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Cuando se acaba el silencio, parte 2

—Ven acá, Annie.  —Walker llamó a su nieta, quien, al verlos venir desde el patio trasero, se adelantó a servir té frío para ambos—. Enséñale tu cuarzo a Key. Quiero probar algo.

La muchacha miró a Ray con sospecha. Si bien su abuelo le pedía que cargara el amuleto con ella, y que no se lo quitara, más de una vez le advirtió de no dejarlo visible. Siempre lo llevaba con un largo de tira de cuero lo suficientemente cómodo como para ir cubierto por ropa. Pero ante las palabras de Ray, se removió el cuarzo del cuello, sosteniéndolo frente a Key.

Walker agradeció a Annie, y la joven entendió que, por más que le llamara la atención lo que los hombres podían estar hablando, no era una conversación de la que estaba invitada a participar. Se despidió, volviendo a colocar  el collar en su cuello y diciéndoles que, si querían algo más, había pan de arándano en la nevera. 

En esos momentos, Sutherland recordó que todavía llevaba el cuarzo que Lena le devolvió la noche anterior en el bolsillo. Sacó su propia pieza, comparándola con la de Annie.

—Las prendas son idénticas. Mi madre me regaló este cuarzo cuando cumplí cinco años. A pesar de regalármelo, nunca me advirtió de su importancia. Apenas acabo de recuperarlo. Se lo di a Lena cuando éramos niños, un par de días antes del incidente del bosque. Quería que me recordara por algo que fuera solo mío.

—Y le diste lo único que garantizaba tu protección. Para ti, y por lo que puedo ver, para tu madre, la prenda no tenía valor. O, tal vez, confiada en que, por años, los que se esconden en la arboleda no habían reclamado un sacrificio, la misma se convirtió en una leyenda.

—Hasta que la leyenda tocó a su puerta, reclamando a su hijo, una noche de octubre.

—Lidia es una buena mujer, pero dudo que, aun sabiendo las historias del pueblo, haya optado por creer por completo. —Walker no pretendía que Key desconfiara de su madre, solo trataba de poner las cosas en orden—. Ella es, no lo tomes a mal, muchacho, una reina de belleza en toda la extensión de la palabra.

»No es una Sutherland de sangre; al casarse con tu padre, aceptó tener el puesto de liderato que implicaba el apellido. Realeza de pueblo pequeño, por decirlo así. Y, después del incidente, cuando tu padre, que en paz descanse y yo, nos sentamos a la mesa y poco a poco descubrimos la historia de lo sucedido, ella desasoció por completo. Aseguró que la protección de sus creencias religiosas y el compromiso de la familia a permanecer y ver por el pueblo sería suficiente. Y, en cierto sentido, lo fueron. Hasta ahora.

—No voy a juzgar a vivos y a muertos por irresponsables —argumentó Key—. Mi padre ya no está y mi madre... tú los has dicho. Pero, tengo derecho a saber la historia completa. Las voces no vienen por ella, las medias imágenes no habitan en su cabeza...

—Es lo justo —acordó Ray.

***

Los Walker, en cierto sentido, tenían una posición privilegiada. Eran los guardas de la historia, y esta es la historia, según llegó de manos del padre de Ray:

Todo comenzó doscientos setenta y seis años atrás. Para efectos del mundo no es una gran cosa. Es apenas un suspiro, el mover de un segundero en el reloj del universo, quien ya estaba viejo y cansado cuando los humanos comenzaron a habitar la tierra. Pero, el año de 1748, fue uno decisivo para los llamados fundadores de Grafton.

Para algunos, fue la culminación de décadas de persecución, el momento decisivo en que el destino los llevó a cruzar el océano y establecerse en Norteamérica. La llegada a las colonias se le vendió como un sueño. El puerto de Savannah los recibió con la misma promesa, hecha una y otra vez a aquellos que buscaban un cambio de suerte. Nada que temer, solo necesitan un vagón de provisiones y ganas de trabajar. En poco, serán dueños de tierras por las que los menos osados en Europa jamás se atreverán a arriesgarse, las que, con el tiempo, les obligarán a llorar su pérdida.

—¡Vamos! —invitaban los vendedores de terrenos—¡Hombre que no quiera conquistar la fiera naturaleza, no merece llamarse tal! ¡Cientos de acres de terreno virgen esperando por manos dispuestas!

Los sueños se venden en primavera. Las realidades llegan con el invierno.

El grupo de colonos que se hizo a las montañas era, en un principio, unas ciento cincuenta personas. En menos de un año, el número había bajado a unas cincuenta.

La tierra no respondía, se volvió inhóspita. Las cosechas de tabaco, que prometían ganancia, se plagaron. A las cosechas marchitas le siguieron incursiones y agresión de parte de otros grupos coloniales. España y Francia reclamaban derecho y la localidad remota no recibía protección de parte de un gobierno británico que estaba empezando a ver problemas crecientes en el norte.

—No creo que veamos un invierno más. Para colmo de nuestros males, las nubes se están acumulando y los días se hacen cortos y grises. Las nevadas son pocas en estas tierras, pero eso no significa que no se den —El patriarca de la familia Finland fue el primero en hablar—. Si nieva, y se cierra el paso de las montañas, las lluvias de abril van a bañar nuestros huesos.

—Tanto Walker como yo hemos tratado de establecer contacto con las pieles rojas —Sutherland habló por ambas familias—. No hemos tenido problemas con los Cherokee y los Apalachee. A ellos les preocupan más los españoles al sur, y los franceses, presionando del oeste. Somos un grupo pequeño, podemos establecer un sistema de trueques, algo que nos ayude a sobrevivir los próximos meses.

—Por supuesto, y entonces, ¿qué? ¿Cederemos tierras a los indios? —William Shea era el más joven del grupo. Su padre había muerto en el verano y solo sobrevivían su madre, abuela y hermana gemela.

—Depende de tu definición de ceder. Ellos estaban aquí antes que nosotros. —Walker le recordó.

—¡Sálvame de tus sensibilidades, escocesas! La tierra es de quien la reclama, de quien la retiene.

—¿Qué pretendes entonces? —Finland estaba comenzando a irritarse—. ¡Hemos tratado de todo, excepto venderle el alma al diablo!

Una risa profunda se escuchó en la sala. La matriarca de los Shea, una mujer entrada en años, la cual apenas si cruzaba palabras con la gente del pueblo, se puso en pie, con la seguridad con que pocas mujeres podían hacerlo.

—En tierras olvidadas por Dios, el diablo no es la única alternativa. —Se volteó hacia su nieto, señalando con un dedo artrítico—. Voy a hablar, y si al terminar, alguno de estos hombres atenta contra mi vida, asegúrate de que no vean la salida del sol. ¿Entiendes?

No le dio tiempo a contestar. Solo le pidió a los cuatro hombres que salieran con ella, a la oscuridad del bosque.

Caminaron por senderos que incluso en aquellos tiempos se consideraban peligrosos, iluminados solo por la luz de la luna y llegaron hasta el corazón de la montaña, en donde, a pesar de ser comienzo de otoño, ya el frío se hacía sentir, formando pequeñas nubes de condensación con cada exhalar de aire.

—Lo que van a presenciar —dijo la vieja Shea—, es la razón por la cual fuimos forzados a abandonar nuestras aldeas, hasta cruzar el océano. Nuestra familia siempre ha tenido el don de ver entre los árboles, y por eso, fuimos juzgados de la peor manera.

La mujer se arrodilló, y comenzó a silbar, mientras hacía trazos en la tierra. Sus labios parecieron besarse de rocío y el aire se hizo denso con un olor a musgo y pino. La niebla, de constante y suave azul, comenzó a elevarse del suelo de forma impredecible. En algunos puntos era tan alta como las copas de los árboles y, de entre la espesa bruma, y en las ramas, figuras que parecían humanas solo lo suficiente como para engañar la percepción inicial, observaban con ojos dorados llenos de curiosidad.

—¡Demonios, son demonios! —Finland fue el primero en protestar. Llevó su mano al revólver que cargaba en la cintura, solo para ser detenido por Sutherland.

—No son demonios. Son espíritus silvanos. Hay cientos de leyendas sobre ellos en Irlanda y Escocia.

—Demonios o no —intervino Walker—, tienen su lugar. No deben ser perturbados.

—Dioses —contestó Shea—. Tan poderosos como la naturaleza misma. A nuestra disposición.

Los espíritus cerraron un círculo alrededor de los colonos. La niebla se hizo espesa y el sentido de dirección de los hombres se vio alterado. Walker, quien cargaba consigo una brújula, no pudo determinar el norte. Al mirar el cielo, las estrellas no parecían mantener su patrón familiar.

—¿Dónde estamos? ¿A dónde nos han traído?

Las entidades, quienes hasta ese momento solo habían respondido con silbidos, comenzaron a hablar. Sus palabras eran cortas, concentradas, como las de niños que están comenzando a comunicarse.

En todas. Las. Montañas. En todo lugar. Y. Ninguno. Finland. Walker. Sutherland. Shea.

Escuchar sus nombres les hizo entender que era tarde para retractarse. Dondequiera que fueran, escucharían el eco de ese llamado, cabalgando en el viento.

—Escuchen. —La mujer Shea volvió a dirigirse a los espíritus—. Si ustedes son los mismos que viven allende al mar, entonces hagamos los tratos que solíamos hacer en el viejo mundo. Digan el precio a pagar por nuestra prosperidad.

Uno de los espíritus pareció despegarse de los demás. Su forma semi humana se acomodó en el borde de la cresta de la montaña. Su voz melodiosa repetía las palabras, como si recién recordara algo importante.

Allende al mar. Hermanos. Hermanas. Libres somos como el viento. Nada nos pueden dar. Solo resta esperar volver a ellos. Nada queremos, solo el silencio, para proyectar nuestras voces a través del agua, hasta llegar a los que allá quedaron.

Por un instante, sus ojos se posaron sobre los hombres. Solo Walker observó que estaban cuajados de lágrimas.

—¿Qué requieren? —preguntó Sutherland.

Hermanos... hermanas.... Vamos y venimos. Las montañas son nuestras. Nada más deseamos.

—La tierra no responde. ¿Qué podemos dar?

Nada. Nada... la tierra se renueva por su voluntad. Sufre, y renace. Tiempo. Deben dar tiempo.

La anciana se rehusó a escuchar la voz de la naturaleza. No, cuando tenía en sus manos hacer a su familia la más fuerte.

—Espíritus del aire, ¿piensan que su sufrimiento es único? ¿No hemos perdido nosotros también a hermanos? Y no se trata de ser separados por la distancia. Ya en en esta tierra, dejando con cada muerte, menos esperanza de que nuestra heredad sobreviva.
» ¿No quieren ayudar? Tengo  formas de atarlos. ¿Quieren continuar su juego entre los árboles, ocultos mientras morimos en invierno? No. Yo conozco las viejas costumbres. Cosas que tal vez no sepan las pieles rojas. Sé cómo obligarlos a ver por nosotros.

Sangre —gritó la vieja Shea—. La sangre los eleva, y al mismo tiempo los ata. Hoy, pagaré con vida, a cambio de atarlos  a nuestro servicio. Estoy dispuesta a pagar el precio.

No. Nooo... Los ríos azules, la tierra negra... no nunca rojo...

—¿Sabes lo que haces, mujer? —Finland preguntó, solo para hacerle darle a conocer a sus compañeros que su decisión estaba tomada. —¿Dices que puedes obligar a estos espíritus a hacer tu voluntad? ¿Puedes asegurar que vas a enriquecernos con tu propuesta?

El espíritu sereno quiso hacerles olvidar, levantando un vuelo de hojas de otoño que intentaron cambiar la tonada de la sonata, pero los colonos ya habían resuelto.

Walker y Sutherland trataron de tranzar con los espíritus, los cuales se estaban arremolinando curiosos, ante la idea de ser exaltados, sin entender que el trato los ataría a esas montanas hasta que pagaran lo prometido.

Walker, atestiguaaaa. Sutherland, mantente inocenteeee. Ella los trajo aquí, y si pude, los convertirá en víctimas. Shea está marcada por el mal, Finland cegado por la ambición...

El Espíritu sereno trató de proteger a los que percibió como más inocentes, sin lograr convencer a sus hermanos, quienes ya estaban fascinados con la bruja.

—Porque nuestros nombres no perezcan, por mano propia y con mi vida, los ato a este pacto solemne. —La mujer Shea sacó un cuchillo de su delantal y lo puso en manos de su nieto. Sus ojos se tornaron blancos, mientras que su cuerpo danzaba, preso de la brisa otoñal—. Sabes lo que tienes que hacer, y los dioses son testigos. Los Shea serán grandes sobre esta tierra. Finland nos trajo aquí, y hasta que el último de su línea muera, no podremos abandonar nuestros sueños. Walker guardará la historia y Sutherland, por su obsesión con todo lo que pueda salir mal, velará porque su sangre pague el doble si alguno de nosotros olvida este trato...

El joven Shea se acercó a su abuela, sosteniéndola contra su pecho. La mujer era frágil y diminuta, pero su voluntad les compró inviernos por venir. Se despidió de ella con un suave beso en la coronilla de su blanca cabeza y luego enterró el cuchillo en su cuerpo cuatro veces, perforando sus pulmones antes de alcanzar el corazón. El primer grito quedó ahogado en su garganta, los próximos, si algunos, se confundieron con el crujir de la hojarasca, y la caída de la cascada que alimentaba el lago. Su cuerpo inerte fue colocado en el suelo con el más delicado cuidado por el hombre que recién le había dado muerte, mientras que los otros, observaban en silencio, producto del espanto, la realización de que no habría vuelta atrás.

Sangre fue derramada y la sonata, una vez fue el reflejo de la naturaleza misma, se convirtió en una canción hiriente.

Los espíritus, iracundos, entendieron que el sacrificio les privaría de la capacidad de cabalgar en el viento, de encontrarse con sus hermanos, de ser parte del ciclo natural. Ahora eran criaturas sedientas de la esencia de la vida. Bebedores de sangre, comedores de carne y obligados a cumplir.

Se  liberarían de su trato infernal solo muriera el ultimo de los Shea, y si alguno fallara, y no fuera entregado en sacrificio, su ira se volcaría en contra de un pueblo marcado a morir hundido en una miseria peor que el más cruento invierno.

Ante los gritos desencadenados de los que habitan entre los árboles, los huesos de la vieja Shea se hicieron piedra, mientras los espíritus se revolcaban en el lodo mojando en carmesí, transformados por un nuevo y desconocido apetito . Todos, menos uno.

El frágil azul derramó cuatro lágrimas para sellar el pacto. Su dolor, transformado en cuarzos rosados, pasó a manos del primero de los Walker, junto con la historia...

***

Key abrió los ojos. Le tomó un instante entender dónde estaba. La voz de Walker no solo contaba la historia, arrastraba a quien la escuchara al momento preciso en que todo sucedió.

—Estuve allí. Yo era Sutherland. En un instante, vi mi reflejo en el cristal de una lámpara de gas, antes de salir al bosque.

—Es el efecto de la historia —contestó Ray—. Lleva a quien la cuenta. No sabes cuantas veces he querido detener lo sucedido, solo para encontrarme como testigo, sin nada que decir al respecto.

Key tomó asiento en el sofá, sentía que su cabeza pesaba una tonelada.

—Hay que ordenar los eventos. Para empezar, no hay inocentes. Todos accedieron al pacto, entraron con los ojos abiertos. Finland. Finland trató de liberarnos del pacto a su manera. Con el tiempo, el heredero de los Finland se suicidó, sin dejar descendencia. Eso permitió que aquellos que desearan salir de Grafton pudieran hacerlo.

—Para ese entonces, los Walker decidieron quedarse, para ver sobre la historia —añadió Ray, hablando por su familia—. Es por eso que nuestras tierras siempre han estado entre la espesura del bosque y el pueblo. Generación tras generación hemos cuidado de que los inocentes no sean implicados en esto, que los hijos no paguen el pecado de sus padres, y que la única protección existente, caiga en las manos indicadas. —Señaló el cuarzo, el cual, Key todavía se negaba a poner alrededor de su cuello.

—¿Y qué con los Shea? ¿Cómo encajan en esto ahora? —preguntó el joven Sutherland.

—Evelyn Shea, la última de la familia, murió antes de que nacieras —Ray suspiró—. Es por eso que mi padre ni siquiera pensó en advertirme sobre la maldición de Grafton. Pensó que, con su muerte, todos estábamos a salvo, pero los Shea amarraron la maldición a estas tierras con su sangre y, a falta de Shea, para pagar sobre el trato, tú fuiste marcado. Así que, por el amor de Dios, ahora que tus memorias han vuelto, ¡no te separes de ese cuarzo! Me temo que, en estos días, los espíritus están inquietos, es como si quisieran reclamar algo que se les debe, a pesar de que el saldo se  pagó con Evelyn.

—Gracias, Ray —Key se puso en pie, despidiéndose de Walker—. Se siente estúpido agradecer que me hayas hecho consciente de una maldición de la cual mi familia es en parte responsable, pero, sabes a lo que me refiero.

El viejo Walker le dio una palmada en la espalda y se mantuvo de pie en el marco de la puerta, hasta que lo vio salir de la propiedad.

En la camioneta, Key colgó el amuleto del cristal retrovisor. Debía llevarlo puesto, pero algo dentro de sí rechazaba la idea. Por años, el amuleto había sido de Lena, y por algún impulso inexplicable, sentía que debía permanecer con ella.

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