Capítulo 11 (parte 2)

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Esa noche, Alana se alistó para dormir. Estaba muy agotada después de todos los quehaceres de la jornada y en ese momento lo único que deseaba era reposar su cuerpo en el lecho.

Aunque al comienzo se sintió incómoda con tantas personas a su alrededor, terminó acostumbrándose a vivir en la casa de Clementina y a servirla mucho más rápido de lo que había creído. La bruja principal había dado la instrucción férrea de que cualquiera que comentara alguna cosa relacionada con su condición sería castigado en el acto, lo que le había ayudado a adaptarse muy pronto.

Luego de recoger su largo cabello en una trenza, se dispuso a cambiarse. Cuando estaba por quitarse la bata, se dio cuenta de que, junto al tocador, había una pluma del color del abismo e inmediatamente pensó en Noche, por eso levantó la vista esperando ver a su amigo a su lado, pero no había nadie.

Un movimiento sutil en el espejo la alertó. Tomó la vela que descansaba en la mesa al lado de su cama y se asomó al lugar donde le pareció haber visto el movimiento.

Una lechuza ululó afuera de la casa con un canto arcano que la hipnotizaba.

La bruja caminó hasta el espejo de cuerpo entero que descansaba contra una de las paredes de la habitación y se sorprendió al darse cuenta de que eso que había visto en el reflejo era la máscara macabra de una Sombra de la Muerte. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.

—Lamento asustarte —se disculpó el Segador, consciente de lo que acababa de suceder. Antes de que Alana pudiera decir algo, él retiró un objeto de su propio cuello.

—¡El camafeo de mamá! —exclamó ella al reconocer el medallón. Con un gesto, él le pidió que bajara la voz para no alertar a nadie de su presencia.

—Ven —dijo la Sombra de la Muerte extendiendo su mano a través del cristal—, quiero mostrarte mi mundo.

Antes de aceptar su mano, Alana corrió hasta el armario con el fin de buscar alguna prenda que la protegiera del frío nocturno. Encontró una capa carmesí que parecía llevar un buen tiempo olvidada en ese lugar y la imagen de su madre vestida con ella le llegó a su mente, eran recuerdos tan antiguos que parecían vividos por otra persona.

Una vez estuvo vestida, volvió sobre sus pasos y tomó la mano de Noche, quien la atrajo hacia él.

Alana cerró los ojos creyendo que se estrellaría contra el vidrio, pero, en vez de eso, experimentó un viento helado que le caló los huesos hasta hacerla tiritar, parecía un soplo mortuorio. También se sentía empapada. Abrió los ojos y se encontró en los bazos de su amigo.

—Te salpicaste —advirtió él tocándole la ropa.

Ella escuchó el ruido del agua que caía tras de sí y, al voltear a mirar, descubrió la pequeña cascada que acababa de atravesar.

—Es un portal de agua —explicó la Sombra de la Muerte—, un atajo que usamos para viajar de un lado al otro cada vez que tenemos que movernos por el mundo humano. Es mucho más fácil y seguro que usar el velo, especialmente para alguien con cuerpo de carne —añadió.

Noche se agachó hasta que su máscara quedó muy cerca del rostro de la bruja y empezó a aspirar el aire, llevándose toda la humedad de su cuerpo. En menos de nada estaba tan seca como antes de cruzar el espejo.

—Bienvenida al Barranco Tenebroso, el lugar que separa tu reino del mío —dijo extendiendo una de sus manos para mostrarle el lugar. Luego añadió con tristeza—: Es lo único que puedo mostrarte de mi hogar mientras estés viva.

Ella puso una de sus manos sobre el hombro para darle ánimos.

—Gracias —dijo.

La Sombra de la Muerte tomó la mano de la mortal y la llevó hasta su máscara.

—Desátala —pidió—. Yo no puedo hacerlo.

La hechizada lo miró con recelo.

—¿Estás seguro? —preguntó.

—No quiero que algo me cubra mientras estoy contigo —. Me haces desear no ser un condenado.

Al escuchar las palabras de su amigo, el corazón de Alana latió con fuerza y, obediente, retiró la máscara.

Si no fuera por la palidez de su semblante, Noche podría parecer un humano más. Ella le pasó los dedos por el rostro sintiendo su piel helada. No pudo evitar comparar el contraste de sus pieles: él, tan blanco como la luna en el cielo y ella, rosada gracias a la sangre que corría por sus venas. Lo miró a los ojos y se dio cuenta de que, dentro de ellos, había un eclipse.

—También estás hechizado —afirmó.

La expresión del rostro del ser cambió sutilmente, había sorpresa en él. Muy pronto la sorpresa se transformó en entendimiento: acababa de encontrar la respuesta a algo que había estado buscando.

Noche llevó la mano libre al rostro de Alana y le acarició sus mejillas haciendo que un escalofrío la invadiera.

—Hechizado —repitió la Sombra de la Muerte soltándole las manos.

Luego dejó de mirarla y ella se preocupó. Tal vez no debería haber dicho lo que acababa de decir, después de todo ella también era una hechizada. Sabía de primera mano cómo los otros podían tomarlo. Era como si tuvieras una enfermedad que te afectaba solo a ti, pero los demás preferían hacerte a un lado por temor a contagiarse.

El Segador pareció sentir lo que había en su interior. Volvió a mirarla con cautela, como si él fuera quien hubiera cometido un error.

—No —dijo—, no hiciste nada malo. Es solo que...

—Descuida —lo interrumpió ella por temor a escuchar cualquier cosa que él quisiera decir sobre su condición.

Noche acunó su rostro con delicadeza, tratando de devolverle los ánimos.

—Lo he estado pensando mucho —dijo él—. Quiero ayudarte a romperlo —explicó—, quiero que seas libre y puedas ser feliz.

Ella se mordió el labio. No supo por qué, pero sintió la necesidad de llorar, aunque se contuvo. Un fuego de esperanza empezó a arder dentro de su pecho y, como si su amigo también lo pudiera sentir, sonrió.

—¿Cómo podrías hacerlo? —preguntó ella.

Él soltó su rostro y frunció el ceño.

—No lo sé, pero tal vez alguien en el inframundo me pueda ayudar. Tan pronto como sepa algo, te avisaré. —Luego de un silencio en el que él parecía buscar las palabras para decir, carraspeó y extendió su brazo—. Ahora, ¿qué te parece si damos un paseo? —dijo ofreciéndoselo.

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