Cuidado con lo que haces

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Día ciento veinte de esta cuarentena: estoy harta de permanecer encerrada. En los canales informativos todo es confusión: ninguno transmite lo que pasa en  realidad. Estoy comenzando a sentir los estragos de este confinamiento, y por esta razón he decidido programar mi semana completa yendo a visitar a cada una de mis amigas, comemzando por Viviana.
Salgo a la calle y a medio camino siento que me falta algo… ¡CARAJO! ¡Me olvidé el barbijo! Pero, ¿qué más da?; al fin y al cabo en lo que voy caminando, más del cincuenta porciento de los transeúntes no lo lleva puesto (aparte hace mucho calor y la condemada mascarilla no me deja respirar).
Llegando a la casa de mi amiga, me llama la atención que desde el caserío del frente alguien me observa. Me siento muy incómoda. Logro enfocar bien mi mirada y la veo: es una figura siniestra, vestida de negro. Su rostro va cubierto por una máscara que no logro distinguir muy bien por la distancia. Dejo de prestarle atención y toco la puerta de Viviana.
Mi amiga me esperaba ansiosa. Me comentaba que alcohol ya no utiliza puesto que le arruinó demasiado las manos y que, para ella, ya no era necesario.
Asiento ante sus aseveraciones porque, sinceramente, tiene razón: en el pueblo jamás hablaron de contagios, aislamientos ni muertes por el virus ¡Eso es lo bueno de vivir en una zona rural! ¡Aislados del mundo! ¡Somos inmunes!
La tarde pasaba amenamente entre charlas, mates compartidos — ¡ya para qué utilizar mates individuales!… Una distención total. Nunca me percaté (hasta más tarde), que Viviana tenía unas manchas horribles y extrañas alrededor de su boca y también en sus manos. Le pregunté a qué se debían tales manchas y solo atinó a decirme que no me preocupara, que le habían salido por no haber estado en contacto con el sol y por rociarse exageradamente alcohol en las primeras etapas de esta cuarentena.
La verdad que en ese momento me quedé tranquila y volví a casa pensando: “¡por fin volvimos a la normalidad!”
Día ciento veintiuno de cuarentena: me levanté demasiado temprano. Tuve una terrible noche entre pesadillas donde constantemente aparecía la figura siniestra que vi ayer atormentándome y una picazón y ardor exasperantes  en mis manos. Sentía como si se estuvieran quemando con ácido.
Después de dar mil vueltas en la cama, decido salir de ella para desayunar. Seguía sintiendo ese escozor en las manos, pero también se había extendido a los brazos, llegando hasta la zona alta de la espalda. Hasta aquí – dejando de lado la picazón y su malestar – todo se venía desarrollando con total normalidad… hasta que me saqué el pijama y observé un espectáculo dantesco: tanto mis manos como mis brazos estaban lleno de pústulas  que contemían una cantidad exorbitante de  pus y la piel tenía el aspecto de chamuscada. Sentí un frío recorrer mi columna; traté de calmarme. Cuando entré en razón, decidí llamar a Viviana para preguntarle por sus manchas.
La llamé varias veces pero solo iba al buzón de voz. Volví a discar. Al quinto intento me contestó su esposo. Se sentía su voz muy acongojada. En ese momento me cuenta que mi amiga se había despertado en la madrugada con dolores desgarradores en todo su cuerpo y con llagas en donde en su momento hubo solo manchas. Que la habían tenido que hospitalizar y que muchas esperanzas no le daban de recuperación. El médico había dicho que estaba en la última etapa de infección del virus y que todo esto sucedió por no cumplir los protocolos que se establecieron desde el comienzo de la pandemia. Traté de calmarlo aunque, de verdad, por dentro sentía un terror espantoso que amenazaba con hacer estallar mi corazón. Aún así pensé que lo que le estba pasando a ella era mera coincidencia y que el médico fue demasiado drástico en su comunicado. Sin embargo, la silueta negra me seguía apareciendo en todos lados… ¿sería un presagio? No quería creerlo.
Reflexioné que, quizás, todo era producto de mi tonta imaginación.
Y las manchas en mi piel que no desaparecían.
Día ciento treinta y uno de cuarentena: Viviana tuvo suerte esa vez, pero quedó con graves secuelas.
Le mando un mensaje avisándole que la iría a ver. Me contesta que no vaya. No quería ver ni saber de nadie; que con lo que le pasó le bastaba y le sobraba para entender que esto no era un juego. Acepté su decisión pero me enojé por su postura. Nada estba sucediendo, ¿por qué lo tomaba así?
Me concienticé en no seguir molesta y me dispuse a mandar los informes que habían solicitado de mi trabajo. Abrí mi casilla de correo y me topé con algo extremadamente perturbador: un mail enviado… ¡POR MI MISMA!
"¿Qué es esto? ¿por qué me hackearon el correo? ¡Ah, pero ya verán qué reclamo magnánimo les haré!", pensé muy enfurecida. Juro que trataba de tranquilizarme – aunque poco podía -  verme los brazos y las manos me daban más preocupación que tranquilidad.
Tomé valor y abrí el mail. La frase escrita en él era aún más perturbadora: “CUIDADO CON LO QUE HACES”. ¿Con lo que hacía? ¡Si no hacía  nada! ¡Todo lo que havía estaba bien!... ¿De verdad estaba haciendo las cosas bien?.
Preferí despejar mi mente y salir acaminar. Esta vez llevaría a mis perritos conmigo. Salí al patio, los llamé, les puse sus respectivas correas y… me falta uno... el más cachorro. ¿Dónde estará Pólux?... ¡Pequeño condenado! ¡Seguramente se había escabullido nuevamente a mi habitación y ya debía estar restregándose en el edredón que había lavado hace dos días! ¡Maldito cachorro!
Corrí a buscarlo, abrí la puerta de mi cuarto y Pólux no estaba… ¿Dónde se habría metido? En esos momentos recordé que sin querer había dejado el portón que da a la calle abierto. Seguramente se había escapado. Me abalancé a la puerta de entrada la abro y… efectivamente… encuentro a Pólux desollado completamente y crucificado a una cruz de madera podrida que se notaba que había sido robada del cementerio
¡Mi cabeza estba por estallar! Las fuerzas me abandonaron y caí de rodillas. En un arrebato de horror y desesperación logré gritar: “¿por qué está pasando esto? ¡el pobre animalito no merecía algo así!”… y mi pregunta fue respondida, precisamente, por quien menos esperaba: por mi misma… yo misma parada detrás de mí, pero en una versión carcomida y putrefacta, resultado de la infección de las llagas que jamás se curaron: “esto pasa cuando haces lo que no debes. Estuve tratando de llamar tu atención para ver si recapacitabas, pero fue inútil. Mira todos los eventos desafortunados que desencadenaste por no pensar, por ser egoísta. Este monstruo que ves aquí es tu futuro… la pandemia te ha maldecido… ya es tarde para nosotras”.
Cuando desperté la mañana siguiente, lo primero que pensé fue que todo había sido un mal sueño... Pero la imagen que me devolvió el espejo del baño me dijo lo contrario: me había convertido en el resultado de mi propia negligencia y ahora hedía a cadaver en descomposición.
Me senté en el piso y, mientras acariciaba la osamenta de Pólux que intentaba mover su deshecho rabo, me mofé de mi apática fortuna.

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