2. Él

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Apenas podía creer que el polluelo que tenía entre sus manos fuese antes tan feo. Con ayuda de Savary, el gorrión que encontró medio desnutrido bajo el roble había ganado algo de peso y le había crecido un poco de plumón, aunque su cabeza continuaba desproporcionada en comparación con el resto de su débil cuerpo.

Al cabo de un mes, Sylvain tuvo que despedirse de su estridente amigo, ahora convertido en un cálido y suave amasijo de plumas. Se llevó un viejo taburete de madera para poder subir al pajarillo hasta su nido en el roble, su auténtico hogar. En cuanto lo soltó con sus hermanos y se alejó un poco, pudo ver como mamá gorrión volvía al cabo de un rato y comenzaba a trinar.

Esperó fervientemente que lo reconociese, porque no estaba dispuesto a engordar ningún polluelo más por una temporada. Echaba de menos dormir en completo silencio.

Mientras se lo pasaba genial matando magos malvados y cazando brujas en su propio palacio mental, Sylvain percibió un silencio demasiado prolongado e inusual en su hermano. No sabía por qué, pero la frialdad se había adueñado por completo del áspero carácter de Charles, quien apenas se pronunciaba al respecto. Ni siquiera le buscaba para meterse con él, y eso lo preocupaba. Estaba seguro de que, si le rompía un plato en la cara, Charles no haría nada por esquivarlo ni protestar. Sin embargo, aquello no era más que la calma que precedía a la tormenta.

Algunas semanas más tarde, cuando Sylvain volvía a casa tras un paseo con el señor Savary, supo que no podía haber llegado en peor momento. El sobresalto los visitó en cuanto pusieron un pie en la vivienda.

La señora Lemierre y Charles estaban discutiendo a voces, y dedujeron que el sonido provenía de la segunda planta. No era la primera vez que hablaban de esa forma. Savary compartió una mirada bastante significativa con D'Aramitz, el mayordomo, y evitó verse involucrado, instando para ello al pequeño Sylvain a que le acompañase a la biblioteca. Sospechando de las miradas del mayordomo y su maestro, Sylvain no tuvo más remedio que obedecer a su mentor, pero las voces seguían oyéndose a través del techo.

—¡Pero es que no quiero! —exclamaba su hermano— ¿No lo entendéis, madre? Me niego a quedarme de brazos cruzados.

—¡Deja de decir sandeces por una vez en tu vida! Te estás condenando a ti mismo con el peso de tus decisiones. Además, estás pecando contra nuestra naturaleza y la ley. ¿Acaso quieres ser un prófugo en búsqueda y captura?

—Lo que quiera ser no tiene por qué incumbiros. Es mi vida, y tomaré las decisiones que precise necesarias para cambiar las cosas.

Savary, al oír aquello, trató de captar la atención de Sylvain con un viejo manuscrito que, lejos de aislarle de la discusión, provocó que quisiese enterarse de más. Cambiar las cosas... ¿A qué se refería su hermano con aquello? Sin volcar del todo su atención en aquellos textos, Sylvain hizo un esfuerzo por oír lo que decían.

—Lo único que trato de decirte es que estás tomando el camino equivocado —respondió la señora Lemierre al cabo de un rato de murmullos—. Eres joven, y no tienes ni idea de lo que pasa en el mundo. No pretendas convertirte en un genio de la noche a la mañana y averiguarlo todo. No es propio de nosotros.

—Me da igual si es propio o no. Lo que sé con certeza es que ahí fuera están matando a personas, madre, y no por ello me negaré a participar en esta lucha.

—Por todos los dioses, Charles, ¡no es tu lucha! No hay nada por lo que debas luchar salvo por mantener esta casa y nuestras tierras cuando yo ya no esté. Esa es tu obligación.

—¿Que no es mi lucha? —repitió, bajando un poco el tono— ¿En serio creéis que no me incumbe el hecho de que, por culpa de todos estos lujos y estas tierras, la gente se muera de hambre en las calles? Sé lo que me vais a responder, pero dejadme deciros que yo al menos dispongo de la capacidad para...

—¡Charles, cállate por un mísero momento! —estalló la mujer. Savary no pudo evitar alzar un poco la cabeza, ante la incrédula mirada de su alumno— No te falta de nada. Has tenido la inmensa suerte de nacer en esta familia y tu vida es ésta, la única a la que debes atenerte.

—Pero yo no quiero esta vida para mí, madre.

—No importa lo que quieras o lo que dejes de querer. No hay más que hablar. No estás en posesión de la verdad.

—Y eso es lo único que sabéis decirme... Me dais pena, madre —Sylvain abrió los ojos como platos. ¿Cómo podía hablarle así?—. Me dais pena porque no sois capaz de ver como el mundo se muere lenta y agónicamente por nuestra culpa, y de como Francia se está hundiendo en su más profunda miseria.

—Charles, por el amor de tu difunto padre, cállate...

—¡Ni por mi padre ni por nadie! ¡No estoy dispuesto a comportarme como un animal cuando la gente necesita ayuda, y éste sistema no hace más que sumergirles todavía más en la podredumbre! Además, me atrevo a decir que teméis que me vuelva como padre, ¿no es cierto? ¿Sigue dándoos miedo el hecho de que haga uso de mi razón para contribuir a una buena causa? Porque a mi parecer, todavía conservo un poco de humanidad, no como todos aquellos a los que pretendéis que imite, todos aquellos que no hacen más que derrochar y protestar porque el asado no era de su gusto, o porque no se cuece nada nuevo entre la realeza. Esos son los auténticos animales, madre, y no los que suplican entre sollozos que alguien les llene las manos con cualquier cosa que se pueda comer.

Silenciando aquellos argumentos violentamente, el sonido de una
bofetada hizo eco en toda la casa.

Sylvain, aterrado, interrogó a su maestro con la mirada dejando de lado por completo su tarea. El señor Savary le indicó que guardase silencio con un gesto de su mano, sin perder la paz de su rostro.

Entonces, los sonoros pasos de Charles se dejaron oír bajando las escaleras a toda prisa, quien no parecía escuchar las protestas de su madre tras él. Acudiendo a la escena con intención de apagar aquel fuego, Savary abandonó la biblioteca y salió al recibidor.

Sin poder estarse quieto, Sylvain lo siguió y observó lo que ocurría, escondido tímidamente tras él.

—¡Charles-Jean Lemierre! —vociferó su madre, agarrándose las faldas de su pomposo vestido mientras bajaba las escaleras con cierta dificultad— ¡Como des un paso más dejaré de considerarte hijo mío!

—Madame, tranquilizaos —intervino Savary mientras corrió a sostenerla, evitando que tropezase.

—¡Apartáos Alain! ¡Y tú no te atrevas a moverte, Charles!

Volviéndose, el interpelado se detuvo durante unos segundos, bajo la atenta mirada del mayordomo y Savary.

—No podéis impedir que muestre simpatías por las nuevas ideas que prometen cambiarle la vida a todo el país, madre —dijo seriamente, sin reparar en la presencia de Sylvain—. Necesitan de personas como yo en su causa.

—Sólo tienes diecisiete años, ¿qué vas a saber tú de esas cosas? ¡No puedes saber cómo funciona el mundo!

—¿Y vos sí? ¿Os habéis molestado en salir alguna vez de estas cuatro paredes para ver cómo es el mundo?

—Nuestro mundo es este, y ya está. Lo que ocurre ahí fuera no va con nosotros, ni lo hará jamás. ¿Es que has perdido la razón?

—Me temo que acabo de encontrarla —sonrió—. Y eso es algo que debo agradeceros.

—Charles, no seáis testarudo y escuchad a vuestra madre —Savary se volvió hacia el joven—. Está bien que tengáis vuestras inquietudes políticas, pero os estáis metiendo en un terreno demasiado pantanoso del que no sabréis salir por vuestro propio pie.

—Eso es lo de menos, señor Savary. Lo único que me importa y por lo que pienso pelear es por la gente que no ha tenido tanta suerte como nosotros.

—¡Insensato! —exclamó su madre, con lágrimas en los ojos y roja de ira— Vas a perderlo todo si lo haces, ¡todo! Esas gentes están perdiendo el norte y cada vez son más violentas contra cualquier cosa que se les imponga. ¿No ves que tú eres su enemigo?

—¡Por fin lo reconocéis! Si hiciera míos vuestros deseos y permaneciese ajeno a esas personas, entonces seguiría siendo su enemigo. ¿Para qué serlo cuando puedo demostrarles que no es así?

—¡Podrían matarte, Charles!

—Entonces moriré como el héroe que pretendeis que no sea. O al menos, moriré como padre hubiese querido hacerlo —dijo, añadiendo con una sonrisa—. Yo he nacido para hacer historia, no para cuidar tierras.

A punto de desfallecer, la señora Lemierre se desplomó en los brazos de Savary, justo cuando los criados corrieron a atenderla, alarmados.

A pesar de las órdenes por parte de Savary, Charles no lo pensó dos veces y echó a andar decididamente hacia el exterior. Echó a correr abandonando su morada. Sylvain, mientras tanto, quiso salir corriendo detrás de su hermano y detenerle, pero estaba tan aterrorizado que no pudo moverse de su sitio. Había oído tantas barbaridades en tan pocos minutos, tantas muertes, gentes y obligaciones que el miedo le paralizó por completo. Además, la imagen de su madre tan indispuesta no le ayudó a tranquilizarse. Fue el viejo D'Aramitz quien le instó a a que se fuese a jugar un rato, sin que nadie se dignase a decirle nada más al respecto.

Viendo que era lo único que podía hacer en semejantes circunstancias, Sylvain huyó despavorido hacia su preciada colina, tras dar uno o dos traspiés por el camino. En un impulso, quiso seguir los pasos de su hermano mayor, movido por las ansias de saber, pero algo dentro de él llamado razón le aconsejó que no lo hiciese.

Aquello no le había ocurrido nunca, pero se hallaba tan desconcertado como para saber con certeza qué podría aportar él para mejorar la situación. Como bien le había indicado el mayordomo, lo mejor que hacía era aislarse momentáneamente de allí, aunque no hubiese entendido nada de nada.

¿De qué hablaba su hermano? ¿Por qué estaba muriendo tanta gente? ¿Por qué su madre estaba así? ¿Y su padre? ¿Qué quería decir refiriéndose a las ideas de su padre? Ofuscado, el pequeño Sylvain se dejó caer a los pies del roble, sin saber qué estaba pasando en su propia casa. No sabía si le asustaba más el hecho de que su hermano se hubiese ido, o todo lo que aquellas palabras tan horribles querían decir. ¿Acaso su hermano iba a morir? ¿Por qué iban a matarle? ¡Demasiadas preguntas! Ardía en deseos para que su mentor estuviese dispuesto a iluminarle un poco en cuanto pasase el vendaval.

Tratando de relajarse un poco, recordó de pronto donde estaba.

Miró a su alrededor. Intentó que el cantar de los pájaros y el arrullo de las aguas le tranquilizasen, que le ayudasen a olvidar aquello de momento. Sabiendo que era tarea imposible, se limitó a sentarse a los pies del roble, hecho un auténtico lío.

Poco a poco, su vívida imaginación lo arrastró consigo a sus habituales juegos. Además, recordó el nido que yacía en aquel frondoso árbol.

Con curiosidad, decidió que se aseguraría del estado de los gorriones. No obstante, mientras intentaba trepar por ese torcido tronco que tantos arañazos le había causado, una voz desconocida a sus espaldas lo sobresaltó. Se asustó y, por desgracia, uno de sus pies se llevó por delante una corteza demasiado débil, provocando su caída. No había sido una altura considerable, pero le dolió más el susto que haber aterrizado de culo sobre la hierba.

Levantando la cabeza descubrió, no sin cierto asombro, al propietario de aquella voz. Éste le había tendido una mano.

—¿Te has hecho daño? —inquirió el extraño.

Se trataba de un niño probablemente de su edad, pero Sylvain no pudo evitar fijarse en la terrible cicatriz que cruzaba su mejilla izquierda. Nunca antes había visto una marca como aquella, y se sintió inseguro por unos momentos. Reparó en las ropas para nada vistosas que vestía, alarmándose ligeramente. Una casaca color castaño oscuro y sin ningún tipo de adorno combinaba con su corto cabello, del mismo tono. Exceptuando el pañuelo blanco que rodeaba su cuello con firmeza, Sylvain se preguntó si acaso vestía un saco de patatas.

—¿De dónde has salido? —preguntó Sylvain con cautela, sin aceptar su mano— ¿Y qué te ha pasado en la cara?

Tan desconcertado como él, el chico parpadeó un par de veces ante sus preguntas. Sylvain fue testigo de cómo pareció tensarse, frunciendo el ceño.

—No te importa —se defendió, manteniendo la compostura con altanería y retirando la mano que le había tendido—. Sólo quería ser amable contigo, pero veo que eres como los demás.

Confuso, Sylvain se atusó las ropas una vez en pie, para descubrir que aquel individuo salido de la nada era un poco más alto que él. La desconfianza teñida con el interés bañaban sus ojos negros, quienes le contemplaban ahora con recelo.

—¿Como los demás?

—Sí. Me miras igual que ellos. Siempre lo hacen.

—Creo que no sé de lo que hablas. Te estoy mirando... normal.

El niño frunció el ceño más todavía. Cruzó los brazos sobre el pecho, mirándole con cierto desdén.

—No, me miras como si estuvieses viendo un perro lleno de barro. ¿Ves? —señaló su cara con un dedo acusador— Entrecierras los ojos y tuerces el gesto.

—Porque estoy confundido. No sé de dónde has salido ni de lo que estás hablando. Además, ¿qué le ha pasado a tu ropa?

—¿Qué le ocurre a mi ropa?

—No sé... Es un poco fea, ¿no?

—¿Lo es? —el niño se miró la casaca con cierta aprensión, atusándola un poco con sus manos—. Pero es nueva. Es la primera vez que me la pongo.

—Que sea nueva no quita que sea fea —se rio Sylvain, meneando la cabeza—. Aunque me gusta tu pañuelo. Es muy blanco.

Ladeando la cabeza, el chico lo estudió con suma atención. No pareció entender la risa de Sylvain, quien no se deshizo de su ingenua sonrisa.

—Eres muy raro, ¿sabes?

—Tú también lo eres —asintió Sylvain amigablemente.

—No, no. Yo soy normal. Tú eres el raro.

—¿Y eso por qué?

—Porque todavía no me has preguntado quién soy.

—Tú tampoco me lo has preguntado.

—¿Eres noble?

Esta vez fue Sylvain quien frunció el ceño, de nuevo fuera de juego. No advirtió malicia alguna en el tono del contrario, aunque no pudo evitar sobrecogerse ante la intensidad de su negra mirada.

—¿Por qué me preguntas eso ahora? ¿No querías saber mi nombre?

—Si te pregunto por tu nombre me veré obligado a decirte el mío.

—Entonces te lo diré yo y no tendrás que estar obligado a decírmelo —respondió, esbozando una amplia sonrisa.

El niño se encogió de hombros, trazando círculos con un pie sobre la hierba.

—Me llamo Sylvain-Dennis Lemierre —dijo amigablemente, olvidando por arte de magia todo lo que le había conducido hasta allí y volcándose de lleno en su presentación—. Tengo diez años, ¿y tú?

—Once —respondió en voz baja, cohibido por su inesperada apertura—. ¿Vives aquí?

—Sí, la casa que ves allí al fondo es la mía, aunque vengo aquí a jugar cada vez que puedo. Es bonito, ¿verdad?

—¿Tu casa o este lugar?

—Este lugar, claro. Mi casa es preciosa.

—Qué arrogante —dijo el otro, meneando la cabeza.

—Y tú antipático —respondió Sylvain sin darle mayor importancia—. Pero, ¿qué haces aquí? ¿Buscas a alguien?

—No, no busco a nadie.

—¿Entonces cómo has llegado hasta aquí?

—Mis padres están trabajando y me dejaron irme a jugar. Vi esta pradera a lo lejos.

—¿Y de dónde eres?

—¡Haces demasiadas preguntas!

—Pero son sencillas, ¿puedes responderlas?

—¿Me estás llamando tonto? —replicó, apretando los puños.

Viendo que aquello no acabaría bien, Sylvain frunció los labios en una delgada línea rosada.

—Empecemos de nuevo —dijo Sylvain, colocando sus brazos en jarras—. ¿De dónde eres?

—Del centro de París —respondió tajantemente—. Pero mis padres son sastres y les hacen vestidos a las casas nobles de las afueras.

—¿Y todavía no te han confeccionado uno para ti?

—Este lo hizo mi madre...

—No quiero saber cómo serán los vestidos entonces.

—No tenemos dinero para gastarlo en nuestra ropa. Las telas son muy caras y sólo podemos utilizar lo que sobra de los pedidos, que es muy poco.

Sylvain pudo notar que lo había ofendido con su comentario, y se sintió inmediatamente culpable.

—Vaya... Lo siento. No lo sabía.

—Claro que no. Vosotros no tenéis que preocuparos por estas cosas.

No muy seguro de a quién se refería con vosotros, Sylvain rodeó al chico con pequeños y medidos pasos, observando su atuendo con interés. Desconfiado, el de cabellos castaños lo siguió con la mirada en todo momento.

—En realidad no es tan fea. El color lo es.

—Nunca he vestido algo que no sea marrón o gris —volvió a encogerse de hombros.

—Eso no puede ser.

Sin dejar que le preguntase, Sylvain se deshizo de su propia casaca de seda brocada azul. Extendiendo una mano, le exigió silenciosamente que le diese la suya, y pareció entender su petición. No muy seguro de lo que hacía, el chico acabó por quitarse su casaca y dársela, recibiendo la de Sylvain a cambio.

—Vamos, póntela. Seguro que te queda bien.

—¿Por qué haces esto?

—Para que vistas de otro color. ¿No es bonita?

Sin responder, el chico se colocó la prenda con sumo cuidado, como si fuese a romperla sin querer con tan sólo mirarla. Una vez puesta, se miró a sí mismo, admirando los exquisitos bordados de las mangas y los botones, esbozando una gran sonrisa.

—Pesa mucho y es muy rígida.

—¿Sí? Nunca lo había notado.

—Porque estarás acostumbrado, pero es muy bonita —asintió con energías—. Me llamo Jacques. Jacques Chardin.

Algo aturdido por su repentina presentación, Sylvain no tardó en devolverle la sonrisa con sinceridad.

—Un placer, señor Chardin.

Ejecutando una perfecta reverencia, Jacques estalló en risas al verle. Sorprendido, Sylvain le miró con el ceño fruncido.

—¿Por qué te ríes?

—Porque eres gracioso —respondió, manteniendo una sonrisa en el rostro—. Nunca me han hecho una reverencia.

Sylvain lo miró sin entender de dónde había salido aquel niño, pues no paraba de decir cosas extrañas. No obstante, pronto se olvidó de su momentánea preocupación y se caló la casaca que sostenía por él. Jacques se dio cuenta y sonrió, accediendo a sentarse en la hierba junto a él.

—¿Crees en Dios? —preguntó Jacques, todavía observando su nuevo atuendo.

Sylvain se sintió incómodo por unos momentos. ¿Por qué le preguntaba de forma tan repentina?

—Pues claro. ¿Y tú?

—Yo no. Mis padres dicen que no existe.

—Pues eso es mentira.

—¿Le has visto alguna vez? —inquirió Jacques con curiosidad.

Sylvain permaneció dubitativo por unos momentos, recordando algunas lecciones de Savary.

—Creo que no. Si le he visto no me dado cuenta.

—Hmm. Quiero verle, pero nunca he conocido a nadie que lo haya hecho.

—Si no crees en Él no podrás verle. Eso no tiene ningún sentido.

—Pero tú crees en Él y no le has visto.

Sylvain permaneció en silencio, de algún modo afectado por su rotunda afirmación. Viendo que Jacques lo asediaba con la mirada, no pudo evitar sentirse presionado al intentar elaborar una respuesta.

—Lo esencial es invisible a los ojos —dijo, alzando la barbilla con cierta altanería.

—Eso sí que no tiene sentido. La comida es esencial para mí y puedo verla.

Sylvain le miró por largo tiempo, en silencio. Desconocía los verdaderos motivos por los que Jacques había ido a parar allí, pero no le importaba. No tenía más amigos que sus primos de Burdeos y algunos vecinos de los alrededores, pero era la primera vez que conocía a alguien de la ciudad, de la capital. Miles de preguntas rondaron su mente al momento, aunque no sabía ni por donde empezar.

—¿Por qué sigues hablando conmigo, Jacques?

—Porque me aburro.

—¿No tienes amigos en la ciudad?

—Claro que tengo amigos.

—No sé, a lo mejor eras tan pobre que tampoco tenías amigos.

—Serás... —musitó el de la cicatriz, mirando al cielo después de suspirar— Nunca has salido de aquí, ¿verdad?

—Todavía no.

—Se nota.

—¿Por qué?

—Porque no paras de hacer preguntas.

—Tú también las estás haciendo.

Viendo que no decía nada más, Sylvain se tumbó, imitando su gesto.

El cielo estaba despejado, salvo por dos o tres nubecillas blancas que decoraban el firmamento. Las hojas del roble y sus más altas copas parcheaban la luz cálidamente, creando un bonito mosaico sobre la hierba y los chicos.

—Creo que mi hermano se ha marchado de casa —dijo por fin Sylvain, sintiendo que la preocupación volvía a invadirle.

—¿Por qué? —Jacques se no se inmutó lo más mínimo— ¿No sabía tocar el violín como tú?

—No seas tonto. Se ha peleado con mi madre, eso es todo.

—¿Y tú quieres a tu hermano?

Sylvain volvió a tomarse un tiempo antes de responder. ¿Lo hacía? Miró a su compañero mientras recapacitaba, siendo únicamente capaz de recordar las trifulcas que habían tenido.

—Creo que sí.

—Ya veo... —murmuró Jacques, para luego incorporarse de golpe— Tengo otra pregunta para ti.

—¿Sí?

—¿Te molestaría si vengo por aquí de vez en cuando?

Algo extrañado por su cambio tan radical de conversación, Sylvain torció la cara en un mohín.

—Por mí puedes venir cuando quieras, pero puede que a mi cuidadora no le parezca buena idea. No le gusta que pierda tanto tiempo aquí fuera.

—En ese caso mejor no molesto más. Ha sido divertido hablar contigo.

Y acto y seguido, Jacques se levantó mientras se sacudía las ropas con esmero, procurando ajustar bien su pañuelo. Se deshizo de su casaca para devolvérsela a Sylvain, quien accedió a revertir el intercambio. Viendo que estaba dispuesto a marcharse sin decir nada más, Sylvain le siguió a toda prisa y le retuvo tomándole una mano repentinamente. Jacques, sorprendido, se volvió hacia éste.

—¿Qué ocurre? —inquirió— Tengo que irme, mis padres deben de estar esperándome.

—Puedes venir cuando quieras —repitió de nuevo con firmeza—. De hecho, ven todos los días. Podremos jugar y observar a los pájaros. No tengo muchos amigos con quien divertirme, y me has caído muy bien.

Jacques, atónito, le miró de hito en hito.

—Pero, ¿y tu cuidadora?

—No importa, eso ya es problema mío. Pero prométeme que vendrás y hablaremos de cualquier cosa. ¿Vale?

—Bueno... Está bien —sonrió, relajándose un poco. A continuación, le tendió una mano como la primera vez— ¿Amigos?

Sylvain, con una radiante sonrisa, no dudó en estrechar su mano tal y como haría un verdadero caballero.

—Amigos.














Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro