Capítulo 4 (Parte 1)

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El ser intentaba despertar pero solo había negro a su alrededor, como su alma, vestimenta y pasado. La mente se le inundaba de ese color cada vez que los recuerdos emergían y trataban de llegar a él.

La lengua se le llenó con el conocido sabor del veneno que había usado para quitarse la vida, sabía que quería tomarlo, que anhelaba terminar con su sufrimiento, pero no podía responder por qué.

¿Por qué había hecho lo que hizo? ¿Quién fue en el pasado? ¿Por qué quería descubrir eso ahora?

Necesitaba alejar esos pensamientos peligrosos, necesitaba despertar.

Él era un Segador, una Sombra de la Muerte, un ser condenado a servirle a la Dama Blanca, la jueza del inframundo, por el resto de su eternidad. Era lo único que debía saber: todos los suicidas terminaban así, era lo único que tenía que importarle.

Cuando se arrebató la vida por su propia mano perdió la oportunidad de ser juzgado y, con ella, la reencarnación en cualquiera de los reinos del Samsara.

Si no hubiera tomado esa decisión, ¿a dónde lo habrían sorteado para llevar a cabo su próxima encarnación? ¿Habría acumulado la suficiente energía benéfica para entrar al reino de los dioses menores? ¿O tal vez el sufrimiento que lo llevó a la muerte lo habría llevado a rechazar las Aguas del Olvido y condenado al reino de los etéreos, al que pertenecían los fantasmas como los que lo habían atacado?

Por más mala que hubiera sido su vida, tenía la certeza de que el único crimen que había cometido era contra sí mismo; de lo contrario, no le habrían dado la oportunidad de existir como condenado y estaría en ese momento en el reino de las huestes, donde iban a parar aquellos con mayor energía maléfica acumulada.

Lo más probable era que hubiera vuelto al reino de la existencia visible, como la mayoría de las almas, reencarnando nuevamente como humano, o tal vez como un animal...

Pero nada de esto importaba ahora, lo que habría sido hacía mucho tiempo tendría que haberle dejado de importar. Ahora y por siempre sería un Segador, una Sombra de la Muerte, un sirviente de la Dama Blanca, la jueza del inframundo, y eso era todo lo que debía saber.

Ni su pasado, ni su rostro, ni su nombre... aquella era su condena.


***

La Sombra de la Muerte se despertó por culpa del olor a comida proveniente del exterior y abrió los ojos con dificultad. Estar así, acostado en la cama y cubierto por una manta, evocó en él imágenes difusas de un pasado olvidado. Se dio cuenta que su cuerpo estaba adolorido y por eso se movió en el lecho.

No entendía muy bien lo que estaba sucediendo.

Recordó el eclipse, el ataque de los fantasmas y cómo su máscara se había roto por culpa de la energía helada que se desprendió del cielo. Con preocupación, se llevó sus manos al rostro para cerciorarse de que aún la tenía y respiró aliviado al comprobar que sí. Las presencias no habían sido capaces de arrebatársela. Sin embargo, podía sentir una fisura considerable a un costado.

Debía reunirse pronto con la Dama Blanca para preguntarle qué estaba sucediendo.

Como pudo, se incorporó.

Se sentía mucho mejor que antes de que sobre él cayera la tormenta de mariposas. Llegaron a su mente imágenes confusas, entre ellas, el rostro de una mujer humana que parecía observarlo.

De pronto se dio cuenta de su situación: había estado reposando en una cama como si fuera un mortal.

«¿Habrá sido la mujer?», se preguntó, pero descartó la idea inmediatamente. No había nadie en el mundo material que pudiera observarlo y mucho menos tocarlo. «¿Se trataría de otra Ojos de Bruja?». Lo dudaba.

Recordó cómo la niña lo traspasaba tratando de detenerlo justo antes de que empezara el eclipse.

El eclipse...

Estaba seguro de que algo había cambiado dentro de él cuando esa energía helada lo impactó. La fisura en su máscara era una prueba de ello.

—Me alegra saber que ya estás despierto —lo saludó desde la entrada de la habitación la misma mortal cuyo rostro acababa de recordar. A la Sombra de la Muerte le deslumbró el color escarlata de su cabello y la observó en silencio mientras dejaba un plato de comida en la mesa junto a la cama. No podía aceptar la posibilidad de que ella estuviera hablando con él.

—¿Me puedes ver? —preguntó sin esperar respuesta.

La mujer posó con curiosidad sus ojos verdes sobre él, tranquilos como un prado que se mece al viento en una mañana soleada de enero. Era obvio que lo veía. El ser sintió vergüenza de su pregunta.

—¿Qué eres? —contestó ella—. ¿Un demonio? ¿Un ave nocturna?

Él negó con la cabeza.

—Una Sombra de la Muerte —respondió.

La mirada apacible de la mujer se transformó en una de incredulidad, se notaba que no daba crédito a lo que acababa de escuchar. Inesperadamente soltó una carcajada que trató de cubrir llevando sus manos a la boca. El sonido era cálido y alegre, como su cabello.

—Lo siento —se disculpó—, es que es difícil de creer.

Al no saber qué más decir, la Sombra de la Muerte guardó silencio. Se sentía incómodo y fuera de lugar, por lo que decidió irse pronto de ahí. Debía volver con la Dama Blanca para contarle sobre lo sucedido y después regresar a la casa de la niña Ojos de Bruja para terminar el trabajo que había empezado.

Se levantó de la cama y, luego de cerciorarse que llevaba consigo sus pertenencias, se dispuso a salir de ahí.

—Espera —dijo la humana para detenerlo—, no quería ofenderte.

La Sombra de la Muerte volteó para observarla, pues la mujer había agarrado el borde de la capa con el fin de evitar que se marchara.

—Es solo que nunca antes había visto una Sombra de la Muerte ella—. No soy Ojos de Bruja.

La Sombra de la Muerte, quien no había dejado de preguntarse qué estaba pasando con él, no pudo evitar sentir curiosidad ante lo que acababa de escuchar.

—¿Quién eres? —preguntó. Si se trataba de una humana normal estaría mucho más confundido de lo que había estado hasta el momento.

—Soy Alana —respondió la mujer con una sonrisa.

—¿Qué es un «Alana»? —preguntó el Segador, extrañado.

Era la primera vez que escuchaba sobre ese tipo de seres, pero él era una Sombra de la Muerte y no debía saber nada, solo seguir las órdenes que le daba su ama. Por un momento sintió alivio: tal vez no había nada extraño con él. Que la mujer que tenía enfrente pudiera verlo podría deberse a que ella era un tipo de humano de cuya naturaleza nunca había escuchado hablar.

—No —lo corrigió la chica sin dejar de sonreír—, Alana es mi nombre. Yo soy una bruja.

—¿Una bruja? —repitió el hombre—. ¿Qué tipo de bruja?

Alana guardó silencio por un momento, pensando en la respuesta.

—Si preguntas por mi rango, no tengo ninguno. Mi madre era parte de la hermandad a la que pertenezco, cuando ella murió se encargaron de cuidarme. Ha sido un gran esfuerzo para ellos, teniendo en cuenta mis circunstancias...

—¿Circunstancias? —preguntó.

—Estoy hechizada, no es bueno que la gente normal se acerque a mí o pase mucho tiempo conmigo.

—¿Por qué?

—Es por la hortensia —respondió y con la mirada buscó la ventana—. Hay una leyenda que dice que si hueles el perfume de una hortensia durante la luna llena, quedarás hechizado y tu corazón se endurecerá, no podrás encontrar nunca el amor y cualquier sentimiento que surja de ti llevará siempre al desastre. —La mujer dejó caer la mirada, apesadumbrada—. Poco tiempo después de que inhalé ese perfume, mi madre murió por una enfermedad de frío que heló su sangre hasta robarle la vida.

Alana soltó la capa del Segador y caminó por la habitación hasta sentarse en unos troncos dispuestos a manera de silla.

—¿Por eso estás sola? —preguntó el ser.

La mujer se encogió de hombros, resignada.

—Las personas huyen de mí diciendo que no pueden aguantar el hielo de mi corazón. —Fijó la mirada en el suelo mientras balanceaba sus pies descalzos—. Ya estoy acostumbrada —continuó—, es inconveniente... pero aquí estoy bien y tranquila —dijo mientras señalaba la casa.

La Sombra de la Muerte se quedó pensando por un momento: era posible que la naturaleza helada de su hechizo fuera la razón por la que ella podía verlo y hablar con él. Si lo confundió con un ave nocturna era porque había visto sus plumas, para ella no era solo una mancha negra de mal augurio...

—No... siento nada —confesó el hombre.

Ella lo miró sin entender qué era lo que quería decir.

—No percibo ningún frío —añadió para explicarse mejor, señalando el pecho de Alana.

La joven sonrió sutilmente, se levantó del lugar en el que estaba sentada y caminó hasta él cruzando los brazos, pensativa.

—Estoy segura de que es porque eres una Sombra de la Muerte —. Mi hechizo no te debe afectar.

El hombre asintió.

Ahora que estaba todo claro entre los dos, se despidió. Ya no había más nada que decir.

—Espera. —Lo detuvo la bruja otra vez, pero en esta ocasión sin agarrar su capa. Él volteó nuevamente para observarla.

—Al menos déjame conocer tu nombre —pidió.

—¿Nombre? —repitió el Segador.

—Sí —afirmó—. ¿Cómo te llamas?

—No tengo un nombre —respondió—, los seres como yo no tenemos uno.

—Entonces es verdad lo que dicen... —dijo ella retirando la mirada, parecía pensativa y avergonzada.

—¿Qué dicen? —preguntó el hombre con curiosidad.

—Que son condenados —respondió la mortal—. Seres que, por haber acabado con su vida, carecen de toda identidad y voluntad. Sirven a la parca, la jueza del inframundo, porque solo ella conoce su verdadero nombre y por eso tiene poder sobre ustedes.

—Es verdad —confesó la Sombra de la Muerte sin darle importancia.

—¿Cómo lo logras? —preguntó Alana caminando con timidez hacia él—. ¿Cómo puedes vivir sin un nombre y... sin un rostro?

Ni mi pasado, ni mi rostro, ni mi nombre, esa es mi condena.

La humana extendió la mano queriendo tocar la máscara y él se alejó un par de pasos, incómodo. Ahora que estaba rota, temía retirarla y descubrir quién era en realidad.

—No los necesito —respondió queriendo alejar la curiosidad de sí. Durante el tiempo que había vivido como una Sombra de la Muerte no había sentido la necesidad de recordar su pasado, ni su identidad.

—Estoy segura de que has escuchado como ella te llama —. ¿No puedes recordar cómo suena?

—No.

—¿Estás seguro?

Por más de que el Segador no quería tener esa conversación, pues temía a las consecuencias, había algo en él que evitaba que se marchara. Sabía que las preguntas que se estaba haciendo solo iban a traerle problemas, pero aun así seguía allí. Hizo un esfuerzo por recordar algo relacionado con el sonido de su nombre. La imagen de la Dama Blanca moviendo los labios llegó a su mente y se concentró en ella hasta que logró evocar una serie de susurros pronunciados en la oscuridad.

—N'ch —dijo.

—¿Qué? —preguntó Alana.

Detrás de sus ojos verdes como una pradera, el ser sintió sorpresa, tal vez ella no esperaba que pudiera recordar algo.

—N'ch —repitió—. Es mi nombre.

La mortal guardó silencio por un momento en el que la Sombra de la Muerte pudo observar cómo la pradera de sus ojos se nublaba, no sabía qué podía estar pasando por su mente, no entendía cómo un nombre podía causar tal ventarrón en su alma.

—No sé cómo deba pronunciar eso —confesó ella finalmente—. No creo que un humano pueda hacerlo.

Sin saber por qué, el Segador se sintió decepcionado... No debería sentir eso, no debería tener algún tipo de sentimiento, los condenados como él no podían darse ese lujo.

—Sin embargo... —continuó la chica sonriendo—, te diré «Noche», es más fácil.

—Noche... —repitió el ser y al pronunciarlo se sintió bien, como si hubiera encontrado algo que hasta el momento no sabía que estaba buscando.

—Ahora, amigo Noche —se despidió la mortal extendiendo la mano—, te deseo una buena eternidad, espero que nos volvamos a ver antes de mi muerte.

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