PREFACIO

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La familia perfecta no existe.

De hecho, la mayoría ni siquiera son funcionales; y créanme, habiendo observado decenas de ellas durante los que deberían ser sus momentos más sensibles, puedo afirmarlo con inequívoca certeza.

Durante mis turnos en el hospital he presenciado toda clase de escenas lamentables: hermanos peleando como perros por un hueso a raíz de los bienes que heredarán, en tanto su padre, medio inconsciente a causa de la anestesia, cruza las puertas del quirófano en una camilla; mujeres y niños repletos de moretones debido a la violencia doméstica que forma parte de su día a día; abuelos que pasan semanas sin compañía puesto que la totalidad de su descendencia se encuentra demasiado ocupada viviendo su propia vida. En conclusión: cuadros amargos y decepcionantes que me hacen sentir cierto alivio de ser huérfana.

Porque, sinceramente, he aceptado mi condición y abrazado la libertad de saberme exenta de ese lazo de sangre, arquetipos baratos y costumbres y tradiciones vacías que, tarde o temprano y hebra por hebra, acaba deshilachándose por culpa de la pretensión, los convencionalismos sociales y las banalidades.

Perdón, continúo hablando en presente, quise decir que gozaba de tal privilegio. Sí, en pretérito. 

Y es que por desgracia y prácticamente contra mi voluntad, esa exquisita serenidad se esfumó de mi vida sin previo aviso en el momento en que, llevándose consigo mi paz mental, una verdad enterrada hace más de veinte años halló su camino de vuelta a la superficie y se estrelló en mi cara de sopetón. ¡Y vaya que no lo vi venir!

Aún recuerdo el día en que la cuenta regresiva hacia aquella fatídica noche comenzó, lidiaba con una resaca del porte del Titanic mientras intentaba consolarme en lo espectacular que debía estarlo pasando Nanda durante su luna de miel cuando recibí una llamada en la que Alondra me contaría una noticia que me dejaría tiesa cual estatua:

—Me acosté con Rigo.

«¡Mierda!»

Y si no comprenden la relación entre el episodio en que mi roomie pulsó el botón de “hacer el ñiqui ñiqui” con el cuñado de nuestra mejor amiga, y el drama en el que se vio envuelta mi existencia poco después, es porque nadie, ni siquiera yo o alguno de los otros implicados, podría haber previsto semejante desastre. 

¿Saben qué es lo peor? A pesar de ser vilmente atropellada por el tren de las consecuencias, el acostón que inició esta locura, ni siquiera fue mío.


Nota de la autora:

¿Que cómo logré que este prefacio y el de “The Perfect Wedding” tuvieran exactamente la misma cantidad de palabras?

Solo hay una explicación: brujería ;)

Besos,

Lis

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