Tantas citas que tuvimos, tantos errores que cometí, tantas veces que reímos y hasta poder conseguir un noviazgo formal durante más de tres años.

Un día frente al lago artificial de aquel parque, sobre la común sábana con rayas rojas y blancas entrecruzadas, dejé el sandwich de pollo que comía a un lado y levantándome le pedí que hiciera lo mismo.

—Melanie —me miró sorprendida. Yo me arrodillé y saqué el anillo, con una gota de diamante en el centro, que guardaba en su cajita negra. Ella abrió aún más sus ojos. Noté una vez más su brillante color negro en sus iris.

—¿Qué? —preguntó.

—¿Te quieres casar conmigo? —pregunté mientras el corazón desbocado latía en mi pecho.

Guardó silencio. Me miró expectante, detalló mis gestos y posibles reacciones. Sentí miedo. Sentí perder el control. Por un momento creí arrepentirme de habérselo propuesto en ese momento, podía no ser el indicado.

—Sí —dijo muy por lo bajo. Pareció tener miedo. No nos sentíamos tan diferentes después de todo.

—¿Cómo? —alcé la voz en tono divertido, algunas personas alrededor nos miraron. Ella rió y yo repetí en voz muy alta mientras sonreía y todos volvían la mirada a nosotros—: ¡¿Te quieres casar conmigo?!

—¡Sí! —respondió siguiéndome el juego de risas. Entonces la levanté de un impulso por la cintura, le di un fuerte abrazo y la besé como si nunca más la fuera a tener. Le dije muchas cosas hermosas que no podría escribir tal cual. Melanie lloró de felicidad y sorpresa. No se lo esperó. Las personas que lograron escuchar lanzaron vítores. 

Allí comenzaría una nueva vida, nuevos pensamientos que ya no serían tan individuales, serían un "dos por uno". Un inicio que muchos emprenderemos, que a unos se les hace fácil, es cuestión de la persona. Pero que recorren la misma ruta. Ahí no hay escape.