La Casa de Coral

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La casa de los dos Cristóbal y la señora Azucena, a diferencia de la de Mercedes y sus abuelos, era un hogar hecho de coral y no de almejas. Sus paredes estaban formadas por bloques de coral pulido, suaves al tacto y resplandecientes bajo el agua. Las ventanas talladas en conchas, permitían que la luz se filtrara en el interior, pintando patrones danzantes en las paredes.

Como Sara lo recordaba, el murmullo del mar allí era más fuerte, y hacía ver a la casa como si respirara por sí misma. Las puertas estaban decoradas con adornos de caracolas y algas entrelazadas. A su alrededor, como parte del jardín, las algas de colores rodeaban la casa, creando un paisaje boscoso y de ensueño, como si hubiera miles de bailarinas bailando en el mar. Incluso, algunas eran tan delicadas como la seda, mecidas por la corriente submarina, mientras que otras eran rugosas y toscas.

Apenas Sir Dobby descendió, el sol se ponía lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados mientras la corriente marina acariciaba suavemente el patio de la casa de coral.

Cristóbal José, el papito de Sara, estaba terminando de arreglar el jardín cuando levantó la vista y vio algo que lo dejó petrificado: en el centro del patio, se encontraba Sir Dobby, el imponente guardián de Jipijapamar, con su mirada profunda y su figura majestuosa. Pero lo más loco, era que su hija Sara estaba con una mantarraya joven en el lomo de la criatura.

El corazón de Cristóbal José comenzó a latir con fuerza. Tocó la puerta de su casa para que sus padres salieran, y con ello, detrás de él, la señora Azucena y el señor Cristóbal Colón, sus abuelos, se acercaron con expresiones confundidas y preocupadas en sus rostros. Sir Dobby dejaba a los jovencitos en el suelo con delicadeza.

—¿Qué está pasando? —preguntó desconcertado Cristobal José.

—Me he encontrado a estos retoños divagando por el este —respondió Sir Dobby, con sinceridad.

—¿¡El este!? —Se sorprendió Cristóbal José. Miró a su hija y añadió—: Sara, ¿dónde está tu madre? ¿Y tus abuelos?

Sara, sintiendo un nudo en la garganta, respondió con timidez:

—No vinieron... estaban muy ocupados.

La mami Susy, Azucena, dejó escapar un suspiro angustiado:

—No te atreviste a venir sola, ¿cierto? —preguntó, la voz le temblaba de preocupación.

Sara bajó la mirada, avergonzada, sin saber qué decir. Los dos Cristóbal y la señora Azucena se vieron. 

—¿Qué está pasando, Sara? ¿Por qué viniste sola? —Finalmente, su papi, Cristóbal Colon, preguntó

Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de Sara mientras confesaba entre sollozos:

—Me escapé... estaba asustada y... y quería verlos. Pero mi mami Meche, mi mami Blanca y mi papi Cris estaban ocupados, y no podía esperar más...

El llanto que se le afloró, fue lo que le impidieron a la sirenita seguir contando. Pero no se necesitaba ser un genio para saber qué estaba ocurriendo allí con Sara.

Cristóbal José, su papito, se acercó rápidamente y la abrazó con ternura, sintiendo el corazón apretado por la preocupación y el alivio de tener a su hija a salvo. Rucius y Sir Dobby permanecieron en silencio, observando la escena con pesar. Al final, cuando la niña se calmó, la separó un poco para mirarla a los ojos y le habló con suavidad, pero firme:

—Sara, como tu padre, debo enseñarte que la obediencia a tus padres y abuelos es importante. Los consejos que te dan siempre serán para tu bienestar y seguridad.

Sara asintió entre sollozos.

—Si papito, no quiero volver a ver a los pulpos astutos ni a las medusas —murmuró entre lágrimas—. Son criaturas que parece que viven con mucha hambre...

Su padre sonrió, la besó en la frente, transmitiéndole su amor y su perdón mientras juntos se preparaban para enfrentar un nuevo día, con la promesa de aprender de los errores del pasado. Ahora quedaba hablar con una madre preocupada y un padre mantarraya por Rucius. Pobre de Cristóbal José, su papito con lo que se le avecinaba...

Fin 

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