06. «Revelaciones cubiertas de blanco»

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Tal como habíamos acordado, Alfonso y yo nos hemos encontrado en las afueras de la iglesia donde se llevará a cabo la ceremonia religiosa que hará oficial el nuevo matrimonio de su exesposa.

—¿Lista?

Repasando la presuntuosa y cargada apariencia del sitio elegido, infiero que soportar las próximas horas será desafiante. Suspiro para deshacerme de mis nervios antes de ir a la batalla.

«Y saber que yo solita me metí en este embrollo.»

—¿Para el circo de los horrores? ¡Claro que sí!

Alfonso blanquea sus ojos tratando de patentizar su fastidio, (a pesar de que sé que disfruta en secreto de mi especial humor irónico) al mismo tiempo en que entrelazo nuestros brazos y sonrío con efusivo sarcasmo.

Mientras cruzamos la entrada y analizo el dineral que deben haberse gastado expresamente en la decoración, me pica la curiosidad:

—¿Milagros y tú también tuvieron una ceremonia religiosa?

—No, yo soy ateo y ella no estaba segura de su fe en aquel momento.

—O sea, que podríamos calificar este teatrito como una especie de provocación, ¿cierto? Del tipo: “no estuve dispuesta a asumir este juramento tan serio contigo, pero con mi nueva pareja vaya que sí”.

Él disimula una morisqueta graciosa por respeto a la madre de su hija, aunque no puede hacer mucho frente a mi excelente imitación de la irritante vocecilla perteneciente a su exmujer.

—Viniendo de Milagros, es probable —acepta sin más.

Necesito un instante para horrorizarme ante la numerosa cantidad de lazos que rodean el altar y la catastrófica combinación de colores que puede derivarse al mezclar tantos tonos rosados en una capilla en la que predominan los adornos dorados.

Simultáneamente, mi compañía se entretiene recorriendo con su vista el lugar, asumo que en la búsqueda de alguna cara conocida entre el gentío.

—¿Reconoces a alguien?

—Amigas de mi exesposa que nunca me agradaron.

—¿Y no pasarás a saludarlas? —me mofo de su antipatía y renuencia—. Pensaba que era más educado, Dr. López.

—Contigo a mi lado, no tardarán en venir por sí mismas con el propósito de informarse, querida. Oh, ¡y aquí viene la primera! Tendrás el inmenso y en lo absoluto placentero gusto de conocer a Priscila Velázquez.

Constato que el universo me odia al distinguir a una de las estiradas amigas de Ingrid acercándose a ambos con la sonrisa hambrienta de un buitre carroñero. Ya entiendo el tono de disgusto y por qué un hombre tan correcto como Alfonso se negaba ir a saludar. Esta mujer es un calvario.

—Alfonso, ¡qué bien te ves! ¿Acaso tuviste otra hija? —Primera línea y ya lo arruinó.

«Voy a ahorcarla.»

—Por fortuna, no ha sido el caso —responde el médico con más calma de la que poseo en todo mi organismo.

Él está a punto de presentarnos cuando la señora reacciona y le demuestra que es innecesario. A su vez, intento alejar mis deseos homicidas.

—Un momento, me pareces conocida.

—Soy una de las mejores amigas de Nanda, esposa de Fernando de la Torre —explico con una entonación más árida que el desierto de Chihuahua.

—¡La nuera de mi estimada Ingrid! Por supuesto. Si mal no recuerdo, nos vimos durante la prueba de vestidos, ¿cierto? —Asiento con tanta tensión que creo que me romperé el pescuezo y ella se dirige nuevamente a Alfonso como si de repente, yo hubiera desaparecido del mapa—. Fue un reto convencer a la muchacha de tomar una decisión acertada. Me alegro de que Milagros confíe más en mi excelsa sensibilidad.

Las ganas de hacerle daño me provocan una incesante picazón en la punta de los dedos y tomo la sabia decisión de clavar las uñas en el interior de mis palmas para mantenerme a raya.

«¿Acaso acaba de referirse a mi mejor amiga como si se tratara de una yegua con más carácter y criterio propio del que considera adecuado?»

—Entonces, ¿ustedes son...?

Sé lo que está a nada de insinuar y me encuentro preparada para responderle tal cual lo amerita, sin embargo, la Santísima Trinidad que impera en el santuario debe querer evitar una pelea física en sus dominios por lo que me envía a Montserrat enfundada en un bello vestido de dama de honor como una forma de distracción.

«Momento, ¿qué hace ella aquí?»

Una que funciona perfectamente.

—¿Bianca? ¿Papá?

«¿Qué rayos fue lo que dijo?»

—¿Montse es tu hija? —El impacto es tan fuerte que se me escapa un gallo al final de la frase.

—Hijastra —corrige ella.

«Claro, porque ese ligero cambio en la denominación marca una diferencia tan abismal para mí.»

—Me has llamado papá desde los siete años, Montserrat. Puede que no tengas mi apellido, pero efectivamente, eres mi hija.

«¡Sabía que debía haberme tomado un ibuprofeno antes de venir! No llevo ni diez minutos y ya siento que empieza la jaqueca.»

—¿En serio? ¿El superior al que te estabas tirando era mi padre?

Siempre me he sentido plenamente orgullosa debido a que raras veces me avergüenzo, mas, en esta ocasión, debo tener un precioso arcoíris fulgurando en el rostro.

«¿Quién me manda a abrir la boca?»

Priscila disfruta del chisme de telenovela que se despliega frente a ella en tanto el resto de nosotros compone un cuadro realmente embarazoso.

—Si te sirve de consuelo, no tenía la más pálida idea de que se trataba de tu padre.

—Arruinaste mi primera amistad en el hospital, Alfonso. Ya estarás contento.

«Acabo de comprender por qué Montserrat parecía guardar un particular desagrado hacia él. Colocándome en sus zapatos, a mí tampoco me gustaría que mi papá me controlase en el trabajo.»

—¡Ni siquiera sabía que eran amigas!

Ella se detiene a valorar la situación con ojos entrecerrados y cierta desconfianza. Luego de un minuto, debe concluir que no desperdiciará sus energías en ello puesto que exhala pesadamente antes de compartir su veredicto:

—Por favor, vayan a sus asientos. La ceremonia comenzará pronto.

Arreglándose el vestido, Montserrat gira 180 grados y se retira en dirección a su posición original. Corto lo que sea que Priscila esté planeando decir al tomar la mano de Alfonso y arrastrarnos a ambos hasta la banca que nos corresponde.

Los dos permanecemos en silencio. Por supuesto, solamente durante el escaso período de tiempo que le toma al universo empujarme hacia el siguiente gran descubrimiento del día.

—¿Ese es el novio?

—Sí, ¿por qué?

Escaneo al espécimen que aguarda a su prometida: cabello entrecano, mandíbula marcada, hombros rectos.

«Esto es demasiada coincidencia.»

—Creo que dormí con él.

Un ruidoso ataque de tos expone a Alfonso delante de toda la capilla.

—¿Crees?

Capto la espinosa indirecta, aunque no le concedo mucha importancia. Simplemente me encojo de hombros antes de ponerlo en contexto:

—Me sobrepasé con la bebida y partes de esa noche continúan un tanto borrosas. No obstante, reconocería ese bigote en cualquier sitio. Su apariencia es engañosa, tuve los labios irritados por días y...

—Bianca, aprecio tu exactitud, sin embargo, agradecería menos detalles.

—Como digas.

Todos los presentes nos levantamos al unísono en el momento en que la primera nota del órgano resuena y Milagros inicia su caminata por el corredor.

En cuanto observo la prenda que lleva puesta, comprendo el motivo detrás de su íntima amistad con Priscila Velázquez. Resulta evidente que ambas comparten el mimo gusto horroroso en materia de vestidos de novia. «De solo recordar el mantel nefasto que planeaba encasquetarle a Nanda...»

También comprendo por qué parece que Rosita Fresita, Barbie y la Katy Perry de Teenage Dream estuvieron a cargo de la decoración.

—¿Hace cuánto lo conociste?

—¿Te refieres a la noche en que me acosté con él?

—Bianca...

«¿Qué? Adoro jugar con su paciencia. Es divertido.»

—Un par de meses. ¿Por qué?

—Ya estaban comprometidos.

—Ups. Mala mía.

Si se entera, Milagros tendrá argumentos de sobra para detestarme. Y no hablemos de Montserrat...

La misa avanza a paso de tortuga y el dejo soso del sacerdote tampoco colabora. Además, no hace ni tres semanas escuché el mismo sermón. ¡Dos veces! Alfonso llega a mi rescate con una interrogante que me permite escapar de mi aburrimiento:

—¿Por qué lo haces?

—¿Por qué hago qué?

—Sexo casual.

No lo considero un tema apropiado para abordar en medio de una boda (puedo ser una desvergonzada, pero jamás irrespetuosa), mas, supongo que es una explicación que merece recibir.

—Sospecho que porque siempre tiene el mismo final: yo, a solas. Y quizás ese es el punto, ¿sabes? Teniendo en cuenta que los demás finales alternativos no los hallo precisamente atractivos: rompimientos dolorosos, engaños, traiciones, divorcios conflictivos... —Aparto mi atención de la parejita para darle a entender que él es el ejemplo perfecto de lo último—. Al menos de esta manera me garantizo menos sufrimiento.

Una ola de aplausos y chiflidos inunda el lugar y confirmo que la ceremonia ha acabado al ver a las estrellas del momento besándose frente a todos.

«Al menos él sí supo contestar correctamente. No como Fer que se antojó de echarlo a perder en el último momento.»

Una punzada de amargura corroe mi estómago al comprobar que incluso la insoportable de Milagros y su mujeriego marido han sido tan valientes como para asumir un compromiso de por vida, mientras yo me he negado la oportunidad de conocer mi propia historia durante décadas.

Con este pensamiento abrumador en mente, Alfonso y yo nos acercamos para saludar al matrimonio. Por mera educación, cabe destacar. Ensayo una mueca de sorpresa durante el trayecto para asegurarme de no meter la pata en el instante en que me presenten al patán recién casado.

—Buenas tardes, muchas felicidades.

Milagros sonríe con una pizca de soberbia en tanto introduce al nuevo hombre de su vida.

—Horacio, te presento a mi exesposo, Alfonso y...

—¿Bianca?

Será imbécil...

«¡Intento cubrirte la espalda aquí, amigo! Valora mi esfuerzo.»

—¿Se conocen?

—Lo atendí una vez en el hospital. Fue hace tiempo —invento con una facilidad asombrosa. Solo con ánimo de mortificar, añado lo siguiente—: Hemorroides, ¿cierto?

Él se pone rojo hasta las orejas. «Al menos le queda un gramo de dignidad al caradura.»

—Tal vez.

—¿Padeces de...?

Procurando que la situación no empeore, la interrumpo apropósito:

—Fue una ceremonia preciosa. ¡Muchísimas felicidades!

Mientras nos apartamos, constato que el ambiente entre mi acompañante y yo se encuentra algo tenso. Su rostro transmite un dilema interno y presiento que debe estar recriminándome cosas dentro de su cabeza. Ese hecho, junto a la persistente mirada que me envían madre e hija desde el altar, son todas las banderas rojas que necesito para desistir de presentarme en la fiesta; por ende, elaboro una retirada a tiempo.

—Debo irme.

«Prefiero mil veces esquivar otra crisis de migraña...»

—¿Qué?

—No creo que la dupla de allá me tolere durante la celebración y realmente me gustaría ahorrarme problemas. Tengo más que suficiente con Norma como enemiga en el trabajo, que tu hija me declarase la guerra también sería el colmo.

Sin más que acotar, me dispongo a marcharme.

—¿Huirás para siempre?

Su cuestionamiento pausa mi fuga y sopeso qué hacer. Desgraciadamente, mi cuota de apertura y sinceridad se ha agotado por hoy así que lo evado como corresponde.

—Buena suerte, Alfonso.

Cruzo la calle y me pierdo entre los asistentes.

Las revelaciones de las últimas horas son como olas chocando en medio de un océano embravecido y no sé con certeza hacia dónde dirigirme. Detengo un taxi y le dicto al chofer una dirección. «Ir a un bar cuando estás de bajón es siempre una buena idea.»

...

—Otra ronda, por favor.

Estoy decepcionada. Ni siquiera el alcohol ha logrado calmar la colisión de revelaciones armada dentro mi cabeza.

«O sea, no solo arruiné el nacimiento de una amistad gracias a mi torpeza, sino que presencié cómo Milagros logró comprometerse, sin salir corriendo en el proceso, a pesar de sus tendencias celópatas.»

Admito para mí misma que la razón por la que detuve las cosas con Alfonso inclusive antes de que empezaran, no fue por temor a una dinámica de poder desigual que me colocara en una posición vulnerable dentro de nuestra relación profesional, sino porque estaba demasiado asustada por el hecho de estar dispuesta a arriesgarlo todo por una oportunidad que había demostrado valer la pena.

«A fin de cuentas, mi padre murió con el corazón roto por culpa de la mujer de su vida y me tuvo como un recuerdo constante de su dolor durante el resto de su existencia.»

El inicio de la sesión de karaoke evapora mis cavilaciones y me regocijo en la presentación de un grupo de jóvenes cantando a todo pulmón “Según quién”, de Maluma y Carin León, como si se tratara de su himno nacional.

Quedo boquiabierta al identificar una voz vagamente familiar que resalta entre el coro de muchachos.

—¿Rigoberto?

«Este se pone a cantar cada vez que se emborracha», concluyo en mi mente.

Cálidos aplausos los reciben al terminar y me uno al resto del público. «He estado tan metida en mis líos que no debo haberlos visto al llegar.»

Me acerco al De la Torre para hacerle compañía en la barra cuando se separa de sus amigos con el objetivo de pedir otro trago. Después de todo, no la pasamos tan mal durante nuestra última borrachera conjunta.

—¿Alondra volvió a darte calabazas?

Él ni siquiera se alerta con mi presencia. Sus reflejos deben estar más ralentizados que los de un caracol bajo el efecto de semejante curda.

—¿Cómo lo...?

—Esa canción grita “despecho” y “ego masculino herido” en cada verso, mini Fer.

Rigo acepta mi argumento y me cuenta lo sucedido:

—Tu roomie es realmente difícil, ¿vale? Lo peor es que mamá me escuchó hablando con mi hermano sobre la chica que me gusta y malinterpretó la situación por completo. Ahora Ingrid cree que es mi novia, sabe que se trata de una de las amigas de Nanda porque Fer lo mencionó cuando estaba en altavoz, y me ha hecho prometerle que la invitaré a la cena de mañana. Para terminarlo de estropear, Alondra se enteró y me ha enviado a freír tusas.

«Vaya, parece que no fui la única que vivió el dramón del siglo el día de hoy.»

Me alegra que no me pida que intervenga, convencer a mi pajarillo favorito de cambiar de opinión es más difícil que cualquier misión imposible realizada por Ethan Hunt durante la popular saga fílmica. No obstante, tampoco me espero lo que viene:

—¿Quieres ir tú conmigo?

Tanteo la opción de hacerle un favorcito. La verdad que me sentiría mucho mejor si uno de los dos estuviera menos jodido. Además, he empezado a tomarle cariño al burguesito.

—No tendré que fingir ser tu novia, ¿cierto?

«Por ahí sí que no paso.»

—No te preocupes. Es solo para ahorrarme una humillación, luego le diré a mamá que lo nuestro no funcionó y tal —Asiento, todavía dubitativa, antes de su próxima y atrevida insinuación—: ¿O... te gustaría intentarlo de verdad?

—¿Acaso piensas que estamos en una novela juvenil? Soy demasiado para ti, bebé; no sabrías manejarlo.

«Los hombres mayores con los que me enredo a menudo todavía no descubren el secreto.»

—Yo solo decía —Él se encoge de hombros frente a mi rechazo y yo me río—. Oye, ¿y cómo sigue Nanda? Mi hermano también me comentó que llevaba algunos días despertando con náuseas.

«Y aquí va otro que no se entera...» Golpeo mi frente como única vía para expresar mi frustración frente a tanto despiste. «Debo tener una plática seria con Nanda.»

Nota de la autora: ¿Demasiadas referencias a “The Perfect Wedding”? Lo siento, se trataba de una boda y simplemente no pude resistirme :)

Advertencia: El próximo capítulo va a ser una bomba.

¡Nos vemos allá! ;)

Besitos,

Lis

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