasos y luego una voz que Emilia identificó de inmediato como la de su amigo. Contuvo el aliento.

—Gracias, hijo. Anda donde tu mamá, que quiere que te pruebes una ropa.

—Pero estoy leyendo...

—Pero si ella te llama tienes que ir. Lo siento, campeón, yo no hago las reglas.

Felipe Maquian emitió un gruñido que Emilia escuchó a la perfección, a pesar de que al parecer ya le había entregado el auricular a Gonzalo. En esa ocasión sí se permitió sonreír. Era quizás la última sonrisa que se podría permitir durante el resto de la llamada.

—¿Aló?

—Hola, Gonzalo.

Cinco segundos de silencio, eso tardó su amigo en sobreponerse de la sorpresa y decidir qué decir a continuación.

—Vaya...

—Ya sé lo que me vas a decir, pero...

—¿Ah, sí? ¿Qué te voy a decir? Ilústrame.

Maldita sea, pensó Emilia.

—Que soy una pésima amiga, que nunca te llamo para saber cómo estás o cómo está tu familia, que solo te busco cuando necesito tu ayuda...

—O sea que me vas a pedir ayuda.

Maldita, maldita sea.

—Pues...

Gonzalo suspiró.

—¿Qué necesitas?

—¿Así de fácil?

—Tenemos más de cuarenta años, Emilia. Creer que vas a cambiar a esta altura me dejaría como un tonto. Y creo que soy muchas cosas, pero no soy un tonto. ¿Verdad?

—No, no lo eres.

—Entonces, ¿qué quieres?

—Necesito que me ayudes a entrar hoy a la biblioteca. Sé que está cerrado por la fecha, pero ese es precisamente el punto. Necesito hacer una investigación que me puede llevar muchas horas, así que entre menos interrupciones, mejor.

—¿Quieres entrar esta tarde?

—Necesito entrar lo antes posible. No tengo tiempo que perder.

—Bien... —El hombre meditó durante un instante. Cuando volvió a hablar, su tono era frío y práctico—. Hoy está de guardia un conocido mío. Lo llamaré y le pediré que te deje entrar cuando llegues. Es un hombre discreto, no hará preguntas.

—¿Cómo se llama?

—Eugenio Trujillo.

—Perfecto. Ah... no iré sola, por si acaso.

—Espero que no sea un grupo de gente, eso será mucho más difícil de disimular.

—Seremos solo dos, mi socio y yo.

—Está bien.

Hechos los arreglos, la incomodidad por fin se hizo sentir. Emilia sabía que tenía que decir algo, ojalá más que un simple "gracias", pero la falta de recriminaciones por parte de Gonzalo la había dejado sin armas. Tal vez tenía algún problema, tal vez...

—Oye...

—Ahora hablemos de lo que tendrás que hacer a cambio de esto.

—¿Disculpa?

—¿Qué? ¿Creías que sería gratis? ¿Sabes lo que podría pasarme si se sabe que dejo pasar a alguien mientras la biblioteca está cerrada?

Emilia por poco suelta una carcajada de alivio. Ahí estaba el Gonzalo Manquian que ella conocía desde que tenía uso de memoria.

—Habla —dijo con la certeza de que le pediría un libro. Siempre le pedía libros.

—Tendrás que venir al cumpleaños de Felipe. Es el 21, a las cinco de la tarde...

—Espera, ¿qué?

—Lo que escuchas, Emilia Berríos. Si quieres entrar a la biblioteca hoy, tendrás que venir al cumpleaños de mi hijo en un par de días. Viernes 21 de septiembre, a las cinco. No te preocupes por el regalo, con tu presencia es más que suficiente. Y si quieres traer a alguien, cosa que dudo, puedes hacerlo. ¿Tenemos un trato?

—Maldito seas —masculló Emilia.

—¿Disculpa?

—Decía que encantada.

—Así me gusta. Te espero el viernes. Si me fallas, me las pagarás. Adiós.

Colgó sin esperar su respuesta, dejando a la mujer inmóvil producto del aturdimiento. ¿Tendría que ir a un cumpleaños? ¿Infantil, además?

—Maldito seas, Gonzalo Manquian —dijo, esta vez en voz alta, mientras colgaba el auricular.

—Estás de buen humor, por lo que veo.

Emilia se dio vuelta rápidamente, asustada, pero solo se trataba de Víctor, que ya estaba duchado y vestido. No había notado su presencia.

—Eres un maldito gato. ¿Desde hace cuánto estás ahí?

—Un par de minutos. No quería interrumpirte. —Víctor sonrió cuando ella se encogió de hombros. En ese momento, la tetera comenzó a sonar, anunciando que el agua ya había hervido—. No te mentiré: tengo mucha hambre.

—Me alegro. Lo mejor es que comas bastante, porque estaremos todo el día trabajando y Fabiola odia que coman cerca de los archivos.

—¿Conseguiste que nos dejaran entrar?

—Sí, aunque no me salió gratis.

El joven alzó una ceja oscura con ademán sarcástico.

—¿El precio es muy terrible?

—Ir a un cumpleaños... —La carcajada de Víctor terminó de sacarla de sus casillas—. No te rías, maldito. ¿Sabes desde hace cuánto no voy a una reunión social? ¡Un cumpleaños, además! ¡Y de un niño! ¿Por qué la gente tiene hijos? ¿Por qué los tiene y encima lo celebra?

Su compañero se acercó a la mesa para sentarse. A simple vista seguía sonriendo, pero su gesto siempre tenía algo extraño, como si se volviera mustio con el paso de los segundos. Emilia no pudo evitar pensar que en ese momento se debía a que estaba pensando en su propia infancia, en esos cumpleaños celebrados o no de antaño. La mayoría de las veces se le hacía muy difícil, casi imposible, imaginárselo como un niño. En su mente, Víctor estaba detenido para siempre en los inicios de la veintena, sin pasado. Supuso que a la gente le pasaba lo mismo con ella.

—Tú podrías acompañarme. Así asustaríamos a los niños juntos.

—No creo que sea buena idea. Además, son tus amigos. Ni siquiera los conozco.

—A Gonzalo y a Laura no les importaría. De hecho, Gonzalo me dijo que si quería invitar a alguien podía hacerlo. Vamos, acompáñame. Solo iremos a saludar.

—No, Emilia. Gracias.

—Está bien, está bien. Siéntate, aguafiestas.

—¿Yo, aguafiestas? —dijo él mientras se sentaba—. Quieres que te acompañe para no tener que enfrentarte a la situación sola. A mí no me engañas.

—Eres mi compañero, mi socio. ¿Qué hay de malo en que cuente contigo para las misiones difíciles?

—Es solo un cumpleaños, Emilia.

—Las reuniones sociales son el infierno, Lassner.

Comieron hasta hartarse, conscientes de que sería un día largo y exigente a nivel intelectual. A pesar de eso, ambos estaban entusiasmados, aunque no lo dijeran en voz alta. Tener algo que hacer en una investigación siempre era una buena señal, aunque a Emilia no la abandonaba el temor de que aquello fuera una ruta inútil, que Luisa les hubiera mentido para desviarlos de lo importante. Quizás, mientras ellos estaban encerrados en la biblioteca leyendo, otros niños más desaparecerían. Quizás su prima seguía trabajando para la Logia y todo eso no era más que un engaño.

—¿Qué haremos si no encontramos nada? —murmuró de pronto Víctor. Lo miró, sorprendida. El joven la observó a su vez por encima de la taza de café que sostenía con ambas manos—. No quiero ser pesimista, pero...

—También lo he pensado. Creo que... si no encontramos nada, tendremos que cambiar de estrategia, aplicar otro método.

—¿Cuál?

—El ataque directo.

Víctor pareció más pálido por unos segundos.

—¿Cómo podríamos...?

—Es solo una opción.

—Pero no sabes dónde se oculta la Logia... —Algo debió cambiar en la expresión de Emilia, porque el joven de pronto se tensó—. ¿Sabes dónde se oculta la Logia?

—No. Pero puedo averiguarlo.

—¿Cómo? Más importante aún: ¿cómo los enfrentaremos?

—Llegado el momento, lo sabrás.

—Quiero saberlo ahora.

Los ojos de él brillaban con una pregunta: ¿Hasta cuándo me ocultarás cosas, Emilia Berríos?

—Los fantasmas, Víctor. Ellos son nuestros ojos y oídos. Son la información. Y si no, tendremos otros aliados. Solo hace falta pedir ayuda... Las brujas también han sido afectadas por esto, y hay otros grupos, gente que sabe mucho sobre el Otro Santiago, sobre lo que está oculto. La Logia se ha involucrado con muchas cosas desde que existe y se ha hecho muchos enemigos. Ya sea para encontrarlos o enfrentarlos, tendremos ayuda.

—¿Planeas hacer un ejército de psíquicos, brujas y fantasmas?

—No sé si puedo aspirar a tanto. Pero lo del ejército de fantasmas es una opción, supongo. Pueden ser muy peligrosos cuando se lo proponen.

Ahí estaba, otra vez, esa oscuridad pasajera en los ojos de Víctor, como si lo atravesara un velo.

—Lo sé.

Después de eso, ninguno dijo nada más. Salieron de Almahue #8 al mediodía rumbo a la Biblioteca Nacional.



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27 de septiembre de 1996, Santiago.

Ezequiel nunca había agradecido tanto tener que ir al colegio en toda su vida. Después de lo sucedido la noche anterior con su papá, le daba miedo quedarse en casa, por mucho que el hombre hubiera salido a trabajar antes de que ellos despertaran. Su presencia seguía allí entre las paredes, el eco de sus gritos y el calor de su rabia, mezclados con el olor inconfundible del tabaco. No recordaba la última vez que había visto a su papá fumar, aunque sabía que lo hacía. Él sabía demasiadas cosas sobre el hombre, tal como había dejado claro en la discusión.

Luego de que su hermano se calmara y por fin se durmiera, Ezequiel se quedó recostado en su cama, pensando. No tenía muy claro qué le había pasado, de dónde había sacado la valentía suficiente para enfrentarse a su papá y decirle todo lo que le había dicho. Y eso solo venía a sumarse a lo sucedido con Lear unas horas antes. A él también lo había enfrentado. Cada día se desconocía un poco más...

—Ezequiel... Oye, Ezequiel... ¡Ezequiel!

Dio un salto y al girarse vio a Agustín mirándolo como si se hubiera convertido en un insecto de un momento a otro.

—¿Qué pasa?

—¿Qué pasa? —El niño se volteó a mirar a Marcos, que como siempre observaba todo en silencio. Cuando volvió a observar a Ezequiel, lucía como un adulto corto de estatura—. ¿Dónde tienes la cabeza hoy?

—Eh...

—La profesora dijo que teníamos que hacer la tarea en grupo.

Ezequiel pestañeó y por primera vez en las cuatro horas que llevaba en el colegio le puso atención al lugar donde se encontraba. La misma sala de clases donde estaba desde cuarto, con el diario mural cubierto de tela azul y algunos anuncios, la pizarra verde llena de letras trazadas con tiza, sus compañeros moviendo las sillas de un lado a otro para hacer armar los grupos y hacer la tarea, la profesora sentada tras su mesa con cara de haberse "librado" de ellos al menos por un rato. Todo igual que siempre, excepto por él, que había levitado fuera de esa rutina sin siquiera darse cuenta.

—¿Estás bien? —le preguntó Marcos cuando él estaba planteándose qué decir para que sus amigos no lo siguieron mirando como si estuviera loco—. Tienes cara de enfermo.

El niño le acababa de tirar un salvavidas que no estaba dispuesto a desperdiciar.

—Sí —dijo, afectando la voz para indicar debilidad. Luego apoyó el mentón en los brazos que tenía entrelazados sobre la mesa—. Me duele la cabeza.

—¿Mucho?

Ezequiel lo pensó un instante. En realidad sí sentía cierta presión en la zona de la frente, pero seguro que se debía a la tensión.

—Sí, mucho.

—Deberías decirle a la profesora. —Agustín intentó ponerse de pie, dispuesto a hacer lo que acababa de decir él mismo, pero Ezequiel lo detuvo.

—Yo voy.

—Seguro te manda para la casa —dijo su estricto amigo con un ligero tono de reproche. Él nunca faltaba, nunca se iba antes de la hora—. Aprovecha de estudiar.

—Pero si le duele la cabeza...

—Ah, verdad.

Ezequiel les dirigió una ligera sonrisa antes de caminar hacia la mesa de la profesora. Las palabras de Agustín le habían provocado un vacío en el estómago. Era cierto, si era convincente, podrían llamar a su mamá para que lo retirara del colegio y ahorrarse las clases de la tarde. Pero eso no era precisamente lo que quería. Su mamá apenas les había hablado durante la mañana y nada le aseguraba que su papá no hubiera vuelto ya de su turno o lo hiciera pronto. Lo que menos quería era volver a casa y estaba seguro de que a Zacarías le pasaba lo mismo.

—¿Qué pasa, Ezequiel?

La profesora lo observaba con el ceño fruncido, mezcla de preocupación y molestia por haber sido interrumpida mientras adelantaba trabajo revisando las pruebas de otro curso.

—Es que me siento mal... Me duele mucho la cabeza.

—Ah, por eso estabas tan distraído durante la clase. A ver, ¿tienes fiebre?

Ezequiel se inclinó un poco para que la profesora le midiera la temperatura con el dorso de la mano. Hizo un gesto de negación cuando no encontró rastros de que fuera algo más grave que el dolor de cabeza.

—No, no tienes fiebre. Si quieres puedes irte a la enfermería un rato a ver si se te pasa. Si no, llamamos a tu mamá para que te venga a buscar. ¿Bueno?

Era una solución intermedia perfecta, así que Ezequiel la tomó.

—Bueno.

La profesora le señaló la puerta con la cabeza, y él la obedeció de inmediato. No volvió a mirar a sus amigos, aunque sabía que ellos sí estaban atentos a sus movimientos. Estaba a punto de salir de la sala cuando sintió la necesidad de observar el interior de la sala. Pero no eran Marcos o Agustín quienes requerían su atención, sino otra persona. Estaba en la fila del medio, sentada en el centro de su grupito de amigos. Solo que en vez de estar concentrada en la conversación y en las risas de estos, lo miraba a él.

Ezequiel tuvo un escalofrío al ver la expresión de la niña. Catalina lucía como alguien que sabía muchas cosas y que esperaba algo con ansias. La sonrisa que le dirigía le dejó claro, incluso sin necesidad de sus poderes, que lo que esperaba era malo para él y bueno para ella. Se concentró para dar con sus pensamientos y se encontró con tres palabras: Torres de agua.

Salió de allí lo más rápido posible, sin saber muy bien por qué. No en la superficie, al menos. En el fondo ya intuía que algo muy malo estaba a punto de ocurrir.



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27 de septiembre de 1996, Santiago.

Mientras atravesaba el patio rumbo al edificio que albergaba la sala de profesores, la dirección y la enfermería, se dio cuenta que sus pensamientos eran un revoltijo. "Nudo ciego" decía su mamá la lana se le enredaba tanto que era imposible de desenredar. A veces no tenía más remedio que cortar y perder centímetros o metros de lana debido a eso.

Con la cabeza gacha, la vista perdida en sus propios pies, Ezequiel imaginó una tijera capaz de cortar todas las líneas de pensamientos que, ahora estaba seguro, le estaban provocando un fuerte dolor de cabeza.

Primero, las cosas en su casa estaban cada vez peor. Tanto así que no solo no quería volver, sino que tenía miedo de hacerlo. ¿Y si su papá le pegaba? ¿O le pegaba a Zacarías? Él mismo había afirmado con mucha seguridad la noche anterior que el hombre nunca más les pondría una mano encima, pero decirlo era más fácil que evitarlo. Además, incluso si no les hacía nada cuando regresaran, ¿cuánto tiempo estarían así? Quizás nunca más se solucionarían las cosas, ni siquiera lo suficiente para volver a cómo estaban antes. ¿Qué harían su hermano y él mientras tanto?

En segundo lugar estaban Lear, la Compañía, la Logia de las Ánimas, la tal Emilia Berríos y su... ¿AFA? ¿Qué significaba AFA? ¿De verdad esa mujer sería capaz de ayudarlos? ¿Sería capaz de protegerlos del Zalamero y de sus ayudantes, que eran los compañeros de Lear? ¿Era cierto que podían confiar en Lear? ¿Qué había pasado con la niña que a veces veía en su mente, tanto en sueños como despierto? Julieta, se llamaba. ¿Qué significaba realmente ser el Palabrero?

—¿Por qué yo? —soltó de pronto, sin darse cuenta.

Con las tijeras que había imaginado fue cortando cada hilo de pensamientos hasta reducir cada uno de estos, hasta hacerlos difíciles de distinguir. Solo esa pregunta quedaba, ese miedo: ¿Por qué él? ¿Por qué su hermano? Eran solo unos niños...

—¡Ezequiel!

Alzó la cabeza y vio a Zacarías corriendo hacia él desde un costado del patio. Tenía camisa blanca fuera del pantalón y los cordones del zapato derecho desatado. Apenas lo alcanzó, lo rodeó con los brazos. Ezequiel, tras unos segundos, le respondió el abrazo. De pronto sentía que llevaban mucho tiempo sin verse, a pesar de que en realidad no eran más que unas horas.

—¿Qué te pasó? ¿Por qué estás afuera? —le preguntó cuando se separaron.

Su hermano torció los labios, indeciso.

—Eh...

—¿Te echaron de la sala?

—No... Bueno, sí... ¡Pero es que el profesor es un pesado!

—Ezequiel...

—El viejo siempre me echa...

—Por algo será. Y no le digas "viejo".

Se puso a un lado del niño y lo abrazó por encima de los hombros. Así podría simular que no acababa de recordar su arrebato de la noche anterior, el que lo volvía el menos indicado para decirle a Zacarías cómo tratar a los mayores.

—¿Y tú? ¿También te echaron?

—No. Es que... dije que me dolía la cabeza.

—¿Y no te duele?

—Sí, pero... —Zacarías esperaba su respuesta con los ojos castaños brillantes de curiosidad y preocupación—. Lo hice porque quería irme de la sala. No quiero estar más aquí.

Su hermano inclinó la cabeza y encogió los hombros.

—Yo tampoco... Pero no quiero volver a la casa...

Ezequiel lo sabía, pero aún así se sintió mal al escucharlo. Por un momento se imaginó cómo sería la vida de su familia sin él en el panorama, solo su papá, su mamá y Zacarías. Seguramente mucho mejor de lo que era ahora.

—Yo tampoco quiero volver, pero tenemos que hacerlo.

—Pero... —El niño pareció buscar algo que decir, para luego darse cuenta que no había ningún argumento válido. De pronto, sin embargo, sus ojos volvieron a iluminarse—. Pero iremos a las torres, ¿verdad?

—No sé si sea buena idea...

—¡Pero tenemos que ir! ¡Todos los días vamos! Si no vamos, Lear...

Algo lo detuvo, seguramente los recuerdos. Su hermano era así, poco rencoroso, olvidadizo de las cosas malas. Hasta que el recuerdo no hacía más que regresar.

—¿Lear sigue siendo nuestro amigo?

—¿Qué sientes tú, Zacarías? —le preguntó y su voz sonó demasiado adulta a sus oídos.

—Tú eres el que sabe cosas, no yo.

—Pero yo confío en ti. En lo que creas. ¿Sientes que podemos confiar en él?

Zacarías se quedó muy quieto, pensando. Ezequiel era varios centímetros más alto, y tenía el pelo un poco más claro; pero más allá de esos detalles, eran muy parecidos. Las diferencias de verdad estaban en el carácter y en la actitud. En esa pausa, sin embargo, nadie hubiera dudado que eran dos hermanos.

—Sí.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque... está tan asustado como nosotros. O más asustado... Si fuera malo, no tendría tanto miedo, ¿verdad?

Ezequiel se permitió una sonrisa.

—Creo que no.

—¡Por eso tenemos que ir! No podemos dejarlo solo.

—Pero el papá...

—¿Y si vamos ahora?

—¿Ahora?

Zacarías asintió con entusiasmo.

—Una vez escuché a unos de séptimo decir que hay una parte de la reja por donde se puede pasar...

—Espera... —Ezequiel miró alrededor, al patio vacío de compañeros y profesores. Ni siquiera se veía por ahí a la tía del aseo o a alguna inspectora. Aún así, lo siguiente lo dijo en voz baja, casi un susurro—: ¿Dices que nos escapemos?

Su hermano asintió, sonriendo de lado.

—Pero... ¿Y si nos pillan? ¿Y las mochilas?

Eso hizo dudar a Zacarías. Antes de que el niño intentara alguna respuesta, Ezequiel decidió que era su turno de dar ideas.

—No importa. Las buscamos más tarde o... No importa. —Miró hacia la dirección en la que se encontraban las Torres de agua. No podía verlas desde allí, pero sabía que seguían en el mismo lugar. Y donde estaban ellas, estaría también Lear. Podrían hacerle más preguntas sobre Emilia Berríos, la Compañía, el Zalamero. —Sí, vamos. Escapémonos.

Y fue entonces cuando se lo planteó: ¿qué pasaría si no volvían nunca más a casa? Escaparse del colegio podía ser el primer paso para averiguarlo.



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19 de septiembre de 1973, Santiago.

Cinco horas llevaban leyendo cuando encontraron la primera pista real. Cinco horas en el sótano frío de la Biblioteca Nacional, con nada más que el susurro del papel viejo al pasar una página y los suspiros de frustración como compañía. Incluso Fabiola los había dejado solos luego de que le dieran los datos que tenían y ella les indicara dónde podían estar los archivos. Al principio fueron intercambiando comentarios, pero con el correr de los minutos dejaron de hacerlo. Víctor a veces tomaba apuntes en su libreta o se aburría tanto paseando la mirada por noticias con casi un siglo de antigüedad, que su mano dibujaba por inercia en la página.

Emilia nunca había sido muy buena para leer. Ese era el don de su padre y de Gonzalo. Las únicas palabras que ella había leído sin descanso a lo largo de su vida eran las escritas por su abuelo. Eso y un puñado de novelas de fantasmas, tan cercanas a su realidad que para ella no eran novelas, sino material de estudio. Y aunque antes ya había tenido sesiones de investigación como aquella, los años le estaban pasando factura. Bastaron unas horas para que comenzara a dolerle la parte baja de la espalda y para que le ardieran los ojos. Después de todo, la luz de aquella sala de archivo no era precisamente adecuada para pasarse horas y horas consultando páginas que además estaban desvaídas por el tiempo.

—Necesito un descanso —espetó de pronto, harta de estar sentada, de esos libros pesados y de ese lugar.

—Está bien —le respondió Víctor, sin perder siquiera la concentración. Siguió leyendo como si nada después de un pestañeo.

Emilia alzó una ceja. Desde hace horas que no lo veía tan interesado. Estuvo a punto de preguntarle de qué se trataba esa página, pero el hartazgo pudo más. Si era algo importante, tarde o temprano se lo diría. Con las manos apoyadas en la zona lumbar, se estiró. Escuchó un crack para nada agradable, que se amplió en medio de ese silencio. Se alejó unos pasos, esperando que la sangre volviera a recorrer sus piernas con normalidad. Quizás debería ir a buscar algo para comer... Llevaban mucho tiempo allí, necesitaban una pausa.

Llegó al primer pasillo, el más cercano a la mesa donde se encontraban. Desde ahí comenzaban las repisas, que se extendían por metros y metros frente a ella, creando un laberinto donde solo alguien como Fabiola podía internarse sin temor a perder el rumbo. No era su caso, así que se quedó donde estaba.

De pronto la vio, apenas una silueta al fondo del pasillo. Emilia alcanzó a apreciar su rostro, su estatura, la ropa oscura que llevaba. Era una niña de luto. Luego desapareció. En lo que tarda un parpadeo ya no estaba allí, solo que ella no había parpadeado y los fantasmas no hacían eso, no ante los Médiums al menos. Cerró los ojos y buscó su rastro, pero no lo encontró. Solo entonces se dio cuenta que había estado conteniendo parcialmente el aliento y lo dejó ir.

Se volteó hacia Víctor para decirle lo que acababa de ver, pero en vez de encontrarlo tal como lo había dejado hace apenas unos minutos, lo vio de pie, la vista fija en una página del enorme libro que había estado leyendo.

—¿Víctor?

El joven la miró. Sus ojos azules le provocaron un escalofrío.

—Lo encontré. Al Zalamero.



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27 de septiembre de 1996, El Teatro.

La sala que usaban para reunirse estaba vacía ahora, sin ningún miembro vivo de la Compañía a la vista. Aún así, Lear no se fiaba. El reciente encuentro con Emilia le había recordado cuán ciego era ante gran parte de lo que ocultaba el Otro Santiago. Y si su objetivo era hablar con Próspero, un Conjurador, siempre habrían fantasmas involucrados. Por eso, se mantuvo quieto, serio, estoico. No podía demostrar miedo o nerviosismo. Si lo hacía, estaba perdido.

El fuego de la hoguera del centro iluminaba solo una porción del lugar. Más allá, en las paredes, las sombras eran espesas. En el Teatro, en los túneles, la oscuridad siempre tenía una densidad distinta, como si no fuera solo ausencia de luz, sino una entidad en sí misma, tangible y con conciencia. La temía, la odiaba, pero aún así era parte de su vida. Sus recuerdos más lejanos eran un calabozo frío, húmedo. Solo eso, ni sonidos, ni palabras: frío, silencio y sombras. Quizás por eso, a pesar de la parcial libertad que podía obtener en el exterior, seguía escondiéndose en un lugar con paredes de piedra y al que apenas llegaba la luz.

Al pensar en ello, recordó a Zacarías y sus velas. ¿Alumbraban más cuando él y su hermano lo iban a visitar? Era posible.

—Lear.

Por poco su máscara de calma se rompió, pero en el último instante pudo recuperar la compostura. No se alteró de ninguna forma, ni siquiera cuando Próspero llegó junto a él, silente y deslizante como un fantasma, y le puso una mano en el hombro.

—Siento haberte hecho esperar —continuó el hombre, que vestía completamente de negro. Solo destacaba su piel pálida y su pelo blanco. Por fortuna, había acudido a la cita sin ningún fantasma atado a alguna de sus mano. Mantenía estas lánguidas junto al cuerpo, relajadas.

—No te preocupes. Sé que mi visita es sorpresiva.

—Lo es. Mucho. Pero siempre es bueno verte.

El atisbo de una sonrisa cruzó su rostro antes de que le diera la espalda. Rodeó la hoguera y su silueta se agrandó en la pared frente a él. Como un cuervo que extendía las alas antes de posarse en una rama, la sombra imitó los movimientos de su dueño cuando este extendió su capa al tiempo que se giraba de nuevo hacia Lear.

—Te escucho.

—Los niños están listos.

Próspero torció la cabeza con sorpresa.

—Pensé que tu cometido llevaría más tiempo.

—No hay tiempo que perder. Son apropiados y en dos semanas no estarán más preparados que ahora.

La luz del fuego bailó en el rostro del Mayor de la Compañía y debido a eso, a Lear le fue imposible leer su expresión.

—¿Estás seguro?

—Sí, Próspero.

El hombre simuló dudar, pero Lear lo conocía bien. Solo estaba extendiendo el tiempo antes de decirle lo siguiente, algo capaz de desestabilizarlo.

—¿Qué es lo que te preocupa, Lear? Últimamente no pareces del todo tú.

Ahí está, pensó. Lo observó durante unos segundos, también usando o intentando usar el silencio a su favor. No debía apresurarse, no debía tropezar.

—Es la APA —dijo con voz dura, una voz que sonaba cargada de rabia—. Supongo que llegó a tus oídos el encuentro que Duncan tuvo con uno de ellos.

—Lady me lo dijo.

—Están cada vez más cerca de nosotros. —Clavó los ojos en los de Próspero, al tiempo que tocaba el borde de piedra que rodeaba el fuego. Imágenes vinieron a su cabeza, tan desvaídas y antiguas como ese lugar. Imágenes de sangre, siluetas reunidas en círculo, manos que conjuraban espíritus—. Han comenzado a rondar el lugar donde me escondo. Temo que si dejamos pasar más tiempo, será demasiado tarde.

—Podemos enfrentarlos.

Lear vio que la boca de Próspero se fruncía en un gesto de orgullo. Como Médium, la APA lo ofendía incluso más que al resto de los Mayores. No había brujas ni telequinéticos en las filas de la agencia de Emilia Berríos, mucho menos unos que pudieran compararse a Lady y Calibán. Pero sí había una Conjuradora. Y era nada menos que Luisa Corvalán.

—Temo ser un pesimista, pero no estamos preparados aún —murmuró con la suavidad suficiente para que se sintiera como una afrenta hecha a su pesar—. Pero con el Zalamero de vuelta, la cosa cambia. Nadie podrá detenerlo esta vez.

—Y para eso necesitamos a los niños.

—Exacto.

—Bien pensado, Lear. Me agrada cuando muestras iniciativa. ¿Cuándo los traerás?

—Esta noche.

Próspero asintió. Su expresión era la de un padre complacido.

—Muy bien. Puedes retirarte.

Lear se despidió con una inclinación de cabeza. Le dio la espalda y alcanzó a dar cinco pasos rumbo a la puerta de metal que separaba esa estancia del resto de túneles. A medio camino, lo detuvo la voz del Mayor.

—Antes de que te vayas, tengo una pregunta.

Mordiéndose la lengua, Lear le dio la cara otra vez.

—¿Cuál?

El Médium avanzó hacia él lentamente, dueño de las sombras y el silencio. Al llegar frente a él, Lear sintió que el tatuaje en el brazo izquierdo le ardía.

—En la última reunión no parecías convencido con uno de los niños. ¿Qué cambió?

—Ya te lo dije... No tenemos tiempo...

—Pero Regan y Duncan tienen la tarea de traer otro candidato. De ti nos basta solo el Piroquinético. Si tus compañeros no encuentran a nadie apto, iremos luego por el hermano, tal como se decidió en la reunión.

—Próspero...

—Es una orden.

El hombre se giró para irse, pero Lear alargó el brazo sin pensar y lo detuvo. La tela de su ropa le impidió tocar directamente la piel, pero aún así leyó muchas cosas en el breve segundo que Próspero tardó en soltarse.

—No vuelvas a hacer eso.

—Lo siento, es que... El niño... El Telépata... Sabe sobre nosotros. Le hice una prueba y fue más allá de lo que esperaba. Leyó mi mente y llegó a este lugar, a la Compañía, a la Logia. Necesitamos a su hermano, pero que él llegue a manos de la APA es aún más peligroso.

La mano del Conjurador impactó su mejilla sin demasiada fuerza y aún así el sonido restalló en medio de la estancia de piedra. Percibió el tacto de los dedos, la piel más cálida que fría. Cuando volvió a erguirse, escuchó a Próspero respirar por primera vez en el tiempo que llevaba en la Compañía. La breve alteración de su ánimo agitó su pecho y amplió sus fosas nasales. El dolor se extendió por la mitad de su cara, y aún así, Lear quiso sonreír. A veces olvidaba que Próspero estaba vivo, que no era un Espectro. De pronto, sin embargo, tenía a un hombre común frente a él. Y eso lo tranquilizó.

—Tráelos a ambos.

—Como ordenes.

El Mayor se alejó y Lear esperó. Las piernas le temblaban, y tenía las manos frías, sobre todo la derecha, con la que había tocado la capa de Próspero. Se miró la palma. Lo había visto: esa prenda había pertenecido antes a Arsenio Marín, el antiguo Conjurador de la Logia y el que había logrado traer al Zalamero de vuelta por primera vez. Ahora era el turno de Próspero, pero él no se sentía capaz. La capa era un peso sobre sus hombros.

Sus pasos resonaron contra el suelo de piedra cuando emprendió la marcha. No tenía demasiado tiempo. Debía volver al Cementerio General, encontrar otra vez la tumba de los Almonacid y pedirle a unos cuantos fantasmas que le dieran un mensaje urgente a Emilia Berríos.



***************************************



19 de septiembre de 1973, Santiago.

Emilia se sentó frente a Víctor. Al hacerlo, sintió todo el peso de los años chocar contra la incómoda silla de madera. Pero también sintió miedo. ¿Miedo de qué?, se preguntó a sí misma.

—Dime lo que encontraste —murmuró.

Víctor pestañeó.

—Comenzó con la niña.

Nada más escucharlo la invadió un escalofrío. No era la primera vez que escuchaba esa frase en medio de una investigación. Pero no fue ese recuerdo solamente lo que la tensó, sino la niña que acababa de ver y que aún no sabía qué era. O quién.

—Se llamaba Julieta Castañeda. Fue encontrada en el Mapocho en el año 1899.

—Muerta.

—No. Caminaba por la rivera del río, sin rumbo; la ropa sucia, sin zapatos. La rescataron y la llevaron a un hospital. Tardó casi un mes en volver a hablar. Y cuando lo hizo, cuando lograron que fuera capaz de contar lo que le había pasado, habló de subterráneos bajo Santiago y muchos niños como ella escondidos ahí.

Víctor se alejó de la mesa y se deslizó con parsimonia de un lado a otro, hablando como si pensara en voz alta. Como si recordara.

—Al principio no le creyeron. Pensaron que estaba loca. Pero su historia se fue expandiendo y causó revuelo. Fueron apareciendo madres que decían que sus hijos o hijas se habían ido un día para no regresar. Que llevaban meses perdidos. De pronto, habían cientos de niños perdidos y una niña que decía que ella los había visto por última vez en túneles bajo Santiago.

—¿Judas T. fue...?

—La niña no habló de él al principio. Solo lo hizo cuando los cuerpos fueron encontrados. Cientos de niños aparecieron en la rivera del Mapocho una mañana. Llevaban poco tiempo muertos, y nunca se pudo encontrar al culpable. Cuando le preguntaron si sabía algo más, la niña dijo que el Zalamero los había llamado para que jugaran con él. Y los niños fueron, jugaron... y luego murieron. Excepto ella. Fue la única que sobrevivió.

Emilia lo miró con la boca abierta durante largos segundos. Cientos de niños muertos en el río que atravesaba Santiago. ¿Cómo era posible que esa historia no hubiera llegado a sus oídos antes?

—Espera... ¿El Zalamero? ¿Así lo llamó?

—Así lo llamó. No sé por qué...

—Porque un zalamero es alguien que simula bondad para conseguir algo de ti —dijo una voz detrás de Emilia. Supo de quién se trataba a través de la expresión de Víctor, pasmado de pronto.

Al girarse, sus ojos se toparon con los de la niña que había visto antes. De cerca, su rostro era un lienzo pálido como el mármol, un fuerte contraste con el vestido de bordes de encaje que alguien le había puesto tras su muerte. La prenda era negra como la noche. ¿Quién enterraba a un niño vestido de negro?

—Julieta Castañeda.

La aludida asintió. Su mirada quemante parecía buscar algo en Emilia.

—No eres un fantasma... —susurró Víctor—. No como los demás.

—Es un fantasma guía. —Emilia se puso de pie, y durante lo que tardó en hacerlo y rodear a la niña, esta no le quitó la vista de encima—. No tiene rastro, ni puntal. Está aquí solo por un propósito. Aparece cuando está cerca de conseguirlo. Y se va cuando lo hace.

—He esperado mucho por ti.

—¿Cómo sabías que...?

—Podía ver lo que pasaría más adelante cuando aún vivía. —Una sombra de tristeza cruzó su rostro, pero no se traspasó a su voz. No hablaba como una niña, porque en el fondo no lo era. Había muerto siéndolo, pero las décadas la habían transformado en otra cosa—. Y te vi a ti. Emilia, la que ve los rastros. La que ayuda a los fantasmas.

—No son fantasmas los que están en peligro ahora. Son niños, como lo fuiste tú alguna vez. Como lo fueron los que él mató.

—Lo sé. Pero ya es tarde para los que buscas. Aún así, lo intentarás. —Miró por primera vez a Víctor, aún de pie al otro lado de la mesa—. Ambos lo harán. Pero no será suficiente. No serán ustedes los que venzan al Zalamero.

—¿Quién lo hará?

—Alguien que no ve el futuro como yo, sino el pasado. Alguien que no pone pensamientos en la mente de los demás como el Zalamero, sino que recoge pensamientos ajenos y así sabe la verdad. Alguien que no ve fantasmas, pero a quien los fantasmas seguirán. Tu deber es ayudarlo, en el presente y en los días que vendrán.

—Su nombre. Dime su nombre.

—No hay nombre que decir, porque aún no pisa este mundo. Solo debes saber que lo llamarán el Palabrero. Y vendrá a ti cuando necesite tu ayuda.

—¿Y mientras tanto? ¿Qué hacemos mientras ese Palabrero llega a solucionar todos nuestros problemas?

Los ojos de la niña brillaron aún más, pero no sonrió.

—Prepararle el camino.

Comenzó a desvanecerse, tan paulatinamente que solo se dieron cuenta de que se estaba yendo cuando fueron capaces de ver a través de su silueta. Inmóvil, Emilia la vio partir para siempre. Un fantasma guía no regresaba luego de lograr su cometido.

—Pasado, presente, futuro —dijo en voz baja. Víctor se acercó a ella y ella lo observó. A pesar de lo pálido que estaba, de lo asustado que lucía, verlo la hizo sentir mejor. La hizo sentir real—. Buen trabajo.

—Pero... No entiendo...

—La historia es cíclica y nosotros estamos en el centro.

—¿Qué haremos ahora?

—Evitar que se lleve a más niños. Recuperar a los que ya se llevó.

—Ella dijo...

—Ella dijo que lo intentaría. Que lo intentaríamos, tú y yo. Y eso haremos... lo intentaremos.

Víctor, aún a un par de pasos de distancia, asintió.

—¿Habías escuchado hablar de ese tal Palabrero antes?

—No.

—Deberíamos... No sé, averiguar más sobre él.

—No. Aún no es su tiempo. —Emilia entrecerró los ojos—. Es el nuestro. Ya llegarán los días en que el Palabrero recurra a nosotros. —Alzó el mentón, la ceja derecha alzada—. ¿Qué otras pistas nos dio la niña?

Ambos guardaron silencio durante unos segundos. El eco de la presencia del fantasma seguía allí como una brisa fría. Víctor expulsó el aire entre los labios y este se condensó, formando una nubecilla de vaho. De pronto, el joven sonrió.

—Ahora sabemos qué tipo de Psíquico era Judas T.: un Telépata.

—¿Un Telépata?

—Recuerda lo que ella dijo: "Alguien que no pone pensamientos en la mente de los demás como el Zalamero, sino que recoge pensamientos ajenos y así sabe la verdad". Era un Telépata capaz de introducir pensamientos en los otros. Así se llevó a los niños hace más de setenta años.

—Es cierto. Y es muy probable que use esos mismos poderes ahora.

—Aún no descubrimos cómo es que volvió.

—Pero ya sabemos que, primero, no es la primera vez que lo hace; segundo, tenemos una pista de a dónde se los lleva; y tercero...

—Sabemos que Luisa tenía razón. No nos mintió cuando dijo que la historia se estaba repitiendo y que los que buscamos no son los primeros niños perdidos.

El gesto de Emilia se agrió.

—Sí, al parecer mi querida prima aprendió a decir la verdad. Bueno, creo que ya no tenemos más trabajo. Vamos a buscar a Fabiola y salgamos de acá. Nunca pensé que diría esto, pero necesito luz solar.



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27 de septiembre de 1996, Santiago.

La luz cálida del sol de la tarde iluminaba su rostro. Emilia estaba con los ojos cerrados, esperando frente a una de las amplias ventanas del área de Antropología del Museo de Historia Natural. Debido a la hora, ya no había visitantes, solo trabajadores del museo y, si conocía bien a Eliana, lo más probable es que le pidiera a todos que se alejaran de la zona para que ella pudiera hacer lo que necesitaba hacer tranquila, sin interrupciones.

Cobijada por la quietud del enorme edificio de dos plantas, Emilia se preguntó cuántos años había esperado por ese momento. Hizo el cálculo mental: 23 años. Quizás por eso estaba tan nerviosa, por eso la invadía esa mezcla de tensión y entusiasmo tan similar a cuando era una niña o una adolescente y hablaba con fantasmas.

No era la primera vez que visitaba ese lugar como investigadora paranormal. El museo, fundado en 1830, había tenido algunos casos de fantasmas a lo largo de las décadas que ella llevaba a cargo de la APA. Nada demasiado grave, pero las personas que dirigían la institución solían mostrar bastante curiosidad por dichos sucesos que, a pesar de alejarse tanto del método científico al que estaban acostumbrados. Pero eso no era lo que había llevado más veces a Emilia a visitar el edificio neoclásico ubicado en la Quinta Normal. No, el motivo por el que se encontraba allí en esos momentos, y que la había llevado ahí una decena de veces antes, era que el museo albergaba al Fantasma Guardián de Santiago desde 1954.

El niño del cerro El Plomo, como era llamado por la mayoría, había sido hallado ese año por un grupo de hombres en Las Condes. Había pasado alrededor de 500 años enterrado como parte de un ritual de los Incas, en una ceremonia sagrada llamada Capachoca, en honor al dios Viracocha. Su cuerpo se había momificado debido a las bajas temperaturas en el cerro y, debido a eso, fue encontrado intacto y trasladado al Museo, donde se conservaba. Esa versión de la historia era la que conocían todos, tanto visitantes como aquellos que hubieran escuchado hablar alguna vez de la pieza más famosa del Museo de Historia Natural, pero Emilia sabía algo más.

Con el desentierro de la momia del niño y su traslado al centro de Santiago, algo ocurrió en el plano de los fantasmas. Un cambio de energía, un traspaso de autoridad. La Guardiana, fantasma que velaba por la ciudad hasta entonces, desapareció, o eso se decía. Ya no era posible encontrar, ni siquiera para aquellos que ya la habían visitado antes, la cueva donde se cobijaba. En el interior del cerro Santa Lucía ya no palpitaba su presencia.

Quizás debido a lo que significaba el ritual de los Incas, al hecho mismo de que el niño se consideraba sagrado, él pasó a estar a cargo de cuidar el Valle del Mapocho desde 1954 en adelante. Era el fantasma más importante del Otro Santiago, pero también era mucho más accesible que su predecesora. Donde la Guardiana era un misterio, el niño del cerro El Plomo era una presencia cercana, amigable. Cargaba sobre sus delgados hombros demasiada sabiduría y poder, y aún así, Emilia nunca olvidaba que se trataba de un niño de apenas ocho años al momento de ser sacrificado. En todos sus encuentros, se había topado con las respuestas que buscaba, y al mismo tiempo una alegría infantil y eterna condensada en un Desencarnado pequeño y delgado.

Tal vez esa felicidad se debía a que el niño tenía una madre.

Los pasos de Eliana Durán* se escucharon por el piso de mármol, sonido que atrajo la atención de Emilia. La observó acercarse. Un poco más alta que ella, de pelo corto y canoso, la mujer aún llevaba el delantal blanco que usaba para trabajar, medias y zapatos de tacón bajo. Se sonrieron mutuamente antes de acercarse y saludarse con un beso en la mejilla.

—Emilia Berríos, te echábamos de menos. Hace mucho que no te pasabas por aquí.

—He tenido demasiado trabajo. Y ustedes ningún fantasma molestoso que tenga que venir a espantar.

—Eso es cierto. —Eliana sonrió de lado—. Supongo que vienes a verlo a él.

—Sí. Tengo algunas preguntas que hacerle.

—Está jugando. Dudo que te tome en cuenta. Ya sabes como es.

—Déjamelo a mí. Tengo algunas historias que le pueden interesar.

La directora del área de antropología del museo asintió. Ella era la custodia del niño, tanto a efectos de su trabajo como en términos afectivos. Para ella no era solo una momia o una reliquia del pasado, era alguien real. Su hijo, su niño. Emilia no tenía muy claro desde cuándo era capaz de ver su fantasma, pero sospechaba que muy pronto Eliana había notado su presencia. De hecho, en el museo corrían muchas historias sobre auxiliares de aseo que escuchaban correteos infantiles por los pasillos, risas y una brisa fresca que pasaba cerca cuando te acercabas a la vitrina donde se exhibía la réplica de la momia encontrada en el cerro. Al niño le gustaba contemplarla, al parecer. Aún así, muy pocos sabían que esas historias paranormales eran reales, que el fantasma de verdad corría por los pasillos como por su propia casa y que se comunicaba con un par de elegidos, de los cuales la más importante era Eliana.

—Vamos. Te llevo donde está.

La antropóloga la guio por el pasillo, mientras le preguntaba cómo iba su vida, qué había hecho últimamente, cómo la trataba la edad. Se hablaban como viejas amigas, porque de cierta manera lo eran. Emilia había dependido de ella desde 1972 para ver al niño, así que entre visita y visita habían ido forjando un lazo.

Eliana torció por un pasillo más oscuro, de acceso restringido. Tras la puerta ubicada al final estaba la zona que ella dirigía, la de investigación antropológica. Emilia se preparó para el golpe de frío. El museo y el laboratorio eran como dos mundos distintos; la temperatura era uno de los signos más inequívocos. Pero también lo era la luz artificial en lugar de la solar, la falta de ventanas, la seriedad de las personas que se cruzaban con ellas. Cruzaron rápidamente varias salas y aunque Emilia atrajo las miradas de varios trabajadores, pronto volvían a su trabajo.

Llegaron por fin a destino, que no era otro que la oficina de la propia Eliana. El niño la acompañaba durante las horas de trabajo, tal como haría un hijo cualquiera.

Cuando la antropóloga abrió la puerta, Emilia escuchó la voz delgada del Fantasma Guardián. Murmuraba diálogos, sentado en el suelo de la oficina, de espaldas a ellas. Así, medio encogido sobre sí mismo, cualquiera hubiera pensado de inmediato en la postura a la le había condenado la muerte: Las piernas recogidas, los brazos rodeando las rodillas, la cabeza inclinada para dormir. Pero el niño ya no estaba dormido y la postura que mostraba era solo debido a la concentración.

Emilia se detuvo en el umbral, mientras Eliana avanzaba otro paso. Si bien esta podía ver y hablar con el niño, no era una Médium. Por ese motivo, no sentía la presencia del fantasma de la misma forma que la visitante. Para ella era como un peso, para nada desagradable, pero sí abrumador si no se estaba preparado. Por fortuna Emilia sí lo estaba. Incluso se permitió usar su don para ver el rastro del niño, que era el más fuerte que había visto en su vida; como plata líquida, se extendía por todos lados, remarcando que para el fantasma ese lugar era su hogar, su reino.

—Cauri, mira quién ha venido a verte.

Cauri, repitió Emilia para sí. Cauri Pacssa, el nombre que se creía había tenido el niño en vida. Así lo llamaban los trabajadores del museo y, sobre todo, Eliana.

El fantasma se giró hacia ellas, haciendo ondear su pelo negro y largo hasta más abajo de los hombros. Tenía la piel morena, los ojos achinados y de un color oscuro que brillaba de entusiasmo y sabiduría. Sonrió, mostrando sus dientes blancos, al reconocer a Emilia.

—¡Cartógrafa! —exclamó, al tiempo que se levantaba y se acercaba a ella. Se detuvo a un paso de distancia y alzó el mentón para observarla mejor. Emilia sabía lo que estaba esperando, así que estiró la mano e hizo el ademán de acariciar la parte alta de su cabeza, a modo de saludo.

—Guardián —dijo, inclinando la cabeza con respeto.

Aquel momento era el más ceremonioso que se permitía en sus visitas, lo único que aguantaba el niño.

—Hueles a fantasma, como siempre. —El niño ladeó la cabeza, serio en apariencia.

—Y tú hueles a antropólogo.

Eliana soltó una carcajada. El niño la secundó.

—¿Estás investigando un caso? —Las palabras sonaron algo extrañas en su acento atemporal. Debían ser conocidas para él dado el lugar donde pasaba sus días, pero eso no impidió que se sintiera como un niño intentando hablar como su madre.

—Sí. Necesito tu ayuda, Cauri.

Miró a su madre con orgullo. Aún tenía un par de objetos en sus manos, figuras tan antiguas como él y que lo habían acompañado en su tumba. Eran réplicas fantasmales de ellas.

—La Cartógrafa quiere mi ayuda.

—¿Se la darás?

—Mmmm... —Estudió a Emilia de nuevo—. Por algo a cambio.

—Dime tu precio —dijo la aludida como si lo desconociera.

—Una historia.

—Muy bien.

—De detectives.

—Por supuesto.

Eliana entendió el mensaje. Rodeó a Emilia para acercarse a la puerta y, con esta abierta, los contempló a ambos.

—Los dejo para que hablen tranquilos.

—No demoraré mucho —le indicó Emilia.

—Bueno. Estaré cerca por si me necesitan.

Cerró la puerta a su espalda y sus pasos se escucharon alejándose por el pasillo. Emilia miró a Cauri, pero este ya no estaba donde antes. Se hallaba ahora sentado en la silla de Eliana, como si fuera jefe, con una expresión altanera que se veía muy graciosa en su rostro redondo.

—Siéntate, por favor.

La Médium lo hizo, conteniendo la risa. Siempre se sorprendía lo mucho que el niño se había permeado de la vida moderna. No era tan sorprendente si pensaba en las décadas que llevaba allí, viendo pasar a su alrededor a personas que eran una muestra de cómo el tiempo iba cambiando en el exterior.

—¿En qué te puedo ayudar, Cartógrafa?

—Necesito preguntarte algo que solo tú como Guardián puedes saber.

—¿Ah, sí? —El niño se inclinó hacia delante, cruzando sus pequeños y delgados brazos sobre la madera del escritorio. Su madre era muy ordenada, así que no se topó con ningún objeto. Los lápices y papeles estaban bien organizados frente a él. La pantalla del computador parpadeaba, iluminando levemente parte de su rostro—. Haz tu pregunta.

Había llegado el momento que un fantasma guía le había vaticinado 23 años antes. De pronto, Emilia sintió un vacío en el estómago.

—¿Sabes quién es el Palabrero?

Los ojos de Cauri, antes iluminados por el talante travieso, se volvieron de pronto más opacos. Dejaron de ser los ojos de un niño y pasaron a ser los de un Fantasma que esperó quinientos años su liberación y que desde hace más de cuarenta años tenía el deber de proteger toda una ciudad.

—El Palabrero.

—Escuché sobre él hace muchos años. Me dijeron que él sería el encargado de vencer a la Logia de las Ánimas. Estuve esperando su llegada, hasta que hoy me dijeron que estaba cerca. Pero no sé a qué atenerme, no sé lo que debo esperar.

El Fantasma Guardián asintió, asimilando sus palabras.

—Tú lo esperas hace años, el mundo lo espera hace siglos —dijo con una voz cavernosa, más extranjera que nunca—. Los Palabreros aparecen cada siglo, en cualquier lugar de la tierra. Se esperaba su llegada al Valle del Mapuchuco**, con la promesa de que liberaría el valle de una antigua oscuridad.

—Dicha oscuridad tiene un nombre: la Logia.

—Si el Palabrero llegó por fin, y todo va como debe ir, esa oscuridad está destinada a desaparecer por fin.

Fue el turno de Emilia de inclinarse hacia delante.

—¿Qué es lo que puede hacer ese Palabrero? ¿Cuál es su poder?

—"El Palabrero puede haberte golpeado la nuca ayer con una piedra que tiró hoy".

—¿Qué significa eso?

—Significa que el Palabrero no está sujeto al tiempo, que puede alterar el pasado si tiene un vínculo con este. Un puente.

—Alterar el pasado... ¿Puede... viajar en el tiempo?

—Con sus ideas y pensamientos, sí. Es un mensajero del futuro.

—Pero, yo necesito que nos ayude ahora. El pasado ya ocurrió. ¿De qué...?

—A un simple humano como tú, Emilia, le es difícil de entender. La mortalidad los ata a este plano y también a una visión lineal de las cosas. Incluso a ustedes los Psíquicos, que están más cerca del otro lado, que son conscientes de que estamos aquí y de que hay mucho más de lo que se ve en la superficie. Pero hay algunos, los Llamados, que pueden ir más allá. Que tienen el poder de moverse entre los planos o ir atrás y adelante en el tiempo.

—Espera... ¿moverse entre los planos? ¿También puede hacer eso el Palabrero?

Cauri sonrió y su gesto tuvo la rigidez de la arcilla en su rostro moreno.

—Tú no solo esperas al Palabrero. Tu deber es ayudarle, así como también es tu deber guiar al Viajero. El otro Llamado que tocará conocer en vida.

Emilia pestañeó.

—¿Quién es el Viajero?

—El único capaz de cruzar al Mundo de los Muertos y volver. El Palabrero y el Viajero liberaran al Valle del Mapuchuco de la oscuridad. Pero... —El fantasma se detuvo. Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando clavó con más intensidad la mirada en Emilia—. No te queda mucho tiempo. Pronto dejarás este mundo como una mortal. Y tal como tu abuelo, no volverás a este plano siendo una fantasma. Te irás para siempre. Descansarás.

Emilia frunció el ceño y, por primera vez, desvió la mirada. Se topó con los diplomas que cubrían una de las paredes de la oficina, la ubicada a la derecha. Fue incapaz de leer lo que decían y aunque durante unos segundos no quiso reconocerlo, pronto fue evidente que era debido a las lágrimas.

El niño del cerro El Plomo apareció frente a ella y tomó sus manos. Su tacto era cálido, pura energía. La reconfortó en parte.

—Dime, Guardián. ¿He cumplido mi deber hasta ahora?

—Sí, Emilia.

—Entonces, no me asusta la muerte. Nunca le he temido. A lo único que le he tenido miedo siempre es a no ser suficiente.

—Eres más que suficiente. Pero aún queda trabajo por hacer. Y me debes una historia.

—Aún nos queda algo de tiempo antes de que Eliana vuelva.

—No, no lo digo por ella, sino por el fantasma que te espera al otro lado de la puerta y que necesita darte un mensaje urgente.

Emilia lo observó sorprendida, y lo hizo aún más cuando la puerta se abrió por acción del Fantasma Guardián, que no se movió de su lado. Tal como había dicho, al otro lado había un Intruso vestido con un overol de obrero. Tenía la raída barba manchada de canas y una gorra vieja entre las manos, que se movían nerviosas. Emilia se puso de pie y le hizo un gesto para que hablara.

—Traigo un mensaje de Lear. Dice que necesita su ayuda esta noche. 

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*Eliana Durán fue efectivamente la antropóloga a cargo del área de antropología del Museo de Historia Natural (entre 1972 y 2008) y, por tanto, la profesional encargada de estudiar y custodiar al niño del cerro El Plomo. Odiaba que llamaran "momia" a los restos, y se refería a él como "mi niño" o como Cauri Paccsa, el que se cree fue su nombre. Por esto era llamada "la madre del niño del cerro El Plomo". Quise hacerle un pequeño homenaje en este capítulo. 

Si les interesa el tema del niño del cerro El Plomo o incluso la vida profesional de Eliana Durán, hay mucha información disponible en internet. 

**Mapuchuco era el nombre que le daban los Incas al río Mapocho, que atraviesa Santiago de Chile y que para ellos volvía el valle donde se ubica la ciudad un punto muy importante en la zona austral de su imperio. Debido a eso enviaron al niño del cerro El Plomo a ser sacrificado en estas latitudes. 

Me pasé un poco con la longitud de este capítulo, pero teniendo en cuenta que estoy publicando aquí muy esporádicamente, creo que puedo permitírmelo. 

Gracias por leer :)

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