ACTO III. BETA

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Habían dejado de verse. Dos largas y tortuosas semanas. Hermes no respondía a ninguna de las oraciones que Maia realizaba diariamente. Jamás había notado tanto la ausencia de algo, siempre había tenido todo lo que necesitaba y vivía feliz con ese poco. Ahora le faltaba impulso para seguir adelante, una motivación de sonrisa pícara y bucles negros. Se había enamorado.

Quería quitarse esa opresión en el pecho, los pensamientos estúpidos de su cabeza que rememoraban demasiado bien todos los momentos a su lado y que consideraba casi el tesoro más valioso de su existencia. Eso le hacía llorar amargamente. Muchas noches dormía en su lugar secreto con la esperanza de que él volviera, pero no lo haría. Debía olvidarse de él.

El acuerdo fue aceptado por ambos, en realidad. Cuando Maia le habló de la advertencia, el dios mensajero le contó la que él escuchaba cada noche: "Abandona antes de que perezca el espíritu salvaje". Morfeo les estaba avisando desde hacía un tiempo y ellos lo habían ignorado. Lo mejor era ponerle fin y no volver a verse más.

Los sentimientos de ambos se habían tornado muy fuertes y era muy peligroso. Hermes sabía la devoción que le profesaba Maia, incluso su disposición a abandonar el séquito de Artemisa para poder estar con él. No quería eso para ella, ya lo decía el sueño: la joven era un espíritu salvaje, donde más feliz viviría sería allí y al cuidado de la diosa de la caza.

A pesar de ello, tuvo que volver a verla. Su corazón parecía estar a merced del capricho de Eros. Se había hecho una promesa dado que estaba fallando en sus cometidos celestiales porque tenía la cabeza en otra parte. Una última vez. Verla no le haría daño, al menos a ella que era su principal preocupación. Odiaba ignorar cada palabra que Maia le dedicaba.

Verla no cambiaría nada en el devenir de los acontecimientos que se habían apresurado a cortar de raíz. Tampoco lo haría un pequeño obsequio para que ella le tuviese siempre presente, que supiese que para él todo había sido especial y que era el destino el que estaba contra ellos.

La pelirroja dejó sus armas apoyadas en el roble del inicio del camino donde conoció a Hermes. Se sentó sumida en sus propios pensamientos, tanto que no se dio cuenta del objeto que tenía a su izquierda. Una hermosa lira de madera de doce cuerdas con montantes que se retorcían en forma de serpiente. 

Maia no se lo podía creer. Admiró el instrumento, mucho más bonito y cuidado que su lira, mas no lo tocó. Las lágrimas brotaron como un torrente, sin control alguno. Por suerte estaba sentada. Sabía quién se la había dejado y le había cortado la respiración. Hermes no esperaba esa reacción.

Había un hilo invisible o  quizá solo era su parte más irresponsable y sentimental que ya le había llevado allí y ahora le arrastraba hacia Maia. Salió del arbusto sin dejar de admirar el rostro algo sonrosado y sofocado de la joven. Ella se quedó de piedra cuando vio emerger la figura del hombre que caminaba temeroso, con el pétaso en su mano. 

Lo primero que hizo fue detenerse a observar todos los detalles del adictivo rostro del dios. Su barba poblada que escondía aquella sonrisa de pillo, su nariz respingona, su piel tostada y, por último, los ojos color almendra en los que se veía reflejada. Aproximó con cuidado su mano hacia el cabello rizado de Hermes y él se dejó hacer.

Hermes rodeó con su brazo la cintura de Maia. La joven había tenido el honor de ser nombrada como su madre, tenía una belleza cautivadora y sencilla, sin artificios y el corazón más puro de toda Grecia. Perfectamente podría ser una diosa, su diosa, y juntos poder vivir eternamente, en paz, pero, sobre todo, con la compañía del otro. Una que tanto necesitaban y anhelaban.

Sin embargo, la amenaza del destino se llevaba ciñendo sobre ellos demasiado tiempo. No podían escapar. Porque todo era un auténtico sueño de amor sin posibilidad de que se hiciese realidad. Una quimera, un fracaso anunciado, un dolor desgarrador. Era hora de despertar.

La primera flecha estuvo a escasos centímetros de acabar en el costado del dios. La segunda impactó de lleno en el abdomen de Maia, que había empujado a Hermes para evitar que le dañaran. 

—No debiste, Maia. 

Su única amiga verdadera la acababa de traicionar. Delia había sospechado desde el principio que Maia se había enamorado y había querido hacer lo correcto. Las flechas se dirigían hacia el patán de dios que trataba de cortejar a su amiga, todos eran iguales.

Hermes se aproximó hacia Maia, tenía que salvarla, pero no sabía qué hacer para ello. No era el dios de la medicina. Cuando vio el rostro sonriente de la joven soltó varias lágrimas, doradas y brillantes. ¿Cómo en tan poco tiempo se había convertido en tanto para él? Ella había aceptado su destino, su muerte.

—Haría cualquier cosa por ti —balbuceó Maia acariciando la mejilla del dios—. Gracias por haberme cuidado. No me olvides, dios mensajero.

En aquel momento, los pájaros dejaron su hermoso canto. El único ruido era el amargo llanto de Hermes que veía, impotente, como la joven se moría sobre su regazo. Se dieron su primer beso, un beso con sabor a despedida. El beso que siempre se habían dado en sueños y que hoy se hacía realidad.

Maia había despertado.

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