La tormenta de Remus

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«Negarse a amar por miedo a sufrir es como negarse a vivir por miedo a morir».

Remus se levantó a la mañana siguiente con el pie maloliente de James cerca de la cara y la cabeza de Peter en las costillas, el cual le había llenado el pijama de babas. Sirius estaba tumbado al lado de James con sus bonitas ondas en la cara.

La noche anterior se habían quedado hasta bien entrada la madrugada hablando. No sabía cuando se quedó dormido, solo que por primera vez en mucho tiempo no había sentido la necesidad sumirse en un sueño ligero que le despertara del más mínimo ruido. Porque sus amigos estaban allí. Y si estaban con él, no había nada de que preocuparse.

Retiró la cabeza de Peter con delicadeza para que no se despertara antes de incorporarse.

Se dirigió a la cocina donde estaban ya Clarisse y el señor Jonas.
Ambos hablaban en voz baja, sin advertir que Remus estaba escuchando. Charlaban con una falsa tranquilidad que lo inquietó pues era consciente de que empezaba a tensarse el ambiente entre ambos.

—No sé si es buena idea llevar a Remus al ministerio, Alex —le confesó la mujer a su hermano tomando un sorbo de café—. No me gusta que vaya a ir. Sabes cómo son los del ministerio. Le atosigarán a preguntas. Le harán revivir todo otra vez. Y yo no quiero volver a pensar en cómo…—le falló la voz—. Imagina lo que será para él testificar delante de gente sobre algo tan fuerte que ha pasado en su vida, delante de gente que le produce más terror todavía.

—Lo sé, lo sé. Pero debe hacerlo. Tiene que ser fuerte, Clarisse.

La mujer dejó el vaso del café en la mesa, empezando a enfadarse.

—¿Fuerte, Alexander? ¿Le estás pidiendo a un niño que sea fuerte? No le has escuchado llorar en sueños. No le has oído gritar por ayuda por las noches. No le has visto… No le has visto en medio de un ataque cuando tiene pesadillas. ¿No lo has hecho, verdad? —le chilló, señalándolo con el dedo y con la mandíbula apretada.

—No.

—Entonces, Alexander, no le pidas que sea fuerte. Es un niño. Es un puñetero niño. Pero parece que ni tú, ni Dumbledore, ni el ministerio os habéis enterado. No lo veis como un monstruo, pero tampoco lo veis como un niño. Lo veis como una especie de superhéroe que tiene que aguantar todo lo que la vida le ponga delante por ser como es. Y le dirás: «Eres fuerte, Remus Lupin. Aguanta». Ya está. Y observáis. Sin intervenir. Sin intervenir nunca, Alex. Como si fuera una rata de laboratorio a la que estáis probando hasta que esté a punto de explotar. Y es entonces, solo entonces, cuando decides parar. Dime, ¿no eres acaso igual que los hombres que cazan a gente como Remus? —le gritó, con los ojos llenos de lágrimas.

El señor Jonas la observó. Remus olió su rabia y su frustración.  Percibió sus ganas de hacerle daño a su hermana. Lo supo por como se le tensaban los músculos y se le fruncían las cejas. Le invadió el miedo.

—Sin intervenir —repitió él, con los dientes tan apretados que parecían a punto de explotar.

—Sí. Sin intervenir. ¿O me vas a negar que lo único que has hecho este curso por Remus ha sido preguntarle si pasaba algo en casa, a pesar de que nadie que está pasando por una situación así, menos él, va a decirlo? ¿Qué has hecho, Alexander? ¿Mirar aún sabiendo lo que estabas pasando? ¿Decirle que podía confiar en ti sin hacer absolutamente nada para demostrar eso? ¿Darle una palmadita en la espalda y un: puedes con esto y más? —le espetó golpeándolo con el dedo en el pecho.

Ambos hermanos se aguantaron la mirada sin apenas pestañear. El licántropo fue consciente de que las palabras de la mujer había abierto un abismo entre ambos.

Remus temblaba, asustado. No quería que Clarisse se enfadara por su culpa. Tampoco deseaba que el señor Jonas pensase que no había hecho nada por él. Le aterrorizaba la idea de que todo se destruyera por su culpa.

«Clarisse está siendo dura con él» pensó el niño, mirando fijamente la escena. «Él sí intentó ayudarme. Pero no pudo ayudarme porque yo no quería ser ayudado» se recriminó, clavándose las uñas en las palmas de las manos.

Evocó todo lo vivido en su casa en los últimos meses. El atizador de plata, su tía pegándole cuando lo pillo rebuscando en un cajón, encerrándolo en una habitación sin dejarle ver la luz del día. El olor a sangre y a orina. Cuando se despertó de una transformación con el cuerpo lleno de astillas y tuvo que quitárselas él solo. El sonido de las hormigas merodeando por las esquinas, esperando a que él muriera para comerse su cadáver. El sabor de las lágrimas y de las heces que había tenido que comer para no morir de hambre. Las náuseas. Las pesadillas.

¿Realmente no se merecía haber pasado por eso? Había matado a sus padres. Su tía estaba muerta por su culpa. El señor Jonas se culpaba por no haber actuado de otra forma. ¿Acaso se merecía él una vida mejor de la que había vivido en los últimos meses? Él, que consumía toda luz con su propia oscuridad. Deseó que lo consumiera a él también.

—Remus —susurró una voz mientras le cogía la mano y le obligaba a dejar de hacerse daño. Notó unos dedos acariciando con cuidado la palma de su mano y como se crispban al notar heridas.

Giró la cabeza, aturdido, y sus ojos se encontraron con dos manchas grises que lo miraban preocupado.
Esos ojos que lo habían perseguido desde el primer día a pesar de sus esfuerzos porque él no lo viera. «Te veo, Remus» parecían decirle cada vez que los encontraban en clase o en los pasillos, ignorando sus intentos por ser invisible y que nadie se percatara de su existencia. Una, la suya, que deseaba que se extinguiera.
Remus había odiado aquellos ojos. Unos que le recordaban que seguía vivo. Que le recordaban que no importaba cuanto corriera; sus demonios estarían siempre pegados a su espalda.

Pero ahora los veía de otra forma. Los ojos de Sirius le recordaban a la tormenta. De pequeño, cuando había una, se escondía debajo de la cama mientras veía el cielo relucir por la luz de los truenos. Una luz que conservaba Sirius cuando lo miraba.

Sirius era una tormenta. La suya. Todo su ser era luminoso, fascinante e impredecible. Su alma era un temporal enorme que le azotaba con fuerza, retándolo a que dejara de tener miedo. Era como estar dentro de un huracán, girando a toda velocidad y chocándote con todo. Entonces aparecía Sirius, con sus ojos chispeantes y luminosos como los rayos de tormenta. Lo alzaba cada vez que se caía, sin importarle cuántas veces se derrumbaba. Le cogía de la mano y la apretaba, como prometiéndole que no le soltaría nunca. «Vamos, Remus. Estoy aquí. Tienes que seguir» le decía, con esa sonrisa suya en la que enseñaba los colmillos y lo hacía parecer un cachorro muriéndose por vivir a lo grande. Un cachorro que esperaba pacientemente a otro más miedoso a que se atreviera a salir de la caseta mientras tiraba con firmeza de él para que se lanzara a salir.

Mientras Sirius estuviera con él, no tendría miedo de las tormentas. Sólo temería a que su tormenta se apagara.

—Sirius —musitó él, mirándolo.

—¿Qué pasa? ¿No te encuentras bien? - le preguntó, apretándole la mano.

—No… Sí, estoy bien. Es solo que tenía miedo.

—¿Miedo? —repitió él—. ¿De qué?

Remus clavó la mirada de sus ojos miel en los suyos y le pareció que relampagueaban por un momento. «No tengo que tener miedo. Estás conmigo».

—De nada. Era una tontería —respondió, sonriéndole un poco. Los ojos de Sirius se iluminaron aún más y sonrió a su vez.

—Está bien. ¿Tienes hambre? El otro día compraron unas galletas de chocolate —comentó él, entrando en la cocina.

Remus lo siguió, pensado que el cachorro miedoso se había atrevido por fin a dar el primer pasó para salir de la caseta.

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