Capítulo 21

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Burlar a su aya fue tan fácil como siempre: solo tuvo que esperar a que se durmiera mientras bordaba. Con cuidado de no despertarla, Carlota dejó su trabajo manual sobre la silla, se quitó los tacones y salió de la habitación.

Una vez fuera, volvió a calzarse y salió por la entrada principal de la casa. Cuando estuvo lo suficientemente lejos como para saber que nadie iría por ella, tomó el Camino Real y se dirigió a la casa de Clementina.

No recordaba muy bien cómo llegar allí, pero siguió su intuición.

Pronto se dio cuenta de que iba por buen camino. Identificó las diferentes señales, como árboles o flores, que le llamaban la atención siempre que acompañaba a su madre o a alguna de las mujeres de su familia a ese lugar.

Sin embargo, llegó a la intersección y no supo cuál dirección tomar. Sabía que estaba cerca, que a partir de ese punto tan solo serían unos minutos más caminando, pero no estaba segura de cuál era el camino indicado. ¿Debería ir por la derecha, donde salía el sol, o por la izquierda, donde se ponía?

Mientras trataba de recordar, escuchó un tarareo alegre que provenía de detrás de ella. Se dio la vuelta y se encontró con Alana, que cargaba dos cántaros. Al verla, se detuvo en seco, sabía que no esperaba encontrarla. Apenada, Carlota bajó la mirada.

—Ya era hora de que me visitaras —la saludó. Con un gesto de la cabeza, Alana le indicó que la siguiera. Tomó el camino de la izquierda y volvió a tararear. Carlota la obedeció.

Entraron a la hermosa casa señorial de Clementina, que en el pasado había pertenecido a Rosalía. Carlota lo sabía por las visiones que la madre de Alana le había regalado.

Se preguntó si ese sería el momento ideal para contarle a su amiga la verdad o recordársela si es que la había olvidado; sin embargo, se contuvo, aún necesitaba saber más, tenía que conocer el resto de la historia.

La pelirroja la condujo hasta la cocina, donde depositó los cántaros en el suelo con una fuerte exclamación de alivio, después estiró un poco las manos y los brazos, cansados por el esfuerzo y acercó un taburete a la niña para que se sentara.

—¿Tienes hambre? —preguntó, pero no esperó a que su amiga respondiera y salió al huerto por algunas brevas. Las limpió en un cuenco, las partió por la mitad y luego se las ofreció a la Ojos de Bruja. La niña aceptó a pesar de que no eran sus frutas preferidas.

Se quedaron hablando un largo rato, Carlota le contó sobre sus primas Roberta y Elizabeth mientras Alana escuchaba atenta a todo lo que decía. Cada tanto le pedía que se detuviera para ir por alguna fruta al huerto y, luego de lavarla en el cuenco, la cortaba y se la ofrecía.

Al cabo de un par de horas, sintieron que alguien se acercaba. La bruja tomó a la niña, la escondió detrás de la pared que separaba la cocina del huerto y se llevó la mano a los labios, pidiéndole que hiciera silencio.

—¿Por qué no ha pelado las papas? —preguntó una mujer robusta y de aspecto severo. La pelirroja no le respondió, así que la señora refunfuñó cosas que Carlota no entendió. Luego le advirtió que empezara a trabajar y le dijo que si la comida no estaba lista a la hora de siempre, recibiría un castigo. Salió dando un portazo.

El rostro pálido de Alana, acompañado por sus alegres cabellos rojizos, se asomó por la puerta. Le guiñó un ojo a Carlota y sonrió.

—Parece que tendremos que dar por terminada nuestra conversación de hoy —dijo—. Ven, te llevaré hasta la salida. Otro día seguiremos hablando.

Alana le extendió la mano y juntas atravesaron el huerto y saltaron el muro. La bruja le dio las indicaciones para que volviera a su casa sin perderse y luego volvió sobre sus pasos antes de que la cocinera se diera cuenta de que no había empezado a trabajar.

La niña esperó hasta perderla de vista. En vez de seguir sus indicaciones, decidió quedarse un rato por los alrededores ya que tenía el presentimiento de que debía encontrar algo relacionado con Rosalía.

Nuevamente dejó que su intuición la guiara.

Caminó hasta encontrarse con un arroyo donde la presencia luminosa parecía retozar y allí sintió el aroma a azucenas.

—Rosalía —saludó la niña. La luz retomó su forma humana, parecía que la esperaba.

Caminaron juntas en silencio por un rato, siguiendo el arroyo. Carlota no pudo evitar pensar en lo cerca que se encontraba Alana de su madre y se preguntó si alguna vez la había visto o sentido su presencia. ¿Qué pensaría Rosalía de verla en la situación en la que estaba en ese momento a causa del hechizo?

Abrió la boca para preguntar, pero, antes de que pudiera decir algo, el fantasma se detuvo y Carlota la imitó. La presencia señaló una gruta que se podía ver desde donde estaban; para llegar hasta allí necesitarían caminar, al menos, otro cuarto de hora.

—¿Quieres que vaya hacia allá? —preguntó la niña, pero el ser negó con la cabeza, se acercó a ella y le tocó nuevamente el rostro, regalándole otra visión.

Ambas caminaban cerca de la gruta y un perfume extraño exhalaba de ella. Al sentirlo, Rosalía apresuró el paso y llegó a la entrada justo a tiempo para ver a Clementina salir. Tenía la nariz y la boca cubiertas por un velo. Al verla, sus ojos azules brillaron con satisfacción.

—¿Qué hiciste? —preguntó la pelirroja, se veía preocupada.

—Lo que la hermandad quería que hiciera.

La bruja principal abrió los ojos y dio un paso atrás.

—No te atreviste —dijo casi sin creerlo.

—Compruébalo tú misma —la retó Clementina, haciéndose a un lado para que pudiera pasar.

Temerosa, Rosalía recorrió los pasos que le hacían falta. Carlota la siguió. Adentro, cinco personas yacían en el suelo, parecía que se habían asfixiado.

—Maldita zorra cruel —murmuró la Hija del Bosque, reflejando la impotencia y la ira en su rostro.

—Tú lo pediste al traerlos a la hermandad. Te lo advertí, nunca debiste dejar que esos mezclados supieran de nosotros.

Rosalía no aguantó y le dio una cachetada, ambas se miraron llenas de odio.

—Ya no perteneces a la hermandad —anunció la bruja principal te ordeno que te marches de mi casa y de mi vida.

Clementina rio.

—No creo que los ancianos estén de acuerdo contigo, ellos me permitieron llevar a Níspero a tu casa. Ella y Alana se llevan bien y no querrás separar a tu hija de su amiga, ¿verdad?

—Lárgate —ordenó la pelirroja— y aleja tus horribles artes de perfumista de aquí.

—No, Rosalía —la desafió Clementina—. Lárgate tú, deja de interferir en el camino de mi hija.

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