Fratricida

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Aquí estoy, sentado en el suelo y con la espalda apoyada en la pared de este sucio callejón. La poca luz que lo ilumina me arroja un espectáculo dantesco y ya conocido: un cuerpo en medio del cemento, un charco inmenso de color carmesí, una mirada fija, perdida y grotesca quedada en el momento y en el cielo que ya no ve. Mis manos cargadas de furia, dolor, sangre y una navaja son la constante en esta eternidad que no me deja.
Mi nombre actual es Kim Namjoon. Vivo en Seúl, Corea y soy un paria más de esta humanidad: la historia me conoce como Caín, primer asesino, el creador de la violencia; fratricida mi condición. He vagado por este mundo dejando una estela de horror y muerte a mi paso; es lo que soy, es mi condena, yo mismo no puedo revertirlo.
Si tan solo no hubiese germinado en mi interior la semilla negra del despecho y la envidia, podría haber sido un simple e insignificante mortal viviendo un ciclo normal, para luego convertirme en cenizas y, quizás, renacer en otra vida.
Si solo mi hermano Abel no hubiese sido condescendiente y el perturbador de la mente de nuestro padre, habría persistido sin problemas y el cuento sería otro. Pero las casualidades no existen, mas sí las causalidades. Mi corazón y mi mente fueron tierra fértil para dar cobijo al germen de la desdicha y el homicidio. Mis manos se tiñieron del elixir vital de mi familiar y ahora pago esta agonía inmortal.
Y todo se repite como un círculo vicioso: la sed de venganza por las humillaciones, la ceguera de la ira, el golpe asestado en la cabeza de quien se parece a Abel y el fin de una existencia que no tenía la culpa más que de ser un reflejo engañoso de ese ser que, alguna vez, amé con la misma fuerza que odié.
Me siento cansado, hastiado y nauseabundo de esta situación. Miles de años en mis espaldas, infinitos asesinatos y un alma que se fue desgastando con el pasar de los milenios y las aberraciones.
Con la frente apoyada en mis brazos, oigo como unos pasos hacen eco en el lugar y se acercan hacia mí.
Levanto la mirada para encontrarme con una luz que me impide mirar. Es extraño, siento que esa claridad me trae paz y lo que tanto ansié para mi: el final de mi camino.
Logro derramar algunas lágrimas de alivio y me incorporo, quedando de frente a esa figura angélica tan conocida.

— Abel, hermano, ¿por qué tardaste? — hablé con la voz de Nam, pues la mía se apagó hace tiempo.

— Heme aquí, Caín. O, mejor dicho, señor Kim. No tardé, solo dejé que tu castigo hiciese mella en tus pensamientos y remordimientos. Hoy he venido a abrazarte para culminar con tu pesar. Te perdoné el mismo día en que me enmudeciste para siempre — explicó Abel. — Yo fuí el más cruel de los descendientes de Adán, pues fui quien te dió de beber del amargo cáliz de la ingratitud. Fuí tu propio asesino, Caín, y quizás el más terrible, pues exterminé sin miramientos el cariño de nuestro padre hacia tí y ahogué en penurias tu espíritu débil — concluyó el ángel.

Caí de rodillas nuevamente en el piso, desolado ante la confesión de mi hermano. Namjoon se removía inquieto ante tal escenario y se debatía en la confusión.

— Por favor Abel, acaba con mi sufrimiento. Yo también he de perdonarte hermano. Ambos hemos pecado en contra de las voluntades del Creador y de nuestros primeros progenitores — dije finalmente.

Y sin mediar más, Abel asestó un golpe seco en mi cabeza, haciendo trizas mi tormento.
¿Y Kim Namjoon? Se levantó de  aquel lugar con un dolor terrible en su testa, con un alma en su cuerpo y con la vida de un simple e insignificante mortal.

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