10. Usurpación

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—¿Podemos hablar de otra cosa que no sea Paganini?

—Coincido con madre. Esto se está volviendo bastante anodino.

Savary, herido de orgullo, se limitó a soltar un suspiro, cansado. ¿Por qué no apreciaban sus preciosas charlas artísticas?

—Como queráis, pero lo que estoy diciendo no es ninguna tontería —se quejó, volviendo su mirada al plato.

—Para tontería el vestido de bodas de mademoiselle Niveau —comenzó madame Lemierre—. ¿Nadie le ha dicho a esa joven que debe desdoblar los bajos de esas faldas o soy la única que ve tales atrocidades?

Jacques, intercambiando una mirada con su amigo, hizo un gran esfuerzo por reprimir una carcajada. Sylvain por su parte no dijo nada. Ya se encontraba bastante incómodo como para que ahora tuviera que dar conversación. Todo menos profundizar en nada, o al menos en aquel momento. Para empezar, su madre había comenzado a bombardear al Chardin con preguntas algo inapropiadas. Éstas, entre otras muchas, no se salían del margen matrimonial, como cabía de esperar por su parte. Es por ello que, haciendo un gran esfuerzo por no reventar y pedirle a su madre que se callase, Sylvain masticó su ternera con más fuerza de la habitual, llegando a hacerse daño con los dientes.

Más que aspirante a escritor, Jacques debería haber sido actor, pues las dotes escénicas se reflejaban en su labia. ¿Cómo conseguía actuar tan bien frente a Savary y su madre, sin que le temblase el pulso lo más mínimo? Sylvain llegó a preguntarse si acaso no estaba mintiendo, pero enseguida deshechó aquella idea. Jacques era un zorro. Podía encandilar a cualquiera con apenas parpadear.

Habiéndose montado una historia de lo más espectacular sobre una falsa prometida, el Chardin parecía disfrutar mientras era acribillado a preguntas. Atónito, Sylvain pasó de la ira provocada por las insistencias de su madre a la admiración. ¡Ojalá supiera mentir así de bien!

—Podríais presentarnos a la señorita Celine Ferrec en alguna ocasión. Invitadla a cenar con nosotros, Jacques —le pidió Anne-Marie—. Estoy segura de que es tan hermosa e inteligente como la describís.

—Lo es, mi señora. No obstante dudo mucho que su asistencia sea posible. Actualmente vive en Marsella con su familia materna, y es posible que no vuelva hasta Pascua.

—¡Cielo santo! ¿Cómo tan lejos?

—Bueno, ella nació aquí en París, pero recientemente emigró con sus padres y hermanos hacia el sur, por temor a que las cosas ahí fuera empeorasen.

—Han sido inteligentes, pues —coincidió Savary, complacido—. Se huele en el aire la tensión.

—En efecto. Me temo que muy pronto todo va a saltar por los aires de una forma muy sangrienta —Sylvain, sorprendido, se dio cuenta de que, por unos momentos, Jacques esbozó una minúscula e imperceptible sonrisa por unos segundos. ¿Qué era lo que acababa de ver?

—¿Vos creéis en la revolución? —inquirió Anne-Marie.

—Creo que no es algo que requiera tanta importancia todavía.

¡Pero qué hipócrita! Sylvain abrió aún más los ojos. Bien sabía que no podía delatarse de esa forma ante su madre, pero no podía creer lo que acababa de oír. ¿Jacques negando de su mayor sueño? Aquello, sin duda, iba a ser un espectáculo digno de ver.

—Sabias palabras. La gente no hace más que exagerar con respecto al tema.

—Coincido con vos, pero si me permitís aventurarme, opino que un cambio no vendría nada mal —dijo Alain, tras beber un trago de su vino.

—Savary, no empecéis de nuevo... —rumió la mujer.

—Anne-Marie, tan sólo expongo mi punto de vista como de costumbre —sonrió el otro, pícaramente.

—Y como de costumbre, intentaréis condicionar las conciencias de los muchachos a vuestro favor.

—Madre, no somos tan ingenuos —intervino Sylvain, cansado de tanta murga.

—Ya, ya. Los jóvenes de hoy día creen que nada puede engañarles y caen continuamente con la misma piedra.

—Madame, no me estaréis comparando con un vil manipulador, ¿verdad? —Savary alzó una ceja.

—¿Bromeáis? Pues claro que no.

—Bueno, en ese caso... Jacques, ¿qué decíais sobre la revolución antes de que esta señora os interrumpiese?

Haciendo caso omiso a las protestas de la mujer, Savary soltó una carcajada limpia. Siempre de tan buen humor, pensó Sylvain, viendo como ambos volvían a chincharse mutuamente. Si no fuera porque su mentor era el mejor amigo de su padre cuando eran niños, probablemente ya estaría de patitas en la calle. Aún así, también había que saber aguantar a las continuas quejas de su madre. Entonces se preguntó si aquél era uno de los motivos por los cuáles Savary nunca se había casado, aunque lo deshechó enseguida. No podía pensar en semejantes cosas ahora.

—Opino que el tiempo decidirá el destino de la nación. Tarde o temprano la gente acabará cansándose del todo, lo cual está claro, mas presiento que lo más grave está por llegar —la voz de Jacques se mantuvo serena.

—Deberéis de estar pasándolo terriblemente mal sin vuestra prometida aquí —intervino Anne-Marie, ajena al tema político en cuestión—. Es una lástima que por culpa de esos infelices la seguridad de las calles se esté yendo al garete.

—Mi señora, ¿no creéis que esos individuos son infelices por algo? —inquirió Savary— Probablemente nada de esto estaría pasando si las condiciones de estas personas no provocasen su descontento.

—Habladurías. Lo único que saben hacer es quejarse por nimiedades. Está bien que paguen impuestos, claro, ¿y quién los iba a pagar si no? Este país dejaría de funcionar de lo contrario.

—Pero madre, sería más lógico que los todos pagásemos impuestos —dijo Sylvain, sintiendo que una venilla desconocida para él comenzaba a quemarle por dentro—. Así sería más fácil pagar la deuda que venimos arrastrando desde hace tiempo.

—Bueno, pero para eso está el tercer estado. Ellos trabajan y nosotros agradecemos su esfuerzo, no hay más. Y con respecto a la deuda, eso ya es problema de cómo el Rey organiza sus gastos, pues no hay persona más indicada que él para saberlo.

—Eso si no se pasase el día de caza ni a la bartola —murmuró su hijo, en voz baja.

—Hijo mío, mejor no hables de lo que no conoces —le indicó su madre cariñosamente, creyendo estar en posesión de la verdad. No obstante, lo único que recibió Sylvain por su parte fue un conflictivo sentimiento de ridículo que, probablemente, no era intencionado—. Las cosas han de seguir tal como están, y no hay más que hablar. ¿Estáis conmigo o no, Chardin?

Sylvain, clavando en Jacques una mirada más intensa que el fuego de la chimenea, dudó por unos instantes de la respuesta que fuese a darle. Sabía que su lado más racional y honrado ardía en deseos por llevarle la contraria a la buena e ingenua mujer mientras que, por otra parte, si se ocultaba tras la falsa máscara que hasta ahora venía mostrando, su madre terminaría por hacerle un pedestal. Cosa que, a todas luces, les convenía a los dos si querían continuar como hasta ahora.

—Estoy con vos, señora —respondió finalmente, cumpliendo con los vaticinios del joven Lemierre—. Aunque os recomiendo que leáis «El contrato social de Rousseau». He de admitir que su forma de reflejar la voluntad general me encandiló desde el principio.

—Rousseau no era más que un radical —dijo Anne-Marie, ofendida—. La soberanía no puede residir en el pueblo. Sería un auténtico caos.

—¿Y no creéis que el caos gobernará antes si no se actúa por y para el pueblo?

—Por y para el pueblo... Jacques, habláis como si no fuese así.

Savary, que seguro estaba a punto de reventar por decir lo que pensaba, se limitó a masticar lo poco que le quedaba de comida en silencio.

—Madre, todo desemboca en lo mismo —sentenció Sylvain al cabo de unos segundos—. Es un proceso cíclico.

—Sandeces. Lo que pase por las cabezas de esa gente no son más que tonterías. No se puede remediar el haber nacido bajo la gracia divina y el haber nacido entre arados y bestias de carga. El destino de todos los hombres ya está escrito y con ello se han de conformar. Dios así lo dicta.

—¿Y qué me dice del hambre, madame? ¿Acaso esas gentes tienen culpa de haber nacido para sufrir y no conseguir ni un mendrugo de pan al día? —murmuró Jacques, con cautela.

—En ningún momento he dicho que tengan la culpa. Tan sólo he dicho que algunos nacemos con más suerte y otros no con tanta.

—En tal caso creo que es necesario alcanzar unas buenas condiciones para que esas gentes salgan adelante y obtengan más rendimiento laboral. De lo contrario, presiento que verdaderamente comenzará esa revolución.

—El joven tiene razón, mi señora. No se puede esclavizar eternamente a un estamento por voluntad divina sin obtener represalias a cambio —dijo Savary, recuperando parte de su inusual seriedad.

—Señores, habláis como si yo tuviese la culpa de lo que le pase al pueblo —protestó ella, molesta—. Lo que Dios decida o deje de decidir es cosa suya, y no ha por qué incumbirnos demasiado.

—En tal caso, creo que ya va siendo hora de retirar nuestros servicios —dijo Savary, soltando su servilleta sobre la mesa—. D'Aramitz, todo suyo.

Acto y seguido, los empleados del hogar encargados de la cocina comenzaron a llevarse los platos y copas ya vacíos, contribuyendo al incómodo silencio que acababa de nacer.

El rostro contrariado de su madre fue lo que más aterrorizó al pobre Sylvain. Rezó por tal de que olvidase aquella cena rápidamente, como solía hacer, aunque dudaba que realmente fuese así. Seguramente, aquellas palabras le habrían recordado a Charles, reviviendo casi las mismas ideas que en su día planteó su hermano.

Tras despedirse y dar las buenas noches a los allí presentes, rechazó la invitación de su madre para compartir una taza de té en el gran salón, alegando que el sueño superaba a sus fuerzas. Sin imitar su gesto, tal vez para no levantar sospechas o simplemente porque de verdad quería tomarse un té, Jacques aceptó y se quedó abajo junto Savary y ella. Sylvain, mientras tanto, se encerró en su habitación después de cambiar sus vestimentas a otras más cómodas. Deseó meterse entre las sábanas y dormir, esperando impacientemente al amanecer del nuevo día, aunque por otra parte prefería mantenerse despierto. El mero hecho de que aquel con quien compartía besos y caricias se hallase en su propia casa, charlando con su madre apaciblemente y concluyendo su actuación con una gran ovación por parte de su público imaginario, no hizo más que ponerle más nervioso todavía.

Ni siquiera sabía por qué se ponía tan nervioso. Sabía que Jacques no sería tan idiota como para dejar escapar cualquier mínimo desliz, y confiaba plenamente en sus facultades interpretativas, pero no podía dormir.

Cuando quiso darse cuenta, el reloj de su alcoba marcaba las tres de la madrugada. El ruido proveniente del piso de abajo había desaparecido, y por consiguiente, la actividad de la casa también. Supuso que Jacques estaría durmiendo en la habitación contigua, ajeno a su actual insomnio. Se preguntó, curioso, de qué habrían estado hablando tan acaloradamente. Había percibido risas la mayor parte del tiempo, así que dedujo que el buen humor acabó colmando aquel entrañable ambiente.

Se imaginó que Jacques habría usado sus encantos innatos para dominar la gracia y la clase que rara vez mostraba en público, salvo en ocasiones especiales. Asustado de pronto, se preguntó si utilizaba aquellas facultades suyas para entablar amistades con esos otros hombres de los que le había hablado. Por supuesto, tenía la certeza de que Jacques no era alguien que frecuentase aquel tipo de antros, aunque siendo como era, llegó a dudar de sí habría habido otros antes que él. Ahogando esos pensamientos en la almohada se dispuso a dormir de una vez por todas, aún con ese regusto amargo que la incertidumbre dejó a su paso.

Comenzó a entrar en el séptimo sueño cuando oyó con nitidez como el manillar de su puerta se giraba. En medio del más completo silencio era muy fácil percibir hasta el aleteo de una mosca y, por fortuna, Sylvain poseía un buen oído. Sobresaltado, se incorporó inmediatamente.

—¿Quién es? —inquirió con voz firme. Temiendo que se tratase de quien creía ser, descartó al momento que fuese algún miembro del servicio.

—Shh, baja la voz, idiota.

Entonces, aterrorizado, vislumbró la silueta de aquel dichoso joven apoyado sobre la puerta ahora cerrada. No podía ver su expresión en aquellos momentos, pero seguramente estaría sonriendo como era lo acostumbrado, con ese toque tan canalla.

Con el corazón en un puño, Sylvain se debatió entre echarle a patadas de allí antes de que fuese demasiado tarde, o si hacer como que no estaba viendo nada. Pero, ¿en qué diablos estaba pensado?

—¡Jacques! ¿Qué demonios haces? —le urgió en voz baja mientras buscaba a tientas el candil que reposaba apagado sobre su mesilla.

—¿Qué pasa? ¿No puedo hacerte una pequeña visita?

—Estás loco —rumió—. Pueden haberte visto, ¿y si ven que no estás en tu habitación?

Con una risilla, el Chardin se aproximó hasta el ventanal que iluminaba muy débilmente la estancia. Éste vestía una holgada camisa blanca de algodón, además de los pantalones que había llevado durante la cena. Pareció percatarse de la presencia del lirio sobre el alféizar, pero no dijo nada al respecto.

—Todo está bajo control —le dijo mientras cerraba las cortinas.

—Pero Jacques, no puedes arriesgarte a que te vean aquí conmigo. ¿Qué van a pensar si amaneces aquí?

—Te preocupas demasiado.

—Me preocupo por tu insensatez. ¿Es que no ves lo peligroso que es esta conversación por sí sola?

—Sylvain, no va a pasar nada, te lo aseguro.

—Y pretendes que te haga caso —bufó el noble, viendo que el otro se aproximaba hacia el camastro bostezando—. Eh, no, ni hablar. No pretenderás que vaya a dejarte dormir aquí, ¿no?

—Tan sólo quiero echarme un sueñecito con la persona que más quiero en el mundo. ¿Tan caro es?

Azorado y dando gracias porque no se viera su rubor, Sylvain se sintió impotente de pronto. ¿Por qué no le estaba echando a patadas en ese momento? Vio cómo éste se metió bajo las mantas sin permiso alguno. Se acomodó como aquel que se dispone a dormir en su propia cama, sin reparo. Sylvain lo contempló de hito en hito, sintiéndose invadido.

—Jacques, esto es una locura.

—La locura es que pase una noche en tu casa y no pueda dormir contigo. No voy a hacerte nada, ¿sabes?

—Por el amor de Dios —susurró el otro, escandalizado.

—La pregunta es: ¿creías que me iba a quedar de brazos cruzados pasando frío? —inquirió el Chardin—. Sabes tan bien como yo que esto iba a pasar.

No hubo respuesta. Malhumorado, Sylvain le dio la espalda y se tapó hasta las orejas. No estaba dispuesto a darle la razón. Notando que Jacques le abrazaba desde atrás suavemente, se maldijo a sí mismo por no ser capaz de resistirse a algo que, en el fondo, también quería.

—Ni se te ocurra hacer nada raro, ¿me has oído?

—Sus deseos son órdenes para mí, su majestad —le dijo con sorna.

—Jacques, estoy en serio. No me hace ninguna gracia que te quedes aquí.

—Lo sé. Pero ya es tarde —depositando un beso en su nuca, Jacques dejó escapar un sentido suspiro—. Tan sólo déjame una hora, nada más. Necesito tenerte cerca.

Con los nervios a flor de piel, Sylvain luchaba contra sus impulsos irracionales. Sentía el calor corporal de aquel hombre contra él, en una situación que jamás en su vida se había planteado siquiera. Su respiración, adornada con sus acompasados latidos, le imposibilitarían conciliar el sueño.

—Sylvain.

—Qué quieres.

—Dime que tú también me necesitas ahora mismo, o acabaré por pensar que te has vuelto de piedra.

Girándose costosamente hacia él, Sylvain lo enfrentó con la poca valentía que le quedaba. No estaba muy seguro de a qué se refería exactamente con aquello, y eso lo aterrorizó.

—Sabes perfectamente lo que pienso de esto, Jacques.

—Por eso mismo, necesito que me lo digas.

—Yo... No estoy preparado.

Jacques esbozó una pequeña sonrisa y asintió, conforme.

—De acuerdo, con eso es más que suficiente —murmuró—. Al menos déjame quererte un poco por hoy.

—Pero Jacques, ¿no entiendes que esto puede costarnos la vida? Piensa en lo que pasaría si alguien nos descubre.

—Y tú piensa en la oportunidad que habremos perdido para estar juntos si no llega a pasar nada —respondió seriamente.

—Jacques...

—Confía en mí. No va a pasar absolutamente nada.

No muy conforme, Sylvain dejó que el otro lo abrazase contra su pecho con ternura. Sentía sus fuertes brazos rodearles con consistencia y, por una vez en bastante tiempo, creyó sentir la seguridad que había perdido. Ahora notaba su respiración con mayor claridad, y el subir y bajar de su pecho con cada inhalación. Era la primera vez en toda su vida que sentía a alguien tan próximo de aquella forma, cuando de alguna manera podía aunar sus pulsaciones con alguien a quien le debía la mayor parte de su existencia. A alguien a quien le debía tanto en todos los sentidos.

—Jacques, ¿puedo preguntarte algo? —susurró, acomodándose entre sus brazos.

—Lo que quieras.

—¿Recuerdas esos hombres de los que me hablaste antes?

—Claro, ¿qué ocurre?

—Bueno, me preguntaba si tú alguna vez... Ya sabes —hizo una breve pausa—. Has compartido lecho antes con otro o con alguna mujer, o algo por el estilo.

Aquello provocó las tenues risas del otro. ¿Tanta gracia tenía o es que verdaderamente era tan ingenuo como para no saber la respuesta? Temeroso por lo que pudiera decir, Sylvain se mantuvo a la espera, silencioso.

—¿Por qué quieres saberlo, Sylvain? —inquirió, divertido—. No es propio de ti hacer esa clase de preguntas.

—Tengo curiosidad —respondió en un susurro—. Es algo que me viene rondando la cabeza desde hace algunos días y...

—Y te da miedo saber si soy virgen o no, ¿es eso?

¿Cómo podía hablar con tanta naturalidad del tema? Aquello lo superaba. Sentía que le ardían las mejillas casi como el fuego, y de nuevo agradeció aquella oportuna oscuridad.

—Eso mismo. Sí.

—Sylvain, acabarás por matarme de la risa un día de estos, ¿sabes?

—Jacques...

—Lo sé, lo sé, perdóname —carraspeó unos segundos— ¿Qué quieres oír exactamente?

—La verdad.

—La verdad —dijo, imitando su tono de forma cómica—. Sólo sé que no sé nada, ¿te suena?

—¡Jacques!

—Está bien, ya paro. Tranquilo —hizo una breve pausa para coger aire—. Si te soy sincero, no lo soy.

Aquello, sin saber si tomárselo bien o mal, cayó como un yunque sobre Sylvain. ¿Se sentía decepcionado? No estaba seguro de ello. De algún modo no era lo que esperaba oír.

—Pero no me gustó nada —continuó el otro—. Si quieres puedo darte detalles más precisos, como el momento en el que...

—¡Que no! ¡Que me ha quedado claro, Jacques! —repuso verdaderamente incómodo—. Me harías un favor si dejaras de tomarte esto a broma, y más todavía si no me tratases como si fuera estúpido.

—Pero, ¿quién ha dicho que seas un estúpido? No te lo tomes tan mal. Al principio yo estaba igual o peor que tú.

—Hablas como si me sacases veinte años.

—Bueno, un año de diferencia hace bastante, ¿no crees?

—No. No lo creo.

Viendo que se había molestado de verdad, Jacques esbozó una tierna sonrisa. Sin pedirle permiso, lo acopló sobre su pecho mientras le abrazaba, provocando que el otro soltase un suspiro resignado. No obstante, Sylvain se acomodó en su regazo y dejó que le revolviese el cabello cariñosamente. Lo que daría por poder permanecer así para siempre, a pesar de todo... Comprendió que no merecía la pena malgastar aquel tiempo tan preciado sumido en la preocupación, por lo que se escondió todo lo que pudo entre sus brazos.

Una hora. Tan sólo disponía de una hora para memorizar aquella calidez que, en el fondo, tanta vida le daba.

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