Introducción

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Siempre he pensado en el amor. Lo tengo presente desde el principio de mi vida, consciente de todas las formas que puede adoptar en las relaciones que existen entre las personas. Al principio, como todos, sentí el amor hacia mi madre; claro como el agua cristalina del océano caribeño. Era inherente a mí y lo sentía cada vez que nos abrazábamos o nos mirábamos. En mi pecho notaba el amor más puro y verdadero existente desde el principio de los tiempos, común en todos los seres humanos.

Poco después, me topé con el amor propio de la amistad, dulce y caliente como un bollo de mantequilla recién horneado. Con amigos a mi alrededor, siempre tuve la sensación de que jamás podría estar sola, como si tuviera un puerto seguro al que recurrir cuando sintiese un ápice de soledad. Era joven y, con la ilusión propia de la edad en la que te crees indestructible e inmortal, pensaba que ese amor nunca podría terminar.

Casi al mismo tiempo, descubrí que también es posible sentir amor hacia cosas inertes, aquellas que pueden proporcionarte emociones incluso más intensas que ciertos seres humanos. Me enamoré de los libros y de las historias encerradas en ellos de forma inevitable y certera, experimentado un tipo de felicidad y libertad que no sabía que existía.

Y, por supuesto, también llegó el primer amor adolescente, aquel que siempre creemos que durará toda la vida. Nuestra media naranja, alma gemela y otra mitad, convencidos de que, juntos, superaríamos cualquier cosa que se nos pusiera por delante. Cuando eres adolescente estás lleno de energía, la cual ni se crea ni se destruye, así que solo me quedaba transformarla en mil y una cosas maravillosas, entre ellas, el amor.

Ah..., pero yo nunca pude imaginar que los amores, igual que te arrasan con la fuerza de una tormenta de verano, pueden marcharse y dejarte tan vacío como una cáscara de nuez. Jamás nadie me había dicho que la vida puede golpearte hasta dejarte sin aire, así que tuve que aprenderlo a base de bofetones, uno detrás de otro.

Mi madre, mis amigos, mi primer amor, los libros... Todos me decepcionaron de una forma u otra, desapareciendo de mi vida y dándome a conocer una nueva emoción tan intensa como desgarradora: el desamor. Es por eso por lo que, pronto, dejé de creer en todo lo que me había convencido hasta el momento. A base de golpes, descubrí que el amor no es más que una pálida sombra creada para engañarnos, para jugar con nosotros y nuestras ilusiones.

El amor no existe y nunca había existido, siendo poco más que una pantomima para engañar a los bobos, ilusos e ingenuos.

Pero, en la vida, nunca hay que creer que lo sabes todo. Cuando estás convencido de que por fin has logrado entender el funcionamiento de aquello que te rodea, la realidad vuelve a darte un bofetón en la cara para que vuelvas a replanteártelo todo una vez más. Y es exactamente eso lo que vengo a contar aquí: el último golpe con el que la vida me ha obsequiado.

¿Estáis preparados?

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