29. ¿Después?

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Los hermanos fueron recibidos en el Rancho Miller con un almuerzo rápido, servido por Jo y sus amigas, que se dedicaron a alborotar en torno a Jim como moscas de verano. Como si lo conocieran de años, nadie había siquiera mirado el dormitorio principal de la casona, reservándolo para él. Jim dejó que las chicas lo acosaran una hora entera antes de tomar posesión de sus aposentos y pasar otra hora en el hidromasajes.

Sean y los demás no lo esperaron para ensayar. En algún momento Jim encontró el camino a la biblioteca, donde montaran la sala de ensayos, y se reunió con ellos. Los otros notaron que estaba de talante disperso, de modo que pasaron las siguientes horas improvisando más que probando nuevos arreglos.

Durante la cena Jim decidió que quería una fiesta de bienvenida como correspondía, y se la montó él mismo. Los viejos relojes de la casona intentaron dar la medianoche y se perdieron en la música a todo volumen y las voces a todo pulmón.

Jim estaba de pie sobre una mesa, dirigiendo a sus amigos en un coro más bien bizarro, cuando su teléfono vibró en el bolsillo trasero de sus jeans.

Sean frunció el ceño al verlo saltar de la mesa, hacer una reverencia y despedirse con la excusa de que su belleza precisaba reposo.

—Regreso enseguida —le dijo Sean a Jo, y se abrió camino hacia la escalera en medio de los que bailaban en la amplia sala.

Alcanzó el segundo piso a tiempo de ver a Jim en medio del pasillo, leyendo algo en su teléfono con una sonrisa cálida que desconcertó a Sean. ¿Qué diablos? Nadie le prestó atención cuando regresó a la planta baja y se dirigió a la cocina. Un momento después volvía a encarar la escalera con dos cervezas.

Encontró a Jim en el dormitorio principal, recostado en la cama en ropa interior, la laptop sobre sus piernas enchufada a su teléfono y un armado en la boca.

Jim sonrió al verlo asomar la cabeza y le hizo señas de que entrara. Sean se acercó a la cama con cautela, tendiéndole una de las cervezas con una mirada colmada de sospechas. Jim le cambió cerveza por armado, palmeó la cama para que se sentara y desenchufó el teléfono para ubicar la laptop entre ellos, de tal manera que su hermano viera la pantalla.

Sean estaba acostumbrado al toque artístico de Jim en sus fotografías, y fue pasando los archivos en silencio. Una de las imágenes le llamó la atención. Un ojo de un azul oscuro, abierto en una expresión de sorpresa, y una lágrima en frágil equilibrio entre las pestañas. La siguiente era Jim besando la sien de Silvia, y reflejaba una emoción completamente diferente, una serena calidez al borde del afecto que lo tomó por completo desprevenido.

Jim se inclinó hasta descansar en su codo para estar más cerca de su hermano y la laptop. Retrocedió a la foto de la lágrima.

—Ésa es su reacción a algo que dije sobre ella —terció, y regresó al beso en la sien—. Y esto ilustra bastante bien cómo nos sentimos durante los dos días que pasamos juntos.

Sean respiró hondo. Las palabras de su hermano habían transformado aquellas fotos, de poesía gráfica a una declaración que él no estaba seguro de comprender, y que no terminaba de gustarle.

—Hombre —murmuró, devolviéndole el armado.

—¿Verdad? —Jim le mostró la foto del tatuaje—. Ese símbolo significa cielo, el de Dios. Y ahí tienes la medida de cuánto cree en Dios. En Dios y en el libre albedrío.

—¿Acaso se puede creer en las dos cosas al mismo tiempo?

—Tal parece. No podría repetir su explicación, pero tenía lógica y coherencia. Poco convencional, pero lógica.

—Si tú lo dices.

Jim le indicó que viera el resto de las fotografías que había tomado esa mañana, mientras él buscaba algo en su teléfono.

—Ésta es buena —dijo Sean.

Jim alzó la vista y asintió sonriendo. Era su pecho desnudo, con el brazo de Silvia surgiendo desde atrás para apoyar la mano abierta sobre su piel. La siguiente era idéntica, pero con la mano del propio Jim cubriendo la de ella sobre su pecho.

Sean le arrebató el armado a Jim mientras continuaba pasando fotografías. Vio algunas imágenes sugestivas, otras estaban fuera de foco o movidas a propósito. Todas ellas tenían el toque personal de Jim. Se detuvo al encontrar una de su hermano riendo. Él conocía esa risa espontánea, abierta, y sabía que Jim no se reía así con cualquiera.

—Escucha —dijo Jim entonces, señalándole el teléfono.

Sean frunció el ceño. ¿Una versión acústica de Enemy? ¿Cuándo diablos...?

Jim rió al verle la cara cuando Silvia cantó con él.

—Jamás supo que estaba grabando.

Sean se negó a devolverle el armado. Si Jim necesitaba hablar sobre esta mujer y lo había elegido a él para escucharlo, quería algo más que alcohol en su organismo.

A continuación, Jim le mostró un mensaje privado de Twitter en su teléfono.

Sean resopló desviando la vista.

Un momento después Jim arriesgaba su alma y abría Facebook para mostrarle un poema.

—Léelo.

Sean sabía que era en vano negarse. Lo leyó y se puso de pie gruñendo por lo bajo.

—Ella lo escribió.

—Sí.

—No estás bromeando.

—No.

Jim aguardó en silencio, sabiendo que Sean estaba a punto de estallar.

—¿Qué mierda es todo esto, Jimbo? —exclamó Sean iracundo—. Dices que es tan diferente, pero cuanto tienes para mostrarme es un poema que tú mismo podrías haber escrito, y esas fotos de ella haciendo lo que tú querías.

—¡Exacto! ¡Eso es precisamente lo que quiero que veas! Éramos blanco y negro, ¡y aun así hallamos tanto en común para compartir!

—¡Porque la domaste a polvos, como haces con todas!

La risa de Jim llenó el dormitorio. Se recostó con la vista alzada hacia el techo, los ojos brillando con recuerdos de los cuales Sean no quería saber nada.

—¿Domarla? No, hermano. Esta mujer es indomable. Es fuego y acero como tú y yo. —Jim volvió a reír al ver la forma en que Sean revoleaba los ojos—. ¡Y es tan jodidamente orgullosa! Moría por tocarme, ¿sabes? Pero casi me da un puñetazo cuando la besé.

—Ojalá lo hubiera hecho, así yo me ahorraba esta mierda.

—No quería nada conmigo porque creía que yo lo hacía sólo por lástima.

—Y estaba en lo cierto.

—Sí, por cinco minutos.

—Hasta que se rindió a tu polla de oro como las demás.

—Hasta que me cogió y me dejó rogándole más.

Sean alzó la mano para interrumpir a su hermano. Como si fuera a hacerle caso.

—¿Recuerdas su ex esta mañana? ¿Que tenía un brazo roto? ¡Ella se lo rompió mientras el hijo de puta trataba de estrangularla con sus propias manos! —Jim se sentó en la cama, arrastrado por sus propias palabras encendidas—. ¡Hombre! La encontré llorando escondida en un rincón, completamente sola a miles de kilómetros de su hogar, en otro país con otro idioma, rodeada de gente que odia a los extranjeros, especialmente si vienen de su parte del mundo. ¿Y crees que pedía ayuda? ¿Que me pidió ayuda a mí? ¡Jamás! No esperaba nada de nadie. ¡Solo quería que la dejaran en paz para encontrar por las suyas una forma de volver a casa!

Como empujado por el tono animado de Jim, Sean comenzó a pasearse por la habitación, evitando mirarlo cuando siguió hablando.

—¿En verdad crees que necesitaba mi polvo por lástima? Yo necesitaba echármela porque me mantenía a distancia en todo momento. Era lista, divertida, hasta podríamos decir bonita, y moría por mí. Y aun así no me rozaba ni por casualidad. Porque es así de fuerte, hermano, y así de especial. ¿Cómo hubiera podido no echármela?

Sean alzó las manos y enfrentó al fin a Jim, dándose por vencido. —¿Y entonces? ¿Te vas a casar con ella o qué?

Jim le arrebató el armado para olerlo. —Comparte lo que sea que hayas tomado, maldito.

—Que te den. ¿Qué esperas que diga después de semejante discurso? ¿Por qué me muestras y me dices todo esto?

—Porque te conozco, y me tratas como si me hubieran lavado el cerebro o algo así.

—¿Y te lavaron el cerebro?

—Claro que no, maldito enfermo. ¿Querías saber qué le vi a esta mujer? ¡Pues bien! ¡Aquí tienes la respuesta que buscabas!

—¿Y qué harás al respecto?

Jim frunció el ceño. —No lo sé. Imagino que responder a su MP.

—No hablo de eso, imbécil. Hablo de después.

—¿Después? —La sonrisa de Jim desconcertó a Sean—. ¿Qué después?

Sean lo estudió un momento, y al fin comprendió que su hermano decía la pura verdad. No había más que lo que le había mostrado. No había ningún después. Era Jim. Y Jim estaba feliz. Tan simple como eso, sin secretos entre líneas, sin nada que ocultar.

—Yo...

Sean señaló la puerta por encima de su hombro. Jim asintió sin dejar de sonreír.

—Sí, ve antes que Jo me mate por secuestrar a su novio. Hasta mañana, hermano.

—Hasta mañana —murmuró Sean, dio media vuelta y se marchó, cerrando la puerta tras él.

Jim dejó su laptop en el suelo, todavía riendo por lo bajo de la reacción de su hermano, y se acostó. Tomó su teléfono al tiempo que apagaba la luz. Releyó el mensaje privado de Silvia. Ladeó la cabeza, una sonrisa cálida en los labios mientras escribía la respuesta.

Se quedó dormido apenas tocó la almohada, para soñar con Berlín en una tarde gris y un cafecito escondido que descubriera en París un par de meses atrás.

En la mesa de noche, su teléfono aún tenía su respuesta en pantalla.

Éste es sólo el principio de la historia de Silvia y Jim.
¡Todavía faltan 135 capítulos!

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