66 - Anya Holloway

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Estoy completamente desnuda ante él.

Se deshace del bóxer, que se ha deslizado hasta el suelo, y sin ropa de por medio que interceda entre nosotros empezamos a tocarnos sin temor a que nada ni nadie detenga este momento. Me besa el cuello mientras sus dedos siguen agitándome, yo le beso la clavícula y subo a los labios cuando se inclina y la altura me lo permite mientras no cedo en el movimiento de mi mano. Los dos gemimos, perdidos en el éxtasis del placer que nos provocamos el uno al otro. Al cabo de unos minutos, la bomba de sensaciones electrizantes que me acechaba desde hacía rato explota y elevo el rostro para permitir que mis gemidos escapen libres.

Kai aparta los dedos, me sujeta la barbilla y me obliga a mirarlo a los ojos.

—¿Estás cansada?

Niego con la cabeza porque mi voz ahogada se niega a salir.

—Bien —aprueba y un brillo de picardía le cruza la mirada al retirarme la mano de su miembro—, porque acabo de empezar.

Su boca baja hasta el espacio entre mi hombro y el cuello, donde planta besos suaves y luego comienza a agacharse descendiendo con su lengua hasta mis pechos para lamerlos y succionar mis pezones. Les da un pequeño mordisco que resulta todo lo contrario a doloroso. Dirige el contacto húmedo de su lengua hacia mi ombligo; sus manos se instalan en mis caderas, que las sujeta con fiereza. Luego hacia el monte de venus y, cuando al fin desciende todo lo que deseaba en mi imaginación, me hace cerrar los ojos y morderme los labios en un intento por reprimir los sonidos vergonzosos que se me acumulan en la garganta. Su lengua se mueve ágil en mi vagina, agrega dos dedos a la ecuación y termino aferrándome a su cabellera oscura como si así pudiese frenar sus movimientos, aunque sea lo último que desee en este instante.

Las piernas me tiemblan. La mente se me dispara y el corazón me golpea el pecho con fuerza. Estoy a punto de explotar de nuevo, pero Kai se detiene y la exasperación me provoca un quejido sofocado.

—Tranquilícese, señorita —se burla irguiéndose de nuevo.

Atrapa la toalla del suelo, la extiende en medio del vestuario y me ordena con un vistazo que me tumbe sobre ella. Que yo sea virgen y él no lo sepa me hace vacilar un segundo. Aun así, lo hago obediente. También vacilo al verlo desnudo de pie delante de mí, imponente, y me cubro los pechos un instante como si me fuese a hacer sentir menos expuesta a su mirada, que se pasea por mi cuerpo hasta que se agacha para tumbarse encima de mí. Pongo las manos en sus hombros, lo detengo y enarca una ceja.

—Kai, yo... —susurro temerosa de que quiera retractarse de esto.

—¿Quieres parar?

Niego en un movimiento rápido de mentón.

—Soy virgen —espeto rápida y concisa.

—¿En serio? —Él abre los ojos, impactado por lo que acabo de confesarle. Su ceño se arruga en una expresión que parece de decepción—. Entonces, tú... ¿por qué?

—No quiero preguntas —expreso autoritaria.

La inseguridad me invade de pies a cabeza. No quiero oír nada que me haga sentir que esto está mal. Trago saliva, incómoda por haber esperado hasta el último momento para revelárselo, aunque tampoco entiendo cuándo debería habérselo dicho.

—No te preocupes, no pasa nada —musita tratando de incorporarse.

Pero lo retengo, le impido alejarse.

—No, Kai —lo contradigo—. Sí pasa. Me pasas tú ahora mismo y...

Ladea el rostro, desgraciadamente perfecto, sorprendido porque dudo mucho que me entienda. Yo tampoco lo hago la mayoría del tiempo.

—No sé si querrás seguir sabiendo esto.

—¿Qué duda es esa? —inquiere con la comisura izquierda elevada y sus encantadores hoyuelos asomándose—. ¿Estás segura de querer hacerlo?

—Si no te supone un problema, sí.

—Toda tú me supones un problema, Anya.

Nuestros labios se encuentran de nuevo, enredo los dedos en su pelo y lo atraigo aún más a mí como si sobrase algún espacio entre nosotros. Siento el cuerpo de Kai aprisionando el mío, su piel desnuda frotándose sobre mí. Cualquier duda que hubiese tenido el valor de acecharme desaparece. Su lengua acapara mi boca con ímpetu controlando cada uno de los movimientos y el corazón se me deshace lentamente porque no recuerdo que me hayan besado así en la vida.

—Relájate —me pide en un susurro mientras se recoloca y nuestras partes íntimas hacen contacto de forma superficial—. Tendré cuidado.

Asiento nerviosa. Sé que dolerá, y la sospecha se hace real cuando entra en mí y noto una ligera punzada que me advierte que la niña «inocente» de minutos atrás ya no existe. El dolor se apacigua a medida que Kai controla el movimiento entrando y saliendo de mí, me pierdo en el sonido de su respiración agitada y lo abrazo por los hombros sintiéndome toda suya mientras él me abraza con la misma intensidad, delicada y pasional a partes iguales.

Pronto el placer se sobrepone a cualquier otra cosa, la electricidad me recorre los pies, las manos, la mente, y la bomba de sensaciones anterior explota en gemidos irregulares y contracciones. Kai no se resiste al oírme, sale rápido y sucumbe al orgasmo casi al mismo tiempo que yo. Tras unos segundos de cortesía en los que tratamos de recuperar el aliento, nos contemplamos y empezamos a reírnos quién sabe por qué.

—Así que te supongo un problema.

—Sobre todo, cuando te suenas los mocos a todo volumen —bromea con una sonrisa que se está volviendo mi debilidad.

Me alzo con cuidado y se la beso. Al principio, se sorprende como si lo hubiese hecho ya un centenar de veces. Luego, niega en silencio, me acaricia el cabello y me planta un beso en la frente.

—Maldita mocosa impredecible —gruñe y se aparta lento—. Vamos, no quiero que pilles un resfriado.

—Es cierto, estoy empapada —me burlo provocándolo porque ahora estoy mojada por su culpa, aunque él haya terminado fuera—. Me daré una ducha en este lindo vestuario.

—¿Te acompaño? —pregunta levantando una ceja y tendiéndome una mano que no acepto para fastidiarlo.

—No, gracias. Sé ducharme solita —digo mientras me incorporo y recojo la ropa del suelo—. Tú tienes las duchas masculinas.

Kai suelta una risa ronca, me observa de abajo arriba y bufa resignado.

—Tú, tú y más tú... Problemas por todas partes —escupe con los labios amplios—. Llévate la toalla limpia, esa está para tirar.

Se me olvida ocultar el respingo que me da el cuerpo al girarme y contemplar la toalla sobre la que nos hemos tumbado, que está manchada de nosotros y de un poco de sangre. No me avergüenzo, de hecho me encanta que haya sido de esta manera. La recojo hecha una bola y la coloco en una esquina del vestuario.

—Amiga mía, querida virginidad —le hablo a la toalla—, es hora de que nos despidamos.

Kai y yo nos dirigimos a las respectivas duchas entre risas por lo último. Tardo más que él, así que después de secarme como he podido con el vestido, me pongo el sujetador y vuelvo de la sala contigua de duchas, lo veo con el torso húmedo y los pantalones puestos, tumbado sobre la toalla limpia y haciéndome hueco para dormir a su lado. Me cede la camisa vaquera, la única que ha salido ilesa de todo esto, y nos acurrucamos juntos en silencio. El sueño, que ahora huele a una mezcla perfecta de cítricos y tabaco, me vence al instante.

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