Capítulo 7 (parte 1)

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Noche vio cómo el sacerdote golpeó a su amiga mientras caminaban. Eso hizo que guardara el ágata en la bolsa de tela de su cinturón y se acercara a ella para acompañarla.

—Su presencia pecadora solo atraerá al demonio a nuestro pueblo —acusó el religioso señalando a la mujer con un dedo—. El Virreinato de la Nueva Granada ya está plagado de brujas infernales traídas desde el viejo mundo como para que demos espacio a más inmundicias como ella.

Ante el alboroto, las personas empezaron a congregarse alrededor de ellos, tal vez porque compartían el pensamiento del sacerdote o, quizás, porque no tenían nada mejor para hacer.

—Si quieren una vida en paz, protegidos por el amor del Señor, deben dejar de permitir que cualquiera ronde cerca de nosotros; de lo contrario, podríamos convertirnos en el festín de Satanás —continuó el hombre.

Nada más terminó de pronunciar el nombre del enemigo de su credo, la multitud empezó a murmurar.

Noche escuchó cómo algunos estaban a favor de Alana y otros en su contra. La mortal se acercó un poco más a él en busca de protección, apretando con fuerza el borde de su capa como si quisiera esconderse.

—El cura tiene razón —lo apoyó un hombre entre la multitud. El Segador lo reconoció inmediatamente como uno de los últimos clientes del día: había llevado un buen puñado de hierbas de todas las variedades—. Si queremos estar bien ante los ojos de Dios, no debemos dejar que personas como ella se acerquen a nosotros.

El hombre caminó en dirección a la pelirroja haciendo caso omiso de la presencia de la Sombra de la Muerte. Cuando estuvo cerca, sacó las hierbas que había comprado y se las lanzó en el rostro.

—No llevaré nada que hayan tocado sus manos inmundas , asiéndola del brazo—. Devuélvame el dinero que le di.

Otros compradores se unieron al hombre. Cuando el Segador se dio cuenta, estaban golpeando a la chica con las hierbas que ella se había esforzado tanto por conseguir por la mañana.

Ante la falta de reacción de la mortal, una señora metió la mano debajo de su delantal y le arrebató la bolsa de tela donde guardaba el dinero, la abrió y volcó el contenido en el suelo. Algunos observadores avivados se unieron a los compradores con el fin de disputarse alguno que otro real.

—Por favor, no me hagan esto —pidió Alana tratando de salvar algo de lo que había ganado durante el día—. No les he hecho nada.

Noche observó cómo unas gotas preciosas de agua se escurrieron por las mejillas de la bruja. Un fuego interior, que hasta entonces nunca había conocido, empezó a crecer dentro de él. No entendía muy bien lo que la escena le producía, pero parecía un cosquilleo salvaje en busca de venganza.

—Pero lo hará —insistió el sacerdote que parecía disfrutar de lo que estaba sucediendo—, escuchen mis palabras: esa mujer será la puerta de entrada para los demonios y las brujas que quieran dañarnos, por eso debemos protegernos de ella, que está marcada por el infierno con ese hechizo que porta.

Las palabras del religioso solo sirvieron para aumentar el odio y la violencia de los pueblerinos. Noche no sabía cómo debía actuar un humano en una situación similar, por lo que actuó como lo haría un demonio. Cuando una de las personas levantó la mano para golpear a Alana, la Sombra de la Muerte intervino y, en un parpadeo, sostuvo en el aire la mano del agresor.

—¿Pero cómo...? —preguntó el hombre. Al escucharlo, el fuego en el interior de Noche solo creció, así que apretó con fuerza el brazo hasta que sintió un crujido acompañado de un grito de dolor. Le acababa de romper el hueso. No dejó de ejercer presión hasta que el hueso se convirtió en polvo.

—Déjenla en paz —ordenó empujando al hombre al suelo, quien no dejaba de retorcerse. Un par de mujeres corrieron hacia él para ayudarlo.

Cuando levantó la mirada, Noche se encontró ante una multitud silenciosa que lo observaba atónita.

—Es un demonio —señaló el sacerdote con temor—. ¡Ya están aquí! ¡La hechizada ha abierto las puertas del infierno!

Algunas personas gritaron y se persignaron y unas pocas corrieron despavoridas en dirección a sus hogares, pero la mayoría permaneció ahí, en silencio, haciéndole frente. A la primera multitud se le unió otra con antorchas y palos.

Detrás de él, la mortal lo abrazó, temerosa. Noche no permitiría que la siguieran dañando.

—Maten a la hechizada —ordenó el sacerdote—, solo así podremos evitar que el apocalipsis caiga sobre nosotros.

Al ver que la multitud se acercaba a ellos con intenciones homicidas, el Segador sintió cómo el fuego de su interior se transformó en un incendio... Deseaba quemarlo todo a su paso. Poco a poco, su cuerpo empezó a crecer, alcanzando varias veces su tamaño. Ahora era una barrera embravecida de plumas negras que lanzó un rugido hacia los hombres que lo enfrentaban, atemorizándolos.

Lleno de furia, levantó uno de sus brazos emplumados y golpeó a quienes se encontraban a uno de sus costados, haciéndolos volar por el aire. Acompañado de un rugido similar, hizo lo mismo con el otro costado.

Solo le quedaba atacar al frente y ya habría alejado la amenaza.

Caminó despacio, con la mirada fija en el sacerdote del falso Dios, cuyo odio había causado todo. Nunca antes había sentido la urgencia de aniquilar. Él era una Sombra de la Muerte y, sin embargo, por más de que se había dedicado toda su existencia inmortal a escoltar a los muertos ante la Dama Blanca, era la primera vez que tenía el deseo de arrebatar un alma con sus propias manos.

Se preparó para embestir al sacerdote de frente, pero algo lo detuvo: la bruja rodeaba su cintura con las manos, aferrándose a él con todo lo que tenía.

—Detente —pidió tratando de apaciguarlo y Noche la observó. De nuevo, una serie de gotas preciosas escaparon de sus ojos de . Preocupado por ella, retomó su forma más pequeña y con uno de sus dedos detuvo el avance de una nueva gota por su mejilla.

—No lo hagas, por favor —pidió de nuevo Alana—. No les hagas daño.

El Segador parpadeó. Un asesinato lo enviaría al reino de las huestes por el resto de la eternidad y, después de lo que había visto, estaba dispuesto a aceptar su nueva condena, por eso no entendía por qué le pedía que se detuviera.

Recorrió a la mujer con su mirada, tratando de encontrar una explicación, pero su cuerpo estaba lleno de heridas y golpes. Podía percibir el sutil aroma de la sangre que se desprendía de ella y eso no hizo sino alimentar el fuego interior que Alana trataba con todas sus fuerzas de apaciguar. Los brazos aún le rodeaban el cuerpo en un intento por evitar que él siguiera perdiendo el control. El fuego que lo consumía se calmó como si ella fuera la lluvia bienhechora que caía del cielo.

—Está bien —dijo acariciando el rostro de la chica con el fin de limpiar el agua que había en él—. Vámonos de aquí.

Noche tomó a la mortal de la mano sin voltear a mirar al sacerdote ni a los hombres que lo acompañaban. Ya no sentía deseos de hacerles ningún tipo de daño, solo quería que su amiga estuviera bien, a salvo y le permitiera escuchar nuevamente el sonido cálido y alegre de su risa.

Del suelo recogió las pocas monedas que sobrevivieron a la depredación de los avaros, buscó con la mirada la bolsa de tela, que encontró a unos pocos pasos llena de pisadas, batió la tela en el aire con el fin de limpiarla un poco, dejó las monedas adentro y se la entregó a su dueña, quien la guardó de nuevo detrás de su delantal.

Cuando estaban a punto de marcharse, escuchó una explosión detrás de ellos y, al voltear en la dirección del sonido, se encontró con que el sacerdote sostenía un arcabuz humeante y sonreía con malicia. A su lado, un quejido seguido por un golpe seco contra el piso le hizo entender que algo le había sucedido a Alana.

Antes de que el sacerdote pudiera disparar nuevamente, tomó a Alana entre sus brazos y juntos cruzaron el velo.

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