4. Un lirio

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

París, 1787

A pesar de que la fianza de Charles fue pagada, la noticia de que tuvo que abandonar el país consternó a toda la familia Lemierre. El mayor de los hermanos había conseguido traspasar las fronteras en dirección a territorios prusianos muchísimas semanas después, acompañado por unos cuantos prófugos. Desconocían la causa de aquella huida y, probablemente, no tenían más remedio que aceptar la ausencia de Charles en sus vidas, no sin profundo pesar.

Mientras tanto, los días, meses y años se escurrían alrededor de un joven Sylvain. Gozaba de la aparente libertad que sus recién cumplidas dieciocho primaveras le otorgaban, aunque esa libertad no era más que una palabra.

Su vida había transcurrido sin sobresaltos, sin grandes anécdotas que contar, sin respuestas a todas sus preguntas acerca de su hermano. A excepción de las insistentes prohibiciones de su madre para visitar el centro de la ciudad, Sylvain disfrutaba de una comodidad desesperante en casa. Anne-Marie, habiendo asimilado costosamente la marcha de su primogénito, se volcó por completo en la educación de Sylvain o, más bien, su control.

Con un terrible suspiro mientras se preguntaba acerca del sentido se su vida, Sylvain sumergió sus manos en el agua del cuenco.

Enjuagó su rostro con lentitud, evitando que el agua le entrase en los ojos. Todavía oía las risas que provenían del piso de abajo. ¿Por qué habían tenido que venir tan temprano? No es que tuviera que darse prisa en recibir aquella visita, pero estaba cansado de tener que sentarse a sonreír.

Contempló su rostro en el pequeño espejo que, sobre la sencilla pila de su alcoba, le devolvía un reflejo extraño de sí mismo. Se reconocía, por supuesto, pero no le gustaba lo puntiaguda que era su nariz. Giró la cabeza sutilmente para observarse con curiosidad. ¿Era atractivo? No estaba seguro, pero le agradaba la finura de sus rasgos y el azul de sus ojos. En más de una ocasión Savary le había mencionado que era la viva imagen de su madre sin vestido ni maquillaje.

Encogiéndose de hombros, procedió a secar su rostro con un pequeño paño de lino. Su alborotado cabello no tenía remedio, por lo que no se molestó en intentar domarlo. Se abrochó la chaquetilla sin prestar mucha atención a la hora de emparejar los botones, pues lo taparía con la casaca.

Cada vez le costaba más abandonar su alcoba y mentalizarse de las horas que debía compartir con su madre y sus visitas. Si tan sólo pudiese hacerse invisible y dar un paseo hasta su colina... Se topó con Chrystelle mientras bajaba las amplias escaleras. La mujer, que apenas había cambiado algo en siete años, no tardó en escandalizarse silenciosamente, y acudió presta a arreglar el desaguisado de sus botones.

—Pareciera que hubiéseis salido de un gallinero, señor.

—Si se me hubiera avisado antes que teníamos visita tal vez hubiera tenido más tiempo para lucir decente —suspiró Sylvain.

—Oh, no os culpo, aunque digamos que ha sido algo improvisado —dijo Chrystelle con una sonrisa—. Algo me dice que disfrutaréis de la mañana, así que no os entretengo más.

Sylvain quiso preguntar a qué se refería exactamente con aquello, más no tuvo ocasión de hacerlo. Su antigua cuidadora y doncella de confianza ya había subido las escaleras para llegar al segundo piso, probablemente con intención de arreglar su habitación como todas las mañanas. Chasqueó la lengua algo molesto. Le había pedido en numerosas ocasiones que no se encargase más de su alcoba, pero Chrystelle hacía oídos sordos.

Sin más remedio que dar señales de vida ante la sociedad, Sylvain se obligó a pensar que sólo serían un par de horas de silente sufrimiento. No obstante, la seriedad pronto borró la forzada sonrisa que acababa de preparar en cuanto puso un pie en la sala de invitados.

En medio de un barullo de colores, telas y desorden reconoció a su entusiasmada madre sentada en su sillón predilecto, junto a la chimenea. Estaba visiblemente volcada en la costura de un paño entre sus manos y, a su lado, la señora Chardin le explicaba en qué consistía aquel punto con una gran sonrisa. Ambas mujeres no tardaron en percatarse de la presencia de Sylvain, pero la atención de éste ya había sido captada por alguien más en la estancia.

En una mesa apartada y sumido en algo parecido a un plano mientras tomaba notas, entre retales de seda y lino, estaba él.

Sylvain sintió que el tiempo se había detenido por unos momentos debido a la impresión que le causó verle allí, en su propia casa y ejerciendo su oficio de costurero. Un castaño flequillo en punta se negaba a ceder ante la fuerza de la gravedad, por lo que pudo llegar a admirar la seriedad de sus marcados rasgos, aquella marcada cicatriz y su eterno pañuelo blanco. Para cuando Jacques se irguió y alzó la cabeza para toparse con su mirada, otra enorme sonrisa iluminó su rostro, y Sylvain recordó de pronto cuánto había crecido en todos aquellos años. No había ni rastro de aquel niño cascarrabias y esmirriado. Sin duda se había desarrollado con un buen porte de hombros.

—Querido, ven a saludar a madame Chardin —dijo su madre, devolviéndole de golpe a la realidad—. Ha tenido el enorme placer de aceptar mi invitación y enseñarme un poco de confección. ¿No es fantástico?

—Buenos días, mi señor.

La mujer se puso en pie para ejecutar una grácil reverencia, y Sylvain se preguntó cómo diantres su madre había accedido a relacionarse con alguien de menos recursos, pues el sencillo vestido de lana y el descosido mandil de la señora Chardin hablaban por sí solos. Encantado con el rumbo de los acontecimientos, no malgastó tiempo ideando conspiraciones al respecto.

—Buenos días, madame —respondió el Lemierre, devolviéndole la reverencia con una sonrisa—. Si me permitís la pregunta, ¿cómo es que ya os encontráis en París? Pensaba que volvíais en un mes de Orleans.

—Oh, y así era hasta que de pronto terminamos todos nuestros encargos antes de tiempo —asintió lamujer, sentándose de nuevo—. Planeábamos quedarnos un poco más por allí, pero el impaciente de mi hijo ardía en deseos por volver.

Jacques se limitó a menear la cabeza en silencio mientras continuaba trazando líneas sobre las telas, resignado. Divertido, Sylvain sonrió para sí al ser testigo de su reacción.

—Debemos agradecérselo al joven Chardin, pues —asintió Anne-Marie—. Echaba de menos admirar las obras de arte que confeccionáis con tanta precisión y lujo de detalles.

—Me halagáis, mi señora.

—¿Planeáis haceros otros vestido, madre? —preguntó Sylvain mientras caminaba, distraído, hacia la mesa de Jacques.

—Me es menester, cariño. No puedo permitirme repetir modelo para el próximo baile de los Allamand, y ahora que lo pienso tú también deberías ir pensando en encargar algo para ti. ¿Desde cuándo no adquieres un conjunto nuevo?

La pregunta lo pilló por sorpresa y, dubitativo, se detuvo a intentar hacer memoria. A diferencia de su madre sobrevivía sin problemas con lo mucho que tenía, y podía elegir entre muchísimo más de lo que querría tener. Frente a él, Jacques ladeó la cabeza con picardía, tomando una alargada varilla de madera con números pintados en ella.

—¿Deseáis que os tome las medidas, señor Lemierre?

Haciendo un gran esfuerzo por no reírse ante la petulancia de su voz, Sylvain apartó la mirada, sentándose en un taburete. Por poco se olvidaba de que, ante su madre, Jacques se había empeñado en mantener un registro formal con él. Cosa tan absurda como escupir hacia arriba, pensó el Lemierre.

—No es necesario, monsieur —le respondió en el mismo tono, cruzando las manos sobre sus rodillas—. Tengo más que prendas suficientes donde elegir.

A sabiendas de que Jacques lo estaba contemplando con una sonrisa burlona, no le devolvió la mirada. No quería darle el gusto de que le causase una risotada. Sin embargo, fue incapaz de contenerse y acabó compartiendo una mirada de complicidad con su mejor amigo, quien le sacó la lengua discretamente.

—Bueno, en cualquier caso has de saber que estás en las mejores manos, hijo mío. Además, no hablemos de lo mucho que ha mejorado nuestro joven Jacques. Mira qué preciosidad ha bordado para mí.

Anne-Marie extendió una mano hacia Sylvain con un pequeño pañuelo de seda blanco, pero como su madre no haría el esfuerzo por levantarse y cruzar la habitación, lo hizo Sylvain por ella.

—Sabéis que no es gran cosa —le oyó decir a Jacques con falsa modestia—. No podía olvidarme de nuestra mejor clienta. ¿Verdad, madre?

—Por supuesto —asintió la señora Chardin—. Con un poco de tiempo, si queréis y me lo permitís, os enseñaré a bordar motivos vegetales con hilo para vuestra mantelería.

Dejando de prestar atención a lo que hablaban, Sylvain observó, maravillado, la pequeña pieza de bordado que tenía entre sus manos. Se trataba de una sencilla flor de lis dorada, cuidadosa y perfectamente rematada en el centro del pañuelo y, bajo la misma, las iniciales de su madre con estilizada caligrafía.

Debió de haber pasado mucho tiempo contemplándolo, pues para cuando volvió a convertirse en un ser social, tanto Anne-Marie como la señora Chardin habían vuelto a sus instrucciones y su minuciosa labor. Por unos instantes se alegró profundamente de que su madre, aunque fuese por interés, hubiese entablado una amigable relación con los Chardin hacía algunos años. Le venía bien ocupar su mente con algo que la mantenía entretenida y alejada de la ausencia de Charles, quien se había convertido en un tema tabú a evitar.

Por su parte, Jacques había comenzado a recoger todo lo que tenía esparcido por la mesa. Aprovechando que las mujeres estaban ocupadas, Sylvain se aproximó a él con el pañuelo en mano, observando cómo doblaba las telas.

—Dime, ¿por qué has vuelto tan pronto de Orleans? —inquirió con discreción.

Con una divertida sonrisa, Jacques lo contempló momentáneamente. No hacía falta que dijera nada para adivinar sus intenciones, pues tras tantos años de estrecha amistad Sylvain había aprendido a leer entre líneas cada vez que hablaba.

—Detesto ese lugar. Tan sencillo como eso.

—No, hay algo más que me estás ocultando. ¿Desde cuándo te dedicas a hacer estas cosas? —preguntó, agitando el pañuelo ante él.

Sin dejar que la sonrisa se le borrase del rostro, Jacques guardó todas las prendas y los patrones en un saco de lana roja.

—Desde que necesitamos asegurarnos la clientela de esta zona después de un parón tan largo, y por suerte tu madre es una candidata espléndida para hacer de nosotros sus costureros predilectos.

—Sólo querías caerle bien.

—¿Ha sido muy evidente?

—No, pero te conozco demasiado.

Sylvain se reprimió una pequeña risa al verle suspirar. Colocó una mano en su hombro amigablemente, dándole un ligero apretón. Le maldijo internamente por haber crecido hasta llegar a ser más alto que él, pues lo había hecho demasiado rápido.

—Me alegro de que hayas vuelto, pero no te vas de aquí hasta que me cuentes porqué te has dado tanta prisa.

Mirando de reojo a sus madres, Jacques hizo ademán de devolverle el gesto, pero algo lo retuvo. Sylvain creyó ver un atisbo de inseguridad en sus ojos azabache, pero apenas pasaron unos instantes y la expresión de su amigo recobró su descaro habitual.

—Te advierto que te decepcionaré, pero si así lo deseas —ladeó la cabeza con gracia—. ¿Al jardín?

Entendiendo a lo que se refería, Sylvain asintió en silencio. Dejó que continuase recogiendo sus materiales de trabajo y se aproximó a su madre para devolverle el pañuelo. Una ligera sombra de preocupación cruzó su mente de forma fugaz, pues no estaba seguro de si acabaría decepcionándose como le dijo, o si simplemente era otra de sus trolas. En cualquier caso, le dedicó una medida reverencia a la señora Chardin, quien enseguida le devolvió el gesto con la cabeza.

—Me alegra sobremanera volver a veros por aquí, madame —dijo con sinceridad—. Espero que podáis regalarnos vuestra presencia más a menudo.

—Ciertamente. Lo que estoy aprendiendo con ella en unas semanas es lo que podría haber aprendido en años por mi cuenta —aseguró Anne-Marie.

—Estaré a vuestra disposición siempre que queráis —sonrió la mujer—. Y vos, señor Lemierre, seguid siendo cada día más apuesto. Sin duda habéis heredado la belleza de vuestra madre.

Sylvain, sintiendo que ya le había oído esas palabras a Savary, quiso agradecerle el cumplido, pero el ruido de una risa sofocada por parte de Jacques a sus espaldas lo desconcentró.

—¿Vas a salir, Sylvain? —inquirió Anne-Marie con rapidez, antes de que pudiera responder.

—Sí, iba a dar un paseo con monsieur Chardin para aprovechar el buen día que hace. Ruego que me disculpéis, pues.

—Sin problemas, pero asegúrate de volver dentro de una hora. No me apetece almorzar demasiado tarde hoy.

Con un leve asentimiento de cabeza, Sylvain se mordió la lengua. Si tan solo pudiese comer ella sola por una vez... Una hora de libertad apenas eran unos pocos minutos para él. Sacudiendo la cabeza y esperando a que Jacques se despidiera de ambas, abandonó la estancia con un extraño pálpito en su interior.

Alcanzó a contemplar a Chrystelle en la segunda planta, quien le sonrió cortésmente. No obstante, esa sonrisa desapareció en cuanto Jacques apareció junto a él, instándolo a salir de la casona.

—Espero poder devolverte a casa dentro de una hora, porque pensaba entretenerme bastante contigo —dijo Jacques.

En circunstancias normales, Sylvain le habría reprochado su falta de compromiso o su impuntualidad, pero no esta vez. Lo acompañó hasta que pudieron pisar el exterior, habiendo cerrado las puertas tras ellos. Sabía que Chrystelle recelaba de su compañía porque le robaba tiempo de estudio, pero aquella expresión tan fría... Le dio escalofríos.

—¿No te alegrabas tanto de verme, monsieur Lemierre?

La burlona voz de Jacques lo sacó de sus cavilaciones, y no tuvo más remedio que asentir con la cabeza. Nada ni nadie iban a importunar su agradable paseo.

—Sí que me alegro, y lo sabes.

Ambos echaron a andar hacia las verjas occidentales de la casona, donde comenzaban las hileras de setos y las flores. Cruzando las manos a su espalda, Sylvain sonrió suavemente, contemplando sus relucientes zapatos. Bajo el radiante sol, una fresca brisa primaveral acarició su rostro, arrastrando consigo el dulce aroma de las rosas del jardín.

—Dime, ¿por qué has regresado tan pronto? —le preguntó.

—Oh, vamos. No me hagas decírtelo tan pronto. Todavía tengo una hora para hacerte rabiar.

—Siento aguar tus malévolos planes, pero resulta que me tienes preocupado —suspiró Sylvain, alzando la mirada hacia él—. ¿Es por tu padre?

El rostro de Jacques se ensombreció de forma apenas imperceptible al oírle. Sin responder enseguida, se limitó a tomar con cuidado un lirio recién caído entre sus manos. Sylvain sintió que le había ofendido con su pregunta, pues sabía que era un tema delicado para él.

—No, no es por él. En mi vida le habría rogado a mi madre que volviéramos tan pronto para verle —dijo, sacudiendo la cabeza.

—Pero... ¿Se encuentra peor?

—Se encuentra bien, Sylvain. No es necesario que te preocupes por él.

Un pequeño pellizco encogió el corazón del Lemierre, quien deseó amarrarse la lengua para dejar de indagar. Habían pasado muchos años desde que no veía al señor Chardin, pues parecía haberse retirado y recluido en su casa. Lo único que sabía era que había recaído en el vicio de la bebida, pues Jacques tampoco quería darle más detalles al respecto. Tampoco quería atosigarle con el tema, y se limitó a seguir caminando a su lado.

—Si te soy sincero, te había echado de menos —dijo Sylvain, intentando sonsacarle una sonrisa—. Iba a volverme loco con tantas lecciones en casa, Chrystelle y mi madre.

—¿Lo dices en serio? —Jacques lo miró, en efecto curvado sus labios en una pequeña sonrisa— De haberlo sabido me habría quedado allí el mes entero entonces.

—Retiro lo dicho. Olvidaba lo irritante que podías llegar a ser.

Recibiendo un codazo amistoso por parte de su amigo, Sylvain pudo respirar con cierto alivio. El Jacques de siempre acababa de volver y, con él, el sentimiento de ligereza que traía consigo.

—¿Sabes? Cuando estaba en Orleans conocí a un chico que me recordó a ti —dijo Jacques, admirando el lirio distraídamente.

—No sé si quiero oír por qué.

—Oh, por nada malo, tranquilo. Tan sólo se te parecía físicamente, pero me di cuenta de que era un completo idiota en cuanto abrió la boca. ¿Quién diablos pide que le borden un sayo para su perro?

Sylvain lo contempló con el ceño fruncido, no muy seguro de si debía reírse o no. A juzgar por su expresión era un hecho frustrante para él, lo cual no hizo más que divertirle.

—¿Le bordaste el sayo? —preguntó con curiosidad.

—Claro que no. Le dije que yo no confeccionaba ni bordaba para perros, y el tipo pareció entenderlo —dijo Jacques con cierto pesar—. O eso pensé hasta que me enseñó a su gato.

Soltando una pequeña carcajada, Sylvain meneó la cabeza.

—¿Lo anotarás en tus apuntes para escribir algún cuento?

—No me lo había planteado... Eh, no es tan mala idea. ¿Te importaría demasiado si tomo prestada tu cara y se la pongo a ese personaje?

Deteniéndose en cuanto lo oyó, Sylvain abrió los ojos como platos.

—¿Por supuesto que sí? —replicó, advirtiendo poco después una de sus eternas sonrisas canallas— Oh, por favor. No me des esos disgustos.

—No te preocupes. Tu rostro merece más que un cuento. Tal vez una oda.

Desconcertado, Sylvain lo contempló en silencio. Hacía apenas veinte minutos que se había reído de él cuando su madre le regaló un cumplido semejante, y no terminaba de entender si hablaba en serio o no. Para su creciente confusión, Jacques avanzó hacia él con expresión pensativa, entrecerrando sus ojos. ¿Qué se supone que estaba maquinando ahora?

Con delicadeza, el Chardin intentó colocar el lirio en su cabello, sobre su oreja. Parecía sumido en un trance mientras lo hacía, y Sylvain fue incapaz de moverse, temeroso de que fuese a gastarle una broma. Cuando terminó, Jacques se alejó un poco para verlo desde otros ángulos, tal y como haría un artista con su cuadro.

—¿Qué... estás haciendo? —musitó Sylvain, llevándose una mano al pelo.

Rápidamente, Jacques tomó su muñeca para evitar que tocase la flor, por lo que se contuvo y no lo hizo.

—Un lirio para mi flor de lis —dijo en voz baja, como si alguien fuese a oírles— ¿Qué te parece?

Sin saber qué responder Sylvain permaneció inmóvil, sintiendo que algo escapaba a su entendimiento. Jacques, por su parte, le dedicó una gran sonrisa muy distinta de las que estaba acostumbrado a ver. Ésta era... No lo sabía. Había algo raro en ella, pero no le inquietaba.

—¿Tu flor de lis? —murmuró Sylvain.

—Mi flor de lis. ¿No te gusta?

—Yo... No estoy seguro de a qué te refieres.

Sylvain temió decepcionarle con su repuesta, pero ni por asomo lo hizo. El Chardin apartó su mirada al cabo de unos instantes, llevándose las manos a la espalda.

—No tiene importancia. Son tonterías mías —susurró, mirando a cualquier otra parte del jardín—. Dime, ¿hay noticias de tu hermano?

El cambio de conversación cayó con aplomo sobre su aturrullada conciencia, como si lo hubieran separado con fuerza de una cálida sensación de novedad. Sylvain se encogió de hombros, reanudando su marcha junto a él en silencio los primeros segundos. Casi pudo tocar la incomodidad con sus propias manos.

—Sigue en Prusia —respondió, asegurándose de el lirio seguía en su cabello y que no se caería—. Probablemente vuelva en invierno, pero nada es seguro.

—Espero que le vaya todo bien por allí. Al menos ahora puede hacer lo que le venga en gana en un lugar donde nadie lo conoce.

—Sólo de momento. Es fácil que las noticias vuelen y que lo encuentren, sea lo que sea que haya hecho.

—Por mi parte puedes estar tranquilo —sonrió Jacques, mirándolo de soslayo—. Soy una tumba.

Sylvain asintió con la cabeza, agradeciendo la presencia de su buen humor de nuevo.

—Sé que no dirás nada, pero se te olvida algo.

—¿El qué?

Esta vez fue Sylvain quien le impidió que siguiese caminando, deteniéndose frente a él y cruzando los brazos sobre su pecho.

—No respondiste a mi pregunta de antes —dijo, notando que la flor se le escurría poco a poco.

Como si recordase de pronto lo que quería decir, Jacques alzó las cejas con cierta sorpresa.

—¿Ya ha pasado una hora?

—No lo creo, pero quiero saberlo antes de que te salgas con la tuya.

—Oh, vamos. ¿No ves que era una excusa para poder sacarte de casa? —replicó Jacques divertido, ladeando la cabeza.

—A juzgar por tu cara cuando lo mencionó tu madre, lo dudo mucho.

—Sinceramente sólo quería volver a casa cuanto antes —respondió con suavidad—. Te dije que detestaba Orleans, y no era mentira. Me aburría, el trabajo era tedioso y no tenía tiempo para escribir.

Sylvain entrecerró los ojos, mas no creyó advertir que le ocultaba algo. Había hablado con honestidad y, algo apesadumbrado, se limitó a asentir. Tampoco sabía lo que quería oír, y la propia duda lo hizo estremecer un poco.

—Te iba a decepcionar, ¿o no te avisé?

—Sí, sí que lo hiciste. Pero al menos sigues cumpliendo tu promesa.

Esta vez fue Jacques quien no respondió enseguida. Curvó sus labios en una sonrisa llena de complicidad y alzó una mano de nuevo para asegurar la flor de su cabello. El canto de los vencejos en algún sobre ellos les devolvió el bienestar con el que habían abandonado la casa, recibiendo silenciosamente a la primavera que volvía a saludarles y recordarles que seguía allí.

—Me has pegado la mala costumbre de cumplir con mi palabra, me temo, y eso tendrá graves consecuencias —dijo Jacques.

—¿Y eso por qué?

—Porque tengo mucho tiempo por delante y pienso gastarlo importunándote siempre que pueda.

Sylvain puso los ojos en blanco, dándose la vuelta para rehacer sus pasos de vuelta a la casona.

—Olvidas que soy inmune a tus tonterías —dijo, oyendo que lo seguía a sus espaldas—. Además, dudo mucho que llegue a...

Mas no llegó a terminar su oración. En la lejana fachada de su morada, en una de las ventanas de las cocinas, reconoció el rostro y la figura de Chrystelle. Apenas fue cuestión de unos segundos en los que la mujer se percató de que la había visto, y se ocultó tras las cortinas.

—¿Dudas que llegues a qué, Syl?

Sabía que seguía allí, aunque no la viera. En un impulso, Sylvain se quitó la flor del pelo mientras se giraba hacia Jacques, sintiendo que un miedo irracional le arrebataba el positivismo.

—Será mejor que vuelva a casa —dijo, manteniendo el lirio en su mano.

—¿Ocurre algo? —la alarma tiñó las palabras de Jacques— Todavía tenemos tiempo.

—Lo sé, pero... —volvió a mirar hacia las ventanas, de nuevo sin ver nada— No quisiera impacientar a mi madre, ¿sabes?

No muy convencido de lo que acababa de decir, Jacques dejó escapar un ligero suspiro.

—Como quieras —sonrió, reanudando la marcha a su lado—, pero me debes una tarde libre para compensar esta interrupción. ¿Trato hecho?

—Trato hecho. Intentaré sobornar a Savary para que me deje escaparme un poco antes.

—Pero si Savary es insobornable.

—Por eso he dicho que lo intentaré, Jacques.

Compartiendo unas cuantas risas en su camino de vuelta, ambos se permitieron el lujo de intercambiar algunos juegos absurdos de palabras. Jacques parecía no haberle dado mayor importancia a la brevedad de su reencuentro, pero el Lemierre era incapaz de sacarse el misticismo de su doncella de la cabeza.

Algo reticente a seguir ofuscándose por un temor absurdo, Sylvain recordó el lirio que aún conservaba entre sus dedos, fruto de un movimiento que todavía no llegaba a comprender. Al menos el sol bañaría sus pétalos todas las mañanas hasta que se marchitase en su alcoba, pensó para sí, si acaso no era él aquel lirio.








Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro