Junio de 1950, días antes de...

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Luego de terminada la Segunda Guerra Mundial en 1945 se concreta la repartición del territorio coreano; al Norte el pro comunismo y al Sur el capitalismo. Pasado cinco años, una de las partes, Corea del Norte, considera cruzar el paralelo 38° (franja divisoria de ambos territorios) para unificar la península bajo el gobierno comunista.

Junio de 1950; días antes de...

Me estremece cada estallido y he sido yo el genio creador de cada estruendo. Cínico, elevo una plegaria por los que están allá. El aire está espeso, el viento impiadoso nos llena del polvo que se levanta tras el avance de la tropa. El cielo está gris, parece que incluso las nubes han sido impregnadas de la mugre de una guerra que no tendría que ser. Yo, escondido en una trinchera, asomo apenas la cabeza para observar a la distancia la polvareda que deja el explosivo que detonó hace instantes.

—Hazlo de una vez, Kim —suelta el Teniente a mis espaldas y yo lo observo extrañado por tal petición—. ¿Qué esperas? ¡Lanza la ofensiva Treinta y tres!

La ofensiva Treinta y tres es la reserva de nuestras estrategias de ataque. He trabajo en conjunto con otros artificieros para conseguir una detonación que dejaría, y podríamos presumir, un cráter de ochenta metros de profundidad y doscientos metros de ancho. Un total de siete millones de toneladas de tierra desplazada. Ingente. No siendo una explosión nuclear era aún más impresionante. Por ende, su detonación quedó acordada para último recurso.

Estábamos a la espera del General MacArthur, enviado desde Norteamérica por la ONU y, en tanto, nuestro plan era resistir. Evitar que el ejército comunista avance desde el Norte, atajando el paralelo 38º, pero no más. No podíamos darnos el lujo de presentar combate sin perder recursos materiales y humanos.

Yo no me podía permitir perder más soldados. Bastante pesaba en mí cada muerte de los que, por desgracia, han quedado dentro del margen de alguna explosión que he efectuado.

—Hemos enviado a los de primera fila hace unas horas —explico con tono respetuoso al irascible Teniente Kim Seokjin; el hombre me observa esperando a que continúe—. Si activamos la ofensiva Treinta y tres esos soldados quedarán expuestos a...

—No tengo tiempo para preocuparme por ellos —Me corta con brusquedad mientras repasa enteramente mi cuerpo; noto el desprecio en sus ojos—. ¿Desde cuándo te das aire de poner objeción a una orden, Kim Namjoon?

Muerdo mi respuesta. Mi exabrupto podría costarme un castigo. Trago las muchas palabras de odio que podría dirigirle porque sé que tiene razón. Yo soy solo un artificiero, quien manipula los explosivos. Pero, para queja mayor, soy un incapaz. Solo aquí, atrincherado, lejos del verdadero terreno de combate, soy útil. Pero lánzame al campo hostil de esta guerra contra Corea del Norte y tendrás en mí un blanco fácil, un estorbo. Con una pierna casi muerta de una explosión que resultó prematura por un mal movimiento, mi oído izquierdo con audición reducida, al igual que uno de mis ojos con visión borrosa a la distancia, yo soy un hombre inservible. Soy la mitad de un hombre que permanece en este campamento por la habilidad de poder pensar ofensivas espectaculares, dignas de condecoración. Solo que no es mi pecho el que porta con orgullo aquellas menciones de honor del Ejército, es el Teniente ante mí quien disfruta los laureles.

Podría irme, ciertamente. Sin embargo...

—El hijo del Cabo primero está allá —Suelto con imprudente preocupación, apelando a lo último con una vergonzosa artimaña—: y el subteniente.

Parece ser suficiente para que el Teniente Seokjin atienda mi pedido porque asiente molesto.

—Tienen dos horas para regresar o activarás la ofensiva como he mandado ¿estamos claros? —No hay un ápice de duda en su decisión, valoro en él la entereza de postergar todo por la causa. Incluso lo que le altera los latidos.

—Sí, señor, acatada la orden —Me hierve la sangre mientras mantengo una postura lo más recta posible y doy mi saludo respetuoso.

El Teniente Kim Seokjin se va y yo, angustiado, retorno a mi tarea. Estoy temblando de rabia, de impotencia. ¿Qué es el hombre sino una bomba de tiempo? Pero me estoy aislando de una realidad horrorosa, pues somos también por dónde nos han situado las circunstancias. ¿Qué es, entonces, el hombre en la guerra sino meramente blancos que eliminar? ¿Cuándo Dios se olvidó de los combatientes y nos expone, de un lado y de otro, al arte de odiar por causas que nos superan?

Entonces, irremediablemente, caigo en la desesperanza. Me pierdo en las peores batallas: la del corazón que sufre por el amado en riesgo. Yo no podría siquiera mencionar su nombre en voz alta sin que el pulso se me altere, sin que el aire de mis pulmones se atasque y se me haga imposible tragar el nudo en la garganta.

Es él, el soldado Jung Hoseok, el hijo del más alto jefe de mi división, quien atañe mi sentir.

¿Podría acaso, por un instante, permitirme disfrutar de su recuerdo? Eso es todo lo que me queda de él cuando no está; cuando, obstinado, se arriesga a la batalla cruda de un enemigo tan feroz como lo somos nosotros. Su ausencia se transforma en una presencia memorística porque se esconde tras mis párpados y reside en mis suspiros. Tan sutil y delicada es su huella en mí que nada evidencia que estoy agonizando en la espera de que vuelva. No delatan mis acciones calculadas y mecánicas que estoy ansiando tenerlo entre mis brazos. Mi lengua, que moja mis resecos y lastimados labios, no cotillea tampoco la descarada intención de probarlo.

Suelto palabrotas cuando se caen de mis manos pesadas herramientas que no me preocupo en nombrar porque importan más para qué son que lo que son por sí mismas. Así lo es todo en la guerra. Estas herramientas son homicidas. Lo soy yo que las manipula. Lo serán los resultados de lo que construya con ellas. También serán homicidas los que ejecuten el ataque, los que aguarden que funcionen para avanzar con otros ataques. No tenemos nombre, en la guerra, somos armas, somos asesinos. Incluso muertos, somos números y no nombres.

Yo pierdo mi individualidad cuando pienso en bombas que puedan satisfacer la sed de muerte que tiene nuestra causa, que va más allá de una defensa al sistema capitalista por el que Estados Unidos tan bien dispuesto parece ayudarnos. Yo pierdo condición de hombre y, por ende, de amante. De ahí que prefiera no nombrar al dueño de mis pensamientos en instantes oscurísimos de esta guerra. No puedo nombrarlo, él también es un asesino. Solo que, por terquedad, me esfuerzo en humanizarlo.

Si no soy yo, quien lo ama con una locura propia del que sabe que ha de morir en cualquier momento, ¿quién podrá hacer de él un ser merecedor de amor y perdón? ¿Por qué, dudo últimamente a la vez que lo pienso, el amor actúa con la patética excusa de la meritocracia? ¿Es Dios tan cruel de configurarnos con su visión de méritos el que nos arruinó la esencia real del amor? Perdón, Dios, porque he pecado: he amado a otro hombre por sobre todas las cosas, por sobre ti; he amado deseando al esposo de un prójimo que he visto en fotos sonriente y con un vientre de avanzado embarazo. Una esposa que lo espera en casa en tanto yo caliento su lecho de trinchera. Yo, Padre Santo, he pecado porque he jurado en tu nombre cuando en noches de frío cruentas he unido mi cuerpo al suyo. Te lo he robado, Señor, lo he hecho mío bajo el cielo estrellado y no me arrepiento. Y no merezco su amor porque soy un hombre desgraciado.

Pero mi desgracia es merecida.

Merezco el desprecio, las miradas de reproche, de furia y de asco. Cuando camino renqueante por el campamento cargando pesadas armas, cuando como solo apartado del resto de soldados, siento el odio y me lo he ganado. Pero los perdono, aunque no lo merezcan, porque ellos me odian como yo los detesto. Nos odiamos, pero cuidamos nuestras espaldas. Porque todo el odio que sentimos no es sino una táctica de defensa para no enloquecer, para no contar las vidas que hemos cosechados como si fuésemos tu Sierva Parca. Perdona Padre del cielo porque he faltado a tu gracia cuando absolví todo pecado del cuerpo del hombre que amo. Le he dado el paraíso en besos ásperos, rudos, pasionales. Yo lo he rescatado del infierno en el que te hunde el homicidio, por muy justificado que este parezca.

Yo no puedo permitir que Jung Hoseok se odie y su corazón brillante se apague. ¡Antes que me odie a mí! ¡Antes que nos odie a todos, a ti incluso, amado Dios!

—Kim —Me sacuden con fuerza el hombro; había permanecido con los ojos cerrados, de rodillas, tal cual si estuviera rezando—. Han vuelto.

Bastan esas palabras para que rompa la posición de súplica y me desplace con dificultad por la tierra, húmeda de barro y sangre, hasta donde está él. Solo me detiene la exclamación de un hombre que recién se entera de los fuertes rumores.

—¿Ataque nuclear? —pregunta un soldado con la confusión y el terror tatuadas en el rostro.

Reconozco la táctica por haberla estudiado con asqueroso interés durante noches de insomnio en las que velo el sueño de mi amado. El soldado se vuelve a mí como esperando confirmación. Asiento incapaz de mantener un semblante jactancioso, porque sé que tal armamento nos hará poderosos ante el enemigo. Pero no ganadores.

No diré ganar, porque en guerra nadie gana. Sino míranos, mira nuestros rostros cenicientos, sucios, tristes, bravos. Portamos un uniforme porque hemos perdido el alma. Nos la han robado. Nos han dado una bandera con la que agitar ideales, pero nos profanaron el espíritu. Esa vida, si es que ha de llamarse así, es la que nos queda. Por eso el soldado está tan dispuesto a morir, porque no está seguro de que haya vida después de la guerra. Solo que, unos pocos, merecen vivir. Claro, Jung Hoseok es uno de ellos. Incluso si yo no estoy allí para acompañarlo.

El Teniente Kim Seokjin está junto a una camilla en la que yace un hombre al que no puedo verle el rostro. Sé que se trata del subteniente Kim Taehyung, lo sé por su postura protectora.

—¿Kim? ¿Qué haces aquí? ¿Has dado aprobación para la ofensiva? —Reticente se endereza, casi juro que estaba susurrando consuelos al caído—. Al diablo contigo, tengo que hacer todo yo.

Se levanta enojado, mesa sus cabellos con manos temblorosas, y me deja junto a los heridos. No pensé en que estaba en el área médica hasta que oí los quejidos y lamentos de los que han salido dañados de ese falso ataque primero. Kim Taehyung parece llevarla peor, tiene el rostro tan rojo que parece cómico sino es por el sudor de la fiebre altísima. Delira. Llama por Seokjin que se ha marchado. Sé su secreto. Perdónalos, Padre Nuestro, a ellos también. Veo entonces que el joven Taehyung tiene un brazo destrozado, supongo que algo impactó en él hasta casi cercenarlo. Empatizo con la dura situación del Teniente, entiendo su comportamiento, mas el descaro me hace celebrar no ser yo.

Rengo, aturdido, me paseo entre las camillas, esquivando cuerpos que duermen en el suelo por falta de espacio y es en un rincón donde lo encuentro. Está tumbado en el suelo con la vista fija en el techo de la tienda de campaña.

—¿Jung? —susurro, mi voz se quiebra al ver la sangre en su rostro. Suerte que no toda es suya.

Él tiene apenas una pierna vendada, lo que me aliviana la angustia. Está en ropa interior, su pecho descubierto y lleno de rasguños producidos por el arrastre en la tierra, por esquivar alambradas, por el roce de balas, aunque estas últimas sean apenas dos heridas.

Clava su mirada en la mía y permanece callado. Sé lo que sucede: está traumatizado. Algo lo ha sumido en ese estado silencioso que dura el tiempo que tarde en procesar que es un asesino, que está aquí para lo mismo que todos. Homicida. Me desplomo en el suelo y con cuidado empiezo a masajear su cuerpo, sus músculos tensos van cediendo a la presión de mis manos. Su cuerpo me reconoce de veladas enteras sumergidos en la pasión y el sexo. Es su cuerpo el templo pagano que yo visito con frecuencia y adoro.

Nadie nos interrumpe, no es infrecuente que dos soldados se hagan compañía. Lo que es poco frecuente es que haya amor entre ellos. Hemos roto tantas reglas...

—Perdóname, Namjoon-ah —susurra Hoseok y veo que está llorando.

Lo compadezco, lo disculpo. Seco el piélago de derrota que brota de sus ojos. Y es esta penuria lo que me recuerda cuánto duele amar. Padre Nuestro, apiádate de nosotros, tus hijos. La guerra arrasa y raciona mi capacidad de perdonar. Y sin perdón, ¿qué nos ampara? ¿Qué podía hacer yo para darle el perdón cuando no podía otorgármelo siquiera a mí?

—Amnistía —propongo en su lugar, sabiendo que la paz no será posible.

En cambio, sí hay oportunidad de un alto al fuego. Lo mismo que se pide y se reclama en los altos mandos. Un alto al fuego, mísero, ya que las Coreas enfrentadas parecen apretar los dientes ante la mención de un tratado civilizado de paz. Hipócritas que nos garantizan luchar en su búsqueda cuando no creen en ella. Han perdido la fe y, he aquí otra confesión, admito que yo también.

Le suplico a Hoseok un alto al fuego, al rencor que se nutre de cada muerte causada. Intuyo, sabio, qué es lo que desea y cedo. Me rindo. Me regala un símil de paz, paraíso húmedo y tibio, cuando estira el brazo y me toma del cuello. Dejo que me empuje hacia él y una nuestras bocas. Abrazo sus labios con rubor sangriento y no hay degustación más pecaminosa y criminal que la de este gesto.

—Lo que sea, pero no mueras. No te permito morir. No me hagas eso —pide débil.

Un beso. Solo uno.

«No mueras»

Perdóname, Señor, porque he pecado. He amado a un hombre y he bebido su sangre; he gozado de su cuerpo. Hice comunión en su boca.

Un beso. Solo uno.

«No mueras»

Judas besó una vez a Jesús y lo traicionó. ¿Será que la traición es recurso del consternado? ¿Cómo iba yo a saber que, aunque el gallo no cantara tres veces, aunque no me diesen treinta piezas de plata, estaría traicionando su último pedido?

...25 de junio de 1950, las tropas norteñas de Kim Il Sung atravesaron el paralelo 38º y avanzaron triunfalmente hacia el sur...

Fin.











Nota:

Este OS lo publiqué por primera vez en el proyecto Cinema Bangtan de FlyKingSquad y luego dije, debo traerlo aquí también y de eso pasó bastante. Pero aquí está jaja

Estoy bastante orgullosa de esta historietita, no me suelo sentir cómoda en tonos "serios", me gusta la comedia y lo absurdo, pero acá imprimí cuánta seriedad hallé en mí para darle sentimiento. Y no sé si lo logré, pero para mí sí.

Si alguien de acá no fue a ver Cinema se pierde mucho. Historias como estas surgen de la mezcla de géneros y desafíos sobre qué escribir y de qué shipp. No hay allá solo un tipo de historia, hay un espectro de ellas que sinceramente vale la pena explorar.

Eso, y que adoro Cinema y al squad ♡

En fin, gracias por leer.

:)

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