6. Los chicos del Applegate

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Volar

sin pertenecer al cielo ni a las estrellas.

Volar

sin ser de la tierra ni de los pájaros.

Volar

sin mentir, sin decir la verdad.

Volar

cada vez más lejos.

Mackster

Despierto sobresaltado. Una vez que logro calmar mi respiración, salgo de la cama y avanzo hacia el ventanal. Observo los eucaliptos y los pinos en los jardines de la mansión, también el camino que lleva hacia la fuente con el copón inmenso en el centro.

No sé bien qué soñé, pero la pasé muy mal.

Mientras me pongo el uniforme del Applegate, pienso en mi vieja. Me gustaría poder decirle la verdad. Hablarle sobre los dioses, los arcanos y los demonios que habitan en Costa Santa. ¿Ella podría entenderlo?

A pesar de mis recuerdos de una vida pasada en otra dimensión, no creo en las deidades, menos que menos en un creador. ¿Por qué alguien traería a la existencia un universo con razas y monstruos que necesitan vivir en guerra?

Para mí, no son más que entidades de otros mundos que manipulan a los humanos, como dicen algunos en Internet. Pude haber sido uno de ellos, pero mi fe está puesta en mí mismo y en lo que puedo hacer en este mundo.

Con estas ideas en mi mente, salgo de mi cuarto sin apagar la tele y bajo las escaleras.

Cuando piso la alfombra suave y roja, pienso en un río de sangre. Sacudo la cabeza para despejar las imágenes de mis batallas contra los dashnos. Paso al lado de los cuadros estilo pop art de Elvis Presley y de Marilyn Monroe y llego a la planta baja. Avanzo sobre las baldosas negras y blancas de mármol pulido que tanto le llamaron la atención a Bruno cuando conoció mi casa. Sonrío al recordarlo.

De pronto, la luz natural desaparece de los ventanales. Es como si se hubiera hecho de noche. ¿Por qué el lugar está vacío? Escucho un zumbido de altísima frecuencia y me cubro los oídos, invadido por una sensación de náusea.

Debería gritar para llamar a Jacobo o a mi vieja, pero estoy seguro de que no van a escucharme.

Una luz parecida a la de un reflector atraviesa los vidrios, buscándome. Es plateada y de solo verla siento un escalofrío. El resplandor se refleja en los cristales de la araña del techo, que empiezan a vibrar mientras el zumbido crece todavía más. En ese instante descubro que no puedo moverme.

La luz llega hasta mí y me recorre por completo. Se extiende más allá de mi cuerpo hasta alcanzar mi aura. Así, siento que me elevo y que soy transportado a otro lugar.

—Buenos días, Mackster. —Me recibe Jacobo, el jefe de los mayordomos, un instante después—. Brenda ya preparó el desayuno.

Pestañeo, incrédulo. Estoy de regreso en mi casa. ¿Qué mierda fue eso?

—Gra... gracias... —contesto mientras termino de despabilarme.

Me pregunto quién sería capaz de algo así... ¿Dashnir tiene semejante poder?

—Mackster, ¿estás bien? —Jacobo se acerca, preocupado.

—Sí. Sigo medio dormido. Nada más. —Sonrío y lo palmeo en el hombro—. Necesito que me lleves a comprar ropa nueva, ya casi no me entra nada de lo que tengo. Prometo usar algo de la marca de mamá, pero no todo. No quiero parecer una publicidad andante.

—Muy bien. Lo voy a arreglar para los próximos días.

Jacobo es un tipo genial. Lo conozco desde chico. Llegó a casa un poco antes de que mi viejo se fuera y, desde entonces, me cuida y se preocupa por mí. Sé que es parte de su trabajo, pero no dejo de sentirlo como mi segundo papá. Lo quiero muchísimo.

Le agradezco y voy hasta el comedor, donde me siento frente a los ventanales, y saludo a Brenda, nuestra cocinera, que termina de acomodar los platos.

Desayuno mientras miro los árboles. Este es mi momento favorito del día. Siempre lo cargo a Bruno por goloso, pero ahora yo me convierto en una aspiradora de tostadas, jugo de naranja y frutas. Cuando termino, busco mi mochila y voy al vestíbulo.

—¡Jacobo! —Lo sigo, al cruzarlo de nuevo—. Hay cartas de tarot y algunos libros nuevos en mi cuarto. No le digas a mamá.

—Entiendo.

—Es más, mejor no entren a acomodar mi habitación. Después no encuentro las cosas. —Le indico mientras abro el armario y busco una campera polar negra.

—¡Por favor, Mackster! Necesitamos limpiar algún día.

—Prometo encargarme de eso —miento, ya abrigado y con la mochila al hombro. Abro la puerta—. Chau.

«Es hermoso sentir la luz del sol en el rostro», pienso mientras bajo las escaleras hacia el auto. El calor activa las propiedades especiales de las telas de Magda Wear, que comienzan a teñir mi abrigo de azul.

Mamá se acerca por el camino de baldosas rojas. Se protege del frío con un gabán color camel y lleva una boina negra. El pelo dorado le cae detrás de las orejas y le llega hasta los hombros.

Sonríe y me abraza para besarme en la mejilla.

—Yo también te quiero —le digo, dejando que me estruje un rato más—. Pero voy a llegar tarde si...

—¿Sos feliz en Costa Santa? ¿Estás haciendo nuevos amigos? —consulta de repente.

—Sí.

—Te felicito por tus notas del trimestre pasado. De cualquier forma, si no te sentís cómodo en la escuela, volvemos con las clases particulares.

—Está todo bien, ma. Tengo que irme.

Asiente y me libera. Me saluda con la mano antes de dirigirse a las puertas de la mansión.

***

I'll be the one, I'll be the one... —canto y bailo mientras escucho mi MP3 a todo volumen.

Cuando me doy cuenta de que estamos frente a la puerta del colegio, lo apago y recupero la compostura. Me acomodo el pelo blanco y pienso en mis ojos rojizos.

«Albino, rata de laboratorio, cheto rico...», insultos resuenan en mi mente. Despejo mi cabeza y regreso todas esas voces al pasado antes de bajar del auto.

Saludo a Clemente, el chofer, y respiro el aire fresco de los jardines del instituto. Me acerco a las escaleras de mármol, donde veo a un grupo de chicos con el uniforme de bléiser color azul marino y pantalones grises.

—¿Cómo estás, Mackster? —me saluda Tomás con un choque de manos. Saludo de igual forma a los otros: Diego, Felipe y Jaime.

—¿Hiciste la tarea de Historia? —pregunta Jaime.

—Sí, y soy el único, ¿no? Era una boludez.

—A mí me faltaron algunas preguntas. No tenía ganas de seguir leyendo —dice Felipe.

—Yo no hice casi nada... —Tomás se ríe antes de acomodarse un mechón rubio. Lleva la corbata verde floja y el primer botón de la camisa desabrochado.

Me miran, expectantes.

—No lo copien textual, cambien las frases. —Les advierto mientras saco la carpeta de la mochila.

Son unos boludos. Por un momento, me siento casi tan responsable como Bruno. No puede ser que no sepan hacer una tarea tan fácil. No sé si mis profes particulares me exigían demasiado o si el nivel de esta escuela es pésimo.

Unos gritos interrumpen mis pensamientos y giro, alerta. ¿Acaso la protección mágica que me prometió Gaspar falló? Busco a los enemigos con la mirada... Solo son mis compañeras, Sofía y Catalina, que se levantan de un salto del cantero donde estaban sentadas y se voltean rápido.

—Una araña —grita la primera, señalando el tronco del árbol que hasta hace poco las cubría—. ¡Es inmensa, parece una tarántula!

Respiro, aliviado porque no es una amenaza sobrenatural.

Varios grupitos de alumnos nos acercamos rápido hacia ellas. Tomás y los demás me siguen. La araña no es tan grande, debe ser del tamaño de una pelota de golf, pero igual les hace frente; se queda en el lugar y levanta las patas delanteras.

Catalina abre su mochila y saca un libro pesado.

—Voy a matarla.

—¡Tiráselo encima! —grita Sofía—. Rápido.

Me da lástima que la aplasten. Quiero intervenir, pero no me animo con la mirada de tanta gente encima.

Catalina se inclina despacio, con el libro bien alto. La araña se mantiene inmóvil.

—¡Déjenla en paz! —alguien aparta a ambas chicas, empujándolas hacia los lados. Es una alumna bajita, de pelo ondeado y largo hasta la cintura.

La reconozco: se llama Astrid, es la que entró al Applegate hace unas pocas semanas. Lo primero que me llamó la atención de ella fueron las pecas que cubren su rostro de una mejilla a la otra; estas ni siquiera están coloradas, a pesar de que acaba de mover a dos compañeras de su lugar.

—¿Qué hacés, estúpida? —Sofía la mira con bronca mientras se frota el brazo. Catalina, en el otro extremo, recupera el equilibrio—. Hay una araña, ¿no ves?

Astrid se acerca a la araña, que sigue inmóvil en el tronco. Se inclina hacia ella. El grupo de alumnos a su alrededor es cada vez más grande y se escapan exclamaciones y quejidos a medida que ella continúa aproximando el rostro hacia el arácnido, sin inmutarse.

—Esos no son los colores de una especie venenosa. Pobrecita, está asustada. Debe vivir en este árbol. Las arañas levantan las patas así para defenderse cuando se sienten amenazadas. Es raro que muerdan, la mayoría escapan si esto no les funciona.

—Dejá de hablar, no me importa si te gustan los documentales de animales salvajes —dice Catalina—. Echala o hacé algo.

—Voy a agarrarla. —afirma Astrid, sin cambiar su expresión tranquila.

—¿Qué? —Sofía se lleva una mano al pecho—. ¿Estás loca?

Astrid la ignora y, en medio del silencio sepulcral que se armó en la entrada del colegio, bajo la mirada cargada de miedo y expectación de casi todo el alumnado, extiende la mano hacia la araña.

—Vení, linda. No pasa nada —la llama.

Un chico que está cerca se desmaya y lo sostienen entre varios.

La araña baja las patas delanteras y se queda en el lugar por unos instantes. Luego, muy despacio, camina hacia la palma de Astrid. Se escapan unos gritos de la muchedumbre cuando ella la levanta con mucho cuidado, casi cariño diría, y la cubre con su otra mano.

—Voy a buscarle un hogar donde nadie la moleste. —Astrid le explica a Sofía y Catalina, que se abrazan antes de asentir con ojos vidriosos.

Las muchachas se quedan en el lugar mientras la morocha se gira y da unos pasos en sentido opuesto. No tiene que apartar a nadie porque la multitud se aleja espantada de ella. Algunos corren.

—Sigámosla —digo.

Tomás me agarra del brazo, los demás se quedan petrificados.

—Vamos, no sean cagones —insisto y me suelto.

Astrid apura el paso y sale del camino de entrada, todavía señalada por los alumnos. Se interna en los jardines del Applegate. Estoy a punto de comenzar a ir tras ella cuando Tomás me detiene, agarrándome por los hombros. Quiero liberarme otra vez, pero justo suena la campana para que entremos.

—Esa chica es escalofriante. —Felipe se frota los brazos cuando nos dirigimos hacia las escaleras.

—Es rara. —Jaime se ríe—. ¿No escucharon ese rumor de que la adoptó un millonario misterioso de la ciudad?

—No es un rumor. Al menos, la parte de que es adoptada. Se lo contó a Sofía en clase de Gimnasia Artística —aseguro, recordando cuando mi compañera me vino con el chisme—. Lo del padre millonario no lo sé.

—Yo escuché que es lesbiana —se burla Tomás—. Y que estuvo en un instituto de menores por robar, por eso el padre tuvo que pagar un montón para que la aceptaran acá.

—Che, no seamos prejuiciosos. Aunque en todo rumor hay algo de verdad, ¿no? —Antes de atravesar la puerta doble, echo una mirada hacia los jardines del Applegate, pero no encuentro a la chica—. Supongo que con el tiempo nos vamos a enterar.

Cuando nos acomodamos en los bancos del centro del aula, el panorama es el mismo de siempre: Sofía y Catalina están maquillándose. Miriam y Lucrecia, sentadas más atrás, hojean revistas de moda. En la otra punta, Ismael, que no sé si estaba desde antes de que sonara la campana porque no lo vi en la entrada, duerme en el primer escritorio, usando sus brazos como almohada; el flequillo largo y negro se le desparrama por la cara de piel trigueña. Tiene una paz envidiable. Se sienta solo. En el banco de al lado apoyó su carpeta con stickers del anime Cyber Team in Akihabara.

Diego lo mira y se ríe.

Otros chicos se encuentran completando la tarea a último momento o copiándola, como hacen mis amigos. En fin, es algo que tengo que soportar si quiero estar con gente de mi edad.

La puerta del aula se abre de repente. No es la profesora, como esperábamos. Astrid camina hacia un banco en el fondo del salón, ignorando los cuchicheos. Saca un libro de la mochila y se sienta a leer con mucha concentración.

No puedo sacarme de la cabeza lo que hizo hace un rato, así que después de charlar unos minutos con mis amigos, y viendo que la profesora tuvo algún problema porque todavía no llega, me levanto de la silla. Paso cerca de Ismael, que sigue dormido, ajeno a todo, y voy hacia el fondo del aula.

Me acomodo al lado de Astrid, que me echa una mirada gélida. Quisiera saber cómo fue tener esa araña en las manos y si le encontró un nuevo hogar entre las plantas, pero lo cierto es que no puedo sacarle charla así nomás. Astrid es muy cortante e ignora a la mayoría del curso.

La última vez que vine a hablar con ella, apenas me contestó con monosílabos. Fue todo un logro, igual. A Sofía y a Catalina las echó antes de que llegaran a su banco.

Como sea, quizás hoy toma confianza conmigo. Me quedo esperando unos instantes.

Astrid revolea sus ojos castaños y cierra el libro. Después, se acomoda el pelo, antes de ponerse los auriculares y prender su MP3. No va a decir nada.

Estoy por irme, cuando me alcanza lo que estaba leyendo. Son las poesías de Alejandra Pizarnik. Astrid se acuesta contra la pared y desvía la mirada.

Supongo que, si me prestó su libro, le caigo bien.

Abro la boca para agradecerle, pero la vuelvo a cerrar cuando escucho un bostezo. Miro hacia el frente: es Ismael, que acaba de despertarse y se refriega los ojos. Después, comienza a hacerse una trenza en el pelo y se ofende cuando le tiran un papel en la cabeza para molestarlo. Astrid chasquea con la lengua.

Abro el libro con curiosidad y me engancho con Pizarnik. Leo algunas páginas hasta que, en un instante, me parece escuchar un zumbido similar al de la visión que tuve en casa más temprano, aunque a un volumen mucho más bajo. Quiero bloquearlo y continuar la lectura, pero no puedo. Es molesto. Comienzo a marearme, siento que vibran las paredes y las ventanas.

Cuando saco la mirada del libro, todo vuelve a la normalidad.

—Así que vos también lo escuchaste... —Astrid me mira fijo, con los auriculares en la mano.

Cuando termina el horario de clases en el Applegate, los alumnos tenemos la opción de quedarnos en clases de apoyo, talleres extracurriculares o usar la biblioteca para estudiar. Lo cierto es que la mayoría se va a su casa, otros se quedan un rato más divirtiéndose con sus amigos en los pasillos y salones.

Yo suelo ir bastante a la biblioteca. No es que sea un nerd fanático como Bruno y Débora, pero sé que hay tareas que son más fáciles de hacer consultando el material impreso. Solo me crucé a Astrid ahí en lo que va del año. Mis compañeros no parecen entenderlo; un lugar con tantos libros los repele. Por eso terminan copiándome. Supongo que estudiar con profesores particulares me ayudó a ser más metódico y responsable.

Así que, en cuanto salgo de la última clase, esquivo a los chicos, que seguro quieren insistirme con que me quede a pavear con ellos, y me dirijo a la biblioteca. El profesor de Administración nos dio una tarea bastante compleja y no pienso volver a casa sin tenerla resuelta.

El pasillo que lleva a mi destino se encuentra vacío y silencioso. Las paredes del instituto están cubiertas por revestimientos de madera oscura. El piso también es de madera, adornado por alfombras verdes con bordados dorados que marcan las entradas a cada salón. Hay cuadros de Mariano Moreno, Manuel Belgrano y José de San Martín, entre otros. También de algunos de los fundadores de Costa Santa, entre los que se encuentra mi abuelo, Cillian O'Sullivan.

Cuando bajo las escaleras, me llama la atención un folleto nuevo en la cartelera de comunicados generales.

Taller de Teatro.

Improvisaciones para desarrollar tu expresividad, espontaneidad y creatividad.

Viernes a las 14 h. en el auditorio.

Antes de seguir hacia la biblioteca, saco mi cuaderno de la mochila y anoto los datos. ¿Para qué? Debería pensar en volver al deporte en vez de ir a «desarrollar» mi «expresividad, espontaneidad y creatividad». Río para mí mismo.

Me dispongo a girarme y choco con Guadalupe. ¿De dónde salió? Bajo la mirada sin decir una palabra y avanzo rápido. Ella gira sobre sus pasos y desaparece con bufidos furiosos. Tampoco se alegra de verme.

Empecé a salir con ella poco después de entrar al Applegate, a comienzos de este año. Todo el mundo estaba fascinado conmigo. Recién me había mudado a Costa Santa y corrían rumores muy locos acerca de la fortuna de mi mamá y de los viajes que había hecho por Europa. Los chicos querían ser mis amigos, las chicas me tiraban onda y yo no entendía nada.

Había llegado con miedo porque la primaria había sido un infierno para mí. En aquella época, vivíamos en Capital Federal e iba a una de las mejores escuelas de Recoleta. Mis compañeros me cargaban todo el tiempo por el color de mis ojos y de mi pelo. Me pegaban, me escupían, hacían dibujos monstruosos de mí en el pizarrón. Si hubiera tenido mis poderes en aquel momento...

Mamá habló mil veces con la dirección, incluso amenazó con demandarlos por permitir agresiones entre alumnos. Hasta llegó a explicarles que en Estados Unidos este tipo de actos tienen un nombre: bullying, y que traen consecuencias horribles. Pero fue inútil. El colegio solo los consideraba «bromas» de chicos de primaria. Ojalá en el futuro se tome más consciencia sobre este tema en Argentina y en el mundo.

Como sea, por fin mamá decidió sacarme de ahí. Terminó por escrachar a la institución con los padres de familias prestigiosas y con sus clientes, destrozando la reputación del colegio. Fue así que empecé a estudiar desde casa y a rendir las materias libres.

Estaba feliz. Se había acabado la tortura y aprendía muchísimo con mis profesores particulares. El problema era que estaba solo, excepto cuando me juntaba con mis primos o cuando iba a entrenar básquet. En el club no me trataron mal, pero tampoco pude hacer amigos.

Cuando nos mudamos a Costa Santa, decidí cursar en el Instituto Applegate, pero antes mamá quiso cerciorarse de que tuviera un buen nivel académico y que fuera estricto con el buen trato entre alumnos. Además, yo había descubierto mis poderes y me sentía mucho más seguro. Si alguien se metía conmigo, la iba a pasar muy mal.

Contra todas mis expectativas, ser el hijo de la misteriosa diseñadora millonaria que acababa de mudarse a la ciudad me convirtió en una superestrella.

Salí dos meses con Guadalupe. Decidí cortar con ella porque era insoportable. Además, no podía explicarle que tenía sueños y visiones con seres de otros mundos. Dos semanas después, me puse de novio con Abigail, más que nada por su insistencia. También duró poco. Era imposible sostener un noviazgo con los entrenamientos de básquet y las batallas contra Dashnir y sus criaturas.

Dos novias en cuatro meses es mucho, ¿no?

Menos mal que ambas van al polimodal de Sociales y no al de Economía, como yo...

Pocos metros antes de llegar a la biblioteca, me cruzo a Sofía y a Catalina, que me saludan radiantes y me tiran besos al aire. Me sonrojo. Supongo que mi fama de rompecorazones no es tan mala, después de todo.

—Mackster, ¿cómo andás? —saluda Vanesa, pocos metros después.

Me río. Parece como si el destino quisiera que me cruzara con todas las chicas de la escuela en esta caminata.

—Bien, Vane, yendo a la biblioteca. Un poco a full, con las tareas del colegio y los entrenamientos de la escuela arcana. —Le digo, casi en un susurro—. ¿Vos? ¿Cómo lo llevás?

¿Le dije, «Vane»? ¿Estoy loco? Ella frunce el ceño, divertida al notar mi repentina confianza.

—Bien. La verdad es que estaba intrigada y un poco asustada, pero tuve una clase genial con León. Me enseñó a profundizar mi conexión con las plantas. Pude preparar varios brebajes para sanar los resfríos y ungüentos para tratar quemaduras. ¡Y una poción para recordar cosas importantes! También me hizo meditar y vi técnicas de combate de los dioses de Agha. ¡Fue una locura!

—¡Wow! Es mucho más divertido que lo que Gaspar nos está enseñando a Bruno y a mí.

—Es genial. —Hace una pausa y mira al costado—. Che, tus amigas nos están mirando...

Giro con disimulo y veo a Sofía y a Catalina, que ponen los ojos en blanco y se ríen, burlonas. Me vuelvo hacia Vanesa y niego con la cabeza. Ella se encoje de hombros para restarles importancia. Me sonríe. Siento que hay una energía especial entre nosotros, más allá de ser arcanos. Creo que vamos a llevarnos bien como amigos o lo que sea.

Le doy una palmada amistosa en el hombro y le digo en voz un poco más alta que nos vemos más tarde, para que Sofía y Catalina escuchen. Ambas empalidecen y se van con muecas envidiosas.

Vanesa contiene la risa y sigue su camino, yo también el mío. Ya vamos a tener tiempo de hablar un poco más acerca del entrenamiento cuando no haya gente cerca.

Una vez en la biblioteca, acomodo mi mochila sobre una silla, listo para estudiar. Abro mi cuaderno y leo de nuevo los datos de contacto del Taller de Teatro. ¡Basta! Tengo que concentrarme en ese trabajo práctico de Administración. Sacudo la cabeza y voy hacia la recepción para pedir los libros a la bibliotecaria.

—Acá hacen algunas de las reuniones de Teatro, ¿no? —pregunto, y me odio por hacerlo, cuando me trae los manuales.

—Sí, ¿querés que te anote? La profesora es muy divertida.

—No, gracias. Solo quería saber. —Agradezco por los libros y me alejo.

Me acomodo en una mesa y abro mi carpeta para ver las consignas. Luego, comienzo a leer de la pila de libros que traje. Mientras busco información y tomo algunas notas, no deja de aparecer en mi mente el auditorio de la escuela. Me imagino saltando y gritando sobre el escenario, haciendo el ridículo con gente loca.

¡Por favor! ¿Desde cuándo soy tan prejuicioso? Crecí rodeado de artistas: Armando y Pedro, «las locas» que trabajan desde que soy chico en la empresa de mamá; Marta Minujín, que se la pasaba regalándole tapas de inodoros decoradas con monedas, platos con caras dibujadas y colchones deformes multicolores; Andrea del Boca, Graciela Borges y Arnaldo André pasaban siempre por casa a pedir diseños exclusivos.

Algo de eso tengo que haber absorbido, ¿no?

«¡Concentrate, Mackster!», me digo y vuelvo al trabajo práctico.

Logro avanzar bastante con las consignas antes de escuchar que alguien abre la puerta de la biblioteca. Me giro con disimulo: es Astrid.

Al verme, me saluda con un gesto seco y se acomoda en una mesa cercana, donde despliega sus carpetas y libros muy seria, lista para estudiar. Es mi oportunidad para hacerme su amigo.

—¿También viniste a hacer lo de Administración? —susurro, antes de que empiece—. Podemos trabajar juntos.

—No. Me voy a ocupar de eso en casa. Ahora necesito estudiar para una clase de apoyo que tengo en un rato.

—Si me contás donde aprendiste a amaestrar arañas, te puedo ayudar con las materias. Me va bastante bien.

Astrid hace esboza una media sonrisa tímida y se acomoda un mechón de pelo.

—No es de este año. Es una de las materias que me quedaron pendientes —explica, concentrada en poner en hilera sus libros y carpetas—. Además, no necesito ayuda. Las clases de apoyo son muy buenas, por eso mi papá me anotó en esta escuela y me banco a todas estas chetas. —Suspira antes de acomodar la cartuchera.

Me río al escucharla y ella se contagia. La bibliotecaria nos calla con un chistido desde lejos.

—Gracias igual —continúa hablando en voz baja—. Por suerte, me tocó una profesora de apoyo copada. Y lo de las arañas... No puedo enseñártelo. Me sale natural. Creo que soy buena con ese tipo de animales.

Ya me la imagino criando insectos y serpientes en su casa... Fascinante.

Estoy por decirle algo más, pero la bibliotecaria vuelve a callarnos. Nos miramos, aguantando las ganas de reírnos de nuevo, y cada uno se concentra en lo suyo.

El tiempo pasa veloz.

Astrid termina antes que yo, así que me saluda y se va. A pesar de que el cuestionario de Administración es difícil, insisto hasta que logro terminarlo, un rato más tarde.

Junto mis cosas y salgo de la biblioteca con la mochila al hombro, listo para volver a casa. En el pasillo están Tomás y Felipe, que hablan con otro compañero.

—Qué lindo tenés el pelo, reina.

—¡Déjenme salir! ¡Forros! —El chico intenta alejarse, pero está acorralado.

Lo empujan contra la pared.

—¡Che! ¿Qué carajo están haciendo? —Me acerco a ellos.

Felipe y Tomás me miran y se ríen. Recién ahora noto que el pibe con el que hablan es Ismael, que tiene el flequillo arreglado con gel hacia un costado, casi adherido a la frente, y los pelos de atrás todos parados. Aunque es un peinado medio raro, le queda bien. Tomás le acaricia el pelo, socarrón, e Ismael aleja la cabeza. Cuando intenta zafarse, vuelven a retenerlo. Ismael es de estatura baja y cuerpo flacucho, no tiene la fuerza suficiente como para enfrentarlos. Igual, me emociona que se anime y les haga frente.

—Basta, chicos —les digo, apartándolos y abriendo el paso.

Lo dejan salir, no sin antes palmearlo en la nuca.

—¡Careta! —le grita a Tomás—. Algún día lo vas a pagar.

Quiero preguntar a qué se refiere, pero el tiempo parece detenerse.

Las luces del lugar parpadean y todo se vuelve oscuro.

¿Dónde estoy? Puedo ver mi respiración como un vaho frente a mí. Escucho un ruido de fondo similar a una interferencia en la radio. Tomás, Felipe y yo estamos cubiertos por sombras que se estiran para envolver también a Ismael. Me invade un frío intenso, el calor huye de mi cuerpo.

De repente, unos chispazos estallan al final del pasillo. ¿Qué está pasando? ¿Es un ataque de Dashnir? Gaspar me había dicho que la escuela estaba protegida...

El parpadeo de luz me muestra que las sombras se conectan a varios cables gruesos que están adheridos al piso y al techo.

¿Qué es este lugar? Siento una presencia que crece.

Levanto la mirada hacia Ismael. Aunque parece estar suspendido en el tiempo, como mis otros compañeros, sus ojos negros brillan durante un instante.

Mientras lo analizo, me encandila una luz azulada y el pasillo vuelve a la normalidad.

Ismael se escabulle rápido. Mis compañeros chocan las manos y se ríen. Mi piel ya no está erizada. No quedan rastros de las sombras.

—¡Son unos tremendos pelotudos! —digo a mis amigos, sin dejar de mirar a Tomás con bronca.

—¿Yo soy el pelotudo? ¿Y vos, entonces, qué sos? —me grita él.

Felipe levanta las manos mostrando que no va a meterse en el asunto y se aleja rápido.

Cobarde...

—Ya no sos el mismo, ¿qué te pasa, Mackster? ¿Ahora ni siquiera te divierten mis chistes? Hasta desapareciste del entrenamiento. Tenés que volver al equipo de básquet. Disculpate con el profesor y prometele que no vas a faltar de nuevo —dice Tomás, sin entender que lo que me molesta es lo que acaban de hacerle a Ismael.

Me encojo de hombros, indicando que ese tema no me importa ni un poco. No tengo tiempo para hablar de básquet. Quiero correr a contarle a Bruno y a los demás sobre lo que acaba de pasar, saber si percibieron lo mismo, pero hoy va a ser imposible. Pienso en Astrid... Al igual que yo, ella escuchó aquel zumbido en el salón. ¿También habrá sentido lo de recién? ¿Por qué brillaron los ojos de Ismael en medio de eso?

—El tipo sabe que sos bueno, quiere que estés —continúa Tomás.

—Ya te dije que no. Estoy en otra.

—¿En qué?

No le contesto. Me giro y doy algunos pasos hacia la salida de la escuela. Él me toma del brazo casi enseguida, así que me detengo y giro para enfrentarlo.

—Mackster... —Sus ojos azules cobran vida cuando se acerca un poco hacia mí—. Tenemos que pasar más tiempo juntos, como antes. Fui tu primer amigo cuando entraste a la escuela este año, yo te presenté a todos. ¿Qué...? ¿Pasó algo?

Quiero decirle que me enfureció que molestara a Ismael, pero las palabras no salen de mi boca. Estoy seguro de que él arengó a Felipe para que se sumara. ¿Por qué son tan imbéciles? Además, ¿de qué es que se quieren vengar?

Lo miro de arriba abajo. No entiendo cómo puedo seguir juntándome con él, habiendo sufrido antes lo mismo que Ismael.

Muevo el brazo para que Tomás me suelte. Al hacerlo, siento una puntada en la cabeza.

—Sí. Pasó algo: soy un dios encarnado, puedo transformarme y lucho contra mis enemigos y otros seres que quieren invadir la Tierra —suelto.

Tomás se ríe.

—Estás loco. Dejá de ver esos documentales de Flavia Nermal —dice, revolviéndome el pelo—. ¿Puedo ir a tu casa más tarde?

—Mejor no —le digo y me aparto—. Te veo mañana.

Me odio por no haber defendido a Ismael con más insistencia. ¿Qué me pasa...?


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