El Pulpo Astuto

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El hogar de los pulpos astutos era un lugar enigmático y misterioso, teñido de tonos grises, morados, lilas y rosados que destellaban en la oscuridad como gemas ocultas. Las aguas azuladas y densas daban una sensación de opresión, como si el aire se hubiera vuelto más pesado y difícil de respirar. El ambiente estaba impregnado de un aura de peligro, con sombras que se retorcían y se movían en las profundidades.

Sara, mientras nada, comenzó a sentir un leve escalofrío recorriendo su espalda. Los colores brillantes y fluorescentes que antes le parecían fascinantes ahora parecían amenazantes, y la densa oscuridad le hacía sentir como si estuviera atrapada en un laberinto submarino. Una sensación de miedo comenzó a apoderarse de ella, haciéndola dudar de su decisión de aventurarse sola en este lugar desconocido.

—¡Auxilio! ¡Auxilio!, ¡por favor, alguien que me ayude!

Sara escuchó aquel grito, y de inmediato, se sumergió entre los corales, cautelosa pero decidida, siguiendo el eco de la voz que clamaba por auxilio. 

Entonces, entre las sombras del arrecife fluorescente, se encontró con una escena inquietante: un pulpo morado de aspecto imponente, sostenía entre sus tentáculos a un niño mantarraya, cuya expresión de temor era evidente.

Sin dudarlo, Sara tomó un trozo de coral y lo lanzó hacia el pulpo, interrumpiendo su festín.

—¡Déjalo en paz! —exclamó con valentía.

El pulpo chilló de dolor. Sorprendido por la repentina intervención, clavó sus ojos amarillos en Sara, analizándola con curiosidad y, tal vez, un deje de malicia:

—¿Y quién eres tú para entrometerse en mis asuntos? —inquirió el pulpo con voz grave y una sonrisa que se ampliaba de forma siniestra.

—Soy Sara, y él no es tu comida, es mi amigo —respondió Sara, sosteniendo la mirada del pulpo con firmeza.

El pulpo, escéptico ante las palabras de la joven sirena, observó al niño mantarraya con suspicacia.

—¿Amigo, dices? —replicó el pulpo con escepticismo—. Entonces, si realmente lo conoces, dime, ¿cómo se llama esta comida? Perdón.... Tu querido amigo —corrigió.

La mantarraya, entendiendo el juego de Sara, decidió cooperar.

—Ella sabe que mi nombre es Rucius —respondió con fingida inocencia, jugando su papel en la estratagema.

—Rucius, así se llama —dijo Sara, con una sonrisa al saber que el niño mantarraya había entendido su juego.

El pulpo, sin embargo, no se dejó engañar tan fácilmente.

—Eso no tiene sentido para mí —dijo—. Primero, no sabía cómo se llamaba porque iba a comérmelo, y segundo, él lo acaba de decir antes de que tú lo dijeres. Inaudito.

—De igual forma, suéltalo —volvió a gritar la sirenita.

Entonces, el pulpo, con una mirada astuta, se dirigió con un sigilo y una voz tan aterciopelada que hizo que hasta los peces cercanos huyeran del lugar:

—¿Y qué hay de tus padres, pequeña sirena? —preguntó, su sonrisa adquiriendo un matiz peligroso—. Me pregunto dónde estarán mientras te aventuras sola por estos mares...

Sara sintió un escalofrío recorrer su espalda. Se dio cuenta de que estaba sola, vulnerable ante la astucia del pulpo.

El pulpo sabía que estaba prohibido para él y los de su raza meterse contra una sirena o un tritón, el rey de jipijapamar los castigaría si desobedecían la ley. Pero... ¿acaso la ley podía estar sujeta a los accidentes de los mares? Él muy bien podría decir que el destino de esa joven sirenita sufrió un terrible accidente. Se relamió la boca. Estaba seguro que una mantarraya y una sirenita eran una comida deliciosa que no todos podían degustar. Tenía mucha suerte.

El pulpo, cambiando de color a un tono amarillo con lunares azules, buscó una forma de convencer a Sara para que lo acompañara a su guarida.

—Pequeña sirena, has malinterpretado la situación —dijo el pulpo con voz suave, tratando de apaciguarla—. Mi trato con tu amigo Rucius no era más que una cortesía que tenemos los pulpos con los visitantes. Te aseguro que en mi guarida estarán a salvo y cómodos.

Aunque Sara no confiaba del todo en las palabras del pulpo, se sentía tentada a seguirlo. ¿Y qué si decía la verdad? Ella sentía un poco de miedo de este camino, pues no recordaba que fuera tan denso y tan purpurino. Sin embargo, antes de que pudiera responder, Rucius actuó con rapidez:

—¡No le creas, Sara! —exclamó la mantarraya con urgencia—. Este pulpo es un mentiroso, no puedes confiar en él.

Rucius pinchó al pulpo con el aguijón de su cola. El pulpo chilló y soltó a Rucius por el dolor. Sorprendido, se volvió hacia él con expresión herida:

—¿Por qué hiciste eso, Rucius? —preguntó el pulpo—. Pensé que éramos amigos.

Rucius miró al pulpo con determinación.

—¡Por mentiroso! Mis padres me han dicho que los pulpos son los seres más embusteros que existen —respondió Rucius con firmeza—. Tienen la habilidad de mentir en cualquier circunstancia y darte confianza para luego devorarte.

—¿De verdad? —inquirió Sarita sin poder creerlo.

—Sí, ¿no viste como cambió de color de pronto? —afirmó Rucius, acercándose a ella.

Era cierto. Sara no se había dado cuenta que el pulpo cambiaba de colores, a veces, con cada gesto. Pero, en ese momento, todo su cuerpo se volvió rojo. El pulpo suspiró, resignado.

—Tu padre tiene razón, Rucius —admitió el pulpo con pesar—. Pero ya no tenemos tiempo para discutir. Tengo demasiada hambre e intenté que sucedieran las cosas con amabilidad, pero ya que no ha sido así...

Entonces, cuando alzó uno de sus tentáculos, el joven mantarraya empujó a Sara con rapidez. Con ello, comenzaron a huir. Rucius advirtió que le siguiera. El pulpo los persiguió con ferocidad, enredando sus tentáculos y lanzando ataques siniestros en su dirección. Sin embargo, la ventaja de ser pequeños les permitió colarse entre los espacios de los tentáculos y evitar ser atrapados, por poco.

Mientras huían, el mar se llenaba de caos, con peces, cangrejos y otras criaturas marinas corriendo despavoridas para alejarse del peligro. Aquel aleteo incesante por parte de Sara y Rucius estaba llena de adrenalina, intentando salir del camino del pulpo.

Entonces, cuando atravesaron un arco de coral, vieron que el lugar se esclareció. Las aguas se veían azules sin la densidad del hogar de los pulpos astutos, era como nadar en una piscina, clara y nítida. Se giraron al no oír los tentáculos del pulpo y vieron el rostro del pulpo lleno de pánico mirando hacia arriba. Liberó una densa nube de tinta que oscureció el campo, haciendo que Sara y Rucius tosieran por la niebla. 

¿Qué le pasaba? ¿A qué le temía?

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