52 - Anya Holloway

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Vero había quedado en venir a mi residencial a recogerme para que su padre nos acercase a la fiesta, que es en una gran mansión de dos plantas a las afueras de Madrid, casi en la sierra, pero estaba tardando tanto tiempo en arreglarse que me pidió que fuese en tren hasta su casa para así darle algo de tiempo y salir las dos desde allí.

Jamás imaginé que vería a Asher sentado en un banco, vestido de montañero y con el móvil entre las manos viendo el tiempo pasar. Ni que gritaría de esa manera mi nombre para la razón que lo hizo. Podría haberme mandado un mensaje de texto directamente, lo que me hace suponer que quizá no quiere que yo tenga su número.

Suspiro con el moflete pegado a la ventanilla del coche, escuchando la conversación que está manteniendo mi mejor amiga con su padre acerca de Estados Unidos, tener cuidado con salir sola de noche y alimentarse bien para rendir mejor en los deportes.

Cuando estaciona el coche a las afueras del terreno cercado por vallas, vuelvo a sentir lo que sentí el día del baile, ese cosquilleo de emoción y miedo a la vez. Nos bajamos y ayudo a Vero con sus muletas por el camino empedrado hasta la puerta principal, que es grande y tiene columnas color crema a ambos lados. De hecho, toda la fachada es enorme, cuadriculada y de colores blancos y negros característicos de una lujosa casa moderna. La noche está bonita, repleta de estrellas que en el centro de Madrid pasan desapercibidas por la contaminación y, al entrar después de que un chico desconocido nos reciba, la decoración pomposa por cada rincón de la entrada me ciega. Un centenar de globos rosas y el nombre de Rose Fletcher colgando del techo. Vero me devuelve el mismo gesto de desagrado. Hay gente joven por todos lados charlando y bebiendo copas que se sirven de una mesa con distintas botellas de alcohol y refrescos, patatas y aperitivos varios. La música, para no variar, es la típica que se puede escuchar en radios y centros comerciales, aunque han tenido la delicadeza de ponerla a un volumen moderado.

—Eres Verona, ¿verdad? —nos pregunta el chico de la entrada, que nos ha guiado hasta el salón y nos señala un sofá con forma de «U» en el centro de la sala que es casi tan grande como mi casa—. Puedes ponerte cómoda ahí, así estarás cerca de la gente, las bebidas y la música.

Tiene rasgos similares a Rose, aunque parece mayor, por lo que deduzco que puede ser un familiar de ella. Se ajusta la parte superior de su traje de chaqueta azul satinado con una camisa negra debajo y se palpa su cabellera, perfectamente peinada con algún tipo de fijador. Desprende un olor demasiado fuerte a perfume caro que me atrofia el olfato, le agradecemos su amabilidad y suelto el aire de los pulmones cuando nos alejamos de él y nos acomodamos en el sofá de terciopelo gris. Para nuestra dicha o desdicha, estamos completamente solas en esta maravilla de asiento, aunque la sala es diáfana y desde aquí podemos ver la entrada, la cocina y el jardín con piscina, donde se reúne la mayoría.

—¿Me traes un refresco, please? —me pide Vero a la vez que revisa las notificaciones de su móvil—. Dice Jeff que está llegando.

—Voy a echarle un ojo a las bebidas y te digo qué sabores hay.

—Tráeme refresco de limón si lo hubiese.

Me atuso la falda del vestido y, un poco intimidada porque me desenvuelvo fatal entre tanto desconocido, me dirijo a una mesa del fondo que tiene un mantel blanco con el nombre «Rose Fletcher» bordado en rosa chillón. Pongo los ojos en blanco, ahora que me fijo veo fotografías enormes de la fabulosa cumpleañera rubia posando en sesiones de modelaje que, si no me falla la memoria, he visto en revistas. Tiene un cuerpo envidiable y un rostro de lo más sexy en cada una de sus expresiones, libre de imperfecciones se mire por donde se mire.

Menuda competencia me he buscado.

Husmeo qué clase de bebidas hay, todas ostentosas por supuesto, y decido que esta noche no beberé alcohol cuando sirvo en dos copas el refresco de limón que Vero me ha pedido. Una para ella y otra para mí. Nos vendrá bien estar sobrias por si se presenta aquí la amiguita de Jeff y tengo que volver a enzarzarme con ella. Me sobresalto al sentir el frío de la punta de unos dedos tocándome el brazo por detrás. Ladeo la cara a la defensiva y solo espero que el colorete en mis mejillas oculte que podría sonrojarme en cualquier momento. Es Kai, sonriéndome desde su altura, con el cabello en un perfecto desorden que le sienta fenomenal junto a la camisa blanca y el pantalón de pinzas oscuro que ha elegido para la ocasión.

—Buenas noches, señorita Holloway.

Se me eriza la piel cuando sus dedos se deslizan por mi brazo hasta sujetarme el codo con la mano y se acerca tanto a mi rostro que me paralizo. Presiona sus labios contra mi pómulo y me planta un beso. Un escalofrío me recorre el cuerpo al sentir sus labios.

—Hay que ser cortés, ¿no? —susurra cerca de mi oído—, aunque en el fondo no me soportes.

Por dentro, sonrío. Desde luego, tan cerca yo lo soporto menos aun. No obstante, le sigo el jueguecito de buenas maneras que se acaba de inventar, le pongo una mano en el hombro para impulsarme y siembro un beso en su mejilla recién afeitada. A diferencia del familiar de Rose o quienquiera que fuera el chico de antes, el perfume masculino de Kai me tienta a inspirar profundo. Suelto el aire lento, suave, para que el sonido de mi respiración nerviosa pase desapercibido.

Aparta todo contacto de mí y se inclina hacia la mesa ojeando las bebidas.

—¿Hay por aquí algo que merezca la pena?

—Le has preguntado a la menos indicada —expongo enseñándole mi copa—. Refresco de limón.

—¿A secas?

—Hago lo imposible para evitar tus clínex —bromeo.

Kai se ríe despreocupado, se le marcan los hoyuelos junto a sus comisuras y la tensión de mi cuerpo empeora. Está desgraciadamente guapo. Alarga el brazo, coge una botella cuadrada y se dispone a leer la etiqueta cuando, de repente, sus pupilas se desplazan de lado y se fijan en las mías, que lo observaban en secreto.

—¿Qué tal la fiesta, Anya? —inquiere en bajito.

Siento el peso de su mirada atravesándome. Parpadeo rápido, de pronto me interesa muchísimo girarme y ver qué hace Vero, pero hay demasiada gente en medio.

—Hace poco que llegamos —respondo, sin saber demasiado bien que dos más dos son cuatro y que me está costando tanto pensar con claridad que me estoy frustrando.

Qué estúpida me siento, no sé qué me pasa, tengo el verano en mis mejillas.

—Es cierto, ¿cómo está tu amiga? —se interesa y, antes de que pueda responder, añade—: Dame un momento, te acompaño y le pregunto yo mismo.

Me parece una idea fantástica, aunque me limito a aceptar su propuesta como si apenas me entusiasmase tenerlo cerca un rato más. Se sirve un par de hielos, alcohol hasta cubrir el primero y refresco de cola. Me guiña un ojo para que me adelante y, por los dioses, juro que necesito caminar por delante de Kai para perderlo de vista un momento y relajarme antes de llegar hasta Vero o de lo contrario hará deducciones que no podré contradecir de ninguna manera.

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