Capitulo Único.

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

One-shot realizado en honor al 1K de la talentosísima princesa de sexyness

Con el sol oculto tras las grisáceas nubes que amenazaban con empapar a los transeúntes olvidadizos de Londres que cometieron el error de dejar su paraguas en casa, las pisadas de la guardia real del Palacio de Buckingham realizando su llamativo y mundialmente reconocido cambio de guardia frente a los ojos de los lugareños y turistas, el traqueteo de las pisadas sobre las adoquinadas calles abarrotadas de gente; estos hechos comunes eran indicativo de normalidad en el Reino Unido, pero es en los días normales y típicos como este donde las tragedias suceden.

-¡Déjate de absurdeces, William! –bramó la nonagenaria regente.

-No son absurdeces, Su Majestad –reafirmó el segundo sucesor de la corona Inglesa- Abdicaré de mi derecho al trono y con ello a la sucesión de mis hijos.

-¿Qué puede hacerte decir semejante absurdo? –exigió la reina madre.

-Ahora conozco el sucio secreto de Su Majestad –declaró William- Sé la verdad de la muerte de mi madre.

La reina de Inglaterra entrecerró los ojos acentuando sus arrugas, pero a pesar de su ancianidad, al príncipe William le pareció más joven y vivaz que nunca, el brillo de la severidad y la maldad contaminó los puros ojos azules de la mujer, dándole justo el aspecto de una villana.

-¿Qué clase de verdad crees que puedes saber? –indagó la anciana luego de escanear el desolado salón en el que la había abordado su nieto.

-No pretendo regodearme en los detalles que rodearon la circunstancia, pero ahora conozco el hecho de que usted fue la autora intelectual de la muerte de Diana de Gales –explicó manteniendo una rígida postura para contener las emociones negativas que bullían en su interior.

El silencio llenó la habitación por algunos minutos que resultaron eternos para los presentes.

-Espero que tengas argumentos para tu acusación, William.

-Los tengo –dijo con determinación.

-Reúne tus supuestas pruebas y nos reuniremos en una hora en mi despacho –ordenó la reina antes de levantarse de su asiento y abandonar la estancia.

No hizo falta una hora para que el actual príncipe ordenara todas las evidencias que había recolectado, el hombre jamás había olvidado a su preciada madre: indómita y triste, como una rosa marchitándose en un invernadero. Y era por ello que durante años se esforzó por descubrir la verdad tras los misteriosos hechos que la llevaron a la muerte, tardó más de veinte años, pero lo logró. No obstante, en su caso, la verdad no lo hizo libre, más bien todo lo contrario, le hizo consiente de que los cables que lo manipulaban eran más gruesos de lo que creyó en el pasado.

Asqueado, el hombre anheló la libertad, el aire fresco libre de mentiras y conspiraciones. Y quiso lo mismo para su esposa e hijos, su familia era diferente de la recién iniciada por su hermano Henry, él y su progenie querían hacer grande el reino, deseaban continuar marcando la pauta en el mundo demostrando que las monarquías no estaban destinadas a extinguirse como los dinosaurios, que algo aun podían aportar los de sangre azul al nuevo siglo; pero todo eso se esfumó, derrumbado cual castillo de naipes en presencia de la leve brisa.

Su entrada al despacho de quien era llamada la "reina madre" fue silenciosa, entre ellos sobraban las palabras, la carpeta al caer sobre la madera y el susurro de las hojas en las arrugadas manos de la jefa de estado eran los únicos sonidos que se escuchaban en la habitación.

Minutos después la anciana retiró de sus ojos las delicadas gafas para lectura de montura cuadrada, el gesto de las manos fue delicado y casi reverencial. Isabel II concentró sus cansados ojos azules en su nieto y preguntó:

-¿Qué deseas para mantenerte en silencio?

La simple pregunta confirmaba todos los hechos investigados, la monarca ni siquiera se preocupó por tratar de negar que era la mente maestra tras el asesinato de la fallecida Diana de Gales ¿Para qué hacerlo? A su edad la reina había aprendido un par de cosas sobre como adecuarse a las situaciones y tratar con determinadas personas.

-Me permitirás abdicar al derecho de sucesión mío y de mis hijos, vamos a retirarnos por completo de las actividades de la corona –planteó el hombre de escasos cabellos.

-¿No puedes ser un poco más razonable? –indagó tranquilamente.

-Eso es lo que deseo –permaneció firme.

-Estas desperdiciando todos los sacrificios que tu madre hizo en vida, incluso estas comportándote más desagradecido que Harry –acotó la mayor.

-La corona fue una carga muy pesada para mi madre, ahora entiendo porque –inspiró profundamente- Esa es mi exigencia, mis herederos, Kate y yo vamos a estar fuera de tu formula quieras o no –dictaminó el príncipe- No me obligues a desbaratar toda esta artimaña por mí mismo –amenazó extendiendo sus brazos como si quisiera abarcar el espacio a su alrededor.

-Entiendo que por tus hijos te refieres solo a los pequeños de Kate –comentó la anciana con un tono tranquilo que causaba miedo en William.

-¿A quién más me referiría? –cuestionó irónico.

-Bien –dijo ignorando deliberadamente la pregunta de su nieto- Déjame pensarlo unos días y te comunicaré mi decisión –argumentó diplomáticamente.

-Entenderá perfectamente que no hay mucho que dilucidar –comentó preparándose para marcharse.

-En eso te equivocas, pequeño William –advirtió con una sonrisa- Siempre hay mucho que dilucidar aun cuando se recibe una amenaza –dictaminó la reina- Ahora si eres tan amable, retírate.

La mirada picaresca en la monarca no auguraba nada bueno, pero lo único que le importaba a William era alejar a sus seres queridos de aquella inmensa trampa llena de joyas y responsabilidades.

Días después el extenuado príncipe se encontró frente a un detallado contrato que especificaba punto por punto cada una las implicaciones de abdicar a su puesto, el extenso documento debía ser leído y firmado con prontitud, ya que desde el momento en que un tercero se vio involucrado en la elaboración del mismo, la información inédita que este aportaba pronto volaría por los pasillos del palacio y llegaría a los oídos de los miembros del parlamento, causando un revuelo catastrófico.

Tal vez la prisa, la presión y el nudo de la corbata asfixiándolo le hicieron leer tan rápido el largo contrato, que se saltó el único punto que era importante que leyera, pero al no notar nada sospechoso, William estampó su firma y sello real sobre aquel documento, desencadenando una vorágine de acontecimientos que torcerían de manera abrupta la vida de una joven de escasos veinte años.

Una quincena había pasado y ya era de dominio público la futura abdicación del príncipe William Duque de Cambridge y segundo en línea sucesoria al trono. El parlamento estaba horrorizado. La reina estaba más ausente de sus apariciones públicas que nunca. Los seguidores de la casa real estaban conmocionados. Pero el futuro ex príncipe se sentía de cierta manera aliviado de alejar a su familia del ojo del huracán, excepto porque se había olvidado de alguien en su precipitada carrera a la libertad.

El ultimo escandalo real en el que se había visto envuelto William de Cambridge era reciente, después de que la prensa y el mundo se enterara de que le fue infiel a su amada esposa, pero aquellos hechos tenían raíces mucho más profundas, de las que solo pocos dentro del palacio de Kensington tenían conocimiento.

Casi veinte años atrás y aun dolido por la desaparición física de su madre el príncipe recientemente entrado en su mayoría de edad, vivió una etapa oscura, donde dejó de ser el joven ejemplar de antaño, en esa época el alcohol y las mujeres eran parte indispensable de su día a día, los murmullos de los parlamentarios decían que era para aliviar su terrible perdida. Por aquel entonces el joven e inexperto príncipe conoció a una joven de familia adinerada que soñaba con ser periodista, a pesar de que aquello nunca se convertiría en nada más que un sueño; el príncipe y la dama tuvieron un tórrido romance de algunos meses, corto pero intenso, y con consecuencias devastadoras.

De la inocente aventura resultó un embarazo no deseado, que los adultos alrededor de los jóvenes se esmeraron por ocultar, los padres de ella no querían a su hija envuelta en el triste mundo de la realeza y los monarcas tutores del avergonzado William prefirieron aprovechar la rara oportunidad de que ese desliz quedara en las sombras.

Pero en las circunstancias actuales, algo era mejor que nada, y el producto ilegitimo de ese romance se convertiría en el chivo expiatorio que Su Majestad necesitaba para mantener a los políticos y el mismo William bajo control.

La mañana en que llegaron los guardias reales en búsqueda de la joven heredera de la familia Liones fue fría y desoladora. Con decreto real en mano los hombres vestidos de negro entraron a la mansión de los Liones con un abrupto despliegue de descortesía y minutos después salieron de allí acompañados por una temblorosa joven de cabellos plateados y hermosos ojos azules.

Elizabeth Liones desde muy joven conocía su historia; producto de un amorío ilícito entre su recién fallecida madre y el Duque de Cambridge, criada por sus abuelos y educada por los mejores tutores privados se convirtió en una dama de gran prestigio social dentro de la elitista comunidad política y empresarial de Inglaterra, nunca tuvo contacto con la monarquía y jamás quiso tenerlo, pero en cuanto los rumores de la abdicación de su progenitor se expandieron, sus abuelos y ella temieron por lo que eso podía acarrear para ellos. Y no se equivocaron al temer.

La pronto veinteañera bajó del vehículo negro en cuanto los guardias se lo indicaron, una fría corriente de aire le erizó la piel y sintió la necesidad de abrazarse a sí misma, al verse rodeada por guardias no tuvo de otra que controlarse y acatar las indicaciones que estos le daban. Elizabeth pensó en sus abuelos, quienes seguro estarían sufriendo un ataque de nervios luego de la irrupción en su hogar. Mientras seguía a los guardias sumisamente tuvo tiempo de pasearse por el indignante sentimiento que golpeaba en su pecho, los guardias habían prácticamente violentado su casa y su mañana exigiéndole que los acompañara por dictamen real, incluso no la habían dejado terminar el desayuno.

Vestida inadecuadamente para la ocasión acompañó a los silenciosos empleados por largos y suntuosos pasillos alfombrados, hasta una enorme puerta de madera labrada con, en su opinión, exagerados diseños.

-Su Majestad, hemos traído a la persona que solicitó –habló uno de los altos hombres trajeado de negro.

-¡Esplendido! –se regocijó una voz adulta y comedida.

Uno de los guardias posó su mano sobre Elizabeth y disimuladamente la expuso frente a la monarca del país. Los ojos azules de la anciana escanearon de arriba abajo a la temerosa joven que se esforzó por mantener uno aspecto relajado.

-Cierren las puertas y déjenme con la invitada –ordenó la reina a sus súbditos.

Los hombres vestidos de negro cerraron las puertas al abandonar la habitación, Elizabeth permaneció erguida y en silencio, observando calculadoramente la situación. La anciana en ningún momento se había levantado de la silla en la que estaba sentada junto a la ventana y tampoco le pidió que se acercara. Las miradas entre ambas consanguíneas podrían haber lanzados chispas si eso fuera humanamente posible.

-Buen día, Su Majestad –rompió el silencio la voz musical de Elizabeth al realizar una sencilla reverencia- Soy Elizabeth Liones y con gusto he acudido a su llamado –mintió cortésmente.

-Al menos la base que te dieron los Liones será un buen comienzo –comentó fastidiada la mayor.

Isabel se levantó de su asiento y se acercó hasta la ansiosa joven, escaneando cada uno de los aspectos que constituía su imagen; la ropa era de calidad pero no la adecuada para sentarse a la mesa, el cabello estaba bien cuidado, la tez era perfecta, no tenía señales evidentes de abuso del maquillaje y su postura y tono de voz no estaban nada mal. La reina evocó el recuerdo de su juventud en la jovencita peliplata.

-¿Es así como te sientas a la mesa a desayunar? –indagó la anciana en un evidente tono despectivo.

-No necesito una imagen perfecta para sentarme a la mesa con mis abuelos –respondió Elizabeth con evidente descaro.

Los ojos azules de la monarca observaron con perspicacia la postura y perspicacia de la joven frente a ella, y se regocijó en ello. Se necesitaba de ese tipo de fuerza para poder sentarse en el trono e Isabel II sentía cierta emoción infantil de imaginar una nueva reina madre al frente de su nación.

-Pues las cosas han cambiado –declaró la de cabellos canos- De ahora en adelante, tu familia se encuentra dentro de estas paredes.

Elizabeth no pudo evitar que su falsa expresión de serenidad cayera al suelo como una máscara de cristal, sus azules y grandes ojos se abrieron todo lo que podían, y la boca le formó una perfecta O de manera involuntaria. Y con el sentimiento de estar cayendo en picada por un precipicio fue nuevamente rodeada por desconocidos.

Como si las órdenes de la reina Isabel fueran un conjuro mágico, la vida de Elizabeth se torció de una manera drástica. Sin derecho a expresar su descontento, ya que caería en oídos sordos, fue despojada de su anterior estilo de vida. En la misma semana en que llegó al palacio de la reina se vio bombardeada con cantidades inconmensurables de nueva información, desde la manera apropiada de vestirse desde que se levantaba hasta que se iba a la cama, hasta la historia tras cada ornamento dorado en la enorme y fastuosa residencia de la reina.

La peliplata al principio le costaba hasta respirar dentro de aquellas paredes, no tenía idea de cómo era que aún se levantaba cada mañana luego de largas noches llorando y anhelando su hogar. Como un alma perdida en el rio Estigia, la ojiazul se dejó llevar por la situación, pero sin aceptar sumisamente cada uno de los dictámenes de la caprichosa regente, ganándose diariamente largas horas de reproche por parte de su consanguínea por cosas absurdas, según Elizabeth. Hasta que quince días después la monarca la confrontó rudamente.

-¿Qué se supone que crees que estás haciendo? ¿Piensas que con tu insolencia volverás a tu antigua vida, Elizabeth? –indagó la nonagenaria mientras compartían la cena en un íntimo cuarto.

-No sé a qué se refiere, Su Majestad –respondió Elizabeth sin mirar a la mujer frente a ella.

-¡Mírame al responder! –exigió Isabel- Me refiero a la actitud poco colaborativa con tus tutores, escapar de tus clases, negarte a vestir como se te dice –enumeró- Tenemos poco tiempo y tú no haces más que desperdiciarlo.

-¿Cómo pretende que de la nada voy a obedecerle? Prácticamente me ha secuestrado y encerrado entre estas paredes doradas –argumentó la joven alzando la mirada- Pretende que ahora viva bajo sus reglas cuando jamás la he visto más allá de la pantalla de un televisor. Me apartó de mis abuelos y me dice que mi verdadera familia está aquí ¿Pero es eso cierto? –preguntó- Por lo que sé, ustedes estuvieron felices de que mi familia no quisiera involucrarse con la nobleza, estuvieron felices de que mi madre no quisiera coronas o palacios cuando quedó embarazada. ¿Ahora porque su línea sucesoria inmediata se ha quebrado quiere usarme para contener los daños que esto puede implicar para la casa real?

Un silencio sepulcral se instaló entre ambas damas de cabellos incoloros, hasta que la anciana decidió dar respuesta a los cuestionamientos de la joven.

-Parece que te he infravalorado –comentó la noble- Veo que los Liones no criaron a una jovencita ingenua, celebro eso.

-Puede que mis conjeturas pequen de egocéntricas, pero he analizado bien el ambiente que me rodea. Me está preparando para darme el lugar que me corresponde por sangre, no estoy segura de sí el parlamento puede interferir en este tipo de situaciones e interponerse de alguna manera en sus propósitos, ni siquiera puedo pensar en que sus súbditos vean con agrado que una hija ilegítima sea agregada a la línea sucesoria o que sus sucesores permitan tal movimiento; de lo único que estoy segura es que no puedo escapar de este destino –argumentó Elizabeth- Lo supe desde que se anunció la abdicación de Su Alteza William, seré obediente, le ofreceré mi total sumisión, pero por favor, no me aleje de mis abuelos, permítame verlos de vez en cuando, son todo lo que he tenido en la vida y no hay coronas o vestidos que puedan suplir eso –suplicó la platinada con los ojos anegados en lágrimas –No pediré explicaciones, no huiré, solo déjeme ver a mi familia.

-Tendré que meditarlo –respondió diplomáticamente la anciana- Cumplo con advertirte que bajo ninguna circunstancia elaborarías un estratagema lo suficientemente hábil para escapar de tus responsabilidades, jovencita.

-Tiene mi palabra, solo deseo ver a mis seres queridos algunas veces, puede ser en sus términos –ofreció.

-Tu palabra no tiene validez para mí –declaró la regente- En cambio las acciones son más contundentes, prueba la solidez de tus convicciones y veremos cuanto puede estirarse una cuerda – razonó la anciana.

-Sí, Su Majestad.

Aquellas palabras de la joven ojiazul fueron como vender su alma al diablo, pero lo haría de buen agrado mil veces si con ello podía mantener el mas mínimo contacto con sus familiares. Durante su corta vida, Elizabeth lo había tenido todo, una familia amorosa, la mejor educación y oportunidades que el dinero y las conexiones sociales correctas podían ofrecer; nunca sintió que nada le faltara, era una chica tranquila; disfrutaba de las tardes lluviosas frente a la chimenea leyendo junto a sus abuelos, pasaba todo el año practicando recetas de repostería para agasajar a sus familiares en las reuniones navideñas, gustaba de la jardinería y así de muchos pasatiempos hogareños que la convertían en una jovencita "aburrida" para los demás jóvenes de su edad. Tampoco tenía amistades alocadas que la incitaran a pensar que su estilo de vida carecía de "chispa", por lo que resultaba perfectamente razonable que la platinada sacrificara lo que fuera con tal de reunirse con sus seres queridos muy de vez en cuando.

No obstante, Elizabeth Liones era una joven de carácter, defendía sus creencias con garra y filosos argumentos, no permitía que nadie la pisoteara y una vez que se comprometía con algo lo cumplía, por lo que el camino que le guardaba a la futura miembro de la nobleza británica no sería un mar de pétalos de rosa.

Pasaron ocho meses desde esa conversación, y Elizabeth había cumplido su palabra como si hubiera recibido un edicto real. Estudió día y noche, devoró cuanto libro pusieron en sus manos y los memorizó cual canciones, se esforzó en cada lección hasta el cansancio, incluso cambió su manera de hablar para que resultara más agradable de escuchar, y eso apenas significaba una pequeña fracción de los cambios que tuvo que hacer para lograr su objetivo.

Y por fin llegó el día en que pareció ganarse la aprobación de la severa monarca, este hecho quedó constatado cuando al entrar en el salón donde acostumbraba tomar el té de la tarde con Su Majestad sus cetrinos orbes se enfocaron en los otros dos ancianos que acompañaban a la regente.

En ese instante Elizabeth quedó paralizada, su respuesta instintiva era la de lanzarse a los brazos de sus abuelos y llorar como una niña pequeña, pero la mirada de la joven buscó los azules ojos de Isabel, quien la observaba atentamente. La platinada comprendió rápidamente la situación y reaccionó como se esperaba de ella:

-Buenas tardes, Su Majestad –saludó haciendo una delicada reverencia- Buenas tardes, señor y señora Liones, es un placer que nos acompañen esta tarde –comentó elocuentemente la joven mientras esbozaba una encantadora y ensayada sonrisa.

-Supuse que te gustaría algo de compañía el día de tu cumpleaños veinte, Elizabeth –argumentó la regente.

-Es usted tan atenta, Su Alteza Real. Estoy encantada con la deferencia que ha tenido conmigo.

-Acércate, Elizabeth y únete a nosotros –invitó la más anciana.

Por espacio de diez minutos la conversación entre los presentes fluyó en un hilo bastante seguro e impersonal, comentando pequeños asuntos de política y novedades sociales, hasta que la regente decidió mostrar un ápice de indulgencia.

-Es vigorizante tener tan buena compañía durante el té –comentó Isabel- Lamentablemente mis deberes me reclaman –explicó tranquilamente.

Los rostros de los presentes mostraron un evidente desasosiego ante las palabras de la anciana.

-Pero no se corten por mí, después de todo espero verlos en la cena, señores Liones –anunció esbozando una sonrisa que podía pasar por amable –Elizabeth, querida, en consideración de tu vigésimo cumpleaños puedes ausentarte de tus clases de la tarde y acompañar a nuestros invitados en un recorrido por el palacio –informó.

Los cetrinos orbes de la joven estaban por salirse de sus cuencas por la impresión, pero gracias a los rigurosos meses de adiestramiento impartido dentro del palacio real, el cuerpo de Elizabeth reaccionó de manera intuitiva, levantándose con gracia y haciendo una reverencia para la monarca que aun permanecía sentada.

-Estaré encantada de escoltar a sus invitados, Su Majestad –dijo la voz cantarina de la platinada.

Isabel escrutó de pies a cabeza a su bisnieta y dándose por satisfecha se levantó del cómodo asiento, procediendo a retirarse luego de dirigir las despedidas de rigor a sus invitados.

-Elizabeth –llamó la regente antes de abandonar la habitación- Recuerda que los guardias están a tu disposición para mayor comodidad –dijo en tono solemne.

La platinada era de todo menos tonta y captó perfectamente el mensaje oculto tras las, aparentemente amables, palabras de la jefa de estado.

-Sí, Su Majestad –entonó nuevamente la voz cantarina de la joven.

En cuanto las puertas se cerraron, dejando a los Liones en aparente intimidad, Elizabeth se precipitó a abrazar a sus abuelos, mientras enormes lágrimas se derramaban de sus ojos.

Durante dos horas abuelos y nieta hablaron de todo lo que la platinada consideró conveniente, siempre manteniendo la discreción respecto a algunos temas, guardándose sus opiniones y comentarios más controversiales en su fuero interno, cosas como: el trato que le daban en el palacio, la opinión que tenía respecto a su papel en la nobleza o la impresión que tenia de la monarca, quedaron sin respuesta. Pero los Liones también eran bastante perspicaces para entender el significado del silencio, por lo que optaron por dejar de realizar ciertas preguntas.

Más tarde, el pequeño grupo familiar dio un paseo por los bastos jardines de palacio, disfrutando del cálido sol que decidió acompañarlos en sus caminata, hablando animadamente de libros y anécdotas del pasado, dado que su privacidad era prácticamente nula debido a la presencia de los hombres trajeados que les seguían a escasos diez pasos de distancia.

Esa noche, los Liones cenaron junto a la reina y al rey consorte en un ambiente medianamente tenso, ya que el Duque de Edimburgo no ocultaba su evidente aversión a la joven platinada. No obstante, y apartando aquellos ínfimos momentos desagradables, Elizabeth era feliz. Feliz de ver a los que amaba, de poder compartir nuevamente la mesa con ellos, de hacerles saber cara a cara que ella estaba bien y asegurarles que aprendería a nadar en ese mar de dificultades en el que la sangre la había involucrado.

Desde ese momento se marcó un antes y un después en el comportamiento de Elizabeth. Sabedora de que la reina cumplía lo que le prometía, la platinada se esforzó aún más por ser merecedora de la confianza de la jefa de estado, porque entendía perfectamente que sus acciones repercutirían inmediatamente sobre el tamaño de la jaula de oro a la que estaría confinada por quien sabe cuánto tiempo.

Las semanas se escurrieron como agua entre los dedos, y el mar de la polémica empezó a agitarse. La monarca había declarado ante el parlamento sus intenciones de hacer de la joven Elizabeth la segunda en la línea sucesoria. Los argumentos en contra fueron muchos, no solo de los políticos, también de otros nobles allegados y más aun de los otros familiares en la línea de sucesión; pero ninguno de ellos podía disuadir a su reina en cuanto algo se metía en su cabeza.

Pronto Elizabeth dejó de ser solo un pajarillo encerrado dentro del palacio de Kensington, para convertirse en la acompañante asidua de la monarca, siempre callada, siempre elegante, siempre perfecta; como una muñeca de porcelana en una vitrina. La imagen de la platinada dio la vuelta al mundo cientos de veces, generando mil teorías sobre su papel en la nobleza; aunque ya para nadie resultaba un secreto que la misteriosa chica era la hija ilegítima del anterior Duque de Cambridge.

Y a raíz de esto el mismo ex heredero y príncipe se presentó frente a la monarca para exigir la "liberación" de su "hija", pero Elizabeth era una prisionera ejemplar, y no le hizo falta intercambiar miradas con la monarca para saber lo que tenía que decir:

-Estimado señor, discúlpeme mi intromisión en este asunto –expresó la voz de campanilla de la muchacha parada junto a la reina- Pero creo conveniente hacerle ver mi posición. Aunque usted lo ponga en duda con sus acusaciones, este fue un papel que se me ofreció, pude declinar de el si era mi gusto –mintió descaradamente fijando sus azules ojos en los de su progenitor- Y fue de mi gusto aceptar la posición que por derecho me pertenece –declaró.

-Esto no es lo que tu madre y abuelos querían para ti –argumentó William- Ellos no querían verse involucrados con la nobleza.

-En ese entonces no pudieron tener en cuenta mi opinión, pero en este momento mi opinión cuenta y mis abuelos la han aceptado ¿Por qué su opinión debería valer mucho más que la de aquellos que me aman y criaron? –increpó Elizabeth alzando la barbilla en gesto de desdén- Su Majestad –llamó a la monarca- ¿Puedo retirarme? Esta conversación no es de mi agrado y ya he dado mi opinión al respecto –cuestionó a la anciana sabiendo que su papel estaba hecho.

-Adelante, mi niña. Nos veremos en la cena –contestó la jefa de estado complacida con la jovencita.

Elizabeth abandonó aquella habitación describiendo un amplio rodeo en torno al ex príncipe, dejando a la monarca encargarse de la situación. No era que ella ahora ambicionara su posición de noble, pero entendía a la perfección que luego de abdicar no había mucho que William pudiera hacer por ella, por lo que tendría que continuar siendo un pájaro enjaulado.

Las estaciones cambiaron y la platinada continuo estudiando, acompañando a la jefa de estado en cada oportunidad que se presentaba, mostrándose encantadora para las cámaras, y encontrándose con su familia solo en los confinados espacios del opulento palacio. Así pasó un año, y ahora con veintiún años en su haber la noble prisionera tenía que enfrentar otros obstáculos; la reina alargó sus ataduras permitiéndole escoger y realizar proyectos de beneficencia para dar a conocer su imagen aún más y saliera de su sombra.

Afortunadamente Elizabeth demostró tener entre sus genes aquel extraño magnetismo que la difunta Diana de Gales poseyó en vida, aun sin un título o corona en su haber, la agraciada platinada se ganó a las multitudes en sus apariciones benéficas. Leyendo para los huérfanos, cuidando a los enfermos de un hospital, apoyando propuestas feministas en entrevistas o dando clases de inglés en África; la ojiazul siempre era como una estrella donde quiera que iba, sin mucho maquillaje ni vestimentas demasiado elegantes, donde pisaba Elizabeth ella marcaba la pauta.

Fue así que la población Inglesa comenzó a amar a Elizabeth, llamándola "Lady Ellie" en honor a la desaparecida Lady Di. Y para mediados del año la joven ya había ganado adeptos dentro de las esferas políticas y nobles de Inglaterra. Fue cuestión de tiempo, pero las voces contrarias al derecho de sucesión de Elizabeth se mitigaron hasta ser casi inexistentes.

Y semanas antes de su vigesimosegundo cumpleaños Elizabeth fue reconocida y coronada como la segunda en línea para el trono Ingles, aunque no poseía título de princesa ni tierras, pero Elizabeth en solo dos años pasó de ser solo Elizabeth Liones a: Su Alteza Elizabeth Violette Liones.

Las responsabilidades de Elizabeth no hicieron más que aumentar con su nombramiento, los ojos del mundo estaban constantemente puestos sobre la joven, aunque a ella parecía no afectarle las llamas ardientes de la sociedad en la que se movía, siempre perfecta y amada por todos, digna de ser inapropiadamente llamada: princesa Elizabeth.

Pero aunque su derecho de sucesión estaba asegurado y por lo tanto los fines de la reina daban la apariencia de estar cumplidos, la historia no acababa allí. Isabel segunda primero debía asegurarse de consolidar la posición de Elizabeth, eso solo se lograba con cuatro cosas: tierras, titulo, consorte y herederos; por las primeras dos no podía hacer mucho ya que había intervenido demasiado a la hora de agregar a la platinada a la línea sucesoria, por lo último no podía hacer nada, pero lo tercero si estaba en sus manos.

-Elizabeth, necesitas casarte –comunicó la jefa de estado durante la cena tras seis días de profunda meditación.

En el rostro de la heredera quedó plasmada la más pura expresión de incredulidad, no obstante, rápidamente se obligó a componer sus facciones. Y bajando los cubiertos delicadamente hasta descansarlos en el plato frente a ella, respiró profundamente y contestó:

-Su-supongo –tartamudeó la vacilante joven- ¿Pero no es demasiado pronto?

-Para los tiempos que corren pudiera ser apresurado –concordó la monarca- Salvo que es necesario que lo hagas dada tu posición –argumentó.

-Su majestad, pronto tengo que viajar. ¿Podríamos discutirlo a mi regreso? –solicitó Elizabeth con aire solemne.

-Excelente respuesta, querida –alabó la anciana.

-Todo es gracias a su experta guía, Su Majestad.

Ambas consanguíneas permanecieron en silencio mientras terminaban sus alimentos, la mayor a la expectativa de una señal de rebeldía en la joven y la platinada luchando por mitigar las voces que gritaban en su subconsciente.

Cuatro semanas después la nerviosa Elizabeth volvía a reunirse con su bisabuela, consciente de lo que la esperaba tras las inmensas puertas del estudio privado.

-¿Tienes una respuesta para mí, Elizabeth? –indagó la mayor al ver entrar a la menor en su despacho.

La fría mirada azul en la regente casi intimidó a Elizabeth, pero ella estaba determinada a negociar con la dama de hierro.

-En efecto, Su Majestad –dijo segura de sí misma con su usual y delicado tono de voz.

Desde ese momento la jefa de estado acompañó a la menor a todas las grandes celebraciones a las que esta era invitada, siempre vigilante a las conversaciones que Elizabeth entablaba con el género masculino, respetando el trato que hizo con la joven noble de que entre las dos escogerían al candidato a consorte.

Fue en una fiesta de beneficencia donde la platinada conoció a la noble familia real de Luxemburgo. Inevitablemente los Grandes Duques se encargaron de presentar a Elizabeth con su hijo menor, un joven de veintisiete años y corta estatura, cabellos azabaches e impresionantes ojos verdes, el príncipe Zeldris de Luxemburgo.

El aire austero e intelectual del príncipe resultaron agradables para la heredera, pero lo que en realidad la enganchó al azabache fueron esos ojos verdes que parecían un vasto pastizal.

Apenas Elizabeth comunicó su idea a la reina Isabel, esta estuvo perfectamente de acuerdo. Zeldris era un joven con una renombrada carrera militar, excelente noble y regente, de carácter calmo y sosegado; casi era una pena que fuera el segundo hijo y no el primero, ya que podría ser mejor heredero que su polémico hermano mayor: Estarossa. Pero a efectos de los planes, Zeldris era el hombre ideal, un noble adecuado, séptimo en línea sucesoria luego de sus cuatro sobrinos y lo más importante, un noble de una monarquía en declive, por lo que era poco probable que una propuesta de compromiso fuera rechazada dada lo ventajosa de la unión para el territorio de Luxemburgo.

Tal como la monarca británica predijo, la propuesta de enlace fue bien recibida; Elizabeth parecía calmada al respecto y la familia de Luxemburgo estaba encantada con la idea.

Se acercaban las celebraciones navideñas cuando Elizabeth recibió una invitación por parte de los Grandes Duques a hospedarse en el Castillo de Berg por unas semanas antes de las fiestas. La reina Isabel vio en la invitación la oportunidad propicia para afianzar la relación entre Elizabeth y el príncipe, por lo que rápidamente dio su aprobación y comenzaron los preparativos para dicho viaje.

La tarde en que la platinada llegó a la residencia de los nobles fue el evento más inesperado y reconfortante que la chica había vivido desde que ingresó a la nobleza. La Gran Duquesa consorte y la Duquesa heredera consorte casi la asfixiaron al abrazarla, muy felices de su llegada.

-¡Oh, Su Alteza, discúlpenos por ser tan efusivas! –solicitó Elise de Luxemburgo la madre de Zeldris.

-Sí, es que estamos muy emocionadas de tenerla aquí –concordó la Duquesa heredera consorte: Lizeth.

-No se preocupen, es refrescante ver tanta animosidad en la nobleza- comentó Elizabeth intentando apaciguar a las preocupadas damas.

Las duquesas sonrieron con complacencia hacia la invitada, se apartaron unos instantes para que el resto de la familia la saludara; Estarossa dio unas breves palabras de bienvenida a la ojiazul, el Gran Duque Damián realizó una respetuosa inclinación que fue correspondida por Elizabeth y Zeldris tomó la mano derecha de la joven y besó el dorso de esta.

-Sea bienvenida, Su Alteza Elizabeth –saludó el azabache sonriendo imperceptiblemente.

Aquellos orbes esmeraldas estremecieron a la extranjera y provocaron que sus mejillas se calentaran violentamente.

-Es un honor haber recibido tal invitación de su familia, príncipe Zeldris –comentó con su musical voz.

Los saludos de rigor terminaron y la familia real se encargó de guiar a su invitada y empleados por los intrincados pasillos. Dos doncellas y tres guardaespaldas se encargaron de acomodar las pertenencias de Elizabeth en la habitación que le habían designado, mientras la platinada era conducida en un pequeño tour por el suntuoso castillo.

-Es una pena que por el invierno no podamos disfrutar de las vistas del jardín –comentó Zeldris mientras llevaba a Elizabeth de su brazo izquierdo- Los rosales en primavera son maravillosos.

-Estoy segura de que lo son –dijo Elizabeth con amabilidad- Aunque el invierno también ofrece maravillosas vistas –comentó mientras veía la nieve caer a través del cristal de las magníficas y amplias ventanas.

-Prefiero la primavera –acotó el azabache- Este palacio es famoso por sus jardines, en especial por los rosales, son una especie exótica que ha sobrevivido en estas tierras desde 1840 –relató el príncipe.

-¿No gusta usted del frio? –indagó.

-No me malinterprete, me gusta el invierno, solo que tengo cierta fascinación por el momento del día donde el dorado del sol baña el escarlata de la rosas, es poesía en su estado más explícito –explicó el ojiverde.

-¿Gusta usted de la poesía? –indagó Elizabeth.

-Soy un aficionado –confesó- Aunque mi hermano suele molestarme bastante por ello.

-Tal vez podría recomendarme algo para leer antes de dormir –solicitó la ojiazul.

Zeldris observó a la platinada como si se tratara de una criatura mítica. A él le parecía una mujer bonita sin duda alguna, interesante por sus temas de conversación y opiniones controversiales, pero había que no terminaba de encajarle con la chica. Elizabeth le gustaba al príncipe, salvo que su fría belleza no calentaba su alma, no le llenaba de la felicidad que el dorado del sol sobre los pétalos de una rosa carmesí despertaba en él.

-Sigamos con el recorrido –dijo Zeldris- Estoy seguro que este espacio le gustara para pasar las tardes –comentó.

Las fuertes manos del hombre empujaron unas puertas dobles de madera bellamente labrada con moldes de soles forjados en metal dorado. El espacio tenía una pared entera de ventanales por donde el sol filtraba su luz, haciendo destellar los cristales de hielo que caían del cielo y que ofrecía una magnifica vista del paisaje invernal del jardín real.

En la habitación había pocos muebles, pero los que había se veían muy cómodos, todos tapizados con terciopelo color vino, algunas mesas de madera pulida y una hermosa chimenea sobre la que reposaba el imponente cuadro de un escultor que trabajaba sobre una gran pieza de mármol.

-Este sitio es maravilloso –susurró Elizabeth paseando la mirada desde el brillante suelo, las elaboradas cortinas y la nevada a través de los ventanales.

-Es el salón favorito de mi madre –dijo Zeldris.

-¿Es correcto que estemos aquí? –indagó preocupada.

-No te preocupes, si no te lo mostraba yo, seguramente ella lo haría mañana a la hora de la merienda –argumentó con tranquilidad.

Entre ambos se estableció un profundo silencio, que con el pasar de los minutos solo lograba poner tensa a Elizabeth, por lo que buscó desesperadamente algo de lo que hablar hasta que sus ojos azules se posaron sobre la pintura.

-Es una obra muy particular –comentó la platinada acercándose a la chimenea para observar mejor el cuadro- No veo su nombre –murmuró buscando una placa que indicase el nombre d de la obra.

-Se llama: "Manos del sol" y no conocemos su autor, es curioso, normalmente el nombre de una obra algo tiene que ver la imagen, pero nunca he podido entender porque en este caso no es así –argumentó Zeldris.

Los cetrinos ojos de Elizabeth escanearon atentamente la pintura, se trataba de un hombre rubio de enormes ojos verdes que con martillo y cincel en mano trabajaba sobre una pieza de mármol que dejaba adivinar una figura femenina, tras el artista había una ventana por la que entraban raudales de luz que parecían abrazarlo desde la espalda sin que él apartara su mirada concentrada de la piedra que tallaba.

El gesto concentrado y algo frustrado de la imagen atrajo a Elizabeth como el metal al imán, perdiéndose en la forma en que el hombre parecía morderse el labio inferior mientras trabajaba y el ceño levemente fruncido que daba un aire duro a las juveniles y atractivas facciones.

-Creo que yo lo entiendo –susurró Elizabeth mientras seguía embelesada por los magníficos tonos verdes que usaron para dar dimensión a la mirada del artista.

-¿Qué? –preguntó Zeldris.

-Mira la forma en la que la luz parece abrazarlo por la espalda, y como irradia sobre las manos del escultor, parecen manos de luz guiando las del artista –comentó Elizabeth.

Zeldris escaneó brevemente la pintura sin notar aquello que Elizabeth describía, por lo que amablemente comentó:

-No puedo verlo como usted, Elizabeth. Pero estoy seguro que un conocedor del arte podría llegar a distinguir lo que su fino ojo ha notado –razonó- Esta obra llegó a la familia con el matrimonio de mi bisabuela, ella era de la perdida nobleza griega y esta fue uno de los tesoros que trajo de su país –relató.

-Tal vez eso nos haga parientes, mi bisabuelo perteneció a esa monarquía antes del matrimonio –aclaró Elizabeth preocupada.

-Lo dudo –aseguró Zeldris- Y aunque así fuera, los nobles eventualmente somos familia mientras más pequeño se hace nuestro círculo –explicó frunciendo un poco el ceño.

Nuevamente Elizabeth sintió el silencio envolverlos, por lo que dijo lo primero que se le ocurrió.

-Sus ojos y los tuyos se parecen –comentó, pero ante la confusión en el rostro de Zeldris tuvo que aclarar- Tus ojos y los del escultor se parecen.

-Mi madre también opina lo mismo, de hecho esta pintura pasó mucho tiempo en alguna esquina de una habitación llena de otras antigüedades, hasta que ella la rescató poco después de casarse con mi padre –contó- De hecho, a ella le recuerda a Meliodas...

-¿Meliodas? –cuestionó Elizabeth.

-Mi hermano mayor y primogénito de mis padres, falleció siendo un bebé –relató Zeldris- Padre estaba tan destrozado que ordenó que guardaran toda fotografía o pintura de él, pero mi madre dice que era tan rubio como el hombre de la pintura, supongo que por ello hizo que la colgaran en su salón favorito.

La amargura en la voz de Zeldris llamó la atención de la platinada.

-Príncipe Zeldris –susurró la invitada.

Sin meditarlo mucho la heredera estrechó al hombre entre sus brazos, intentando consolarlo, esforzándose por aliviar la profunda pena que reflejaban esos hermosos ojos verdes.

El príncipe disfrutó de la calidez del regazo femenino hasta que se percató de la embarazosa situación en la que se encontraba, a pesar de que estaba en brazos de su futura prometida sentía que algo no estaba bien, por lo que se separó bruscamente.

-Yo... Yo lo siento, Su Alteza –se disculpó el ruborizado hombre.

-Al contrario, discúlpeme usted a mí –rebatió Elizabeth.

Zeldris parecía encontrarse en una encrucijada, y tal era su expresión de aflicción que la fémina le presentó una salida.

-Príncipe Zeldris –llamó la joven y en cuanto los orbes de color verde se encontraron sobre su rostro dijo- Estoy más agotada de lo que pensé ¿Podría conducirme nuevamente a mi habitación? –solicitó con dulzura.

-Eh... Yo... Sí –apenas alcanzó a responder el ruborizado caballero.

En silencio la pareja recorrió los pasillos por los que antes había transitado, hasta llegar a la habitación de la visitante. La platinada se despidió cortésmente del príncipe e ingresó a su alcoba, donde permaneció leyendo desde sus dispositivos electrónicos hasta la hora de la cena.

Más tarde, justo antes de que el enorme reloj del comedor tocara la onceava campanada, Elizabeth regresó a sus aposentos escoltada por sus guardias y un serio Zeldris.

-Buenas noches, que descanse, Alteza –se despidió la platinada.

Esa noche Elizabeth se removió inquietamente en la enorme cama sin poder conciliar el sueño, por lo que intentó leer para conseguirlo, no obstante la iluminación de la pantalla de su celular sobre el rostro no hacía más que mantenerla despierta. Fuera de la habitación no se escuchaba ni un murmullo de los guardaespaldas. La frustrada platinada dejó el aparato sobre la mesa auxiliar e intentó nuevamente acurrucarse entre las sabanas y cerrar los ojos a la espera de quedarse dormida.

Un pequeño reloj antiguo marcó suavemente las doce de la noche con un discreto chasquido, y en ese momento un reflejo dorado paso ante el rostro de ojos cerrados de Elizabeth. Inmediatamente ella abrió los ojos y buscó la fuente de la luz, hasta encontrarla pegada sobre la puerta de madera que conducía al pasillo, el perfecto circulo de luz brillante titilaba como si intentara llamarla.

Elizabeth pensó que era una luciérnaga e intentó ignorarla, pero el animal parecía decidido a molestarla, porque en cuanto volvió a cerrar los ojos, la mota de luz dorada empezó a revolotear sobre el rostro femenino. La ojiazul intentó darle un manotazo pero sus dedos atravesaron el haz de luz sin encontrarse con el esperado insecto que supuestamente emanaba el molesto brillo.

La heredera volvió a seguir a la misteriosa partícula de luz con la mirada, hasta que se posó nuevamente sobre la madera de la puerta, como indicándole que la liberara. Tal vez toda aquella experiencia era producto de la falta de sueño y el estrés, pero Elizabeth decidió hacerle caso a la voz en su cabeza que le gritaba seguir a la mota brillante.

Con un abrigo sobre los hombros, la platinada se dirigió hasta el pomo de la puerta y la abrió, la pequeña esfera de luz salió de la habitación en cuanto pudo, pero Elizabeth no la siguió, más bien observó extrañada la falta de sus guardias. Paralizada en el umbral de la alcoba, la heredera pareció perder el hilo de sus acciones, hasta que el haz brillante nuevamente revoloteó sobre su rostro, incitándola a seguirlo.

Su caminata nocturna la llevó hasta las ornamentadas puertas de madera y decoraciones metálicas de soles, cuando empujó la madera el haz de luz pareció moverse más rápido para entrar a la habitación, con Elizabeth tras el. Los ojos azules buscaron a la misteriosa "luciérnaga" dentro del salón, hasta encontrara frente al cuadro del escultor, pero una vez que sus ojos enfocaron a la tintineante luz, esta desapareció dentro de la pintura.

La incredulidad llevó a Elizabeth a fregarse ambos ojos con el dorso de sus manos, preguntándose internamente una y otra vez si lo que vio fue real. Llevada por la curiosidad se acercó hasta la pintura, escrutándola por quien sabe cuánto tiempo, hasta que le pareció ver al artista cambiar su expresión de concentración por una de diversión absoluta.

A Elizabeth la mandíbula se le quería desencajar de la impresión cuando vio al hombre rubio proferir una silente carcajada y luego agacharse hasta el borde inferior del marco, ofreciéndole sus manos como si esperara porque ella las tomara. Guiada por el mas bizarro instinto de aventura, digno de Alicia en el país de las Maravillas, la platinada alzó una temblorosa mano hasta el borde marmóreo de la chimenea. El hombre de la pintura movió sus palmas como si le indicara que tenía que ofrecerle ambas manos.

Con miedo, la ojiazul levanto su otra mano y al ponerla paralelamente junto a la otra, las manos masculinas salieron de la pintura y sostuvieron las suyas con un cálido toque. De un tirón el musculoso hombre despegó del suelo los pies de la aterrorizada dama y la haló dentro de la pintura.

Elizabeth abrió los ojos con miedo, esperando despertarse en el suelo junto a su cama, pero no fue así, frente a la incrédula chica estaba el taller que era el ambiente de la pintura. Ella podía sentir la calidez del sol sobre su piel y oír el trino de las aves, su mirada dejó de analizar el fondo y se centró en la presencia masculina que aun sostenía sus manos.

-Esto tiene que ser un sueño –susurró Elizabeth.

-No creí que esa seria tu primera oración, nishishi –comentó burlón el escultor- Y no estas soñando.

-No es posible, tu eres una pintura –argumentó la platinada soltándose del agarre masculino.

-Te aseguro que soy mucho más que una pintura –agregó el rubio.

-¿Quién eres tú? –preguntó la confundida dama.

-Esa si es la pregunta que creí que harías –razonó metiendo sus manos dentro de los bolsillos –Me llamo Meliodas.

-Justo como el hermano fallecido del príncipe Zeldris –murmuró ella.

-Error –anunció con voz cantarina- Él se llamó como yo, he vivido mucho más que ese niño y como dicen en la tierra: "El orden empieza por quien nació primero". Y yo tengo unos cuantos miles de años, nishishi.

-¿En la tierra? ¿Dónde se supone que estamos?

-¿Dónde supones tu que estamos? –rebatió Meliodas.

-Dentro de la pintura –puntualizó Elizabeth.

-Cierto, seamos específicos... ¿A dónde crees que paraste al atravesar la pintura? –cuestionó invadiendo el espacio personal de la platinada.

-Yo, yo, no lo sé ¿Qué hago aquí? –preguntó temerosa.

-Escuché lo que dijiste sobre la pintura, fuiste tan sagaz que quise conocerte –respondió Meliodas dándole nuevamente espacio a la ojiazul- Y le pedí a este pequeño amigo que te trajera hasta mi –explicó juntando sus manos y de estas manó un pequeño punto de luz que revoloteó rápidamente alrededor de Elizabeth antes de volver a las manos del rubio y desaparecer.

-¿Cómo hiciste eso? –preguntó fascinada.

-Invocar luz es normal para mí –dijo con fastidio- No por nada los mortales me conocen como Apolo, Dios del sol –reveló.

-Dijiste que te llamabas Meliodas –acusó.

-Ese es mi verdadero nombre, por eso fui específico al decirte que los mortales me llaman así.

-No es posible, tú eres una deidad mitológica –debatió Elizabeth.

-Mitológico no implica una mentira necesariamente –explicó el ojiverde- Aunque como eres tan sabia, dímelo tú ¿Quién más que una deidad podría lograr que una humana corriente ingrese a una pintura?

Elizabeth permaneció en absoluto silencio por unos minutos procesando toda la nueva información, hasta que se decidió a preguntar:

-¿Por qué me trajiste aquí?

-Solo quise conocerte, hablar un rato. Me gusta ser amigo de personas interesantes –explicó mientras se sentaba en un taburete de madera- Vamos, siéntate donde gustes –apremió- ¿Quieres un té? ¿Una copa de vino? Mi amigo me dijo que parecías tener insomnio y una buena charla te ayudará a dormir mejor –argumentó animadamente.

Elizabeth pareció decidir que era mejor vivir aquel extraño sueño de buena gana, por lo que aceptó la copa que el rubio le ofreció y degustó el vino más exquisito que había probado nunca. Ella no notó el paso de las horas, pero se sentía tan cómoda junto a aquel hombre que sintió que podría pasar eternidades conversando banalidades con él sin cansarse. Estaba a la mitad de una anécdota sobre una tarta quemada cuando el rubio mostró una expresión de dolor y la interrumpió.

-Elizabeth –dijo con pesar- Es hora de que vuelvas a tu cama, debes descansar un poco antes de reunirte nuevamente con esos nobles –argumentó Meliodas.

Con la sutileza de un caballero, el rubio retiró la copa de las manos de la joven y tomó una de estas entre las suyas, halando de ella para incitar a la platinada a levantarse de su asiento.

-Fue un verdadero placer tenerte aquí, Lady Elizabeth –comunicó amablemente el ojiverde.

Tomados de la mano se acercaron hasta una puerta cercana a la escultura sin terminar, al abrirla vieron una versión pintada del salón del Castillo de Berg. Meliodas posó su mano libre sobre la cadera femenina, empujándola con gentileza a que atravesara la imagen y pronto la heredera veía la pintura parada sobre la chimenea, el rubio hizo un ademan con una de sus manos ahora libres, y una serie de escalones brillantes se crearon frente a Elizabeth. Por instinto, ella bajó los peldaños y volteó a ver a Meliodas una última vez, este realizó una profunda reverencia para ella antes de volver a su posición inerte en el cuadro.

La platinada volvió a su habitación por mera inercia y con la mente en blanco, una vez allí regresó a la cama y cayó en un profundo sueño.

Cuando las doncellas tocaron la puerta la platinada se levantó sin ningún problema, totalmente descansada como si hubiera dormido toda la noche. Elizabeth pensó que todo lo que estaba en su memoria no fue más que un fantasioso sueño que la ayudaría a estar de buen humor durante todo el día.

El desayuno en compañía de los grandes duques fue de su agrado, incluso notó con complacencia que Zeldris había abandonado esa postura seria para con ella, por lo que al terminar sus alimentos accedió rápidamente a pasar un rato con él en la biblioteca del castillo.

Los futuros prometidos disfrutaron un rato de agradable silencio uno junto al otro, mientras leían recomendaciones que se hicieron mutuamente. Aunque Elizabeth se distraía de vez en cuando mirando al azabache, buscando en el rostro masculino los rasgos que s ele parecieran más al hombre con el que soñó.

Fue durante la merienda de la tarde que la heredera fue convocada por las mujeres de la familia de Luxemburgo. Y mientras hablaban de banalidades, la de cabellos albinos no dejaba de observar de refilón a la pintura que había inspirado su bizarro sueño, en una de sus furtivas miradas al cuadro captó plenamente como el rostro del hombre de oleo esbozaba una traviesa sonrisa para ella, sorprendiéndola. Tanto fue el susto que la taza de té que sostenía Elizabeth cayó sobre la alfombra derramando su contenido.

-¿Qué sucede, Elizabeth? –preguntó la preocupada Gran Duquesa.

Aun cuando sus manos y labios temblaban sin control, la joven se apresuró a crear una excusa.

-Yo, yo... Vi algo que pasó por la ventana y me asusté –mintió- Lamento lo de la alfombra – dijo expresando su angustia por el estropicio causado.

-No te preocupes, cariño. Mandaré a buscar a alguien que lo limpie inmediatamente –consoló la pelirroja Lizeth.

-¿Qué fue lo que viste? –preguntó Elise.

-Pudo ser la sombra de una rama o un montón de nieve al caer del techo, me sorprendió –argumentó Elizabeth.

-Oh, querida. Estas temblando. Será mejor que vayas a descansar un rato, haré que te envíen mi receta especial de té para calmar los nervios –dijo Elise.

-Sí, eso creo... -susurró.

-Aun estas temblando ¿No quieres que te acompañe? –ofreció Lizeth- Tambien puedo llamar a Zeldris para que te escolte –comentó la pelirroja, creyendo que la platinada se sentiría segura junto a su hermano político.

-Sois muy amables, pero puedo regresar sola –insistió Elizabeth.

Minutos después la platinada ingresó a su habitación precipitadamente, y fue directamente hasta el escritorio donde aguardaba su tablet, de esta manera la heredera británica se sumergió durante tres horas en la búsqueda de artículos relacionados con el nombre "Apolo" y "Meliodas". Muchas cosas que encontró la sumergieron en una profunda e ilógica tristeza, pero prefiero decirse a sí misma que lo que supuestamente vio fue una alucinación, antes de permitir que los artículos de internet hicieran mella en su corazón.

Esa noche luego de la cena, Elizabeth se esforzó por volver a dormir pero nuevamente cuando el reloj marcó las doce, una luz revoloteó frente al rostro femenino. Y como si estuviera embrujada la platinada terminó irremediablemente tomando las manos de Meliodas para ingresar nuevamente al cuadro.

-¿Estas bien? ¿No te cortaste con esa taza? –preguntó el preocupado rubio en cuanto tuvo a la ojiazul sostenida contra su cuerpo.

-¿Ehm? –murmuró desconcertada- No, para nada –aclaró Elizabeth separándose lentamente del cuerpo masculino, recuperando su espacio.

Meliodas sintió el rechazo a su toque como un puñetazo en el estómago, pero su preocupación era más importante que su ego herido.

-Pero, no parabas de temblar, yo te vi... -acotó.

-Sí, pero es que... Pensé que todo lo de ayer fue un simple sueño –explicó.

-¡Por favor! No podrías soñar alguien como yo ni aunque vivas cien años –bromeó egocéntrico.

-Tienes razón, nunca soñaría que el Dios del sol, la curación y la música podría ser un chaparro –rebatió Elizabeth.

-De las artes, no solo de la música –corrigió ignorando el insulto a su altura.

-Entonces tiene sentido que aparezcas a través de una pintura –analizó la platinada.

-También sé tocar la lira –agregó Meliodas.

-También sé que eres bueno con el arco –puntualizó Elizabeth- Tienes muchos talentos pero parece que la escultura no se te da bien –acotó mirando a la burda silueta femenina plasmada en el mármol.

-Parece ser que alguien estuvo investigando sobre mí –argumentó coqueto reduciendo el espacio entre su cuerpo y el femenino.

-Lo admito, pero por ello te tengo asco –reveló la heredera.

Aquellas palabras dolieron profundamente en el dios.

-¿Por qué? –inquirió confuso.

-¿Y lo preguntas? –cuestionó sarcásticamente mientras volteaba los ojos- Te acostaste con varias de tus medias hermanas, incluso te involucraste con tus descendientes.

-¿Tienes algo en contra de las relaciones homosexuales? –cuestionó Meliodas con el ceño fruncido.

-¡Claro que no! Apoyo la diversidad sexual –exclamó rotunda.

-No deberías juzgarme, de todos modos los nobles de tu tiempo se siguen casando entre ellos y prácticamente todos son primos –argumentó el rubio cruzado de brazos- Incluso tu prometido técnicamente el tu pariente lejano.

-¡Zeldris no es mi prometido! –gritó con rotunda negación, causando un revoloteo en el pecho del rubio.

-Aun no... -comentó con amargura- De todos modos no lo hice –confesó.

-¿Qué? –murmuró confundida.

-No me acosté con ninguno de mis consanguíneos o familiares directos o indirectos, tampoco con hombres. Es allí donde entra la palabra mito a mitología –suspiró con hastió- Los humanos inventan cada cosa con tal de excusar sus actos, haciendo ver que sus crímenes son por dictamen divino, justificando sus desviaciones con invenciones de su mente. No niego que he estado con más mujeres de las que puedo contar con los dedos, pero no he violado, secuestrado, forzado o maldecido a nadie en mi vida. ¡Tengo una hermana! ¡La mera idea de que cualquiera de mis actos pudiera ser replicado en el cuerpo de ella me lleva a no ser menos que un caballero!

-¿Y eso te molesta? –inquirió Elizabeth al ver la furia del dios.

-No, pero me desagrada que crean eso de mí. No todos los dioses estamos en el mismo saco –planteó.

-Lo siento, Meliodas –se disculpó la avergonzada heredera- No debi dar por hecho todo lo que leí en internet. ¿Qué tal si me cuentas la verdad? Dime quien es Apolo el dios del sol.

-Para empezar, me gusta que me digan Meliodas –dijo sonriente- ¿Te parece que paseemos mientras hablamos? –cuestionó ofreciendo su mano a la joven dama.

-¡Me encantaría! –exclamó tomando la mano del rubio- Pero ¿A dónde iríamos? –cuestionó observando el estrecho taller.

-¿De verdad crees que paso todo el día en este taller? Nishishi –bromeó encaminándose hasta una puerta que la platinada no vio en su anterior visita.

Tras la puerta se ocultaba un paraíso de enormes columnas de mármol, blancas fuentes y exuberante vegetación en el que Elizabeth y Meliodas tuvieron el gozo de charlar largamente hasta que el tiempo se les agotó.

Y como la vez anterior, el rubio ayudó a la platinada a salir del cuadro del taller, asegurándole que le esperaría la siguiente noche.

Durante el día la bisnieta de Isabel II no podía dejar de pensar en el rubio dios, incluso se perdió bobamente más de una vez en los verdes ojos de Zeldris, soñando que era Meliodas con quien estaba, pero eventualmente la ensoñación se rompia y Elizabeth se percataba que no estaba junto al ojiverde dios, sino junto a un maravilloso hombre que no se merecía ser el reemplazo de otro.

Varias veces en el día, Zeldris se percató de como la mirada que le dedicaba su futura prometida pasaba de la máxima ilusión al descontento, horror o vergüenza, y él no podía evitar preguntarse el porqué.

Esa noche Meliodas no tuvo que enviar a su emisario por la platinada, ella se presentó en el salón por si misma al tocar las doce y como anteriormente, él la ayudó a ingresar al cuadro. En su tiempo juntos el rubio tocó maravillosas melodías en la lira para disfrute de la ojiazul, quien lo contemplaba en silencio, grabándose cada una de sus facciones masculinas y terriblemente tractivas bañadas por el resplandeciente sol que gentilmente los iluminaba.

-¿Por qué aquí es de día cuando en Luxemburgo es de noche? –preguntó en determinado momento Elizabeth.

-Soy el dios del sol, Elizabeth. Su luz me obedece. Incluso cuando es de noche el sol está allí, es por el que vez la luna brillar, no importa cuánto dure la noche más oscura el sol vuelve a salir siempre, es así como son las cosas –declaró Meliodas como si hablara de una verdad inamovible- ¿Por qué? ¿Quieres tener una cita a oscuras? –bromeó pervertidamente.

-No estoy segura –confesó Elizabeth.

Y así durante dos semanas sin falta la platinada convivio con Meliodas durante las madrugadas, y en las mañanas se lamentaba del momento en que ya no pudiera verlo, pronto ella abandonaría el Castillo de Berg y no lo visitaría con asiduidad, e incluso en el momento en que su compromiso se formalizar ya estaba determinada a no ver más al rubio, ella era una mujer fiel y no irrespetaría de esa manera unos votos sagrados.

Faltaba una semana para el festejo de navidad, fecha en la que Zeldris y ella harían formal su compromiso, y aunque estaba segura de amar a Meliodas, mayor era su determinación a cumplir con el rol que le habían otorgado casi tres años atrás.

Esa noche la tristeza de la ojazul era evidente para la aguda vista del dios de las artes, pero aunque quería saciar su curiosidad, tenía miedo a las respuestas.

-Mel –murmuró la calmada voz de la fémina junto a él, haciendo uso del dulce apodo que recientemente le había otorgado- ¿Qué intentaste hacer en esta escultura? –preguntó paseando sus manos por el mármol maltratado por el cincel.

-Ah, eso... -comentó aburrido- Hace algunos siglos mi hermana me preguntó que: ¿Qué tipo de mujer seria la persona a la que yo le entregaría verdaderamente mi corazón? En aquel entonces describí mil cualidades inconexas e irreales. Elaine me dijo que lo que yo describía era una fantasía inexistente –relató con tristeza- Por ello me empeñé en esculpir a esa mujer de mis sueños, pero jamás pude, ha pasado tanto de ese momento y nunca pude plasmar a la mujer que yo juraba que amaría –soltando una risa amarga- Incluso influí a un pintor para que retratara la obra que yo creí era real, pero no pudo. Allí supe que no estaba seguro de lo que amaba o amaría, entendí que no se nada sobre el amor y en algún punto dejé de intentar visualizar a esa persona, de soñarla...

-Oh, Meliodas... –susurró la platinada apartando su mirada y manos del trozo de mármol, para estrechar fuertemente al ojiverde entre sus brazos- No te tortures con ello, Mel –intentó consolar al hombre cuya barbilla descansaba en su escote con, tal vez, demasiada confianza- Los humanos tampoco podemos asegurar que cosas o personas podemos amar hasta que inevitablemente lo hacemos –confesó.

-¿Cómo puedes estar segura de lo que dices? No has vivido ni la mitad de lo que yo.

Elizabeth sentía que la mirada torturada del rubio le quemaba como acido, por lo que anheló con todas sus fuerzas la respuesta correcta a la desazón del ojiverde y la obtuvo.

-Porque así me ha pasado, justo ahora –puntualizó.

La determinación de la joven era inamovible, y fue por ello que inclinó su rostro hasta juntarlo al del hombre que abrazaba, estampando sus labios contra los ajenos en una caricia sanadora cual bálsamo milagroso. Las manos del rubio se movieron de la cintura femenina a los delicados hombros descubiertos de tela debido al delicado y escaso de tela camisón para dormir. Mientras que los dedos de ella se enredaron en la suave y revoltosa cabellera masculina, acariciándola con veneración, llevando a su portador al borde del deseo.

Pero aunque la deseara, Meliodas no iba a contaminar su primer momento con las nubes oscuras de la lujuria, por lo que solo se limitó a besarla, no tan castamente como hubiera querido, pero es que probar los labios de Elizabeth era una adicción segura desde el primer instante y le era sumamente difícil controlarse.

Esa noche estuvo llena de besos, risas y caricias castas; esa madrugada Meliodas sintió el placer de las manos amadas en el cabello y Elizabeth sintió el gozo de besar tantas veces a la persona que adoras que los labios quedan sensibles.

Al despertar en su cama a la mañana siguiente, Elizabeth no cabía en sí de la felicidad. Por la tarde compartió una amena merienda con sus nobles anfitriones, quienes comenzaron a hablar de los preparativos de la boda, conversación que le sentó como un balde de agua fría.

La platinada se removía inquieta y en cada instante miraba la pintura con la vivida angustia retratada en sus facciones, todo esto bajo la atenta mirada de Zeldris, que permanecía en silencio solo observando a su futura prometida.

Cuando dieron las doce la joven heredera se encaminó al salón, donde se esforzó por retener las lágrimas al ver el rostro triste de Meliodas cuando extendió sus manos para ayudarla a entrar a la pintura.

Una vez juntos permanecieron varios minutos en silencio total hasta que el rubio decidió hablar.

-¿Aun después de lo de ayer piensas continuar con ese matrimonio? –indagó sombrío.

-Meliodas, no tengo opción –dictaminó Elizabeth.

-¡Claro que la tienes! –gritó él azotando su puño izquierdo contra la mesa llena de instrumentos de arte.

-No la tengo, de donde vengo soy una cautiva, un paraje de alas cortadas en una jaula de oro. Es mi deber casarme con Zeldris.

-¡Deber! –exclamó iracundo- ¡No me hables de deber, Elizabeth! Tu deber es permanecer a mi lado, sabes tan bien como yo que nos pertenecemos el uno al otro ¿O me dirás que todas las palabras de ayer fueron promesas falsas?

-Sabes bien que no, eres el dueño de mi corazón, de mi vida si así lo prefieres –declaró- Pero cosas malas sucederán si no regreso y me quedo a tu lado –argumentó- Los que amo sufrirán por ello.

-No voy a perderte, Ellie –dijo en negación.

-Meliodas... Mi familia es primero, quien sabe qué hará esa mujer con ellos si desaparezco. Y no le voy a ser infiel a mi esposo, el matrimonio es un voto sagrado –declaró con seguridad.

-¿Qué hay de tu fidelidad a mí? –cuestionó destrozado.

-Te amaré hasta el último día de mi vida como ya te lo dije, pero no puedo decirte que me quedaré a tu lado y mucho menos te haré pasar por la pena de compartirme con otro –argumentó Elizabeth con firmeza.

Meliodas pareció perder la razón. Tomó entre sus brazos a la ojiazul y la levantó en vilo, obligándola a enredar sus piernas entorno a las caderas masculinas, el rubio apoyó bruscamente a su amada contra la mesa de implementos de escultura y comenzó a regar húmedos besos sobre cada trozo de piel expuesto, robándole más de un gemido a la avergonzada joven.

-Te amo, te amo, te amo –susurraba una y otra vez el ojiverde mientras besaba y lamia la blanquecina piel- Quédate conmigo, eres mía y yo soy tuyo –suplicó.

-Nhg... Aaah –gimió Elizabeth al sentir el roce del duro bulto masculino sobre su enfebrecida área genital- Meliodas, detente –pidió- No así, mi sol...

-Di que te quedaras conmigo –suplicó nuevamente el rubio sin detener su asalto a la piel expuesta de la platinada.

-No –respondió agitada.

-No me dejas opción, Ellie –dijo con voz ronca.

Una de las fuertes manos se dirigió hasta la delgada tela que cubría la intimidad femenina y la arrancó de un firme tirón, seguido dos dedos se hundieron con brusquedad en la virginal carne, arrancando un alarido de dolor de la chica. Fue en ese momento que una firme y delicada mano de uñas rosadas colisionó con la mejilla derecha del dios.

-¡Detente, Meliodas! –exclamó Elizabeth- No tengo objeción a entregarte todo de mí, te amo y podría crear una religión en torno a tu nombre, pero en estos momentos usas mi amor por ti de la manera incorrecta –evidenció.

-Elizabeth, yo... Lo siento –dijo profundamente arrepentido, y era notorio en sus facciones.

-Abre la puerta –solicitó- Voy a irme.

-No, Elizabeth, por favor –suplicó con las lágrimas inundando sus ojos hasta rebalsarse.

-No lo hagas más difícil, solo déjame ir.

La mirada determinada de la platinada solo le hizo entender a Meliodas que si la forzaba a permanecer dentro de sus dominios la perdería verdaderamente para siempre, no solo su amor, sino también su amistad; todo arrasado por su inseguridad. Estuvo a punto de convertirse en el dios que los humanos creían que era, un bastardo violador, y lo peor era que intentó hacérselo a la mujer que amaba.

Aun consternado, Meliodas movió su mano y la puerta de salida se desbloqueó, con el corazón figurativamente en un puño le tocó observar como Elizabeth se alejaba de él sin mirar atrás.

Pasaron dos días y la platinada no había vuelto a reunirse con el dios, incluso se excusó de las ultimas meriendas organizadas por sus anfitriones con tal de no ver el cuadro del hombre que amaba. Pero al tercer día las cosas cambiaron y Elizabeth regresó al salón preferido de la Gran Duquesa durante la tarde, en un horario en que ningún miembro de la casa real merodeaba por la habitación.

-Hola, Mel –saludó con timidez al cuadro- No te molestes, yo no voy a entrar –se apresuró a decir en cuanto vio al artista moverse en su retrato- Solo vine a decirte, que todo lo que pasó está olvidado. Te he perdonado –ella sonrió en cuanto vio la felicidad pura plasmada en el rostro de Meliodas- Pero aunque te perdone, no volveré a reunirme contigo –aquella realidad golpeó a la figura de oleo como un guantelete de hierro, él pareció exclamar algo- Dadas las circunstancias es mejor no encontrarnos más, yo tengo que asumir mis obligaciones y tú, no tienes por qué sufrir mi tozudez –la imagen volvió a moverse como si reclamara algo, pero era bien sabido por ambos que la voz del rubio no podía abandonar la pintura.

Elizabeth respiró hondo y se preparó para dar su amarga despedida en soledad, o eso ella creyó.

-Te amo tanto, Meliodas. Tanto que duele respirar cada segundo sin ti, pero esto es lo correcto, tengo que casarme con Zeldris y no hay nada que pueda hacer para ser libre junto a ti –explicó llorando amargamente.

Al otro lado de la puerta que daba al pasillo, el príncipe azabache miraba y oía a la platinada hablar con el salón vacío, o eso pensaba él, ya que desde su discreta posición no podía ver a la iracunda figura masculina pasearse de un extremo a otro del cuadro sobre la chimenea. El noble de ojos verdes notó en los movimientos de la platinada que ella estaba por abandonar la habitación, por lo que se apresuró a esconderse.

Bajo la atenta mirada del príncipe, Elizabeth abandonó el salón hecha un mar de lágrimas. E intentando comprender lo que sucedió dentro del salón, Zeldris decidió seguir a la platinada durante el resto de su estancia.

En su vigilancia continua, el azabache notó con tristeza la manera en que la ojiazul parecía buscar en él algo que no existía, llenándolo de insatisfacción y resentimiento, además de que presencio con malestar como su futura prometida se pasaba largas horas en el salón de su madre hablándole al cuadro sobre la chimenea, llamándole Meliodas y asegurándole que lo amaba, todo esto mientras lloraba como si con el pasar de los segundos le estuvieran produciendo el dolor más aberrante e inimaginable posible.

Zeldris no veía con agrado aquella conducta de la heredera británica, pero él no podía darse el lujo de despreciar ese enlace, por más humillante que le resultara estar casado con una mujer tan delirante que parecía enamorada de una pintura a la que llamaba por el nombre de su difunto hermano.

Así la celebración navideña llegó al palacio de los grandes duques, el castillo estaba engalanado para recibir a sus honorables huéspedes. Y mientras la mayoría de los invitados se arreglaban para la fiesta, Elizabeth dio un último paseo por el salón de la pintura que robó su corazón.

-Mañana volveré a mi país –anunció- Y me temo que ya no regresaré aquí, intuyo que la boda se hará en Inglaterra –razonó.

Meliodas la miraba con semblante abatido, pero no quería convertir su último momento juntos en un recuerdo amargo y conflictivo, por lo que le dio la espalda a la futura princesa. Por un instante, Elizabeth creyó que el rubio no quería escucharla más, pero entendió que estaba equivocada cuando él se volvió para verla nuevamente.

Agachado junto al borde inferior del marco, el ojiverde sacó su izquierda de la pintura, extendiéndole unos objetos a la platinada.

Con miedo, Elizabeth se acercó, no obstante, fue la sonrisa del dios que le devolvió la confianza para acercarse y tomar ambos objetos que reposaban en la mano de apariencia espectral.

El primer objeto era un trozo de papel y el segundo un "anillo" hecho con un trozo de alambre retorcido de manera burda. Meliodas regresó su mano dentro del cuadro en cuanto ambos objetos estuvieron en posesión de su legítima dueña.

De manera casi reverencial, Elizabeth desdobló el papel, donde se encontró con la letra pulcra y elegante de Meliodas que comunicaba en un perfecto inglés lo siguiente: "No pido que lo uses, tampoco es más hermoso que el que te dará ese príncipe, pero al menos me gustaría que lo guardes en tu joyero y cada vez que lo veas recuerdes el vínculo que nos une, porque yo no lo olvidaré ni con tres mil años más de vida".

La sonriente ojiazul deslizó el precario anillo en su anular izquierdo, esforzándose por contener las lágrimas que pugnaban por salir. Y en ese instante se desató el infierno. Zeldris irrumpió como una bestia dentro del salón con un sable en mano y sin que nadie pudiera detenerlo el azabache empuñó su arma y arremetió contra la pintura, cortando el lienzo por la mitad de un solo movimiento.

Al sacar la espada de los jirones desechos de lo que fue una hermosa pintura, una sustancia dorada y liquida goteó del arma, haciendo mínimos rastros brillosos sobre el mármol del suelo.

-¿Qué demonios creías que hacías? ¿Engañándome bajo mi propio techo? –inquirió el furioso príncipe.

Elizabeth permaneció callada, observando con horror el lienzo mutilado sobre la pared.

-¿Porque lo hiciste? –preguntó ella entre murmullos –Meliodas –llamó- Meliodas, respóndeme –suplicó la destrozada heredera.

-¡Deja de llamar a esa... ESA COSA como mi hermano!

La platinada hizo caso omiso de las exigencias de Zeldris y se acercó al cuadro, intentando unir los trozos con sus manos mientras las calientes lágrimas empañaban su visión.

-¡Aléjate de allí, Elizabeth! –gritó el azabache, pero Elizabeth permaneció ignorándolo.

Fue entonces que el cansado Zeldris volteó con brusquedad el cuerpo femenino, obligándola a verlo. Los ojos azules conectaron con los verdes en un tenso momento, la mano derecha del hombre se levantó en el aire y cuando estaba por descender sobre el rostro femenino, un destello abrumador de luz se presentó en la habitación.

Lazos de luz asieron fuertemente las manos y piernas del príncipe pelinegro, y lo arrastraron fuera de la estancia, las puertas de madera se cerraron de un golpe. Y de lo siguiente que fue consciente Elizabeth fue de los musculosos brazos que la envolvían. Allí estaba él, vestido con una túnica blanca que cubría escasamente parte de su pecho y envolvía sus piernas, los usualmente verdes ojos de Meliodas relucían de un color negro como el vacío que combinaba con el signo de sol obscuro que se dibujaba en su frente.

-Meliodas, estas aquí –murmuró Elizabeth colocando sus manos en ambas mejillas masculinas.

-No podía dejar que te pusiera una mano encima –razonó- Voy a matarlo –dijo lleno de ira mirando en dirección a la puerta.

-No hace falta, Mel –susurró la aterrorizada dama- Pero ¿Cómo es que estas aquí? Pensé que no puedes materializarte en este mundo sin un conductor adecuado.

-¿Recuerdas el líquido dorado que goteo del sable? –ella asintió- Esa es mi sangre, la sangre de un dios. No hay mejor conductor que eso –explicó enmascarando su rabia con falsa arrogancia.

-¿Puedo pedirte algo?

-Lo que sea, Ellie –aceptó sumisamente.

-Llévame contigo –suplicó dejando estupefacto al rubio- En el momento en que vi a Zeldris haciéndote daño, supe que jamás podría haber vivido un segundo lejos de ti.

Los antes oscuros ojos de Meliodas, volvieron a su usual tono esmeralda y el sol en su frente desapareció. Él no cabía en sí de la felicidad.

-¿Estas segura? –preguntó dudoso.

-Como nada en esta vida, no quiero preocuparme por lo demás, así que sácame de aquí antes de que me arrepienta, Mel –volvió a suplicar con nuevas lágrimas bajando por sus ojos.

-Elizabeth, ahora que tengo la oportunidad de estar aquí puedo hacer algo por remediar tus dudas. Puedo borrar tu existencia de este mundo, de las personas que te conocieron y con ello todas las implicaciones directas de tu existencia, tus abuelos vivirán en paz con su monarca, Zeldris no recordará nada de lo que aquí pasó y... -el rubio iba a continuar con su explicación hasta que Elizabeth lo besó para silenciarlo.

-Acepto.

Solo esa palabra bastó para que una luz cegadora invadiera la estancia y cuando la iluminación remitió, el salón había quedado casi igual a como siempre había sido antes de la aparición de Elizabeth en el Castillo de Berg, a excepción de que el cuadro del escultor ya no existía, en cambio ahora era una hermosa pintura de una escultura femenina de largos cabellos bañada por los rayos del sol.

Más allá del taller de arte, pasando los floridos prados, en el templo del dios sol, un par de amantes gemían el nombre del contrario mientras sus cuerpos buscaban alcanzar la cumbre del éxtasis de la mano con su pareja. Las frescas y costosas sabanas abrazaban los sudorosos cuerpos como segundas pieles.

Las caderas del rubio de verdes ojos chocaban una y otra vez contra la caliente piel de la platinada entre sus brazos. Sus expertas manos ofrecían caricias a todo el cuerpo de su mujer, pellizcando los montículos rosados y endurecidos de los pezones, limpiando con su lengua las gotas de sudor de la cremosa piel femenina.

Con cada embestida, Elizabeth iba a su encuentro, buscando que la penetración fuera lo más profunda posible, desasiéndose en gemidos, animando a su hombre para que juntos alcanzaran nuevamente la cumbre del orgasmo por tercera vez en aquella noche.

Ella enredó sus piernas fuertemente a la cadera masculina, esforzándose por retener aquellas sensaciones un segundo más, pero los movimientos de Meliodas eran tan certeros que no le hacía falta mucho esfuerzo para llevarla al borde del precipicio del placer.

-¡Meeel! –gimió alto la platinada en cuanto sintió la esencia del dios llenarla.

-Te amo, te amo –murmuraba el rubio manteniéndose hundido en el cuerpo femenino mientras terminaba de eyacular dentro de Elizabeth- No podría vivir sin ti, Ellie. Nunca, jamás –admitió saliendo del interior de la ojiazul.

El sentimiento de pérdida de la dama fue tal que una atrevida idea surcó su mente. Con una sonrisa pícara, la temblorosa platinada se subió a horcajadas sobre Meliodas, y tomando entre sus manos la parcialmente rígida erección le dio un placentero masaje con ambas manos hasta endurecerlo lo suficiente y volver a deslizarlo entre sus inflamados y sensibles pliegues.

-Ahgg –gimió Elizabeth al tenerla palpitante asta dentro de ella nuevamente.

-¿Cuarta ronda? –preguntó el incrédulo rubio.

-Estoy exhausta, mi sol –confesó ella.

-Entonces... -murmuró mirando sus sexos unidos.

-Me gusta sentirte así –confesó en tono travieso, inclinándose con suavidad sobre el pecho masculino para besar los apetecibles labios de su dios- ¿Algún problema?

-Ninguno, mi amada. Solo digo que a este paso, pronto tendremos a un par de pequeños correteando por el templo –comentó acariciando tiernamente la cadera femenina.

-¿Un bebé entre un humano y un dios es posible? –cuestionó incrédula.

-Tú fuiste quien leyó sobre mitología griega. Así que tu dime, nishishi.

-Solo leí sobre ti, Meliodas.

-Bueno, la mayoría de mis hermanos y hermanas son semidioses así que diría que es altamente posible –explicó con burla y orgullo.

-Entonces que así sea, de ser necesario te daré esa veintena de hijos que tienes según la mitología –bromeó Elizabeth.

-Como tú digas, mi amor –aceptó feliz del panorama que la platinada pintó para ambos- Pero antes de eso, te pediré algo que puede resultarte asqueroso –dijo con miedo.

-¿Sexo anal? –intentó adivinar.

-¡No! Bueno sí, pero no es de eso de lo que quería hablar ahora –se excusó- En realidad quiero que vivas una larga vida a mi lado y junto a nuestros veinte hijos, para ello tendrías que aceptar beber periódicamente unas gotas de mi sangre, no sé cuánto tiempo te lleve la transformación ni en que consiste ampliamente el proceso...

-¡Shhh! –silenció la platinada posando un índice sobre los labios de pecado del amor de su vida- Todo lo que sea necesario por nosotros, pero por ahora, vamos a dormir, mi sol.

-Usted manda y yo obedezco, Lady Ellie. Nishishi. 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro