Extra I - Vino y cartas

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En algún momento del pasado

Jacques cerró la puerta de su habitación con cuidado. No es que temiera que fueran a oírle, pero no quería llamar la atención de nadie. Abrió el pequeño ventanuco para que no sólo entrara aire, sino el ruido de la noche parisina; apenas un murmullo en las distantes tabernas. Como siempre, tras coger un puñado de papeles, pluma y tinta, se sentó en el suelo de espaldas a la puerta.

Por primera vez en mucho tiempo, no supo qué escribir.

Los gritos de su padre y lo que fuera que acabara de estrellar contra el suelo apenas eran audibles para él. Se llevó una mano a la mejilla siguiendo el surco de la cicatriz que, a veces, lo hacía volver en sí. Ni siquiera por esas lograba sacar nada de su extenuada mente.

Contempló el trocito de noche que podía ver a través de la ventana, pluma en mano. Habían pasado años desde que una persona en concreto le había hecho darse cuenta de lo maravillosa que era la vida con el enfoque adecuado, pero en aquella ocasión no lograba encontrar el ángulo perfecto desde el que mirar. Un golpe seco al otro lado de la puerta lo hizo sobresaltarse. Lo siguiente que oyó fue a su madre murmurar algo que no entendió ni quiso entender.

Sintiéndose desnudo y perdido en mitad de la nada, Jacques soltó la pluma.

No estaba seguro de cuánto tiempo permaneció en silencio frente al mundo que, oscuro e impenetrable, le había robado lo que más quería y necesitaba en aquellos momentos. Su pequeño Sylvain... ¿Por qué su Dios había tenido que llevárselo tan lejos? ¿Acaso era una prueba? No, claro que no. Quizás fuese una forma sutil de decirle que aquel joven de ojos celestes no podía aspirar a permanecer a su lado. Sylvain era una posesión demasiado valiosa de aquella deidad como para permitir que un simple sastre lo amase, a pesar de todos los errores que había cometido y de los que se arrepentía tan profundamente.

Abrazó sus rodillas y, tras apoyar la espalda contra su camastro ahora vacío, cerró los ojos.

El recuerdo de una escapada nocturna en el pasado acudió a su mente para embalsamarlo. Era de noche, y la situación no distaba mucho de la se estaba dando en su hogar en ese ahora. No rindió cuentas ante nadie y, sin pensar en nada, abandonó su casa en dirección a las afueras de París. Sólo tenía una imagen en mente y una manta raída de lana sobre sus hombros para protegerlo del frío nocturno.

Se había detenido bajo la ventana de aquel espíritu tan noble y puro que tanto ansiaba ver. Tiró algunas piedrecillas contra el cristal, como siempre, y no tardó en vislumbrar aquella entusiasmada sonrisa que tanto dolor le producía visualizar. Recordaba perfectamente cómo no fue necesario decir absolutamente nada. Sylvain pronto abrió las puertas de su hogar para hacer de él un refugio en el que esconderse del mundo, tal y como hizo con su corazón.

Aquella fue la primera vez en la que el aristócrata lo vio llorar. No pudo sonsacarle nada, pues Jacques se negaba a hablar. Lo único que necesitaba era sentir aquellos pálidos brazos a su alrededor, haciéndole una promesa de que el sol saldría al día siguiente y que con él nacerían nuevas esperanzas.

Cuando Jacques abrió los ojos de nuevo, nada salvo el más completo silencio se había adueñado de su casa.

Se secó las silentes lágrimas con la manga de su camisa que, hace algún tiempo, lució blanca e impoluta. Si su Sylvain no regresaba, entonces él le encontraría. Huiría de allí para siempre y, con un poco de suerte, no tendría que volver a llorar al evocar sus memorias juntos. Sí, eso haría. Sólo necesitaba lo básico en una pequeña maleta y un caballo, aunque no supiera montar. Aprendería por el camino, y gastaría todos sus ahorros en comprar comida y descanso en algún hostal. No sabía en qué dirección quedaba Italia, ni por dónde se salía de París, pero lo preguntaría. Se había puesto en pie con una gran sonrisa y renovadas energías cuando, allí sobre su viejo escritorio, un sobre en particular le robó toda su repentina alegría.

Era un necio. Era un completo necio. ¿Cómo iba a poder marcharse así, sin más? No podría traicionar de aquella forma a sus padres. No cuando aquel acuerdo les aseguraba un poco de estabilidad durante los siguientes años. Además, ¿qué pensarían si descubriesen por qué había desaparecido? Había oído historias acerca de lo que les ocurría a los hombres como él... Historias tan horribles que hasta entonces no había decidido tener en cuenta, porque eso jamás le pasaría. Él no iba a correr esa misma suerte... pero podrían perseguirle. Demasiada gente sabía quién era y muchas eran las probabilidades de que todo saliese mal.

Y no solamente por él.

Lo último que querría hacer era mancillar el buen nombre de aquel al que le debía su razón de ser. Sería terriblemente fácil que encontraran sus escritos y sus cartas para dar con él, y no estaba dispuesto a quemar lo único que le quedaba de él. Tal vez... tal vez era cierto que aquel Dios quería demostrarle que no era nadie para amar a su mayor y mejor creación. Además, ¿qué tenía para ofrecerle a alguien casi tan rico como el propio rey?

Desconsolado, Jacques enterró las manos en su propio cabello. Dio alguna que otra vuelta por su habitación, sintiendo que la seguridad que lo había acompañado hasta entonces no era más que una bonita mentira. Se aproximó hacia su escritorio y tomó el sobre que allí yacía con profundo recelo. Sería tan sencillo como arrojarla al fuego, pero tan cobarde como traicionar a aquellos que le habían dado la vida, y fue entonces cuando comprendió en sus carnes el dilema al que se había enfrentado Sylvain antes de irse. Se limitó a arrugar la carta al intentar controlar su exasperación, y regresó a su camastro. De debajo de éste extrajo una botella de vino que todavía no había sido abierta y que había robado de las cocinas.

Se dispuso a abrirla cuando la imagen de su propio padre golpeó su mente como un látigo. No estaba seguro de por qué quería beber, pero sí sabía que necesitaba distraerse con cualquier cosa que no fuera su conciencia en sus noches de insomnio. La cicatriz de su mejilla pareció latir en su imaginación, y retiró los dedos de la botella. La colocó frente a él en el suelo. Nunca antes se había percatado de lo mucho que se asemejaba a su padre... y se odió por ello.

Dejó la carta arrugada junto al vino, y los contempló a los dos por largo rato. Un nombre de mujer podía intuirse en la caligrafía del remitente, y supo que tenía ante el resumen de una vida entera si optaba por rendirse y seguirla.

Casi de forma inconsciente volvió a pensar en Sylvain. Tenía que ser fuerte y esperar. Sólo serían un año o dos y, tras eso, le tendría con él de nuevo. Esbozó una pequeña sonrisa al cerrar los ojos otra vez. Podía e iba a ganarle la partida a su Dios... sólo tenía que resistir.

Si tan sólo le hubiera dicho cuánto le quería más a menudo, si hubiese intentado ser menos orgulloso y más comprensivo... pero tendría toda una vida por delante para hacerlo, porque le amaría hasta el último día de su vida. Para siempre, se repitió en voz baja múltiples veces. Lo amaría para siempre y serían las personas más felices que alguna vez habrían caminado por aquella tierra.

No supo cuándo se quedó dormido entre promesas de un futuro esperanzador y la culpa que pesaba sobre su conciencia, pero creyó oír la melodiosa risa de su flor de lis en algún rincón de su memoria.

Para siempre, susurró al hacerse un ovillo sobre el suelo.

Por una eternidad.

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