MEMORÁNDUM

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SS Rasse- und Siedlungshauptamt, o RuSHA (Oficina Central de Raza y Asentamiento de las SS)

Desdobló el papel y comenzó a leer, mezclando su iris azul con el negro de las palabras.

Una letra simple.

Mecanografiada.

Violenta.

Que por poco lo hace tambalearse.

Negó con la cabeza y volvió a leer el memorándum, creyendo que tal vez había confundido las letras, desordenado las palabras.

Pero no.

Todo continuaba allí.

Claro.

Directo.

Y, lo más importante, firmado por el Reichsführer-SS.

—¡Esto es traición! —exclamó.

—¿Cómo se atreve a hablarme así? —replicó el hombre que tenía en frente—. ¡Exijo respeto!

—¿Respeto?... ¿Quiere respeto, general? —Depositó con violencia el papel sobre el escritorio—. Entonces, démelo a mí también. ¡Soy un oficial de las SS, no me pueden expulsar por un motivo tan absurdo!

El general enrojeció.

—¿Y le parece absurdo tener treinta años y no haberse casado, o al menos haber procreado? ¡Ni siquiera un hijo ilegitimo tiene!... ¿Qué le está dando a nuestro país, capitán Fischer?... ¿Qué le está ofreciendo mientras miles de alemanes están en el frente?

—¿Qué le estoy ofreciendo?... —cuestionó con una risita—. ¿Acaso no me está viendo?... ¡Entregue mi alma en el campo de batalla!... Además, usted sabe perfectamente que si por mí fuera ahora mismo estaría luchando, y no encerrado en una oficina.

—De eso no me cabe duda —aseguró el general, un poco más tranquilo. Acto seguido, caminó hasta un pequeño bar—, pero en vista de las condiciones en las que se encuentra sabe muy bien que no es apto para la batalla. Sin embargo, no es eso de lo que quiero hablar. —Agarró una botella y sirvió—. Aquí el asunto es que usted como miembro de las SS tenía el deber patriótico de casarse y formar una familia, y no lo hizo.

Entregó una copa al capitán.

—Ahora bien —continuó, bebiendo de un solo trago el licor—. Como me consta que usted es un hombre leal y que sigue casi todos los preceptos que rigen nuestra organización, me decidí a intervenir. Hablé con el Reichsführer y le pedí un plazo.

—¿Cuánto tiempo?

—Un mes.

El capitán bebió.

—¿Y usted cree que en menos de un mes alguna alemana aceptará casarse con un hombre como yo? —El coñac le había quemado la garganta; las palabras, su corazón—. Soy un monstruo. Ninguna mujer querrá un marido como yo.

El general volvió a su puesto y juntó sus manos formando un triángulo.

—Eso depende —dijo.

El capitán frunció el entrecejo.

—¿A qué se refiere?

—A que no subestime a las mujeres. Hay unas que por un plato de comida harían cosas peores. Y mire que sé muy bien de lo que le hablo. Con dinero todo se puede conseguir, mi estimado Fischer. Si no logra encontrarla por sus propios méritos, entonces, cómprese una. A cambio de dinero cualquier mujer podría hacerse la ciega. ¿No lo cree usted?

No le respondió.

—Sé que aún tiene sentimientos por la señorita Müller —afirmó—, pero debe entender que esa mujer ya tiene su familia, tiene usted derecho de formar la suya también. El amor es para los tontos, capitán. A nosotros los astutos nos mueven otros tipos de intereses. El poder por ejemplo. Lo conozco bien y sé de sus aptitudes, si se casa, además de obtener una familia, obtendrá otros beneficios.

—¿Beneficios? ¿Cuáles?

—Los conocerá en su debido momento.

El capitán regresó la copa a su sitio y recogió el memorándum.

—Voy a pensarlo —añadió.

Cuando salió de aquel lugar, sintió ganas de caminar.

Hacía mucho que no lo hacía.

Recorrer las calles de Berlín sin estar dentro de un auto, era una experiencia de la que no disfrutaba hacía más de un año.

Desde que había vuelto de la guerra.

Encendió un cigarrillo y atravesó la plaza.

¿Una esposa?

Rio, negando con la cabeza.

Quizá no era tan mala idea.

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