lxi. Who She's Always Been

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chapter lxi.
( battle of the labyrinth )
❝ who she's always been ❞

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Hallamos a la araña dándose un golpe en la cabeza contra una puerta de metal. Lo cual fue sorprendentemente muy relatable.

La puerta parecía una de aquellas anticuadas escotillas de los submarinos: con forma oval, remaches metálicos y una rueda como pomo. En lugar de un portal, había una gran placa de latón, que el tiempo había cubierto de verdín, con una eta griega en el centro.

Nos miramos unos a otros. Ninguno estaba realmente ansioso por entrar de inmediato.

—¿Listos para conocer a Hefesto? —dijo Grover.

—No —reconoció Percy.

—¡Sí! —Tyson rió mientras hacía girar la rueda. (Vale, ninguno menos Tyson.)

En cuanto se abrió la puerta, la araña se deslizó al interior y Tyson la siguió. Los demás avanzamos también, aunque con menos entusiasmo.

El lugar parecía un taller mecánico con varios ascensores hidráulicos. Algunos tenían coches, pero otros cosas mucho más extrañas, como un hippalektryon de bronce desprovisto de su cabeza de caballo y con un montón de cables colgando de su cola de gallo... por ejemplo.

Otros artilugios —aunque mucho más pequeños—, colgaban de las paredes. Cada uno tenía una silueta en un tablero, aunque nada parecía estar en su sitio. La grapadora estaba donde debía ir la sierra.

Por debajo del elevador hidráulico más cercano, que sostenía un Toyota Corolla del 98, asomaban dos piernas: la mitad inferior de un tipo enorme, con unos mugrientos pantalones grises y unos zapatos incluso más grandes que los de Tyson (y ya era decir mucho). En una de las piernas tenía una abrazadera metálica.

La araña se deslizó por debajo del coche y los martillazos se interrumpieron al instante.

—Vaya, vaya —una voz grave retumbaba desde debajo del coche—. ¿Qué tenemos aquí?

El mecánico salió sobre un carrito y se sentó. Percy tragó a mi lado.

Hefesto debió lavarse desde la última vez que lo vi en el Olimpo. Porque, aquí, en su taller, tenía un aspecto más horrible que de costumbre. (Y lo digo en el mejor sentido posible). Llevaba un mono cubierto de grasa, con un rótulo bordado en el bolsillo de la pechera que decía «HEFESTO». La pierna de la abrazadera le chirriaba y daba chasquidos mientras se incorporaba y, una vez de pie, vi que el hombro izquierdo era más bajo que el derecho, de manera que parecía ladeado incluso cuando se erguía. Tenía la cabeza deformada y llena de bultos, y una permanente expresión ceñuda. Su barba negra humeaba. De vez en cuando, se le encendía en los bigotes una pequeña llamarada que acababa extinguiéndose sola. A pesar de tener manos gigantes, sostenían la araña con increíble delicadeza. La desarmó en dos segundos y volvió a montarla.

—Ahí está —murmuró para sí mismo—. Mucho mejor así.

La araña dio un saltito alegre en su palma, lanzó un hilo de metal al techo y se alejó balanceándose. Annabeth jadeó y se agachó cuando pasó sobre ella.

Hefesto nos dirigió una mirada.

—¿No os he construido yo, verdad?

Cain se miró las manos para comprobarlo.

—Uh... no, señor.

—Menos mal —gruñó el dios—. Un trabajo muy chapucero.

Percy parecía ofendido, y miró a Grover como si dijera: ¿parezco un trabajo chapucero?

(Me abstuve de decir que estaba lejos de serlo).

Nos estudió.

—Mestizos —refunfuñó—. Podríais ser autómatas, desde luego, pero seguramente no lo sois.

Um... ¿gracias?

—Nos conocemos, señor —le dijo Percy.

—¿Ah, sí? —preguntó el dios distraídamente. Creo que no le importaba nada. Sólo intentaba averiguar cómo funcionaba la mandíbula de Percy: si era una bisagra, palanca, o algo más... —. Bueno, pues si no te hice papilla la primera vez que nos vimos, supongo que no tengo por qué hacerlo ahora —sus ojos brillantes se posaron en Grover y frunció el ceño—. Sátiro —luego miró a Tyson y sus ojos centellearon—. Bueno, un cíclope. Bien, bien. ¿Qué haces viajando con éstos?

—Eh... —balbuceó Tyson, contemplando maravillado al dios.

—Sí, bien dicho —asintió el dios de las forjas—. Será mejor que tengáis un buen motivo para molestarme. La suspensión de este Corolla es un verdadero quebradero de cabeza, ¿sabéis?

—Señor —intervino Annabeth, vacilante—, estamos buscando a Dédalo. Pensamos...

¡¿A Dédalo?! —la barba del dios estalló en llamas. Yo no sentí el calor, pero los otros debieron sentirlo, pues dieron pasos atrás—. ¡¿Queréis ver a ese viejo canalla?! ¡¿Os atrevéis a buscarlo?!

Tampoco lo había hecho Cain. Arqueé una ceja hacia él. Me preguntaba si estaba leyendo sus miedos como un libro abierto y Hefesto no se daba cuenta.

—Eh, sí, señor. Por favor —musitó Annabeth, manteniéndose valiente. La admiraba por ello.

¡Humph! Estáis perdiendo el tiempo —frunció al ver algo en su mesa de trabajo y se acercó cojeando. Cogió un amasijo de muelles y placas de metal y jugueteó con ellos. En cuestión de segundos, sostenía un halcón de bronce y plata. Dejé escapar un suspiro de asombro ante su trabajo, viendo cómo desplegaba sus alas de metal, parpadeaba sus ojos de obsidiana y volaba por el taller.

Tyson se puso a reír y a dar palmas. El pájaro se le posó en el hombro y le mordisqueó cariñosamente la oreja.

No pude evitar sonreír.

—Es hermoso...

Hefesto me miró de reojo. El ceño del dios no cambió, pero hubo un brillo de reconocimiento cuando me vio.

—La Emisaria de la Luz, ¿eh? La prodigio de Apolo.

—Yo no diría exactamente eso, señor —me ruboricé.

—Está claro que no has heredado la modestia de él —resopló. Sus ojos brillantes se estrecharon—. ¿Ya te has dado cuenta?

Fruncí en confusión.

—¿Darme cuenta de qué, señor?

Arqueó una ceja deformada. Vi la diversión y la odié. Hades era prominente a decir que me olvidaba de algo y que ya debería haberlo descubierto, y ahora Hefesto. ¿Qué querían decir? ¡¿Qué olvidaba?!

El dios no me habló más. Su mirada se dirigió a Cain, deteniéndose un segundo.

—Tú. ¿Eres amigo de Beckendorf? —sorprendido, Cain asintió—. Bien —dijo el dios—. A mis hijos les cuesta hablar con cosas que no sean autómatas.

(Oh wow, me pregunto de dónde lo sacaron).

Finalmente, la atención de Hefesto volvió a Tyson. En su ceño fruncido había un brillo más amable.

—Presiento que tienes algo que decirme, cíclope.

La sonrisa de Tyson se desvaneció.

—S... sí, señor. Vimos al centimano.

El dios de las forjas asintió. No parecía sorprendido.

—¿A Briares?

—Sí. Es... estaba asustado. No quiso ayudarnos.

—Y eso te preocupa.

—¡Sí! —La voz le tembló—. ¡Briares tendría que ser fuerte! Es el mayor y el más viejo de los cíclopes. Pero huyó.

Hefesto soltó un gruñido.

—Hubo un tiempo en el que admiraba a los centimanos. En los días de la primera guerra. Pero las personas, los monstruos e incluso los dioses cambian, joven cíclope. No puedes fiarte de ellos. Mira a mi querida madre, Hera. La habéis conocido, ¿verdad? Os habrá sonreído y os habrá hablado largo y tendido de lo importante que es la familia, ¿cierto? Lo cual no le impidió expulsarme del monte Olimpo cuando vio mi rostro.

—Creía que había sido Zeus —adujo Percy.

El dios carraspeó y lanzó un salivazo a una escupidera de bronce. Chasqueó los dedos y el robot halcón regresó otra vez a la mesa de trabajo.

—Ella prefiere contar esa versión —rezongó—. La hace quedar mejor, ¿no? —(oh, por favor, era imposible que Hera me cayera bien)—. Le echa toda la culpa a mi padre. La verdad es que a mi madre le gusta la familia, sí, pero sólo cierto tipo de familia. Las familias perfectas. Así que me echó un vistazo y... bueno, yo no encajo en esa imagen, ¿no?

Le quitó una pluma al halcón y el autómata entero se desmoronó en pedazos.

—Créeme, joven cíclope —prosiguió—, no puedes confiar en los demás. Fíate solamente del trabajo de tus propias manos.

Me resultaba extraño sentirme mal por un Dios, pero ver a Hefesto reorganizar sombríamente las piezas en el escritorio hizo que se me apretara el corazón. Yo sabía lo que era eso. No ser amado por tu propia madre. Poner tu confianza en alguien que no debería romperla, sólo para dejarte morir en las calles de Miami.

No pude evitarlo, respiré profundamente y le dije a Dios:

—Lo siento. No se lo merecía.

(Percy me miró. Por su expresión me di cuenta de que pensaba que Hefesto se lo había merecido, teniendo en cuenta nuestros numerosos enfrentamientos con sus autómatas. Pero su madre lo amaba. Él no sabe lo que es... sentirse tan enojado y poco querido por una de las personas más importantes en tu vida— quizás la única—, la mujer que te dio a luz. Te sostuvo en sus brazos... te miró, y pensó que no eras suficiente. Puede que no sea horrible por fuera como Hefesto, pero a veces me sentía horrible por dentro. Gracias, problemas con mamá).

Hefesto volvió a encontrar mi mirada. Sabía que me estaba leyendo: mis emociones, mis pensamientos. Al final, dio otro resoplido y apartó la mirada.

—La tragedia te ha dado fuerte, Claire Moore.

No sé qué quiso decir con eso, pero asentí con tristeza, sin poder evitar estar de acuerdo con él.

Puso de nuevo la atención en Percy y sus ojos centellearon.

—A éste no le gusto —musitó—. No te preocupes, ya estoy acostumbrado. ¿Qué quieres pedirme tú, pequeño semidiós?

—Ya se lo hemos dicho —respondió Percy—. Debemos encontrar a Dédalo. Un tipo que trabaja para Cronos, Luke, está tratando de encontrar la manera de orientarse por el laberinto para invadir el campamento. Si no nos adelantamos y encontramos primero a Dédalo...

—Y yo también os lo he dicho a vosotros, chico. Buscar a Dédalo es una pérdida de tiempo. Él no os ayudará.

—¿Por qué?

Hefesto se encogió de hombros.

—Algunos hemos sido desterrados sin contemplaciones... Y nuestro aprendizaje de que no debemos fiarnos de nadie ha resultado incluso más doloroso. Pídeme oro. O una espada flamígera. O un corcel mágico. Eso puedo concedértelo fácilmente. Pero el modo de encontrar a Dédalo... Es un favor muy caro.

Las cejas de Annabeth se alzaron.

—Entonces sí sabe dónde está.

—No es sabio ni juicioso andar buscando, muchacha.

—Mi madre dice que buscar es el principio de toda sabiduría.

Hefesto entornó sus ojos.

—¿Quién es tu madre?

—Atenea.

—Eso encaja —suspiró—. Buena diosa, Atenea. Una pena que prometiera no casarse nunca. Bien, mestiza. Puedo revelarte lo que deseas saber. Pero tiene un precio. Necesito un favor.

—El que usted diga —dijo Annabeth y él se echó a reír de un modo muy ruidoso: como el resoplido de un fuelle enorme avivando el fuego.

—Ah, los héroes. Siempre haciendo promesas temerarias. ¡Qué refrescante! —pulsó un botón de su mesa de trabajo y en la pared se abrieron unos postigos metálicos. (No sabía si era una ventana enorme o una televisión...) Por el humo que salía de la cima, supe que era un volcán—. Una de mis fraguas. Tengo muchas, pero ésta era mi preferida.

—Es el monte Saint Helens —intervino Grover—. Los bosques de los alrededores son grandiosos.

—¿Has estado ahí? —preguntó Percy.

—Buscando... ya sabes, a Pan.

—Un momento —Annabeth levantó una mano, recalculando—. Ha dicho que era su fragua preferida. ¿Qué sucedió?

Hefesto se rascó su barba humeante.

—Bueno, ahí es donde está atrapado el monstruo Tifón, ¿lo sabías? Antes era debajo del Etna, pero, cuando nos trasladamos a Norteamérica, su fuerza quedó sujeta bajo el monte Saint Helens. Una fuente de fuego espléndida, aunque algo peligrosa. Siempre cabe la posibilidad de que escape. Hay muchas erupciones últimamente; no para de arrojar humo. Está muy inquieto con la rebelión de los titanes.

—¿Qué quiere que hagamos? —Percy enarcó una ceja—. ¿Luchar con él?

Hefesto soltó un bufido.

—Eso sería suicida. Hasta los dioses huían de Tifón cuando estaba libre. No, rezad más bien para no tener que verlo nunca. Últimamente he percibido la presencia de intrusos en mi montaña. Alguien o algo está usando mi fragua. Cuando yo llego no hay nadie, pero noto que la han utilizado. Deben de presentir mi llegada y desaparecen. Envío autómatas a investigar y no regresan. Hay algo antiguo allí... Algo maligno. Quiero saber quién se atreve a invadir mi territorio y si pretenden liberar a Tifón.

—Quiere que averigüemos quién es —se dio cuenta Cain.

—Sí —dijo el dios—. Id allí. Quizá no presientan vuestra llegada. Vosotros no sois dioses.

—Menos mal que se ha dado cuenta —murmuró Percy. Mis ojos se dirigieron al techo con fastidio, ¡deja de tener deseos de morir, Jackson!

—Id y averiguad lo que podáis —dijo Hefesto—. Volved a informarme y os contaré lo que queréis saber de Dédalo.

—De acuerdo —convino Annabeth—. ¿Cómo podemos llegar allí?

Hefesto dio unas palmadas. La araña bajó balanceándose, colgada de un hilo de las vigas. Annabeth retrocedió un paso cuando aterrizó a sus pies.

—Mi creación os mostrará el camino. No queda lejos si vais por el laberinto. Y procurad manteneros con vida, ¿de acuerdo? Los humanos son mucho más frágiles que los autómatas.

° ° °

Íbamos muy bien hasta que tropezamos con las raíces de los árboles. La araña corría a toda velocidad y nosotros manteníamos su ritmo, pero al ver un túnel lateral excavado en la tierra desnuda, plagado de gruesas raíces, Grover se detuvo en seco.

Percy frunció.

—¿Qué pasa?

Él no se movió. Miraba boquiabierto el túnel. El viento le alborotaba el rizado pelo.

—¡Vamos! —dijo Annabeth—. ¡Sigamos adelante!

—Es éste el camino —musitó sobrecogido—. Es éste.

—¿Qué camino? —me di cuenta y jadeé—. ¿Hablas de Pan?

Grover miró a Tyson.

—¿No lo hueles?

—Tierra —dijo Tyson—. Y plantas.

—¡Sí! Es el camino. ¡Estoy seguro!

La araña se alejaba ya por el pasadizo de piedra. Unos segundos más y le perderíamos la pista.

—Ya volveremos —prometió Annabeth—. En el camino de vuelta para hablar con Hefesto.

—El túnel habrá desaparecido para entonces —protestó Grover, sus ojos no se apartaban del camino—. Tengo que seguirlo. ¡Una puerta así no permanecerá abierta!

—Pero no podemos —objetó Annabeth—. ¡Las fraguas!

Grover la miró con tristeza.

—Tengo que hacerlo, Annabeth. ¿No lo comprendes?

Annabeth parecía desesperada. No sabía qué hacer. Quería que Grover encontrara a Pan, pero también había que salvar el campamento de Luke. Percy frunció los labios, pensando, antes de decidirse.

—Nos dividiremos.

—¡No! —dijo Annabeth—. Sería muy peligroso. ¿Cómo volveremos a encontrarnos? Además, no puede ir solo.

Tyson le puso a Grover una mano en el hombro.

—Voy con él.

Percy lo miró sorprendido.

—¿Estás seguro?

Cain frunció las cejas.

—Yo también voy —esto sólo hizo que Annabeth se pusiera peor, y no pude evitar negar con la cabeza ante él.

—No —susurré.

Me miró con el ceño fruncido.

—Sí —dijo como si fuera obvio—. Somos seis. Iremos tres en cada dirección. Este Laberinto no me asusta. Sé cómo manipularlo, ahora está lleno de miedo. Puedo usarlo.

Grover respiró hondo, pero asintió con la cabeza, agradecido. Se volvió hacia Percy.

—Volveremos a encontrarnos. Aún conservamos la conexión por empatía. Tengo... tengo que hacerlo.

Percy tragó con fuerza, pero no había forma de que no le quitara el sueño de su vida a su mejor amigo cuando estaba tan cerca.

—Espero que tu intuición sea cierta.

—Estoy seguro —nunca había oído a Grover tan convencido.

Esto no me gustaba. Al encontrarme con los ojos de Cain, supo exactamente lo asustada que estaba. Ya no tengo miedo de morir, tengo miedo de que muera la gente que me importa. Me dio un asentimiento alentador; una promesa de que nos volveríamos a ver.

—Ve con cuidado —le dijo Percy a Grover. Abrazó a Tyson, y luego él, Cain y Grover desaparecieron por el túnel de las raíces y se perdieron en la oscuridad.

—Esto no me gusta —se quejó Annabeth—. Separarse es una idea muy, pero que muy mala.

—Volveremos a encontrarnos —declaró Percy, fingiendo aplomo—. Y ahora vamos. ¡La araña se está alejando!

Continuamos nuestro camino, un poco tensos después de despedirnos de la mitad de nuestro equipo. Pero Percy, Annabeth y yo seguimos a la araña con el pecho apretado. No pasó mucho tiempo antes de que el túnel comenzara a calentarse. Las paredes de piedra brillaban y el aire se sentía como si estuviéramos entrando en un horno. El túnel se inclinaba hacia abajo. La araña se deslizaba a toda velocidad, y Annabeth y yo íbamos detrás...

—¡Eh, esperad! —llamó Percy, y miramos hacia atrás.

—¿Qué? —Annabeth alzó una ceja.

—Hay una cosa que ha comentado Hefesto antes... sobre Atenea.

—Ah, que juró no casarse nunca —respondió Annabeth—. Como Artemisa y Hestia. Es una de las diosas solteras.

Percy parpadeó. A pesar de todo, Annabeth y yo compartimos una mirada divertida al ver su perplejidad.

—Pero entonces...

—¿Cómo es que tiene hijos semidioses? —Percy asintió, y yo no pude evitarlo y resoplé una risa. Percy se puso rojo ante mi reacción—. Percy, ¿tú sabes cómo nació Atenea?

—Brotó de la cabeza de Zeus con la armadura completa. O algo así.

—Exacto. No nació de la manera normal. Surgió literalmente del pensamiento. Y sus hijos nacen del mismo modo. Cuando Atenea se enamora de un mortal es algo puramente intelectual, tal como amó a Ulises en las antiguas historias. Es un encuentro de las mentes. Ella diría que es la forma más pura de amor.

Percy parpadeó otra vez.

—Entonces tu padre y Atenea... tú no fuiste...

Volví a reírme y Annabeth me dio una palmada. No pude evitarlo.

—¿Siquiera tienes ombligo? —le pregunté, y ella volvió a darme a pegarme.

—¡Claro que tengo ombligo! —me espetó, y yo volví a reírme—. ¡Vamos, la araña se va!

El rugido aumentó. Tras medio kilómetro más o menos, salimos a una caverna del tamaño de un estadio. Nuestra araña guía se detuvo y se hizo un ovillo.

Habíamos llegado a la forja de Hefesto.

No había suelo, sólo un lago de lava que bullía mucho más abajo. Rozé el hombro de Percy y sentí que el calor me golpeaba de repente en oleadas.

—Whoa... —murmuré y me aparté, ya que me gustaba el frío.

Estábamos en una cresta rocosa que rodeaba todo el perímetro de la caverna. Una red de puentes metálicos se extendía.Y en el centro, una inmensa plataforma con toda clase de maquinas, calderas, fraguas y el yunque más grande que he visto en mi vida; o sea, en serio. Un bloque de hierro como una casa. Unas criaturas se movían por la plataforma: una serie de sombras extrañas y oscuras que quedaban demasiado lejos para distinguirlas con detalle.

—No podremos acercarnos a hurtadillas —dijo Percy.

Annabeth recogió la araña metálica y se la metió en el bolsillo.

—Yo sí. Esperad aquí.

—¡Un momento! —advirtió Percy, pero antes de que pudiéramos discutir se puso la gorra de los Yankees y se volvió invisible.

—Echo de menos hacer eso —dije, un poco molesta. No comenté nada, pero estaba preocupada por Annabeth. Hefesto dijo que podían sentir a los dioses y ella era mitad diosa. ¿Qué tan seguro era bajar sola?

A mi lado, Percy miraba por encima del hombro. Sé que estaba pensando en Grover y Tyson. Yo echaba de menos a Cain. Nos habíamos hecho bastante cercanos a lo largo de las múltiples misiones que hicimos.

Los ojos de Percy se oscurecieron con determinación. Me miró. Su frente estaba perlada de sudor y su pelo negro mojado hasta el cuero cabelludo. Era extrañamente muy atractivo.

—Vamos —murmuró.

Se dirigió al borde exterior del lago de lava con la esperanza de obtener un mejor ángulo para ver lo que ocurría en el centro. El calor le estaba afectando. Parpadeaba para alejar las lágrimas de la irritación del humo y sus pasos eran ligeramente lentos. Por primera vez, me gustaría poder trasladar el aire frío que sentía hacia él, pero no funcionaba así.

Nos movimos, tratando de alejarnos del borde hasta que nuestro camino fue bloqueado por una vagoneta de metal. Percy levantó la lona y vimos que estaba medio lleno de chatarra. Estaba a punto de rodearla cuando resonaron voces más adelante, seguramente de un túnel lateral.

—¿Lo llevamos? —preguntó uno.

—Sí —respondió otro—. La película casi ha terminado.

Percy entró en pánico. Antes de que pudiera comprender lo que sucedía, me estaba metiendo en la vagoneta, y una ola de calor me golpeó de nuevo. Se aseguró de que yo estuviera dentro primero antes de meterse conmigo. Tiró de la lona sobre nosotros a tiempo. Sus dedos se enroscaron alrededor de Contracorriente por si teníamos que luchar. Fue entonces cuando me di cuenta de lo cerca que estábamos.

Sentí su aliento acariciando mis mejillas y mi nariz, y me puse muy roja. Él también estaba rojo, mirándome con ojos verdes como el mar que apenas brillaban en la oscuridad roja. Si me movía, nuestras narices chocarían... y eso hacía que se me revolviera el estómago.

La vagoneta avanzó a trompicones y me sacó de mis pensamientos.

—¡Uf! —dijo una voz ronca—. Pesa una tonelada.

—Es bronce celestial —expuso el otro—. ¿Qué te creías?

Percy y yo fuimos empujados hacia delante. Doblamos una esquina y choqué con él. Con un color rojo intenso, traté de concentrarme en cualquier otra cosa que no fuera su aliento, que estaba justo al lado de mi oído. En su lugar, me centré en el sonido de las ruedas y supuse que habíamos pasado por un túnel y entrado en una sala más pequeña. La mano izquierda de Percy me agarró rápidamente del brazo, con ansia, y comprendí. ¿Y si nos iban a lanzar a una olla de fundición? ¿O a la lava? Si nos volcaban, tendríamos que luchar por salir rápidamente, y por la mirada de Percy, sabía que me sacaría a mí primero. No. Yo lo sacaría a él primero.

Oí muchos murmullos que no parecían humanos, sino más bien gruñidos y ladridos de foca. También había otro sonido. Como el de un proyector de cine antiguo y una voz metálica que narraba.

—Acomodaos atrás —ordenó una nueva voz procedente del otro extremo de la habitación—. Ahora, jóvenes, prestad atención a la película. Luego habrá tiempo para preguntas.

Las voces se acallaron y pude oír la película.

«A medida que el demonio marino madura —decía el narrador— se producen cambios en su cuerpo. Tal vez habéis notado que os han crecido colmillos y sentís un repentino deseo de devorar seres humanos. Estos cambios son perfectamente normales y les suceden a todos los monstruos jóvenes.»

Un momento, ¿oía "la charla" para monstruos? Oh, ewwww...

Parecía una clase. Un monstruo mayor hacía preguntas a los más jóvenes, y pronto supe que esos tipos eran Telekhines. Me estrujé el cerebro en busca de algo sobre ellos. Sé que eran antiguos... solían forjar armas para los dioses: forjaron el tridente del padre de Percy. Cuando se produjo un movimiento brusco, Percy agarró el bolígrafo con más fuerza. Yo, torpemente, busqué mi daga y agarré el mango. Voces exaltadas se acercaron a la vagoneta y la lona se echó hacia atrás. Percy se levantó de un salto y yo lo seguí, con nuestras armas listas para enfrentarnos a los telekhines.

(Para que lo sepas, los telekhines son prácticamente focas-perro). Sus rostros eran perros, con hocicos negros, ojos marrones y orejas puntiagudas. Pero sus cuerpos eran elegantes y negros como los de los mamíferos marinos, con patas rechonchas mitad aleta mitad pie y manos humanoides con garras afiladas.

—¡Semidioses! —gruñó uno.

—¡Cometelos! —gritó otro.

Pero eso fue lo más lejos que llegaron antes de que Percy lanzara un gran mandoble con la espada, que hizo que toda la primera fila de monstruos se desintegrara.

—¡Atrás! —gritó al resto.

Yo levanté mi daga, tratando de parecer feroz. Detrás de estaba su instructor, un telekhine de dos metros de altura con colmillos de Doberman. Gruñó.

—¡Nueva lección! —anunció Percy—. La mayoría de los monstruos se volatilizan cuando los hiere una espada de bronce celestial. Este cambio es perfectamente normal... ¡y lo experimentaréis ahora mismo si no os ECHÁIS ATRÁS!

Este chico.

Funcionó. Los monstruos retrocedieron, pero había al menos veinte. El factor miedo de Percy no funcionaría por mucho tiempo. Saltó de la vagoneta y yo lo seguí. Gritó: «¡LA CLASE HA TERMINADO!», me cogió de la mano y corrimos hacia la salida.

Los monstruos nos persiguieron ladrando y soltando gruñidos. Esperaba seriamente que no pudieran correr muy rápido con esos pies, porque nuestras vidas dependían de ello. Percy y yo corrimos hacia una puerta que conducía a la caverna principal. Me empujó a mí primero antes de cerrarla de golpe y girar la manivela para bloquearla. Sin embargo, dudé que los retuviera por mucho tiempo.

Nos encontramos con las miradas, sin aliento. No sabía qué hacer. Annabeth estaba por ahí, sola e invisible, y nuestra operación de sigilo acababa de ser desbaratada. Lo único que nos quedaba era asegurarnos de que estaba bien, así que corrimos hacia la plataforma situada en el centro del lago de lava.

—¡Annabeth! —chilló Percy.

—¡Shht! —manos invisibles nos agacharon tras un caldero enorme de bronce—. ¡¿Quieres que nos maten?!

Encontré su cabeza y le quité la gorra de los Yankees. Apareció frente a nosotros, con el ceño fruncido y la cara manchada de ceniza y suciedad.

—¿Se puede saber qué os pasa? —nos espetó.

—¡Vamos a tener compañía! —Percy se apresuró a explicar sobre la clase de orientación a los monstruos. Sus ojos se abrieron de par en par.

—Así que son telekhines —dijo—. Debería habérmelo imaginado. Y están haciendo... Bueno, miradlo.

Atisbamos por encima del caldero. En el centro de la plataforma había cuatro demonios marinos, pero éstos eran completamente adultos y medían al menos dos metros y medio. Se me cortó la respiración. Su pelaje negro relucía a la lumbre mientras se afanaban de aquí para allá y hacían saltar chispas martilleando por turnos un trozo muy largo de metal al rojo vivo.

—La hoja casi está terminada —comentó uno—. Sólo hace falta enfriarla otra vez con sangre para fundir los metales.

—Sí, señor —dijo otro—. Estará incluso más afilada que antes.

—¿Qué es eso? —susurró Percy.

Annabeth meneó la cabeza.

—No paran de hablar de fundir metales. Me pregunto...

—Antes se han referido a la mayor arma de los titanes —dijo Percy—. Y han dicho... que ellos fabricaron el tridente de mi padre.

—Los telekhines traicionaron a los dioses —murmuré, mis ojos fijos en los dos del frente—. Practicaban la magia negra. No sé qué hacían exactamente, pero Zeus los desterró al Tártaro.

—Con Cronos.

Annabeth asintió.

—Hemos de salir...

¡Bang! La puerta de la clase explotó y los jóvenes telekhines salieron a borbotones. Se tropezaron unos con otros, tratando de averiguar qué camino usar para lanzarse al ataque.

Percy se giró hacia Annabeth.

—Ponte otra vez la gorra —dijo—. ¡Y lárgate!

—¿Cómo? —meneó la cabeza y frunció—. ¡No! ¡No voy a dejaros aquí!

—Tengo un plan. Nosotros los distraemos. Tú puedes usar la araña metálica. Quizá vuelva a conducirte hasta Hefesto. Has de contarle lo que ocurre.

—¡Pero os matarán!

—Todo saldrá bien —le aseguré—. Ya morí una vez, no puedo morir otra, ¿verdad?

Annabeth no encontró eso tranquilizador. Percy la empujó ligeramente.

—¡Annabeth, vete! ¡No tenemos opción!

Nos miró con desprecio, pero se puso la gorra y se volvió invisible. Respiré hondo y me volví hacia Percy. Hemos pasado juntos por muchas experiencias cercanas a la muerte y hemos salido vivos de ellas, pero esta parecía la última, dijera lo que dijera. Sentí que debía decir o hacer algo. Pero en lugar de eso, a medida que los telekhines se acercaban, dejé escapar un ahogado:

—¿Algún plan?

—Sí —Percy fijó el agarre de su espada y se preparó para luchar—. Tú ve a la izquierda, evita que lleguen hasta Annabeth, yo iré a la derecha.

Volví a mirar hacia la puerta que estaba a nuestro lado.

—Percy, no creo...

Su mano agarró mi codo y me obligó a encontrar su mirada.

—¿Confías en mí?

Fruncí. ¿Era siquiera una pregunta?

—Sí, pero...

—¡Entonces vete! —Percy me empujó para ponerme de pie—. Corre hacia la puerta. Evita que salgan.

No sé por qué, pero tenía una sensación terrible en la boca del estómago. Era un pozo oscuro; el extremo profundo de sus ojos, excepto que no era calmante. Sino una tormenta que me hacía no querer dejarlo, porque por mucho que supiera que probablemente era mi paranoia, tenía la terrible sensación de que esto era todo.

Pero asentí y me levanté. Sujetando mi daga con fuerza, respiré profundamente. Esto era todo. Me dirigí a la puerta. No sabía que Percy me seguía de cerca. Estaba preparada para luchar cuando, de repente, su mano tiró de mi muñeca hacia atrás. Me giré, confundida, y de pronto me besó.

El calor que me invadió fue como una ráfaga de llamas blancas, que recorrió mis miembros como electricidad que hizo que mis piernas se debilitaran. Me sentí viva de nuevo, muy viva. Oí cómo mi corazón latía en mis oídos, cómo la sangre subía a mi cabeza. Estaba viva.

Y luego desapareció y la sensación se fue. Lo que la sustituyó fue el portazo de la puerta de metal y Percy desapareció.

Me di cuenta de lo que hizo.

—¡NO! —grité, golpeando mis manos contra la puerta. Intenté abrirla, pero él la había atrancado—. ¡Percy, NO! —creo que estaba llorando. Iba a morir ahí dentro. La pateé con todas mis fuerzas—. ¡No, no, no! —escuché sus gritos y fue como si alguien aplastara mi caja torácica. Grité su nombre, esperando que de alguna manera hiciera que todo se detuviera. Todavía gritaba su nombre cuando las paredes explotaron a mi alrededor.

Volé hacia atrás. Todo era una mezcla de polvo y piedra; el sonido era ensordecedor, un estruendo aterrador que reventaba los tímpanos y hacía temblar todo el suelo. Recordé los escombros que caían y todo se hizo negro.

° ° °

Creo que morí.

(Otra vez.)

Pero esta vez fue diferente. Sentía calor en lugar de frío. Podía sentir mis miembros, sentir el dolor, pero no estaba flotando. Estaba sobre mis dos pies, de pie en un pequeño apartamento que estaba demasiado cerca de mi casa.

Fue un golpe en las tripas cuando me di cuenta de dónde estaba. Me caí hacia atrás y mis piernas golpearon el borde de un sofá, y en segundos, estaba sentada sobre él. Había un libro de colorear abierto en la mesa de centro y uno de los dibujos estaba a medio terminar. Reconocí la imagen. Era del volcán en erupción que mi padre me había mostrado en un sueño.

Luego noté otra cosa. Estaba viva. De alguna manera, seguía viva y esto era un sueño.

—¿Por qué estoy aquí? —murmuré en el apartamento vacío, preguntándome quién quería hablar conmigo. La voz que respondió hizo que mi respiración se entrecortara.

—Quería un lugar familiar para hablar.

Como si me hubiera electrocutado, salí disparada del sofá. Al girar, la vi. No había envejecido ni un día. Pero era ella.

Mi madre. Recuerdo su cara incluso ahora; tan vívidamente. La nariz de botón, los rizos rubios. Los ojos color avellana. Las pecas. Estaba viendo una versión mayor de mí misma, pero era mi madre.

Mis palabras se quedaron atascadas en el fondo de mi garganta mientras intentaba averiguar cómo sentirme; ¿triste, sorprendida, confusa, enfadada?

—¿Mamá? Tú... ¿cómo... qué?

Me sonrió. No me gustó. No se sentía bien. No debería sonreírme. No después de lo que había hecho.

—Hola, cariño.

Es un sueño, me recordé. Ella no está aquí. No es real. Esto debe ser una especie de truco. Me retiré arrastrando los pies, mis piernas golpearon la mesita de café. Me tambaleé a su alrededor para alejarme lo más posible de ella.

—No —tenía un nudo en la garganta—. No. No estás aquí de verdad.

—Claro que sí —dijo, con su voz tan hermosa como la de una sirena, incitándome a avanzar con una promesa. Pero conozco a las sirenas. Sé que era una trampa, por muy tentadora que fuera—. Cielo, he esperando mucho para verte de nuevo. Para hablar. Para decirte la verdad. Para que seas quien realmente eres.

—¿Qué... qué...? —retrocedí a trompicones aún más. Mi visión era borrosa, pero mi madre seguía siendo tan clara como el día—. ¡¿Por qué... qué quieres decir? ¡Me abandonaste para morir!

—No —negó enérgicamente con la cabeza, acercándose cada vez más—. No lo hice. Sabía que sobrevivirías. Tenía que dejar que hicieras tu propio camino. Que descubrieras tu propio destino. Tenéis que hacerlo todos.

—N-No —odié lo débil que era. Soy más fuerte que esto. Soy mejor que esto—. Tú... no puedes decir eso —quería salir de aquí. Busqué una salida, pero las ventanas y las puertas no existían. Estaba encerrada en una habitación. De repente entendí cómo se sentía Percy cuando estaba en espacios pequeños: todo parecía cerrarse sobre mí, estrechándose en mi pecho y dificultando la respiración—. Me dejaste sola en un callejón.

Los labios de mi madre se separaron y sus ojos brillaron con lágrimas. Me tendió la mano, pero no la cogí. La miré fijamente. No pude evitarlo. Mi visión parecía dirigirse a ella.

—Te dejé allí, cariño, porque te quiero. Sabía lo poderosa que eres. Conocía tu destino. Creo en ti. Es lo que hace la familia. Nos ayudamos mutuamente a ser lo que siempre hemos sido.

Quería saber cómo se sentía. Su mano. Sin importar lo que me hiciera, no podía evitar sentir deseos hacia ella. Hades tenía razón, las sirenas tenían razón; este era mi defecto fatídico. No puedo dejar ir.

Sin embargo, algo me detuvo. Mirando hacia arriba, me encontré con su mirada, y por un segundo, no eran de color avellana, sino verde mar. Verde mar. Percy...

—T-Tengo que volver —tartamudeé, respirando con fuerza. Mi madre frunció, confundida—. Mis amigos. Percy, Annabeth... Oh, dioses, Percy... —¿está muerto? Volví a mirar el dibujo del volcán en erupción. Hades dijo que lo haría y yo tenía que estar cerca para las secuelas. No sé para qué, pero necesitaba estar allí.

—No, cariño, no tienes que volver —dijo mi madre—. Puedes quedarte aquí. Podemos quedarnos las dos. Te he echado de menos... y mírate... eres tan guapa. Estoy tan orgullosa...

Algo no encajaba. Y ahora que empecé a pensar en Percy y Annabeth, no podía parar. Mi mente se desvió hacia Grover, Tyson y Cain buscando a Pan en el Laberinto. No podía quedarme.

—No puedo —le dije, sacudiendo la cabeza—, tengo que volver.

—Cariño —esta vez su voz tenía un gruñido que me hizo retroceder. Sus ojos parpadearon de forma más oscura y mi estómago cayó—. Cariño, vamos. Toma mi mano, sabes que quieres...

De repente, ya no quería cogerle la mano.

—No —soné mucho más valiente de lo que me sentía—. No. Me abandonaste. No quiero ir a ninguna parte contigo.

—Claire —ronroneó—. Escúchame, no tienes que irte. Puedes aferrarte a mí y no dejarme ir...

Dejarla ir.

Me di cuenta. Hades me dijo que tenía que dejar ir para recuperar mis poderes. No sabía lo que necesitaba dejar ir, pero ahora, parecía mirarme directamente a la cara. Necesitaba dejar ir mi pasado; de donde todo comenzó. Con ella. Tenía que dejar de querer que fuera mejor persona de lo que era. Necesitaba dejar atrás aquella noche en el callejón y preguntarme qué había hecho mal. No había hecho nada malo. Absolutamente nada. Fue mi madre. Me miró y pensó que merecía morir. No lo merecía. No me la merecía. No. No era mi madre. Lo era Hannah. Y mi familia no era ella. Era la gente de la que me rodeaba cada día. Annabeth, Cain, Tyson, Grover, Thalia. Eran Percy, Will, Quirón, Lee, todos los de mi cabaña en el campamento, Cory.

No ella.

—No —dije de nuevo, más fuerte esta vez—. No necesito aferrarme a ti. La niña del callejón podría haberlo hecho, pero ahora no; ya no. Necesito volver y ayudar a la familia que aún tengo. La que no me abandonó. Necesito aferrarme a ellos. No a ti.

La sonrisa de mi madre se tambaleó. Sus mejillas se hundieron y sus ojos se oscurecieron. Cuando gruñó, aparecieron colmillos de una Furia.

—No puedes salir de aquí, Claire Moore. Tienes que aceptarlo: estás muerta. Estás destinada a morir.

—Sí puedo —le dije—. Saldré de aquí. Soy más poderosa de lo que crees —respiré profundamente, buscando en mi interior la calidez que había estado allí todo el tiempo. El calor que sentía alrededor de Percy, Will, Hannah, Annabeth... el calor de la vida, el amor y la familia. Nunca había perdido la capacidad de controlar la luz. Nunca dejé de ser su emisaria. Es lo que siempre he sido, después de todo. Y entonces lo sentí; el tirón en mis entrañas, el mismo que sentí en el barco. Pero esta vez sabía que no me mataría. No me quemaría. Era lo que siempre había sido.

Y entonces, mis ojos se abrieron de golpe. Miré fijamente a la Furia que había fingido ser mi madre para engañarme. Me sonrió.

—Todos lo piensan.

—Pero en mi caso, es cierto —dije—. Soy la Emisaria de la Luz.

Y lo dejé ir.

Unas luces brillantes me envolvieron: un destello, un chasquido, un estruendo. Oí el grito de la Furia y luego desapareció. La casa que me rodeaba se convirtió en roca y metal. E incluso eso se desvaneció en una explosión de luz dorada y ardiente. Por fin pude respirar y disfruté del poder del sol. Floté sobre el suelo, viendo el túnel que se había derrumbado a mi alrededor, y fui libre.

Caí al suelo con un gran golpe. Aterricé de rodillas y mis manos golpearon el suelo. Tosí, pero estaba viva. No me había quemado. Estaba viva. Caliente. Era yo.

Era la Emisaria de la Luz.

Pero cuando desperté y todo se enfocó a mi alrededor, me di cuenta de algo más. Puede que yo haya sobrevivido, pero Percy... se había ido.

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