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chapter lxiii.
( battle of the labyrinth )
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Sinceramente, pensé que no habría nada más sobre Rachel que pudiera molestarme, pero me equivoqué. Habíamos quedado en Times Square y Rachel Elizabeth Dare nos aguardaba delante del hotel Marriot Marquis y estaba completamente pintada de color dorado. (Ugh, era una de esas personas). Se hallaba de pie como una estatua con otros cinco chavales, todos pintados con colores metálicos —cobre, bronce, plata—. Estaban congelados en distintas posturas, mientras los turistas pasaban por delante a toda prisa o se detenían a contemplarlos. Algunos lanzaban unas monedas a una lona extendida sobre la acera.

El cartel, a los pies de Rachel, ponía: «ARTE URBANO PARA NIÑOS. SE AGRADECEN LOS DONATIVOS.»

(Uf, es tan buena que recauda dinero).

Annabeth, Percy y yo estuvimos allí durante cinco minutos, pero con mi TDAH me parecieron más bien cinco horas. Me estaba impacientando y me crucé de brazos, rondando junto a Percy para murmurar:

—¿Puedo empujarla? ¿Nos prestará atención si lo hago?

Percy me miró como diciendo que no. Me burlé y rodé los ojos. Entonces hizo algo que no esperaba. Me tocó suavemente el codo como si me dijera que estaba bien, y yo me puse rígida y muy roja. ¡Me ha tocado el codo! ¡Oh, cielos, me ha tocado el codo! Oh, cielos, oh, cielos, oh, cielos...

Al cabo de unos minutos, un chico pintado de plata se acercó desde la parada de taxis del hotel, donde se había tomado un pequeño descanso. Se situó junto a Rachel y adoptó postura de orador, como si estuviera pronunciando un discurso. Ella se descongeló y salió de la lona.

—Hola, Percy —sonrió. Arqueé una ceja, esperando que la asustara. Hasta ahora, no funcionaba. Rachel Elizabeth Dare no se sentía intimidada por mí. (¡Uf, cómo la odio!)—. ¡Llegas en el momento justo! Vamos a tomar un café.

Caminamos hasta un local llamado El Alce de Java, en la calle 43 Este. Rachel pidió un expreso extreme, el tipo de brebaje que le gustaría a Grover. Annabeth se pidió un batido de plátano, mientras que Percy y yo habíamos pedido por accidente el mismo de mango. Los dos estábamos rojos cuando nos sentamos uno junto al otro con batidos a juego. Le di un sorbo al mío, tratando de ignorar lo cerca que había elegido sentarse junto a mí. Podía sentir su pierna contra la mía. Una parte de mí quería moverse porque Rachel y Annabeth estaban aquí, pero no lo hice.

—Bueno —Rachel tomó un sorbo, mirándome de arriba abajo—, Annabeth y Clary, ¿verdad?

Claire —la corregí con rigidez. La mirada de Percy iba y venía entre Rachel y yo, como si percibiera el aire tenso—. ¿Siempre vas de oro? ¿O acaso tienes algo de dignidad?

Annabeth puso los ojos en blanco, apoyando la frente en su mano al lado de Rachel. No le caía mal como a mí (lo cual no entiendo. Vamos, ¿qué te puede gustar de ella? Es perfecta con pelo rojo perfecto, un alma talentosa y recauda dinero para causas benéficas. Es repugnante).

Rachel ignoró mi ocurrencia.

—Normalmente no. Estamos recaudando dinero para nuestro grupo. Trabajamos como voluntarios en proyectos de arte para niños, porque están suprimiendo el arte en los colegios, ¿lo sabías? Lo hacemos una vez al mes y llegamos a sacarnos quinientos dólares en un buen fin de semana. Aunque supongo que no has venido a hablar de esto. ¿Vosotras también sois mestizas?

—¡Shhh! —dije, mirando alrededor—. ¿Por qué no lo proclamas a los cuatro vientos?

—Vale —Rachel se puso de pie y dijo en voz alta—: ¡Oigan todos! ¡Estos dos no son humanos! ¡Son semidioses griegos!

Annabeth la volvió a bajar, ahora molesta. Sonreí, feliz de que a mi mejor amiga ya no le gustara tampoco. Nadie se molestó en volverse siquiera. Rachel se encogió de hombros y se sentó otra vez.

—No les interesa.

—¿Es una broma para ti? —me burlé, dejando mi bebida a un lado—. Oh, espera, pues claro, chica mortal.

Al oír esto, Percy levantó las manos.

—Parad las dos. Un poco de calma.

—Yo estoy calmada —aseguró Rachel—. Cada vez que te tengo cerca nos ataca un monstruo. ¿Por qué iba a ponerme nerviosa?

—Mira —dijo Percy—, siento lo de la sala de música. Espero que no te expulsaran ni nada parecido.

—Qué va. Me formularon un montón de preguntas sobre ti. Yo me hice la tonta.

—¿Oh, te costó mucho? —pregunté, sonriendo con dulzura.

—¡Vale ya! —intervino Percy, mirándome fijamente. Me burlé—. Rachel, tenemos un problema. Y necesitamos tu ayuda.

Rachel entrecerró los ojos.

—¿Tú necesitas mi ayuda?

—No —dije con brusquedad.

Annabeth me hizo callar y yo la miré con desprecio. Se giró hacia Rachel y dijo con mucha rigidez, su orgullo sacando lo mejor de ella:

—Es posible.

Percy le contó a Rachel acerca del Laberinto y cómo necesitábamos encontrar a Dédalo. Le contó lo que había pasado las últimas veces que habíamos entrado. Rachel arqueó una ceja.

—O sea, que queréis que os guíe —dijo lentamente—. Por un lugar en el que nunca he estado.

—Tú puedes ver a través de la Niebla —dijo Percy—. Igual que Ariadna. Apostaría a que eres capaz de distinguir el camino correcto. A ti el laberinto no podrá confundirte tan fácilmente.

—¿Y si te equivocas?

—Entonces nos perderemos. De un modo u otro, será peligroso. Muy peligroso.

—¿Podría morir?

—Sí.

—Creía que habías dicho que a los monstruos no les interesan los mortales. Esa espada tuya...

—Exacto —dijo Percy—. El bronce celestial no hiere a los mortales. Y la mayoría de los monstruos no te harán ni caso. Pero eso a Luke le tiene sin cuidado. Él es capaz de utilizar a los mortales, a los semidioses, a los monstruos. A quien sea. Y matará a cualquiera que se interponga en su camino.

—Un tipo simpático —comentó Rachel.

Fruncí los labios y miré mi bebida. Jugué con la pajita. Tenía que dejarlo ir. Luke y Jay no van a volver. La próxima vez que los vea, no dudaré por mucho que me duela.

Pero Annabeth apretó los dientes y le espetó a Rachel con rapidez:

—Se halla bajo la influencia de un titán. Ha sido engañado.

Rachel nos miró varias veces.

—Vale —accedió—. Me apunto.

Parpadeé, sorprendida. Para ser sincera, pensé que sería una cobarde porque es mortal y yo quería retener algo sobre ella que me hiciera mejor y le gustara más a Percy, pero también parece valiente y el tipo de Percy...

—¿Estás segura? —le pregunté, estrechando de nuevo mi mirada—. Podrías morir. Luke podría matarte. O mi hermano. Podría dejarte ciega.

La mortal inclinó la cabeza hacia mí.

—¿Tienes un hermano malvado? Wow, qué mal...

Percy le dirigió una rápida mirada con un movimiento de cabeza. Respiré profundamente, acomodando la mandíbula. Quiero darle un puñetazo. Pero no lo haré, por Percy. Rachel suspiró y luego se encogió de hombros.

—Bueno, el verano se presentaba bastante aburrido. Ésta es la mejor oferta que he recibido. ¿Qué tengo que buscar?

—Hemos de encontrar una entrada al laberinto —dijo Annabeth—. Hay una en el Campamento Mestizo...

—Pero allí no puedes entrar —añadí rápidamente, recostándome en el asiento—. Está prohibido el acceso a los mortales.

Rachel sabía que había hecho todo lo posible por insultarla. Me enfureció que no le molestara. Se limitó a asentir.

—Vale. ¿Qué pinta tiene una entrada al laberinto?

—Podría ser cualquier cosa —respondió Annabeth—. Una parte de un muro. Una puerta. Una alcantarilla. Pero debe tener la marca de Dédalo. Una delta griega con un resplandor azulado.

—¿Así? —Rachel dibujó el símbolo en la mesa.

—Exacto —frunció Annabeth—. ¿Sabes griego?

—No —Rachel se sacó del bolsillo un cepillo de plástico azul y empezó a quitarse el dorado del pelo—. Dejad que me cambie. Aunque será mejor que vengáis al Marriot conmigo.

¿Por qué? —pregunté.

—Porque hay una entrada como ésa en el sótano del hotel, donde guardamos los disfraces. Tiene la marca de Dédalo.

° ° °

La puerta estaba medio escondida detrás de una cesta de la lavandería del hotel llena de toallas sucias. No tenía nada de particular, pero Rachel me señaló dónde debía mirar y distinguí el símbolo azul, apenas visible en la superficie de metal.

—Lleva mucho tiempo en desuso —observó Annabeth.

—Traté de abrirla una vez —dijo Rachel—. Por simple curiosidad. Está atrancada por el óxido.

—No —pasé junto a ella y me dirigí al símbolo—. Sólo le hace falta el toque de un mestizo.

En cuanto puse la mano sobre la marca, ésta brilló de color azul. La puerta metálica se abrió con un chirrido, revelando una oscura escalera que bajaba. Le dirigí a Rachel una mirada que decía: toma esa. Soy mejor. A Percy le gusto. No tengo un bonito pelo rojo y rizado, ni recaudo dinero para que los niños de primaria hagan arte, pero puedo hacer esto. Alcé mi muñeca, y una bola de luz apareció, iluminando el oscuro hueco de la escalera.

—Wow —Rachel parecía tranquila. Fruncí, molesta de que no estuviera más sorprendida. Se había puesto una camiseta raída del Museo de Arte Moderno y unos vaqueros pintados con rotulador, y su cepillo de plástico azul sobresalía del bolsillo. Llevaba el pelo recogido, pero aún tenía motas de oro en él y restos de purpurina dorada en el rostro—. Bueno... ¿pasáis vosotros delante?

—Tú eres la guía —dije con fingida cortesía—. Adelante. La luz te seguirá.

(Y de paso intentaré no cegarte).

Las escaleras descendían a un gran túnel de ladrillo. Estaba tan oscuro que me vino bien tener mi pequeña esfera de luz guiando el camino de Rachel. Pero incluso así, necesitábamos nuestras linternas. En cuanto las encendimos, Rachel chilló.

Un esqueleto nos dedicaba una gran sonrisa. No era humano. Tenía una estatura descomunal, de al menos tres metros. Lo habían sujetado con cadenas por las muñecas y los tobillos de manera que trazaba una «X» gigantesca sobre el túnel. Supe lo que era por la única cuenca ocular negra en el centro de su cráneo.

—Un cíclope —señaló Annabeth—. Es muy antiguo. Nadie... que conozcamos.

Al ver a Percy rígido a mi lado, mirando al cíclope muerto con el rostro pálido, extendí la mano con vacilación y la tomé. Uní nuestros dedos y le di un apretón tranquilizador.

—Están bien —susurré—. Son fuertes.

Rachel tragó saliva.

—¿Tenéis un amigo cíclope?

—Tyson —contestó Percy—. Mi hermanastro.

—¿Cómo?

—Espero que nos lo encontremos por aquí abajo —Percy continuó—. Y también a Grover. Un sátiro. Y a Cain —me lanzó una mirada y asentí.

—Ah —dijo Rachel con una vocecita intimidada—. Bueno, entonces será mejor que avancemos.

Pasó por debajo del brazo izquierdo del esqueleto y continuó caminando. Annabeth la siguió justo detrás, observando la luz que bailaba alrededor del pelo rojo de Rachel. Percy y yo intercambiamos miradas. Fui a apartar la mano, pero él se aferró. Me alegré de que hubiera oscuridad, porque me estaba sonrojando mucho. Juntos, continuamos adentrándonos en el laberinto.

Un poco atrás de Rachel y Annabeth que hablaban entre ellas (fruncí ante eso, ¿por qué Annabeth no puede ver lo molesta que es? Le robó su búsqueda, literalmente), Percy me apretó la mano para que lo mirara.

—¿Podemos hablar? —me preguntó.

Apreté los labios. Podemos hablar nunca es algo bueno.

—Sí, ¿por qué? ¿Qué pasa?

Percy miró a Rachel.

—Mira, quizás deberías ser un poco más amable con Rachel. No es tan mala.

—Oh —mi tono se volvió inmediatamente amargo. Aparté la mirada, sintiendo de nuevo ese hervor en la boca del estómago—, así que estás de su lado.

—No hay lados —me dijo, y entrecerré los ojos hacia el suelo—. Rachel no te ha hecho nada y está arriesgando su vida para ayudarnos.

—No es eso —murmuré—. Ella es genial. Esa es la cuestión. Es muy genial, valiente, divertida, bonita y definitivamente está enamorada de ti.

Percy suspiró. Cerró los ojos, un poco exasperado.

—Claire, ¿no hemos hablado ya de esto?

—Sí, lo sé —dije rápidamente—. Pero a ella le gustas. ¿Y si pasa algo? ¿Qué pasa si ella...?

—¿No confías en mí?

—Claro que confío en ti —solté—. Sólo que no confío en ella.

—Ya —Percy frunció el ceño—. No quiero pasar todo el tiempo teniendo que convencerte de que cada chica que veo no es una especie de concursante en esta competencia que has inventado. Quiero pasar ese tiempo contigo, no discutiendo por otra persona.

Tenía razón y lo odiaba. Sin embargo, no dije nada más. Me limité a solté su mano y alcanzamos a las otras dos, sin querer retroceder demasiado en el Laberinto (a menos que quisiéramos separarnos y morir).

Después de recorrer unos ciento cincuenta metros llegamos a una encrucijada. El túnel de ladrillo seguía recto. Hacia la derecha, se abría un pasadizo con paredes de mármol antiguo; hacia la izquierda, un túnel de tierra cuajada de raíces. Percy señaló la izquierda.

—Se parece al camino que tomaron Tyson, Grover y Cain.

Annabeth frunció el ceño.

—Ya, pero a juzgar por la arquitectura de esas viejas losas de la derecha, es probable que por ahí se llegue a una parte más antigua del laberinto. Tal vez al taller de Dédalo.

—Debemos seguir recto —dijo Rachel.

Los tres la miramos.

—Es la opción menos probable —objetó Annabeth.

—¿No os dais cuenta? —preguntó Rachel—. Mirad el suelo.

No había nada salvo ladrillos gastados y barro.

—Hay un brillo ahí —insistió Rachel—. Muy leve. Pero el camino correcto es ése. Las raíces del túnel de la izquierda empiezan a moverse como antenas más adelante, cosa que no me gusta nada. En el pasadizo de la derecha hay una trampa de seis metros de profundidad y agujeros en las paredes, quizá con pinchos. No creo que debamos arriesgarnos.

No veía nada. Estaba a punto de decir que se hacía la tonta, pero Percy asintió.

—Vale. Recto.

Arqueé una ceja hacia él.

—¿Te crees lo que dice?

—Sí —dijo—. ¿Tú no?

Fui a discutir, pero Annabeth le hizo un gesto a Rachel para que siguiera. Avanzamos por el túnel de ladrillos. Tenía muchas vueltas y revueltas, pero ya no presentaba más desvíos. Daba la sensación de que descendíamos y nos íbamos sumiendo cada vez a mayor profundidad.

—¿No hay trampas? —preguntó Percy, inquieto.

Rachel alzó las cejas.

—Nada —respondió—. ¿No debería resultar tan fácil?

—No lo sé. Hasta ahora no lo ha sido.

—Dime, Rachel —hablé cruzando los brazos. Annabeth compartió una mirada molesta con Percy, pero no les hice caso—, ¿de dónde eres exactamente?

Rachel no pareció ofenderse y yo junté con fuerza los dientes.

—De Brooklyn.

—¿No se preocuparán tus padres si llegas tarde a casa?

Ella resopló.

—No creo. Podría pasarme una semana fuera y no se darían ni cuenta.

Vacilé. Esas palabras burbujeaban junto con el pozo de los celos, haciendo que se calmara por un segundo mientras descubría un doloroso golpe en el pecho con lo que decía. Sabía lo que era... que a alguien que debía amarte no le importara (y en cambio te dejara morir).

—¿Por qué no? —pregunté, alejando el tono agudo de mi voz.

Antes de que Rachel pudiera responder, se oyó un gran chirrido, como si hubieran abierto unas puertas gigantescas.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Annabeth.

—No lo sé —dijo Rachel—. Unas bisagras metálicas.

—Ya, gracias por la información, Capitana Obvia —rodé los ojos—. Ella quería decir: «¿Qué es eso?»

Tras el chirrido, sonaron unos pasos que sacudían el pasadizo entero y se acercaban a nosotros.

—¿Corremos? —preguntó Percy.

Rachel asintió.

—Corremos.

Dimos media vuelta y salimos disparados por donde habíamos venido, pero no habíamos recorrido más de seis metros cuando nos tropezamos con dos dracaenae, mujeres serpiente con armadura griega. Nos apuntaron al pecho con sus jabalinas. Entre ellas había una empusa, extrañamente vestida como una animadora. (He visto cosas más raras).

—Vaya, vaya —dijo.

Percy sacó a Contracorriente, Annabeth sacó su cuchillo y yo me quité mi collar. Pero antes de que pudiera darle la vuelta, la empusa se abalanzó sobre Rachel. Su mano se transformó en una garra y la agarró por el cuello, sujetándola muy firmemente.

—¿Conque has sacado de paseo a tu pequeña mascota mortal? —le dijo el monstruo, riendo a Percy—. ¡Son tan frágiles! ¡Tan fáciles de romper!

A nuestra espalda, los pasos retumbaron cada vez más cerca. Una silueta descomunal se perfiló entre las sombras: un gigante lestrigón de dos metros y medio con colmillos afilados y los ojos inyectados en sangre. Mi luz se apagó, dándose cuenta de que estábamos rodeados.

El gigante se relamió al vernos.

—¿Puedo comérmelos?

—No —replicó la empusa animadora—. Tu amo los querrá vivos. Le proporcionarán diversión de la buena —le dirigió una sonrisa a Percy—. En marcha, mestizos. O sucumbiréis aquí mismo los tres, empezando por la mascota mortal.

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