xiv. Dead On Arrival

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chapter xiv.
( the lightning thief )
❝ d.o.a. ❞

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LA ENTRADA AL INFRAMUNDO parecía bastante aburrida. Esperaba algo terrible y enorme. De aspecto espantoso y lleno de fantasmas a la deriva, tal vez incluso zombis. No un edificio normal con aburridos ladrillos pintados de gris y aburridas puertas de vidrio.

Compartí una mirada con mis amigos.

—¿Esta es la entrada al Inframundo? Esperaba... más.

Percy arqueó una ceja y sonrió.

—Oh, venga, solecito, anímate.

Lo fulminé con la mirada.

—Te voy a pegar.

Estábamos en las sombras del bulevar Valencia, mirando el rótulo de letras doradas sobre mármol negro: ESTUDIOS DE GRABACIÓN EL OTRO BARRIO. Debajo, en las puertas de cristal, se leía: ABOGADOS NO, VAGABUNDOS NO, VIVOS NO. Era casi medianoche, pero el recibidor estaba bien iluminado y lleno de gente. Tras el mostrador de seguridad había un guardia con gafas de sol, porra y aspecto de tío duro.

Percy se volvió hacia nosotros.

—Muy bien. ¿Recordáis el plan?

—¿El plan? —Grover tragó saliva—. Sí. Me encanta el plan.

—Claro, genial —Annabeth tragó saliva.

—¿Qué pasa si no funciona? —levanté la mano levemente como si de una clase se tratase.

Percy rodó los ojos.

—No pienses en negativo.

—Vale —dije sarcásticamente—. Vamos a meternos en la tierra de los muertos y no tengo que pensar en negativo.

Se sacó del bolsillo las perlas, cuatro esferas más pequeñas que las canicas. Eran nuestro respaldo y no parecían mucho. Me di cuenta de cuánto le preocupaba. Percy estaba muy cerca de recuperar a su madre y yo me burlaba de su plan y decía que no funcionaría. Suspiré y cubrí las perlas que tenía en la mano con la mía.

—Lo siento, Percy. Tienes razón, funcionará.

Le dio un codazo a Grover.

—¡Oh, claro que sí! —intervino él—. Hemos llegado hasta aquí. Encontraremos el rayo maestro y salvaremos a tu madre. Ningún problema.

Percy nos dio una sonrisa de agradecimiento y se la devolvimos. Se guardó las perlas en el bolsillo y, juntos, caminamos hacia el vestíbulo de El Otro Barrio.

Una música suave de ascensor salía de altavoces ocultos. La moqueta y las paredes eran gris acero. En las esquinas había cactus como manos esqueléticas. El mobiliario era de cuero negro, y todos los asientos estaban ocupados. Había gente sentada en los sofás, de pie, mirando por las ventanas o esperando el ascensor. Nadie se movía, ni hablaba ni hacía nada. Parecía el grupo de personas más aburrido que jamás haya visto. Hacía juego con todo el lugar: de aspecto moribundo y aburrido.

Con el rabillo del ojo los veía a todos bien, pero si me centraba en alguno en particular, parecían transparentes y veía a través de sus cuerpos.

—Oh, jolines —le susurré a Annabeth, esperando que nadie pudiera oírme—. Estoy en una sala con gente muerta.

El mostrador del guarda de seguridad era bastante alto, así que teníamos que mirarlo desde abajo. Era alto y elegante, de piel color chocolate y de pelo teñido de rubio y cortado estilo militar. Noté que no se movía mucho, un traje de seda italiana a juego con su pelo. También lucía una rosa negra en la solapa bajo una tarjeta de identificación.

Percy leyó la tarjeta, luego miró al hombre con desconcierto.

—¿Se llama Quirón?

Se inclinó sobre el escritorio. No pude ver sus ojos, escondidos detrás de sus gafas. Pero su sonrisa era enfermizamente dulce y fría.

—Mira qué preciosidad de muchacho tenemos aquí —parecía tener acento británico, pero también como si el inglés fuera su segundo idioma—. Dime, ¿te parezco un centauro?

—N-no.

—Señor —añadió con suavidad.

Señor —repitió.

Agarró su tarjeta de identificación y se acercó al rostro de Percy.

—¿Sabes leer esto, chaval? Pone C-a-r-o-n-t-e. Repite conmigo: Ca-ron-te.

—Caronte.

—¡Impresionante! Ahora di: señor Caronte.

—Señor Caronte.

—Muy bien —volvió a sentarse—. Detesto que me confundan con ese viejo jamelgo de Quirón. Y bien, ¿en qué puedo ayudaros, pequeños muertecitos?

Percy se congeló, me miró. Fruncí los labios y me volví hacia Annabeth. Ella me miró diciendo, ¿en serio? antes de mirar al señor Caronte.

—Queremos ir al inframundo.

Caronte emitió un silbido de asombro.

—Vaya, niña, eres toda una novedad.

—¿Si? —repuso ella.

—Directa y al grano. Nada de gritos. Nada de tiene que haber un error, señor Caronte —se nos quedó mirando—. ¿Y cómo habéis muerto, pues?

—Uh... —me puse en un aprieto—. Nosotros... Verá... ¡Ah! ¡Nos ahogamos!

Una vez más, me estremecí por lo entusiasta que sonaba. Percy me dio una mirada exasperada.

Caronte estrechó los ojos.

—¿Os ahogasteis?

Grover intervino esta vez:

—Bueno... Esto... ahogados... en la bañera.

Percy lucía como si quisiera golpear su cabeza contra un escritorio. Annabeth arqueó una ceja ante el sátiro.

—¿Los cuatro? —preguntó Caronte.

—Sí —dije—. Estábamos tomando uno de esos baños de spa...

Compartí un encogimiento de hombros con Percy, Annabeth y Grover. Caronte pareció levemente impresionado.

—Supongo que no tendréis monedas para el viaje. Veréis, cuando se trata de adultos puedo cargarlo a una tarjeta de crédito, o añadir el precio del ferry a la factura del cable. Pero los niños... Vaya, es que nunca os morís preparados. Supongo que tendréis que esperar aquí sentados unos cuantos siglos.

—No, si tenemos monedas —Percy dejó cuatro dracmas dorados en el mostrador, parte de lo encontrado en el despacho de Crusty.

—Bueno, bueno... —Caronte se humedeció los labios—. Dracmas de verdad, de oro auténtico. Hace mucho que no veo una de éstas...

Sus dedos se cernieron ávidamente sobre las monedas. Estábamos tan cerca. Miró a Percy con frialdad.

—A ver. No has podido leer mi nombre correctamente. ¿Eres disléxico, chaval?

—No —dijo Percy rotundamente—. Soy un muerto.

Caronte se inclinó hacia delante y olisqueó.

—No eres ningún muerto. Debería haberme dado cuenta. Eres un diosecillo.

Un ruido extraño escapó de mi garganta.

—Ah, creo que yo sabría si estoy muerta o no.

—Tenemos que llegar al Inframundo —insistió Percy cuando Caronte me envió una mirada. Hizo un gruñido profundo en su garganta.

Inmediatamente, todas las personas en la sala de espera se levantaron y comenzaron a caminar. Parecían agitados: encendían cigarrillos, se mesaban el pelo o consultaban los relojes.

—Marchaos mientras podáis —nos dijo Caronte—. Me quedaré las monedas y olvidaré que os he visto.

Percy le arrebató los dracmas antes de que pudiera alcanzarlos.

—Sin servicio no hay propina —dijo.

Caronte volvió a gruñir, esta vez un sonido profundo que helaba la sangre. Los espíritus de los muertos empezaron a aporrear las puertas del ascensor. Mi mano se acercó lentamente a mi collar.

—Es una pena —suspiró Percy—. Teníamos más que ofrecer —le enseñó la bolsa llena con las cosas de Crusty. Sacó un puñado de dracmas y dejó que el oro se le escurriera entre los dedos.

El gruñido de Caronte se convirtió en una especie de ronroneo de león.

—¿Crees que puedes comprarme, criatura de los dioses? Oye... sólo por curiosidad, ¿cuánto tienes ahí?

—Mucho —contestó Percy—. Apuesto a que Hades no le paga lo suficiente por un trabajo tan duro.

—Uf, si te contara... Pasar el día cuidando de estos espíritus no es nada agradable, te lo aseguro. Siempre están con «por favor, no dejes que muera», o «por favor, déjame cruzar gratis». Estoy harto. Hace tres mil años que no me aumentan el sueldo. ¿Y te parece que los trajes como éste salen baratos?

—Se merece algo mejor —coincidió Percy—. Un poco de aprecio. Respeto. Buena paga —a cada palabra, apilaba otra moneda de oro sobre el mostrador.

Caronte le echó un vistazo a su chaqueta de seda italiana, como si se imaginara vestido con algo mejor.

—Debo decir, chaval, que lo que dices tiene algo de sentido. Sólo un poco, ¿eh?

Percy apiló unas monedas más.

—Yo podría mencionarle a Hades que usted necesita un aumento de sueldo...

Suspiró.

—De acuerdo. El barco está casi lleno, pero intentaré meteros con calzador, ¿vale? —se puso en pie, recogió las monedas y dijo—: Seguidme.

Nos abrimos paso entre la multitud de espíritus a la espera, que intentaron colgarse de nosotros mientras susurraban cosas que no podía oír. Caronte los apartaba de su camino murmurando: «Largo de aquí, gorrones.»

Nos escoltó hasta el ascensor, que ya estaba lleno de almas de muerto, cada una con una tarjeta de embarque verde. Caronte agarró a dos espíritus que intentaban meterse con nosotros y los devolvió a la recepción. Verlos mirando con tanto anhelo y esperanza, ver la desesperación que sentían algunos, me hacía sentir fatal.

—Vale. Escuchad: que a nadie se le ocurra pasarse de listo en mi ausencia —anunció a la sala de espera—. Y si alguno vuelve a tocar el dial de mi micrófono, me aseguraré de que paséis aquí mil años más. ¿Entendido?

Cerró las puertas, metió una tarjeta magnética en una ranura y empezamos a bajar. Busqué un asidero, pero estábamos en medio de un montón de cuerpos transparentes y no sabía qué pasaría si atravesaba uno.

—¿Qué les pasa a los espíritus que esperan? —preguntó Annabeth.

—Nada —repuso Caronte.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Para siempre, o hasta que me siento generoso.

—Vaya —dijo ella—. Eso no parece... justo.

Caronte arqueó una ceja.

—¿Quién ha dicho que la muerte sea justa, niña? Espera a que llegue tu turno. Yendo a donde vas, morirás pronto.

—Saldremos vivos —respondió Percy.

Ja.

De repente comenzamos a avanzar y una repentina oleada de náuseas se apoderó de mí, tambaleándome. Me contuve antes de que pudiera caerme cuando el aire se volvió brumoso. Los espíritus que nos rodeaban comenzaron a cambiar de forma, sus prendas modernas se desvanecieron y se convirtieron en hábitos grises con capucha. El suelo del ascensor empezó a bambolearse.

—Oh, esto no me gusta —dije, agarrando el brazo de Annabeth.

Parpadeé y cuando volví a abrir los ojos, el traje de Caronte se había convertido en un largo hábito negro. Sus gafas de carey ya no existían. Donde tendría que haber habido ojos, había pozos de oscuridad, llenos de noche, muerte y desesperación.

Advirtió que lo miraba y preguntó:

—¿Qué pasa?

—Er... nada —me las arreglé.

Pensé que estaba sonriendo, pero no era eso. La carne de su rostro se estaba volviendo transparente, y podía verle el cráneo. Entendí por qué todo el mundo le tenía miedo al inframundo.

El suelo seguía bamboleándose y Grover dijo:

—Me parece que me estoy mareando.

Parpadeé de nuevo y el ascensor ya no era un ascensor. Estábamos encima de una barcaza de madera. Caronte empujaba una pértiga a través de un río oscuro y aceitoso en el que flotaban huesos, peces muertos y otras cosas más extrañas: muñecas de plástico, claveles aplastados, diplomas de bordes dorados empapados.

—El río Estige —murmuró Annabeth—. Está tan...

—Contaminado —la ayudó Caronte—. Durante miles de años, vosotros los humanos habéis ido tirando de todo mientras lo cruzabais: esperanzas, sueños, deseos que jamás se hicieron realidad. Gestión de residuos irresponsable, si vamos a eso.

La niebla se enroscó sobre la mugrienta agua. Por encima de nosotros, casi perdido en la penumbra, había un techo de estalactitas. Más adelante, la otra orilla brillaba con una luz verdosa, del color del veneno. Se sentía fatal... Estaba rodeada de un montón de muertos. El pánico subió a mi garganta y casi olvido que estaba de misión con mis amigos, y por un segundo pensé que yo también era como ellos... hasta que busqué y tomé su mano, sin mirarlo. Entrelacé los dedos y apreté. Necesitaba saber, necesitaba que me aseguraran que Percy estaba aquí, que alguien más estaba vivo. Al otro lado, agarré la mano de Annabeth y ella la de Grover.

La orilla del inframundo apareció ante nuestra vista. Unos cien metros de rocas escarpadas y arena volcánica negra llegaban hasta la base de un elevado muro de piedra, que se extendía a cada lado hasta donde se perdía la vista. Llegó un sonido de alguna parte cercana, en la penumbra verde, y reverberó en las rocas: el gruñido de un animal de gran tamaño.

—El viejo Tres Caras está hambriento —dijo Charon. Su sonrisa se volvió esquelética a la luz verde, haciéndolo lucir aún más fantasmal—. Mala suerte, diosecillos.

La quilla de la barcaza se posó sobre la arena negra. Los muertos empezaron a desembarcar. Una mujer llevaba a una niña pequeña de la mano. Un anciano y una anciana cojeaban agarrados del brazo. Un chico, no mayor que yo, arrastraba los pies en su hábito gris.

—Te desearía suerte, chaval, pero es que ahí abajo no hay ninguna. Pero oye, no te olvides de comentar lo de mi aumento —Caronte nos despidió. Contó nuestras monedas de oro en su bolsa y volvió a agarrar la pértiga. Entonó algo que parecía una canción de Barry Manilow mientras conducía la barcaza vacía de vuelta al otro lado.

Miré a mis amigos antes de seguir a los espíritus por un camino muy gastado.

La entrada parecía un cruce entre la seguridad del aeropuerto y la autopista de Nueva Jersey. Había tres entradas distintas bajo un enorme arco negro en el que se leía: ESTÁ ENTRANDO EN EREBO. Cada entrada tenía un detector de metales con cámaras de seguridad encima. Detrás había cabinas de aduanas ocupadas por fantasmas vestidos de negro como Caronte.

El rugido del animal hambriento se oía muy alto, pero no pude ver dónde estaba el perro de tres cabezas, Cerberus (que custodiaba la puerta de Hades). Los muertos hacían tres filas, dos señaladas como EN SERVICIO, y otra en la que ponía: MUERTE RÁPIDA. La fila de muerte rápida se movía velozmente. Las otras dos iban como tortugas.

Percy se volvió hacia Annabeth.

—¿Qué te parece?

—La cola rápida debe de ir directamente a los Campos de Asfódelos —dijo—. No quieren arriesgarse al juicio del tribunal, porque podrían salir mal parados.

—¿Hay un tribunal para los muertos?

—Pues claro —dije—. Hay tres jueces. Se turnan los puestos. El rey Minos, Thomas Jefferson, Shakespeare; gente que gusta. A veces estudian una vida y deciden que esa persona merece una recompensa especial: los Campos Elíseos. En otras ocasiones deciden que merecen un castigo. Pero la mayoría... en fin, sencillamente vivieron —me encogí de hombros—. Nada especial, ni bueno ni malo. Así que van a parar a los Campos de Asfódelos.

—¿A hacer qué?

—Imagínate estar en un campo de trigo de Kansas para siempre —contestó Grover.

—Qué agobio.

—Tampoco es para tanto —murmuró—. Mira —un par de fantasmas con hábitos negros habían apartado a un espíritu y lo empujaban hacia el mostrador de seguridad—. Es el predicador de la tele, ¿te acuerdas?

No conocía a ningún predicador. Su rostro no me resultaba familiar. Pero probablemente se deba a que crecer en el Campamento Mestizo significaba poca conexión con el mundo exterior.

Percy chasqueó los dedos y señaló al fantasma al darse cuenta.

—Anda sí. ¿El que condujo por un acantilado en la persecución policial? ¿Qué le hacen?

—Castigo especial de Hades —supuso Grover—. La gente mala, mala de verdad, recibe una atención personal en cuanto llegan. Las Fur... Las Benévolas prepararán una tortura eterna para él.

Pude ver a Percy ponerse rígido al darme cuenta de que ahora estábamos en el dominio de las Furias. Pero lo ocultó con rapidez.

—Pero si es predicador y cree en un infierno diferente...

Grover se encogió de hombros.

—¿Quién dice que esté viendo este lugar como lo vemos tú y yo? Los humanos ven lo que quieren ver. Sois muy cabezotas... quiero decir, persistentes.

Nos acercamos a las puertas y el aullido era ahora tan fuerte que sacudía el suelo a nuestros pies. Pero Cerberus seguía sin aparecer. Hasta que la niebla verde frente a nosotros se movió y brilló. De pie frente a nosotros, justo donde el camino se separaba en tres, había un enorme monstruo envuelto en sombras. No lo había visto antes porque porque era semitransparente como los muertos y se mezclaba con lo que fuera que estaba detrás de él cuando se movía. Lo único sólido en él eran sus ojos redondos y sus dientes largos y afilados.

Percy, siendo el idiota de siempre, dijo con la mandíbula muy abierta:

—Es un rottweiler.

Puse los ojos en blanco.

Los muertos caminaban directamente hacia él: no tenían miedo. Las filas en servicio se apartaban de él cada una a un lado. Los espíritus camino de muerte rápida pasaban justo entre sus patas delanteras y bajo su estómago, cosa que hacían sin necesidad de agacharse.

—Ya lo veo mejor —murmuró Percy—. ¿Por qué pasa eso?

—Creo... —Annabeth se humedeció los labios—. Me temo que es porque nos encontramos más cerca de estar muertos.

—Oh, genial —murmuré.

La cabeza central de Cerberus se alargó hacia nosotros. Olisqueó el aire y gruñó.

—Huele a los vivos —dije.

—Pero no pasa nada —contestó Grover, temblando al lado de Annabeth—. Porque tenemos un plan.

—Ya —musitó Annabeth. Creo que nunca había escuchado su voz así—. Un plan.

Nos acercamos al monstruo. La cabeza del medio nos gruñó y luego ladró con tanta fuerza que me hizo daño en los oídos.

—¿Lo entiendes? —le susurró Percy a Grover.

—Sí lo entiendo, sí. Vaya si lo entiendo.

—¿Qué dice?

—No creo que los humanos tengan una palabra que lo exprese exactamente.

Percy comenzó a hurgar en su espalda. Estaba a punto de preguntarle qué hacía antes de que sacara un poste roto de la cama de Crusty. Se lo mostró a Cerberus y le dedicó una amplia y feliz sonrisa que en su aterrorizado rostro se veía extraña. Agitó el palo.

—Ey, grandullón —lo llamó—. Seguro que no juegan mucho contigo.

El gruñido de Cerberus fue casi como un rugido.

—Buen perro —contestó Percy débilmente.

Agitó el poste una vez más y la cabeza del centro siguió el movimiento. Las otras dos enfocaron sus ojos en Percy, ignorando por completo a los espíritus. Tenía toda la atención de Cerberus, y no estaba muy segura de si eso era algo bueno.

—¡Agárralo! —Percy arrojó el palo a la penumbra. Un chapoteo me dijo que había caído al río Estige. Cerberus lo miró, indiferente. Sus ojos eran odiosos y fríos.

—Genial, muy genial —le dije a Percy con sarcasmo—. Absolutamente brillante.

—Bueno, ¿tenías alguna idea mejor?

—Ya, pues tu plan era estúpido, ¡ahora vamos a morir! Dijo la hija del dios de las profecías.

—¡Vaya, gracias! —su respuesta fue sarcásticamente alegre.

—Esto... —la voz de Grover sonaba nerviosa—. ¿Percy?

Dejamos de pelear y volteamos hacia él.

—¿Sí?

—Creo que te interesará saberlo.

—¿El qué?

—Cerberus dice que tenemos diez segundos para rezar al dios de nuestra elección. Después de eso... bueno... el pobre tiene hambre.

Lancé una mirada a Percy.

—¡Esperad! —exclamó Annabeth. Empezó a hurgar en su bolsa.

—Cinco segundos —informó Grover—. ¿Corremos ya...?

Annabeth sacó una pelota de goma roja del tamaño de un pomelo. En ella ponía: «waterland, denver, co.» Antes de que cualquiera pudiera detenerla, levantó la pelota y marchó hacia el perro.

—¿Ves la pelotita? —le gritó—. ¿Quieres la pelotita, Cerberus? ¡Siéntate!

Cerberus parecía tan atónito como nosotros.

Inclinó de lado las tres cabezas. Se le dilataron las seis narinas.

—¡Siéntate! —volvió a ordenarle Annabeth.

Mis dedos fueron hacia mi collar, listos para atacar cuando el can decidió que Annabeth sería una buena galleta para perros de gran tamaño. En cambio, Cerberus se relamió los tres pares de labios, desplazó el peso a los cuartos traseros y se sentó, aplastando al instante una docena de espíritus que pasaban debajo de él en la fila de muerte rápida. Los espíritus emitieron silbidos amortiguados, como una rueda pinchada.

Annabeth dijo:

—¡Perrito bueno!

Le lanzó la pelota. La atrapó con las fauces del centro. Apenas era lo bastante grande para mordisquearla siquiera, y las otras dos cabezas empezaron a lanzar mordiscos hacia el centro, intentando hacerse con el nuevo juguete.

—¡Suéltala! —le ordenó. Las cabezas dejaron de enredar y se quedaron mirándola. Tenía la pelota enganchada entre dos dientes, como un trocito de chicle. Profirió un lamento alto y horripilante y dejó caer la pelota, ahora toda llena de babas y mordida casi por la mitad, a los pies de Annabeth.

La recogió, haciendo caso omiso de las babas del monstruo.

—Muy bien —se volvió hacia nosotros—. Id ahora. La fila de muerte rápida es la más rápida.

Fruncí.

—Pero...

—¡Ahora! —su tono era similar al que usaba para el perro.

Percy, Grover y yo intercambiamos miradas antes de avanzar con cautela. El perro empezó a gruñir y me estremecí hacia atrás.

—¡Quieto! —ordenó Annabeth al monstruo—. ¡Si quieres la pelotita, quieto!

Gañó, pero permaneció inmóvil.

—¿Qué pasará contigo? —le preguntó Percy.

—Sé lo que estoy haciendo, Percy —murmuró—. Por lo menos, estoy bastante segura...

Percy, Grover y yo pasamos entre las patas del perro. Esperaba que Annabeth no le dijera que se sentara de nuevo. Sentí que todo mi cuerpo temblaba al pasar y pensé que podría colapsar de alivio cuando llegásemos al otro lado.

—¡Perrito bueno! —elogió Annabeth.

Agarró la pelota roja machacada y vaciló. Probablemente se dio cuenta de que si recompensaba a Cerberus, no le quedaría nada para hacer otro jueguecito. Pero aún así la lanzó. La cabeza izquierda del monstruo la agarró de inmediato. La del centro luchó mientras que la derecha gimió en protesta. Mientras el monstruo estaba distraído, Annabeth caminó rápidamente entre sus piernas y se unió a nosotros.

No pude evitar sonreír.

—¿Cómo has hecho eso?

—Escuela de adiestramiento para perros —respondió sin aliento, tenía lágrimas en los ojos—. Cuando era pequeña, en casa de mi padre teníamos un doberman...

—Eso ahora no importa —Grover tiró de la camisa de Percy—. ¡Vamos!

Nos disponíamos a adelantar la fila cuando un gemido lastimero se oyó desde atrás. Annabeth se detuvo y se volvió hacia Cerberus. El perro se había girado hacia nosotros. Jadeó expectante, la pelotita roja hecha pedazos en un charco de baba a sus pies.

—Perrito bueno —dijo Annabeth, pero su voz sonaba melancólica e insegura.

Las cabezas del monstruo se ladearon, como preocupado por ella.

—Pronto te traeré otra pelota —prometió débilmente—. ¿Te gustaría?

Cerberus gimió, todavía esperando la pelota.

—Perro bueno. Vendré a verte pronto. Te... te lo prometo —Annabeth se volvió hacia nosotros—. Vamos.

Pasamos por el detector de metales, que comenzó a gritar y a encender luces rojas intermitentes.

—¡Posesiones no autorizadas! ¡Detectada magia!

Cerberus empezó a ladrar. Nos lanzamos a través de la puerta de muerte rápida, que disparó aún más alarmas, y corrimos hacia el inframundo. Detrás, el perro de tres cabezas llamó tristemente a su nueva amiga, y yo traté de no mirar mientras Annabeth derramaba una lágrima.

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