Parte 2

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No fue hasta un año más tarde, otra noche fresca de abril, que supe que podría volver a ser su dueño.

Me materialicé en una habitación oscura. La mujer que me llamaba debía tener aproximadamente veinticinco años, era bella y voluptuosa, y me la imagine exactamente como el tipo de mujer que mi querido Gian disfrutaría tener en su cama, la clase de mujer a la que él entregaría su corazón.

—¿Por qué me llamas? —la interrogué con suma curiosidad. Las mujeres como ella solían tener muchos motivos para invocar a un demonio, los cuales variaban en una escala de egoísmo bastante amplia. Si hubiese tenido que predecir en qué parte de esta escala la rubia se encontraba, me hubiera arriesgado por decir que estaba en la parte más alta, o casi.

—Quiero la muerte de un hombre —dijo sin ningún deje de culpa en su voz—. Lo mataría yo, pero debe ser muerte natural. Es preciso.

—¿Quién es ese hombre? —le pregunté, comprobando que su alma hacía mucho tiempo se encontraba manchada. Vi una marca particular en su aura, lo cual confirmó una sospecha que ya tenía: ella ya había sellado un trato con anterioridad, aunque eso había sido en otra ciudad. Yo era quien estaba a cargo de esta, y era la primera vez que me encontraba con esta fémina.

—Es mi marido —me informó—. Quiere divorciarse y me quedaré en la calle si eso ocurre. Firmé un prenupcial donde se establecía que me quedaría sin nada en caso de que nos divorciásemos antes de cumplidos diez años de matrimonio, o de que él fuese asesinado o muriese por culpa de algún accidente. Solo su muerte natural me garantizará su fortuna.

—Eso no será ningún problema —le dije—, pero debo advertirte que el precio será caro.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó, batiendo sus pestañas en forma sugerente. Supe que estaba esperando que quisiera tener sexo con ella; quizás eso era lo que el otro demonio le había pedido, y seguro hasta le había encantado. Conmigo no tendría la misma suerte.

—Quiero poseer tu cuerpo durante un año —sentencié.

—¡¿Qué?! —expresó, sus ojos grandes como platos. No se lo había esperado.

—Tranquila, no perderás nada de lo que tienes —le aseguré—, y me asegurare de que sigas siendo tú misma.

—¿Para qué quieres mi cuerpo? —preguntó, un tanto preocupada por el uso que yo pudiera darle—. ¿No puedes pedirme otra cosa? No sé... quizás que me entregue a ti todas las noches durante todo un año, o dos... O los que quieras. Puedes golpearme, puedes atarme, puedes hacerme lo que se te antoje.

—Para encontrarme con un hombre —le dije—. Y no, no me apetece tu cuerpo, al menos no para satisfacer mis deseos carnales con él. Quiero poseerlo, ese es el precio que te doy por darle muerte a tu marido. Es eso o quedarte en la calle.

—Está bien —suspiró muy poco convencida—, pero lo quiero de vuelta en un año con exactitud, ni un día más ni uno menos, y quiero recordar todo lo que pasó durante ese año en el que no tuve control de mis acciones.

—Por supuesto —le aseguré—. No será ningún problema.

Su marido murió de un ataque al corazón al día siguiente. La joven viuda era su única heredera.

Se mostró reticente a cederme el control sobre su cuerpo cuando fui a por ella dos noches más tarde. Intentó escapar, e incluso probó echarme sal para espantarme; pero le recordé que no podía escaparse del trato que había hecho conmigo. La poseí de inmediato y sin problema alguno; su alma estaba demasiado sucia como para poder oponer resistencia.

Días más tarde, Gian estaba volviendo a casa cuando vio a una mujer inconsciente tirada en el suelo, sobre la vereda de enfrente. Claro está que esa mujer era yo, y que no estaba inconsciente en realidad.

Cuando abrí los ojos me encontraba dentro de la casa donde él vivía solo, sobre el sofá donde tantas veces le había hecho cosas innombrables que a cualquier otro hombre le hubieran provocado el llanto y la impotencia.

—¿Dónde estoy? —pregunté, fingiendo inocencia y confusión.

—Hola —me saludó él, hablándome con mucha amabilidad—, te encontré desmayada frente a mi casa y te traje adentro hasta que vengan los de emergencias. Hace demasiado frío allí fuera y te vas a resfriar.

—Estoy bien —le aseguré—, y gracias por tu gesto, pero ya debo irme a casa.

—No, no te irás a ninguna parte —me dijo con firmeza en sus palabras—, necesitas que te vea un médico. Quizás el golpe que sufriste haya sido más grave de lo que piensas. ¿Qué sucedió?

—Me atacó un ladrón —dije en voz suave, fingiendo ser una chica inocente, una de la que a él le gustaría enamorarse—. Se llevó mi bolso y mi teléfono celular.

—¿Tienes alguien a quien pueda llamar para que venga a buscarte?, ¿alguien que ahora pueda estar preocupado por ti? —preguntó. Sacudí la cabeza en negación. No tenía nadie, y eso era cierto. Me había asegurado de echar a la última empleada que vivía en la mansión que ahora habitaba, y esta vil mujer no tenía ningún familiar cercano que se preocupase por ella.

—No, no tengo a nadie. Mi marido murió hace muy poco y no tengo a nadie más.

—Lo siento mucho —dijo mostrando comprensión—, debe ser horrible perder a alguien a quien amabas.

—Para nada. Ese hijo de puta se lo merecía...

—¿Por qué? ¿Qué fue lo que te hizo? —preguntó preocupado.

—Me casé con él solo por obligación, porque él estaba obsesionado conmigo y prometió que así perdonaría la deuda que mi padre tenía con él. En casa me obligaba a tener sexo con él todos los días, y me maltrataba mientras lo hacía —le conté, mostrando unos moretones que llevaba en los brazos—. Fue lo más horrible que me pudo haber pasado.

Noté como su semblante cambiaba y se solidarizaba con la chica que tenía delante de sus ojos, alguien que había pasado algo similar a lo que él había experimentado.

—Lo siento mucho —dijo—. Tú no habrás tenido algo que ver, ¿no?

—No, claro que no... Murió de un ataque al corazón. Ahora soy libre al fin.

—Sé lo que se siente —respondió con una sonrisa.

—¿También estuviste con alguien que te maltrataba? —pregunté. Él asintió sin pronunciar palabra alguna, pero cuando iba a hacerle una pregunta al respecto los paramédicos golpearon a la puerta.

—Está todo bien —dijo el médico que me revisó—. Puede volver a su casa, señora. En caso de que sienta algún mareo o algo extraño no dude en ir al hospital.

—Por supuesto —le aseguré, esperando que los médicos se fueran y me dejaran a solas con Gian.

—Te llevaré a tu casa —se ofreció una vez que al fin se marcharon.

—Puedo pedir un taxi, no te preocupes —aseguré, pero él se negó a dejarme ir sola.

—Vendrás conmigo —me dijo sin darme otra opción—, no dejaré que vayas sola. Quizás quien te atacó siga al acecho.

—Como quieras —acepté.

Él me veía como una chica indefensa a quien podría entregar su corazón, alguien que había sufrido tanta opresión como él, una mujer poseedora de un alma herida similar a la suya... Pero estaba muy equivocado.

Por más que mis intenciones ya no eran humillarlo, no podría estar con él sin dañarlo. Lo necesitaba porque me había hecho adicto a su contacto, a su silencio. Su energía me proveía algo que ninguna otra me había dado; pero era un demonio, y todo quien se acercaba demasiado a mí sufriría por eso. No se me ocurría que pudiese ser de otra forma.

En ese entonces pensaba que, si había cosas que sentía por él, no eran más que una adicción y un deseo intenso de embriagarme con su silencio y sumisión, de las lágrimas que él jamás derramaría por más dolor que sintiera y por más acongojado que estuviera su espíritu.

—Cuéntame sobre ella —le pedí mientras me llevaba a casa en su camioneta.

—¿Ella quién? —preguntó confundido.

—La que te lastimó —le dije. Quería saber qué sentía al respecto, necesitaba oír esas palabras, aunque dudaba de que las llegase a pronunciar.

—Ahh... Prefiero no hablar al respecto —dijo—. Lo siento. Quizás algún dia.

—Está bien, lo entiendo perfectamente —repliqué, sacando una tarjeta del interior de la chaqueta que llevaba puesta—. Ten, este es mi número de teléfono. Puedes llamarme cuando quieras, para hablar... Para lo que sea.

Me lo agradeció. Justo llegábamos a la casa donde habitaría durante ese año, un hogar vacío que ahora permanecía en penumbras. Nidia sería una mujer solitaria una vez que abandonase su cuerpo.

—Nidia, ¿eh?

—Sí. Disculpa, había olvidado decirte mi nombre. ¿Cuál es el tuyo? —pregunté.

—Gian. Te llamaré —prometió—. Espero que sigas bien.

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