Capítulo 1

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Hospital Psiquiátrico de Blueville - 2024

La habitación era quieta, pero no silenciosa. Había un ruido agudo, similar a un silbido, impidiendo de que lo fuera. Era vibrante, irritante y —lamentablemente— continuo.

Ah —pensó Sydney, mirando arriba mientras los doctores a su frente continuaban con su verborrea tediosa y repetitiva—. Son las lámparas.

Que en este caso se trataban de dos tubos fluorescentes blancos, ubicados sobre su cabeza. Así como su luz, todo en aquel horrible lugar en donde estaba encerrado era blanco. Las baldosas del piso. El color de las paredes. La ropa de los médicos. Los papeles que sujetaban. Incluso el lápiz que usaban para escribir.

Un enfermero le había dicho que esto se debía a una regla antigua del manicomio; todo lo que existiera adentro debía ser blanco o poseer un color poco llamativo, con el fin de minimizar los estímulos visuales de los pacientes. Sydney pensaba que esta medida era absurda e innecesaria, pero más que rabia, la situación le daba risa.

—...Señor Duncan —la mujer sentada al otro lado de la mesa le pidió que prestara atención a la charla, de nuevo. Con un exhalo frustrado, que evidenciaba su aburrimiento, el volvió a mirar abajo—. Para que su tratamiento sea efectivo, usted también tendrá que hacer su mejor esfuerzo en mejorar. Las pastillas que le damos no harán su trabajo solas.

—Ustedes son los que me obligan a tomar esas mierdas, yo no lo hago porque quiero. Estoy siendo obligado. Así que, francamente, me importa un carajo sí funcionan o no —él respondió, sin perder la calma—. Solo vengo a estas sesiones porque el Estado me dice que debo hacerlo... Yo quería estar en prisión, no aquí. No me interesa ninguna de sus propuestas, sus tratamientos, o lo que sea. ¿Por qué les cuesta tanto entender eso?

—Señor Duncan... usted está aquí porque su caso es único. Mató a diecisiete personas, pero se rindió por la muerte de la última —el otro doctor, sentado al lado de la dama, dijo—. No fue a prisión porque todos los psicólogos y psiquiatras que lo evaluaron creen que se arrepiente por este último crimen. Así como también creen que todos los otros fueron cometidos bajo un cuadro prolongado de psicosis...

Sydney se rio.

—Se equivocan.

Los doctores respiraron hondo, ya frustrados.

—El caso es que usted puede ser tratado y puede sanar. Por lo que sería contraproducente enviarlo a prisión. Permanecer aquí es la mejor alternativa que tiene. Pero, para ello, necesitamos que nos ayude a entender por qué hizo todo lo que hizo.

—Creo que es bastante evidente, ¿no?

—¿Evidente?

—Todas mis víctimas tuvieron lo que se merecieron.

—¿A qué se refiere usted con eso? —la doctora, que a cada día demostraba ser más paciente e ingenua que su colega, indagó a seguir.

—Ay, por favor. ¿De veras me lo preguntan? Ustedes ya leyeron sobre mi caso un millón de veces. Saben qué tipo de hombres me gusta arruinar y saben también que tengo motivos de sobra para hacerlo. Cada muerte fue justa... Menos la última. Y por eso me rendí.

Sí, en efecto los dos médicos lo sabían. Casi todos sus objetivos eran hombres ricos, ultra religiosos, clasistas, homofóbicos, machistas, pedófilos, abusivos; sujetos venerados en la luz del día por ser buenos padres de familia, ciudadanos respetables y negociantes poderosos, pero que se garchaban a cualquier muchacha que se les cruzase por el camino cuando la noche caía. Hipócritas.

—Bueno señor Duncan, le concederé ese punto. Sí conocemos al tipo de víctima que usted buscaba y sabemos no son personas particularmente buenas...

—Víctima no es la palabra que yo usaría.

—Lo que queremos saber es, ¿qué lo llevó a creer que asesinarlos sería una buena idea? —la doctora lo interrumpió—. ¿Por qué hizo lo que hizo?

—¿Siquiera se escuchan a sí mismos cuando hablan? ¿O por acaso les gusta ser redundantes y correr en círculos?

—¿Qué lo llevó a creer que la violencia es la mejor respuesta para resolver sus problemas? —el otro médico aclaró la pregunta de su compañera.

—¿Y no lo es? —Sydney se acomodó en su asiento, moviendo las cadenas que restringían a sus manos y pies—. Cuénteme, ¿qué problema de la humanidad se ha resuelto a base de palabras amables y plegarias? ¿O a través de cariño y de amor?

—Hay muchos...

—Uno. Hábleme sobre uno. Y claro, uno que haya sido resuelto definitivamente, en vez de aplazado, u olvidado —los profesionales se quedaron callados. Por no lograr pensar rápido lo suficiente en una respuesta o simplemente por no tener una que darle, quién sabría decirlo—. ¿Ven?... Nadie llega a ningún lugar siendo tierno y amistoso. La vida es que es dura. Inhumana, a veces. Lamentablemente, hay ciertos individuos que existen apenas para hacerla peor. Y esto lo aprendí en el ejército; solo hay una manera de detener su maldad: haciéndolos probar su propio veneno. Y cuándo eso no funciona, como suele suceder, hay que exterminarlos... Al final, uno no vence a las plagas con amor. Uno las mata. Solo así el mundo puede tener paz.

La mujer a su frente tragó en seco, sintiéndose incómoda, y revolvió los papeles que estaban sobre la mesa, mientras que el hombre desvió la mirada por unos segundos y respiró hondo.

—Señor Duncan... ¿Puede decirnos cuándo comenzó a pensar así?

Sydney sonrió por un instante y sacudió la cabeza.

—Ustedes de verdad no se dan por vencidos conmigo.

—Es nuestro trabajo.

—Touché —el asesino se rio—. Bien, ya que tanto insisten en querer saber por qué soy como soy, se los diré. Les contaré todo —Se inclinó adelante—. Bajo una condición.

—No podemos reducirle la condena-

—¿Y quién dijo algo sobre mi condena? —el prisionero hizo una mueca condescendiente—. No tengo planes de salir de este manicomio. Sé que si estuviera fuera de este lugar le haría más daño al mundo que bien. Mi última víctima no mereció morir... Y por ella, no dejaré mi celda jamás. O, bueno, mi habitación... una muerte accidental es fin de todo sicario con moral.

Ignorando sus palabras contradictorias, el doctor preguntó:

—¿Entonces qué quiere?

Sydney volvió a sonreír.

—Café ilimitado.

—¿Eso es todo?

Él dio de hombros.

—Tráiganme un Espresso y abriré la boca.

La doctora movió su mano hacia el micrófono que yacía sobre la mesa y funcionaba como intercom. Apretó el botón para hablar con los funcionarios afuera y dijo:

—Roger, trae un Espresso de la cafetería, ahora.

—Cuatro de azúcar.

La mujer respiró hondo.

—Agrégale cuatro sobres de azúcar.

Cinco minutos se pasaron y sin más preguntas, un enfermero abrió la puerta de la sala, depositó el vaso largo sobre la mesa y se giró para irse.

—Gracias, corazón —Sydney le dijo al muchacho, quién apuró sus pasos hacia la salida, con miedo. Sin importarse por su comportamiento, él agarró el vaso y bebió un sorbo de su café—. Ahh... Ahora sí podemos hablar.

—Entonces cuéntennos. ¿Cuándo empezó todo esto?

—Uff... Déjeme pensar...


———




Condado de Kautley - 2002

Sydney Duncan tenía ocho años de edad cuando descubrió que era gay. Pero en ese entonces, en el lugar dónde él vivía, esta palabra no se usaba. Más común eran los términos homosexual, pecador, maricón, hueco... Su padre, un hombre conservador, religioso y estricto, prefería el uso de otro más cruento: degenerado. Su madre solía confundir la palabra con sodomita y desvirtuado. Su hermano menor no entendía nada sobre este vocabulario, apenas asimilaba que describía algo terrible. Nadie a su alrededor veía su "condición" (otra de las mil maneras de describir su atracción) como algo natural, sano y normal. Él era, por lo tanto, un niño maldito. O al menos eso creía.

Y fue con esta idea en mente que él confesó su mayor pecado ante el sacerdote, minutos antes de comenzar su comunión: le gustaba uno de sus amigos de Catequesis.

Por suerte, el sacerdote le dijo que dicho crimen permanecería entre él y Dios.

Si —y esta fue la parte no tan afortunada— Sydney aceptaba arrepentirse de ello y probarle al Padre que cambiaría su postura, a través de un acto espontáneo y desinteresado de penitencia.

Él, al ser apenas un niño, concordó con lo dicho por el hombre. Y aquí comenzó una pesadilla que nunca realmente terminó:

Cierra la puerta, Syd —el sujeto le dijo, con una voz firme y dominante.

El niño esto hizo. Cerró la puerta de la sala de la directora de su colegio católico, por donde todos los alumnos que terminaron su catequesis tendrían que pasar antes de ser consagrados a Cristo en la capilla, y se volteó hacia el religioso que le hablaba.

Ahora arrodíllate a mi lado.

Con el corazón golpeando a mil batidos por minuto y cierto temor endureciendo su caminar, él siguió la instrucción. El sacerdote enseguida se quitó su cinturón y comenzó a abrir su pantalón.

¿Qué hace? —Sydney preguntó, asustado.

¿Quieres probar a Dios que lo sientes? —el hombre acarició su mejilla, de una manera que se sintió repugnante.

S-Sí.

Entonces abre la boca y pruébalo.


———


Condado de Kautley - 2008

Sydney nunca se recuperó de lo sucedido el día de su comunión. Por suerte se cambió de colegio y no vio a ese viejo decrépito que lideraba la misa de su iglesia todos los domingos otra vez. Esta fue la única ocasión en la que sus oraciones fueron recibidas por el Cielo y sus sueños hechos realidad.

Luego de una pelea misteriosa entre sus padres y el profesor de matemáticas de su hermano menor, el Sr. Duncan decidió que transferiría tanto él como a Sydney a otro colegio. También se cambiaron de Iglesia, para evitar ver al hombre otra vez, y él casi lloró de tanto alivio. Podía olvidar a aquel sacerdote desgraciado al fin.

Pero la suerte no le sonrió más de dos veces —eso sería extraño—. En su nuevo colegio, ahora público y laico, Sydney no logró entablar muchas amistades. Por su temor a que lo tocaran y a que tocaran sus cosas, fue objeto de burla. Por su silencio y constante mal humor, fue exiliado de cualquier afecto humano. Por sus creencias y comportamiento rígido, fue visto como un bicho raro. Para cuando logró hacer dos amigas, ya era muy tarde; el bullying había empezado y nada de lo que ellas dijeran podía salvarlo de él.

Reclamar con "figuras de autoridad" —como insistían que lo hiciera los pósteres de la campaña municipal anti-bullying— tampoco sirvió. Sus profesores le dijeron que podía ajustar cuentas con sus oponentes a través del diálogo, pero lo único que logró al intentarlo fue recibir una paliza, que lo llevó tanto a él como a su agresor principal a la sala de la directora. La mujer a la vez llamó a sus padres y en vez de sancionar al matón, terminó suspendiéndolo a él.

La paliza del colegio continuó en casa. Su padre le rompió un cepillo para el cabello en la cabeza por "meterse en problemas". Su madre acusó a sus amigas de "ser malas influencias" y soltó una verborrea tóxica, agresiva y condescendiente, que duró horas. Sangrando y llorando, con el orgullo herido y la consciencia pesada, Sydney se fue a dormir. En vez de rogarle a Dios que lo hiciera heterosexual, como se había acostumbrado a hacer desde su infancia, él le rogó que despertara muerto. Rezar de nada le sirvió en esta ocasión. Solo aumentó su rabia.

Al día siguiente, vivo y dolorido, él llegó a una conclusión; charlar no lo llevaría a nada. Debía imponerse mediante acciones. Así que cuando regresó al colegio no perdió su tiempo, agarró un tarro de lápices que vio cerca de la mesa de su matón más vil y le dio en la cabeza con él.

De esta vez, la golpiza que su padre le dio por ser suspendido de clases otra vez valió la pena. La sangre en su boca se sintió dulce, no amarga. Había probado por primera vez el sabor de la venganza, y hasta logró reírse de su sufrimiento.

De ahí, las cosas solo empeoraron.


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Condado de Kautley - 2010

El primer beso de Sydney ocurrió cuando él completó sus quince años. Fue con una chica común y corriente llamada Sarah, en una fiesta de la que mal se acordaba por estar ebrio.

El segundo y más importante, fue con un chico llamado Josh, en el año siguiente, mientras ambos charlaban bajo la sombra de un alerce. El contenido de la conversación en sí no viene al caso, apenas es importante destacar que culminó con los labios suaves del muchacho cubriendo a los suyos y una de sus manos deslizándose de su cuello a su pecho.

Joshua Davis era uno de los pocos gays que vivían en el condado. Poseía una estructura familiar similar a la de Sydney, pero apenas la mitad de sus traumas y temores. Era creyente, pero no religioso. Era estudioso, pero no un sabelotodo. Era popular, pero no era egocéntrico. Poseía una sonrisa tan brillante que lograba ofuscar al propio sol.

En síntesis, era un muchacho fantástico. Y uno de los pocos que se atrevió en darle una oportunidad a Sydney de volverse su amigo.

Ambos se llevaban de lo más bien. Salían a acampar juntos. Iban al cine juntos. Andaban de bicicleta. Jugaban baseball. Daban vueltas por el único centro comercial que había cerca del condado. Se acostaban en el pasto y veían pasar a las nubes. A veces con otros chicos más, pero la gran parte del tiempo, solos.

Se conocían mejor que a las palmas de sus propias manos.

Y por eso, cuando Josh le comentó a Sydney que era gay, su relación no se echó a perder. El último aún era incapaz de asumir públicamente su sexualidad en ese entonces, y su primer instinto fue reaccionar de mala manera, pero los ojos claros de su mejor amigo y su mirada asustada lo convencieron a dejar de lado su hostilidad.

Este momento de sinceridad de Joshua fue crucial para que el propio Sydney, meses más tarde, le repitiera sus mismas palabras y le informara que él ya no era el único gay del condado. Ahora había encontrado a otro de los suyos.

Pero salir del armario al frente de su mejor amigo fue fácil, en retrospectiva. Hablarle sobre el abuso del sacerdote Grahm, o sobre las frecuentes palizas que recibía de su padre a diario, fue un desafío tan grande que nunca llegó a completarlo.

Al menos su gesto de valentía y vulnerabilidad valió la pena, pues fue recompensado con un beso.

¿Esto significa que soy tu novio? —Sydney le preguntó, y Joshua sonrió, encariñado.

Aún no, pero sí significa que me puedes llevar a una cita.

El hijo mayor de los Duncan se contentó con eso. Nunca pensó que llegaría tan lejos.

La semana siguiente, ambos fueron a comer hot-dogs en una feria que se había instalado en el condado vecino. Se besaron detrás de unos arbustos unas horas más tarde y la cosa se les salió un poco de control. Abochornados, jadeantes y sudorosos, decidieron acortar la cita e ir a la casa de los Davis, donde tendrían más privacidad.

Mis padres trabajan los sábados — Joshua le dijo, mientras se desvestían en su habitación.

Pese a su explicación Sydney insistió en cerrar la puerta con llave.

Por si acaso —fue su excusa.

Mal sabía que en breve, su temor a ser descubierto sería justificado.


———


Su primera vez masturbando a otro chico ocurrió aquella tarde, pero ninguno de los dos estaba preparado para ir más allá de eso. Este momento fue muy importante de igual manera, y Sydney vendría a considerar aquellas horas de afecto puro como las más dulces y memorables de su vida. Nadie nunca lo quiso, ni lo volvió a querer tanto así. Nadie nunca lo trató con tanto amor y cuidado, respetando sus límites mientras ampliaba sus horizontes. Se volvió uno de los recuerdos más queridos y apreciados que tenía.

Pero si algo él sabía muy bien era que todo lo bueno siempre se acaba. Y por esto mismo, su relación también lo hizo, de manera trágica e inesperada.

El padre de Sydney descubrió sobre su amorío, de alguna desconocida manera, y en vez de castigar tan solo a su hijo por sus "pecados", también golpeó a Joshua, al punto de casi matarlo.

La familia Davis demandó a los Duncan y ellos tuvieron que irse del condado. Por años, no volvieron a pisar ahí. Por años, Sydney no volvió a ver a su amante y mejor amigo.

Su historia de amor nunca terminó.

No como debería.


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Escuela militar del Condado de Stapletton - 2011-2014

El año siguiente, Sydney fue ingresado a la escuela militar por orden de su padre. O mejor, el señor Duncan lo abandonó ahí.

Una vez más, el muchacho fue obligado a esconder su identidad para sobrevivir, así como fue adoctrinado a reprimir sus sentimientos más puros, y enseñado a convertir a los más repugnantes en un arma de combate.

Pero, contrario a lo pensado por su familia, esta experiencia no resultó ser un castigo para él. De hecho, la disfrutó, y mucho.

Se acostumbró a la vida militar muy rápido. Siempre había sido un buen estudiante, apreciaba la rutina y no le costaba seguir órdenes; sus superiores lo amaron. En la escuela militar ganó músculos, conocimiento y estatus, aprendió a beber, a mentir para poder beber más, y perdió no tan solo la virginidad, como la timidez.

Al terminar sus años de entrenamiento como recluta, decidió seguir carrera y se convirtió oficial del ejército. Infantería, para ser específico. Entró al regimiento Nº7 y fue enviado a una tierra lejana, en un continente completamente distinto al suyo, a luchar por los intereses financieros de su propio país. Ahí se volvió un hombre nuevo. Ahí, renació.


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Poblado de Ardhimat - 2014-2018

Sydney pasó cuatro años estacionado en una base militar cercana al desierto de Granadiz, ubicada en el poblado de Ardhimat.

Al llegar a aquel seco y hostil lugar él era un teniente asustadizo, inseguro, que no conocía sus objetivos y responsabilidades tan bien como debería. Al salir, un Coronel respetado, lleno de medallas, que junto a su regimiento de tres mil hombres había capturado la ciudad más grande de la provincia y cruzado las dunas calientes que se extendían por el horizonte cuatro veces – una hazaña nunca antes realizada-.

Sus hombres lo querían por su personalidad juguetona y su humor negro. Lo veneraban por su coraje y su valor. Más de una vez había atravesado el fuego cruzado para salvar a uno de sus inferiores, así como había luchado con la furia de un espartano para vengar a sus camaradas caídos.

Él en la base era un padre para todos los huérfanos uniformados. Él sobre las arenas, cargando su equipamiento, armado hasta los dientes, era la Parca que había aparecido a recolectar las almas de sus enemigos. Su rifle era la hoz que muchos temían. Su sonrisa macabra, un presagio de un final sangriento para todos aquellos que la vieran.

Pero, pese a su fama y renombre, su tiempo en el eje del desierto no fue glorioso - como muchos de sus familiares, amigos, e incluso alguno de los hombres que con él lucharon lo suponían-. Él vio demasiadas tragedias y cometió demasiadas atrocidades como para salir de allí sano de mente, cuerpo y alma.

Al regresar a casa, dado de alta de su puesto por una terrible herida al tobillo, su consciencia se lo recordó; pudo haberse quitado su ropa de soldado, pero nunca se quitaría de encima la sangre que por años la manchó.

Sus sentidos eran mucho más delicados que los de un civil común. Sus pensamientos, deseos y temores, mucho más turbios y violentos. Él se sentía un extraño en un mundo que antes solía serle familiar. Era raro.

A mucho tiempo había perdido la fe en el Plan Divino, pero observar como niños eran asesinados a su frente le arrebató a balazos su fe en Dios. Y al volver a casa, ni siquiera podía rezarle por un alivio que jamás llegaría. Este confort se esfumó en el viento arenoso del desierto. Ahora apenas sentarse en su habitación oscura y fría, a solas, a escuchar los bombardeos imaginarios que habían reemplazado el sagrado canto de los ángeles. Y a pensar en cómo extrañaba la adrenalina sentida durante sus misiones, le causaba unas ansias demoníacas de volver al servicio, pese a saber muy bien que ya no podía.


———


Wardenville - 2019

Al volver a su patria, Sydney se negó a vivir con sus padres. Se consiguió trabajo como guardia de seguridad en un supermercado pequeño en Wardenville -una ciudad norteña menos conservadora y llena de prejuicios que el viejo condado donde vivía- y se mudó allí .

Pasó unos meses trabajando apenas para pasar el tiempo, pensando en qué haría con su vida ahora que ya no era parte de las fuerzas armadas. Quería encontrar un propósito nuevo, pero gran parte de sí se negaba en seguir adelante y dejar atrás su rutina de soldado.

Sin embargo, estas dudas tuvieron que ser empujadas a un lado. Porque, para su mala suerte, sus planes de permanecer para siempre alejado de su familia fueron arruinados. Su madre había fallecido.

Oír sobre la muerte de la mujer a través de una llamada corta con su hermano lo convenció a volver a su condado natal, para el entierro. Tenía pensado pasar unos cuantos días junto a sus parientes, pero una pelea redujo su visita a meras horas. Su padre, así que el servicio funerario finalizó, se volteó hacia él y comenzó a ofenderlo, incluso culpándolo por los problemas cardíacos y posterior fallecimiento de su madre. Pero de esta vez Sydney no se quedó callado y aguardó por una de sus palizas clásicas, sino que reaccionó, con un golpe bruto y poderoso, derecho a la cara. Insatisfecho, siguió al señor Duncan al suelo y casi partió su cráneo en dos, de tanto golpearlo. Su hermano menor tuvo que quitarlo de encima del hombre, mientras sus otros parientes le gritaban por piedad, horrorizados por lo que veían.

Él, completamente fuera de sí, solo se rio, les dio el dedo del medio a todos y dejó el cementerio atrás, sin despedirse de nadie.

Salió del poblado enseguida, y luego de manejar por horas regresó a su departamento, deseando haber continuado con la paliza. Allí se tomó unas cuantas cervezas para tranquilizarse, pero el alcohol de nada le sirvió. Enojado, energético y extremadamente volátil, salió a la calle otra vez, a caminar sin ningún destino fijo o real propósito en mente.

Vio a un predicador gritando injurias hacia él y otros gays en la esquina. Quería hacer trizas a alguien y este sujeto se merecía recibir unos cuantos madrazos. Así que se sentó en una banca, ebrio, y esperó hasta que el sol bajara para atacarlo. El sector era oscuro y poca gente lo recorría a aquellas horas, por lo que la embestida fue fácil.

Sydney lo mató sin siquiera percibir que lo había hecho. Tan solo cuando vio a la policía protegiendo a la escena del crimen la mañana siguiente e investigando el caso, unió los puntos: Él era el culpable.

Esto dicho, no se sentía arrepentido de nada. Solo preocupado; no quería ser atrapado. Pero su tiempo como militar le había servido de algo, supo ser sigiloso. No dejó evidencia atrás y el sector no tenía cameras. Se zafó.

Aun así, por las dudas, se cambió de ciudad. Otra vez.


———


Blueville - 2020-2022

La adrenalina y la satisfacción que este primer crimen le causó lo incitó a repetirlo, una y otra vez.

La pandemia fue el gran obstáculo que lo detuvo.

Este periodo de su vida, al que vino a llamar de "Zona Gris" fue uno de poca actividad. Trabajó para ganar dinero, no por disfrutar el oficio. No hizo amistades, apenas contactos. No entró en relación alguna, pero tuvo mucho sexo. No mató ni golpeó a nadie, tan solo tuvo fantasías al respecto. En sus sueños, estaba de vuelta en el desierto. En la realidad, estaba en una urbe despreciable, atormentado por sus pésimos recuerdos y sus ganas persistentes de regresar a las dunas.

Pero este aburrimiento crónico no duró tanto como se lo había imaginado. Conforme los casos de COVID fueron bajando y la vida socioeconómica del planeta retomando su rumbo, pudo al fin realizar su segundo asesinato.

Mató a uno de sus vecinos, al que había oído maltratar a su esposa durante la cuarentena, en la oscuridad del garaje de su edificio.

El plan fue simple y lo ejecutó bien rápido. Usó un overol negro por encima de su ropa común, así como una balaclava y guantes del mismo color, para no ser reconocido por las cámaras.

Se escondió entre las sombras de los demás vehículos del estacionamiento y esperó por su llegada, cronometrando el tiempo con su reloj. No podía demorarse más de ocho minutos en neutralizar al sujeto; este era el tiempo aproximado que le tomaba al guardia de seguridad del edificio llegar a aquella parte del garaje (Había medido cada segundo la semana anterior, luego de disparar la alarma de un automóvil intencionalmente y observar su reacción).

Así que el maldito vecino entró al subterráneo y aparcó su auto, Sydney se levantó, se deslizó hacia él mientras salía de su asiento y lo ahorcó por detrás, con sus brazos, para evitar hacer mucho ruido. Al sentirlo perder sus fuerzas, dejó a su cuerpo estirado sobre el piso y huyó de ahí, sin mucha dificultad. Se ocultó detrás de su propio auto – aparcado en una zona muerta para las cámaras-, se quitó la balaclava y el overol que usaba, lo metió al asiento del conductor y fingió estar bajándose del mismo. Para que su actuación resultara más convincente, hizo sonar al vehículo con su llave y caminó de vuelta hacia el guardia, como si nada de grave hubiera hecho. Como si recién estuviera volviendo del trabajo.

¿Qué pasó, señor Roger?

El vigilante, arrodillado en el suelo al lado del muerto, levantó su mirada hacia él.

¡Llame a una ambulancia, señor Duncan! ¡El señor Fredericks tuvo un mal súbito!

Sujetándose la risa, Sydney se quitó el celular del bolsillo y lo hizo. Otra vez, no lo atraparon. La policía hasta investigó el caso, pero no lo suficiente. Él salió impune.


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Condado de Kautley - 2023-2024

Luego de probarse a sí mismo que era capaz de hacer desaparecer a cualquier persona que detestara, gracias a sus habilidades y conocimientos adquiridos en el ejército, Sydney decidió que cobrar venganza hacia los villanos de su pasado sería más que justo.

Al final, si su gobierno lo había enviado a un maldito desierto extranjero a matar tanto a terroristas como a inocentes, ¿por qué lo reprocharía por matar a abusadores y matones en casa? Le estaría haciendo un favor a la sociedad al remover a esos malditos de la misma. ¡Era un servicio comunitario! ¡Y gratuito más encima!

Así que juntó dinero, preparó su equipamiento, su uniforme, empacó todo en una mochila, se subió a su auto y regresó a un lugar que jamás pensó revisitar, el condado de Kautley.

Al llegar, solo tenía una meta en mente; matar al sacerdote que había arruinado su infancia y a todos los otros hijos de perra que lo humillaron durante su adolescencia.

Estos asesinatos en cadena fueron mucho más planificados y sofisticados que los anteriores, justamente por conllevar más personas a las que ejecutar. Y también porque su manera primitiva de actuar evolucionó. Sydney dejó de considerarse un criminal sin principios, era ahora un sicario santo. Un vengador de los inocentes. Un soldado que al fin había encontrado una batalla digna de pelear.

Esta epifanía surgió por un comentario casual, hecho por uno de los hombres con los que frecuentemente se acostaba; Thadeus. Él le había dicho, mientras ambos se vestían, que su rostro se parecía al de "Léon, Le Professionnel", el protagonista de la película homónima de 1994.

Le daba risa, pensar sobre ello ahora. Al haber crecido en un hogar religioso, nunca había visto la película hasta que ese hombre se la enseñó. Sintiéndose inspirado por el personaje - que efectivamente se parecía en porte y rostro a él-, Sydney se compró un fusil de larga distancia parecido al que usó en Ardhimat, ropas similares a las del sicario ficticio, y hasta sus mismos lentes de sol redondos, para comenzar a trabajar igual que él. Vestirse como un asesino a sueldo efectivamente lo ayudó a interpretar mejor el papel de justiciero que se había autoimpuesto.

De todos los hombres que había venido a matar, solo uno logró zafarse de sus disparos: el que decidió a última hora, matar con sus propias manos, no con una bala.

El sacerdote John Grahm.

Lo sorprendió en su propia casa, después de su cena, y lo mató a hachazos. Fue todo un espectáculo y él lo amó. Aunque los gritos desesperados del religioso alertaron a la policía y Sydney tuvo que lanzarse del segundo piso de la casa para huir, lo amó.

El dolor de volver a destrozarse el tobillo al aterrizar fue ínfimo. Se metió a su automóvil, cubierto de sangre, y carcajeó mientras manejaba. Nunca había sido tan feliz. Había asesinado a aquel maldito. Lo había entregado de manos besadas al diablo. Era ahora libre de su repugnante legado.

Una patrulla lo siguió mientras se escapaba. Su alegría no se disipó. Embriagado por su adrenalina y satisfacción, terminó chocando contra un vehículo que venía a contramano. Salió de su auto, corrió y se zafó de la Ley, una vez más.

Pero Sydney era un hombre de principios. Y cuando se enteró, la semana siguiente, que un niño de ocho años había muerto en aquel accidente, su sonrisa dejó sus labios y su corazón se hundió en el abismo negro de su pecho.

Apagó la televisión de su departamento. Se cambió la ropa. Voluntariamente, se rindió en la comisaría más cercana, donde admitió todos sus crímenes.

Esta fue la única muerte que de verdad lamentó. Y la que, en el examen psiquiátrico, confirmó que no era un total psicópata. Esto lo impidió de ser encerrado en la cárcel y garantizó que fuera ingresado a un hospital psiquiátrico. No carecía de empatía, apenas sentía sus emociones de manera retorcida debido a sus traumas. No podría jamás ser suelto y estar en sociedad otra vez, pero la cárcel no era el debido lugar para sanar a su cerebro enfermo. El juez concordó y así, su condena perpetua pasó de ser cumplida en una prisión, a ser cumplida en un "manicomio".


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Hospital Psiquiátrico de Blueville - 2024

—Ahora saben la verdad —el veterano terminó de beber su vaso de Espresso—. ¿Satisfechos?

Ambos médicos se miraron. La doctora, respirando hondo, asintió con la cabeza. El doctor, con una expresión indescriptible, estiró su mano al micrófono y dijo:

—Hagan pasar al señor Davis.

Ambos entonces se levantaron de sus sillas y sin siquiera decirle adiós al confundido sicario, salieron de la habitación. Unos segundos después, un hombre fornido, de ojos claros y cabello castaño entró.

Sydney reconoció sus facciones de inmediato y se alzó sobre sus pies, conmovido. Su mirada se nubló con una mezcla de añoranza, vergüenza y dolor. Su rostro fanfarrón perdió todo su encanto y carisma.

—¿J-Josh? — por primera vez desde su llegada al hospital, su voz contenía una entonación emotiva, enternecida, distinta a la usual, mucho más sarcástica y ácida—. ¿Qué h-haces aquí?...

—Es bueno verte, Syd. Aunque no así. No en estas condiciones —su antiguo novio lo miró de arriba abajo, entre preocupado y decepcionado—. Y es por eso que estoy aquí. Quiero ayudarte.

—¿Ayudarme?... ¿Cómo?

Joshua, soltando un exhalo largo, dejó sobre la mesa a su frente una carpeta beige, con un blasón extraño impreso en su frente.

—Yo hace años yo trabajo para el gobierno, en el Department of Protection of Infancy — "departamento de protección de la infancia"—, El DPI, como lo llamamos. Es una de las muchas ramificaciones de la policía... —tomó asiento en una de las sillas vacantes, mientras el otro hombre seguía de pie—. Sabemos... Yo sé, que lo que has hecho es terrible. Pero tus asesinatos tienen un factor en común; todos los sujetos a los que mataste estaban vinculados a una red de pornografía infantil, abuso sexual, abuso doméstico, violencia intrafamiliar, tráfico de menores... la lista continúa. Sabemos que no son víctimas, per se... Son violadores, abusadores, criminales del más bajo talón. Tu trabajo puede no haber sido santo, pero fue justo. Tus medios no son correctos, pero eficaces. Entendibles. Y es por eso... —se inclinó adelante—. Que quiero invitarte a trabajar para el DPI, como un agente secreto.

Sydney al fin se sentó, pero no con gracia y con calma. Más bien, se desplomó.

—Perdón... ¿Qué?

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Hola hola... Aquí les escribe la autora para darles un pequeño heads up. Si bien "infancia" en inglés se traduce mejor a "Childhood", decidí usar la palabra "Infancy" en su lugar porque legalmente, se usa para referir a personas menores de edad, en específico, aquellos que aún son muy pequeños como para cometer un crimen o ser condenados por uno.


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Update: Decidí ponerle canciones a todos los capítulos de esta obra jeje


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