Acto I: Capítulo 13

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Thiago supo, por la serenidad en la mirada de Jean y de Eric, que ambos no estaban ahí para perder su tiempo. Los dos habían entrado a la casa usando una de las ventanas del comedor e iban a comenzar a revisar toda la propiedad cuando el rubio se les apareció.

Moviéndose con pasos lentos, él dejó el vaso que sujetaba sobre un mueble cercano, queriendo tener ambas manos desocupadas en caso de cualquier conflicto.

—Entréganos a Marcus y te juro que nadie sabrá nada sobre esto —Jean afirmó, con una voz templada, casi paternal.

—¿Y por qué? ¿Por qué quieres que te lo entregue? Es un bastardo más de Las Oficinas. Si sus colegas tuvieron que morir, ¿por qué él no?

—Porque es el jefe del departamento de policía. No es un oficinista cualquiera.

—¡Pero si esa es una razón más para que él muera! —Thiago afirmó, y el comandante infló su postura—. ¿Cuántos de nosotros han muerto por su culpa? ¿Cuántos de nosotros han sido enviados a campos de exterminio, de trabajo, por su culpa?...

—Miles, lo sé. Lo tengo claro —El más viejo de los tres asintió—. Pero este hombre tiene un cargo alto. Y en este momento, lo necesitamos con vida. Yo lo necesito con vida.

—¿Por qué?

Antes de que el líder pudiera contestar con su usual elocuencia y carisma, ellos escucharon ruidos sospechosos viniendo del exterior de la casa. Algunas voces, algunos ladridos, algunas risas. Alerta, Jean empuñó su revólver y les hizo un gesto a sus acompañantes para que se quedaran quietos.

Caminó hasta la ventana frontal de la residencia, corrió con sus dedos la cortina que la cubría y miró al jardín. Dos policías y un oficial de la guardia gris ojeaban la patente del automóvil de Pettra —al que Thiago había estado usando para trasladarse por la ciudad—, aparcado afuera. El de uniforme plomizo llevaba en la mano unos papeles y anotaba algo en ellos con un lápiz. Cuando su mano se detuvo, movió la cabeza y le dijo algo a sus colegas, en seguida apuntando a la entrada de la residencia.

—Escóndanse —Jean apenas tuvo tiempo de ordenar, moviéndose al lado contrario de la puerta, deslizándose detrás de un perchero cubierto de abrigos.

Eric se ocultó detrás del sofá y Thiago detrás de un sillón. Los tres oyeron una sacudida de llaves, un forcejeo de la manija, y vieron a los desconocidos entrar a la sala, como si fueran los dueños del lugar. Ninguno de ellos estaba esperando una emboscada, por lo que el factor sorpresa fue el responsable directo de sus muertes.

Jean fue el que disparó primero, luego de cerrar la puerta principal con un golpe bruto. El oficial de gris se derrumbó al instante, al recibir tres balas al pecho. Fue seguido de los dos cadetes de la policía, neutralizados por la pistola de Eric.

—¿Qué carajos hacen ellos aquí tan tarde? —Thiago preguntó, volviéndose más y más paranoico.

—Querían revisar la patente del automóvil —respondió el comandante, agachándose con cierta dificultad para agarrar los documentos sujetados por el oficial de la guardia gris—. Has estado usando el automóvil de Marcus desde el Coup... El adorno de su capó es el mismo búho del broche de Las Oficinas.

—¿Y?

—Tú has estado usando la identidad de un guardia —Eric añadió—. Ninguno de ellos tiene un sueldo bueno lo suficiente para tener un automóvil así de caro, con un adorno así de elegante. Alguien debe haber desconfiado de eso y anotó tu patente.

—Y después de chequearla con el ministerio de transporte, se dieron cuenta de que le pertenecía a cierto jefe del departamento de policía desaparecido, no a un uniformado cualquiera, y te pusieron en su lista de observación —Jean sacudió los papeles—.  "RD-8108"... ¿Sabes lo qué significan esas letras? Representante Diplomático. Si efectivamente fueras un guardia, no podrías tenerlas en tu patente.

—Joder, por eso el ministro Chassier y esos guardias vinieron aquí por la mañana... —El rubio perdió todo el color en su cara—. Querían ver si su vehículo seguía por aquí y querían confirmar mi identidad, no tan solo investigar el desaparecimiento de mi padre... ¡Mierda! ¡Yo les dije que era el mayordomo nuevo!

—Pero la ciudad entera te conoce como guardia —Eric comentó—. O sea que tu coartada no coincide con los documentos registrados, con la patente, y eso levantará aún más preguntas.

—También hay que pensar que estos gendarmes fueron despachados de una comisaría. Al no volver a terminar su turno, serán declarados como desaparecidos y más oficiales vendrán a revisar esta propiedad, porque fue el último lugar al que se les vio con vida —Jean lo confrontó—.  O sea: estás nadando en aguas peligrosas muchacho. Necesitas de nuestra ayuda. Y la única manera en la que te puedes salvar de una muerte cruel es liberando a Marcus Pettra y escapando de Carcosa mientras aún tengas tiempo. La policía y el ejército ya saben dónde estás, y quién eres. Saben que la identidad que usas es falsa y que tu automóvil es robado. Te tienen identificado.

—Thiago... —Eric masajeó su rostro, al punto de tener un colapso nervioso—. Esto es grave. Jean tiene razón, tienes que irte ahora mismo de la capital. O al menos esconderte en la sede de la Hermandad por algunas semanas. No te puedes quedar en esta casa...

—No. No me iré de aquí —Él se alejó del dúo—. Me prometí, cuando aún era niño, que me vengaría. Que arruinaría a mi padre y lo haría sufrir por todo lo que le hizo a mi madre... No sabía mucho de él en ese entonces, ni de ella. Pero con lo que me contó Frankie fue suficiente. Juré, ante Dios y el mundo, que lo haría pagar. No planeo desistir de mi meta ahora.

—Sé lo que Marcus hizo. Conozco todas sus artimañas, sus crímenes, y sus maldades —El comandante alzó una mano al aire, como si tratara de calmarlo—. Creo que Lilian te lo debe haber mencionado, pero si no lo hizo, lo digo yo ahora: soy su mejor amigo, desde mi juventud. Ella me ha contado cosas que nadie más sabe... Cosas que también me hacen querer matar a Marcus. Y entiendo tu rabia, tu frustración, tu duelo... Tal vez no sepa lo que es vivir sin una madre, pero sé lo que es vivir sin un padre, y que él sea un sujeto miserable y ruin —Su mirada se enterneció—. Pero no vale la pena, dar tu vida por una venganza inútil. Lilian está viva, está contigo; ya no necesitas hacer justicia en su nombre. Vete de esta casa junto a ella. Deja el pasado atrás. Disfruta tu futuro...

—Ahí es dónde te equivocas —Thiago levantó su arma, con un puño tembloroso—. Es justamente por eso que necesito vengarla, más que nunca... ¡Quiero que lo vea sufrir tanto como ella sufrió! ¡Quiero que ella sea testigo de su suplicio!

—Amor, piénsalo bien —Eric se le acercó con cautela—. Johan Kran no descansará hasta matarte. El comandante de la guardia gris no descansará aquí hasta matarte. Claude Chassier no descansará hasta matarte. Todos vendrán aquí mañana, encontrarán a Pettra, y te ejecutarán, sin piedad alguna...

—Puedo llevarlo a otro lado de la ciudad ahora por la noche y nadie lo sabrá.

—Sabes que eso es una mentira, la ciudad está llena de barricadas y bloqueos policíacos. No puedes escaparte de aquí con Marcus. Es imposible, ¡te atraparán!

—¡Bien! ¡Entonces me quedo aquí y los confronto, cara a cara!

—¡Te dispararán de vuelta! ¡Y no tienes la munición, o el equipo necesario para aguantar una batalla a solas con la policía!

—¡Entonces que me disparen! ¡No me importa!

—¡PERO A MÍ SÍ! —Eric rugió, furioso—. ¡No quiero ver a otro hombre al que amo muerto entre mis brazos! ¡No lo voy a aguantar! —Se aproximó tanto al rubio, que a este punto su pecho tocaba el cañón del arma por él sostenida—.  Así que... ahora debes elegir —Sus palabras trémulas delataron lo decepcionado y angustiado que estaba—. Puedes quedarte conmigo, con tu madre, desistir de tu venganza y escapar de una bala que ya tiene tu nombre marcado, o...

—¿O?

—Jamás volver a verme. Morir solo, consumido por tu ira y tu sed de sangre. Tú elije.

Thiago, al oír su ultimátum, bajó su revólver algunos centímetros. Tragó en seco, frunció el ceño y se obligó a decir lo que no quería, simplemente para no reconocer su error, su derrota:

—Te amo Eric... y nunca dejaré de hacerlo —El muchacho a su frente empezó a llorar—. Pero esperé muchos años para cobrar justicia, y no me rendiré ahora.

El moreno genuinamente no se había esperado semejante traición de uno de sus amigos más longevos, de uno de sus amantes más íntimos. Habían sobrevivido en los fríos mares de Merchant juntos. Cruzado los bosques nevados de Brookmount juntos. Habían sido perseguidos, ahuyentados, torturados; conocido todos los círculos del infierno, juntos. Que él se viera de pronto desechado, abandonado, por alguien que consideró su alma gemela por años, lo destrozó. Su expresión lúgubre, desanimada y —sobre todo— herida, fue evidencia irrefutable de ello.

—¿Cómo eres capaz de hacerme esto?

—Lo siento.

—Si lo sintieras de verdad, no serías tan egoísta... tan desalmado —Se quitó del cuello el guardapelo que le había regalado—. "Yo soy de mi amado y mi amado es mío" ... Esto parece un chiste ahora. Una broma de mal gusto —Tiró el objeto al suelo con desinterés, antes de alejarse de Thiago y caminar hacia Jean.

—Frederico, yo...

—¡NO TE ATREVAS A LLAMARME POR MI NOMBRE! —Se dio la vuelta y gritó, fuera de sí—. ¡NO TIENES EL DERECHO DE LLAMARME POR MI NOMBRE, DE HABLARME, O SIQUIERA MIRARME! ¡ES MÁS, TE QUIERO FUERA DE MI CASA! 

—¿Qué?

—¡Quédate solo con tu ira, ya que la quieres tanto! ¡Y déjame a mí en paz! —Eric se marchó con pasos acelerados, pesados, abriendo la puerta de entrada con una brutalidad tan grande que hizo a las paredes de la planta baja temblar.

El comandante, tomando el dolor de su amigo como suyo, sacudió la cabeza y miró al rubio:

—Él no se merecía esto.

—Lo sé.

—Frankie estaría decepcionado.

—Sí.

—¿Entonces por qué no te rindes?

—Porque ya perdí todo —Thiago señaló con la cabeza afuera, llorando—. Ya no tengo más motivos para rendirme. Vine aquí para cobrar venganza... y aquí me quedaré.

En aquel momento, el rubio se volvió un espejo para Jean. Veía en él la misma rabia, rencor y melancolía que solía moverlo adelante, motivando todas sus acciones, excusando todos sus deslices, hasta meros días atrás. Por primera vez, comprendía cómo se había sentido Elise al verlo equivocarse, una y otra vez, siendo incapaz de detenerlo.

Aquella revelación lo dejó aún más agobiado.

—Buenas noches —El comandante se fue de la residencia sin enunciar una palabra más, moviéndose lo más rápido que podía hacia su automóvil, sabiendo que Eric estaría aguardándolo adentro.

Al sentarse en el asiento del acompañante, dejó que el moreno sollozara libremente por algunos minutos, antes de llevar una mano a su hombro y darle un apretón cariñoso.

—Lo siento... P-por no haber hecho mi t-trabajo —el joven murmuró—. "La deslealtad se debe pagar con muerte". Esa es nuestra primera ley. Lo lamento, pero... no la pude cumplir.

—Nuestra segunda ley es tener compasión con los demás —Jean respondió, sin saber qué hacer para tranquilizarlo—. Thiago está perdido en su propia sed de venganza. Es lo único que ve y es lo único en lo que piensa.

—Eligió la muerte a estar conmigo... Un ajuste de cuentas ridículo e infantil a disfrutar el resto de su vida a mi lado y al lado de su madre... ¿Por qué debería tenerle compasión? ¡Traicionó nuestra confianza! ¡Traicionó nuestros principios!

—Porque es humano y está cometiendo un error. No te traicionó porque quiere tu mal, lo hizo porque quiere su bien. Pero quédate tranquilo, que hay otra manera de hacerlo desistir de esto. Aún no es tarde.

—¿Cuál?

—Lilian —Jean respondió—. Ella puede ayudarnos. Puede conversar con él y convencerlo de que lo que hace es una locura.

—¿Y crees que le haría caso?

—No lo sé, pero al menos debemos intentarlo —Le dio unas palmaditas en la espalda, antes de enderezar su postura—. Hablaré con ella así que llegue a casa. Debemos estar todos por aquí mañana, bien temprano, a tener otra charla con él.

—Deberíamos pasar a la Hermandad primero... y organizar un contraataque en contra de la policía. No tenemos idea de cuánto contingente pueden enviar los del gobierno aquí —Eric sugirió, limpiándose el rostro con el reverso de su mano.

—Sí... en eso tienes razón —El comandante respiró hondo, pensativo—. Vamos allá ahora, entonces. Mañana nuestro tiempo será demasiado corto —Jean suspiró, le dio unas palmaditas a la rodilla de su amigo y añadió:— Todo saldrá bien, ¿dale?... Tú tranquilo. Lo resolveremos todo.


---


Elise ya estaba durmiendo cuando Jean finalmente volvió a su casa. Pese a saber que debía hacerlo, no quiso despertarla —ni a ella, ni a Lilian—. Podía ponerlas al tanto sobre la situación de Thiago durante el desayuno. Ellas merecían una última noche de sueño tranquilo, antes de que toda su serenidad les fuera arrebatada.

Junto a Eric, él había desarrollado un plan para detener la masacre en la rue Saint-Michel antes de que ocurriera. Mandó a algunos de sus hombres a vigilar la casa de Marcus durante la noche y aguantar cualquier ataque sorpresa de las fuerzas armadas hasta el nacer del sol. Lo hizo pese a presentir que, durante la madrugada, nada de importante sucedería.

Jean tenía a un espía en el cuerpo policial —un sujeto llamado Walter Reiss—, y antes de que él y Eric se fueran a la sede de la Hermandad, los dos habían pasado por la comisaría central a charlar con él. Walter les aseguró que aún no existía ningún plan de ataque o allanamiento a la residencia Pettra. Dijo, además, que los oficiales nocturnos generalmente marcaban su hora de regreso a la comisaria a las 10:30 am, y que apenas después de tres horas de retraso era permitido que otros gendarmes salieran del recinto a buscarlos. Para declararlos desaparecidos, la demora era aún mayor: veinte y cuatro horas debían pasar para que hacerlo fuera posible.

Sin embargo, el sujeto sí les alertó que Johan Kran había reconocido las características físicas de Thiago y que, al comprobar que la patente del auto que manejaba era la de Marcus, se había puesto "bastante alterado" y en seguida demandado una reunión con el ministro de defensa, de justicia y con el comandante Mallet, que supuestamente tomaría lugar a las una de la tarde del día siguiente.

Y fue apenas por ello que, al llegar a la zapatería abandonada, Jean decidió actuar rápido. Mandó primero a una pequeña escolta nocturna a la residencia Pettra, pese a saber que el peligro era casi nulo, y organizó un movimiento mayor de sus tropas para el mediodía, donde el riesgo de una encerrona militar o policiaca era bastante mayor.

Su idea era charlar con Lilian mientras los dos desayunaban, alrededor de las ocho, y juntarse con Eric en la rue Saint-Michel a las diez, a intentar disuadir a Thiago de entregarles a Marcus antes que todo el espectáculo comenzara.

Exhausto de tanto caminar, gestionar y pensar, el comandante llegó a su habitación y se cayó sobre su lado de la cama con un largo exhalo.

A parte de este desastre, también había estado ponderando excesivamente el verdadero valor de su venganza contra Claude —otra causa de estrés considerable en su vida—.

Si él era sincero consigo mismo, ya no sabía cómo actuar con respecto al ministro. Su hermano lo había vuelto a traicionar, acusándolo de algo que no hizo, con una convicción profunda de que sus argumentos eran correctos. Al menos de esta vez, cuando confrontado, admitió que se había equivocado. Pero su trepidante e impulsiva deslealtad seguía siendo importante para el comandante. Y ya no era ingenuo lo suficiente como para creer que aquella sería la última vez que lo inculparía de algún crimen ajeno a su conocimiento.

Pese a esto... Jean reconocía que ya no estaba seguro de sus acciones futuras. Cuando la revolución acabara y la república ministerial llegara a su fin, él se vería obligado a ejecutar a Claude, así como a los demás ministros. Esa mentira que le había contado sobre la "civilidad" y la "cooperación" no pasaba de eso, una mentira. Era evidente que, aunque lo usara para establecer y reglamentar el funcionamiento de la nueva república, sus hombres le demandarían que él fuera asesinado y no podría hacerles oídos sordos a sus soldados, a sus hermanos de armas. Después de todo lo que habían sacrificado y arriesgado en su nombre, sería un ultraje hacerlo.

Pero no quería sentenciar su muerte. A este punto tenía firme certeza de que no disfrutaría ver a su hermano caído sobre el suelo, con la cabeza abierta, bañado de sangre y de barro. Apoyaba la noción de que él recibiera un castigo equivalente a la gravedad de sus crímenes, pero lamentablemente sus errores eran innúmeros y sus consecuencias, demasiado transcendentales y violentas como para ser ignoradas.

He ahí entonces el mayor dilema del comandante: ¿Perdonarle la vida y mostrarle una piedad que él jamás mereció? ¿O exterminarlo, para así ponerle un punto final a su interminable lista de injurias?

Fue justamente al contemplar su indecisión cuando Jean notó que había dejado su deseo de desquite atrás, y cuando reconoció que ahora se hallaba de pie en un lugar bastante más difuminado e inestable que el de la revancha desdeñosa: la frontera entre la misericordia y el castigo.

Esta revelación lo hizo sentirse aún más débil y cansado.

Él había gastado décadas de su vida creando una imagen para sí mismo, formando un carácter duro, impasible, cruel. Había planeado meticulosamente todos los pasos que tomaría para aniquilar a Claude, para destruir su vida social, privada, y para arrebatarle todo el amor, dinero y estatus que él mismo había perdido, luego de su condena. Todo esto para llegar al presente y dudar si había valido la pena, volverse el personaje que ahora era. Y, si ante las continuas traiciones de su hermano, debía elegir a la venganza o la justicia.

¿Por qué tanta duda? ¿Por qué tanta hesitación? Debía pensar en el bien común antes que todo, y el bien común dictaba que el gabinete ministerial completo debía dejar de existir, luego años de abuso, de corrupción, y de robo descarado. ¿Qué lo detenía, entonces, de seguir pensando como las masas, como sus hombres?

La respuesta le estrechaba el corazón y le arrebataba el aliento; era amor. El amor que sentía por Elise lo disuadió de ser un sujeto ruin. El amor que sentía por su sobrino lo convenció a contarle la verdad sobre su historia, en vez de matar a Claude de inmediato, como había anhelado a años. Y ahora, el amor que sentía por aquel miserable sujeto —este repugnante, herido, e irritado sentimiento que no lo dejaba en paz— no lo permitía imaginarse un futuro en el que el ministro no estuviera presente.

Frankie le había dicho, un poco antes de morir, que todos los humanos eran egoístas y que no había un acto más egoísta que el de amar.

Jean sabía ahora que aquello era cierto. Porque si debía abandonar el juramento que le había hecho a la Hermandad para salvar el pellejo de Claude, lo haría.

No era lógico, porque él no se lo merecía. Pero de alguna manera, era lo único que se sentía correcto.

—¿Qué voy a hacer, Elise? —el comandante murmuró con un suspiro, cerrando los ojos—. ¿Cómo podré escaparme de esta?

El silencio de la noche nunca le dio una respuesta. Pero si lo dejó dormir, y le otorgó unas pocas horas de silencio, entre tantos pensamientos viles y contradictorios. Y eso era misericordioso por sí solo.


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Carcosa, 22 de marzo de 1912.

En la mañana del día siguiente, Jean no se levantó de la cama, más bien se arrastró fuera de ella. Luego de las aventuras de ayer, su pierna le dolía más de lo ordinario. Era como si alguien le hubiera pegado con un ladrillo en la tibia y clavado una daga en la pantorrilla al mismo tiempo. Elise percibió su incómodo y le ofreció un masaje, al que aceptó sin cuestionar.

Aprovechó aquellos minutos para contarle sobre el desaparecimiento de Marcus, la apatía de Claude, y la pelea entre Eric y su novio. Le explicó todo lo que había pasado y todo lo que en breve pasaría, queriendo evitar confusiones y discusiones en el futuro.

—¿Y qué harás si Thiago se niega en entregarte a su padre?

—Tendré que quitarlo de ahí a la fuerza... Aunque no sé cómo lograré sacarlo de Saint-Michel sin evitar un choque con la policía. Todos saben que Marcus está desaparecido. Y no puedo simplemente soltarlo y dejarlo irse de ahí a voluntad propia. Él y mi hermano son del mismo tipo de culebra ponzoñosa; abriría la boca y me delataría por un secuestro que ni tuve el gusto de organizar. Destruiría la identidad de Walbridge para vengarse de mí.

—Tienes que llevarlo a otro lado entonces.

—Sí... pero no tengo idea de dónde. O cómo —Jean levantó su torso de la cama, sentándose—.  Eric piensa que es mejor que nos quedemos ahí y usemos cualquier ataque de la policía en su contra, ya que el costo de trasladar a Marcus sería muy grande. La idea es asentarnos por un tiempo y forzar un tiroteo con ellos.

—¿Y si aprovechan el caos del conflicto para sacarlo del terreno? —Elise sugirió—. Con toda la atención concentrada en rue Saint-Michel ustedes podrían escabullirse con Marcus por algunos de los pasajes de la calle de atrás.

—Podría funcionar —él le concedió, pensativo—. Tendría que tener un carruaje o automóvil esperándolo ahí, eso sí... Porque con la edad de Marcus, sería imposible huir a pie, y no quiero que la evacuación sea arruinada por un repentino ataque cardíaco suyo. Lo único que haría eso más hilarante sería si me culpan por ello también.

—No dudo que Claude lo haría —ella bromeó, y lo ayudó a levantarse de la cama—. ¿Quieres que te acompañe a hablar con Thiago ahora?

—Creo que es mejor si voy solo, junto a Lilian. Él está muy molesto, y por eso actúa de manera irracional... No quiero empeorar su estado llevando a gente que él no conoce allá —Jean la tomó de la mano—. Pero hay otra manera en la que me puedes ayudar.

—¿Cómo?

—Hablando con mi hermano —Su tono descendió algunos decibeles—. Él me dijo en nuestra discusión que Marcus me estaba investigando. Necesito que descubras qué han averiguado los dos sobre mí, qué planean hacer con esa información, y si es que puedo confiar en que Claude mantendrá su silencio.

—Él sigue almorzando en el Colonial todos los días, ¿No es cierto?

—Sí.

—Perfecto —Elise respiró hondo—. Me encargaré de ello.

—Bien. Ahora tengo que ir a conversar con Lilian, y explicarle lo qué está pasando.

—De acuerdo —La empresaria se aproximó a Jean, dándole un beso largo antes de dejarlo ir—. Ella aún debe estar en la cocina, por la hora. ¿Le puedes pedir que me haga un jugo de naranja? Me duele un poco la garganta y creo que algo cítrico me haría bien.

—Claro... —Él caminó a la puerta—. ¿Algo más?

—No, solo eso —La mujer señaló a la cama deshecha—. Voy a organizar todo esto antes de bajar... Te veo en algunos minutos.

—De acuerdo.


---


Jean hizo su camino a la cocina con pasos lentos, queriendo ser amable con su pierna. Cuando al fin llegó, Lilian estaba friendo unos trozos de pescado empanado, completamente absorta en sus pensamientos.

—Buenos días —la saludó con una voz tranquila, suavizando el inevitable susto que le dio.

—¿Dormiste bien?

—Sí... ¿tú?

—Mejor de lo que he dormido en años —La rubia sonrió, apartando la sartén del fuego—. Después de la tarde que pasé con Thiago, me siento hasta más liviana.

Oír el nombre del muchacho y notar la felicidad en su mirada hizo al comandante bajar el mentón, entristecido. No quería reventar su burbuja de felicidad tan pronto. Pero debía.

Lily... —Cerró los ojos por un instante—. Tenemos que hablar sobre él.

—¿Qué pasó? —Ella cruzó los brazos—. Te ves tan serio... Me estás preocupando.

El Ladrón jugó con sus anillos, inquieto.

—Marcus Pettra ha desaparecido, como ya debes saber.

—Oí algo al respecto, sí.

—Bueno... —La miró—. Thiago lo ha secuestrado.

—¿Qué? —La inmensurable decepción de Lilian fue notoria—. ¿Por qué?

—Escribiste en tu diario que lo único que querías era atar a Marcus a una silla y golpearlo hasta la muerte por todo lo que te hizo. Tu hijo tomó esa parte literalmente. Quiere vengarse de él, en tu nombre, y verlo sufrir por todos sus crímenes. Si el momento fuera otro, hasta lo apoyaría; sabes que odio a ese infeliz. Pero... —El Ladrón respiró hondo—. Ahora, con todo lo que pasó en Las Oficinas, la atmósfera en Carcosa es otra...

—Jean no embelleces tu prosa, ni la hagas florida. ¿Qué le va a pasar a mi hijo?

—Si insiste en mantenerlo en cautiverio, nada de bueno, me temo —Se acercó más a su mejor amiga—. He intentado hacerlo razonar, pero él no me quiere oír. Ni a Eric le hizo caso, y eso que son amigos a años. Solo te escuchará a ti. Y Lilian, necesitamos que te haga caso, porque Marcus debe ser puesto en libertad.

—Entonces llévame hacia él —la rubia le dijo al instante—. Si la situación es tan delicada como dices, creo en tu palabra. Y haré que Thiago crea en ella también.

Jean, más angustiado de lo que estaba dispuesto a aceptar, la abrazó.

—Yo y Eric lo visitaremos de nuevo, ahora por la mañana. Vienes con nosotros.

—De acuerdo —Lilian le retribuyó el gesto, dándole un apretón al torso—. Haré lo que sea para convencerlo de desistir de esta locura.

—¿Hasta revelar la verdad sobre todo lo que te pasó bajo las garras de Marcus?

—¿Para asegurar su seguridad y su libertad?... Lo que sea.


---


Mientras el comandante y sus amigos lidiaban con sus asuntos en la residencia Pettra, Elise hizo lo que le había prometido. Se fue al Colonial a espiar a su antiguo esposo, y a tener una charla sincera con él.

El restaurante estaba menos lleno de lo habitual, por las complicaciones de seguridad en la ciudad. Afuera un grupo de policías cuidaba a la calle, al lado de su anticuado carruaje y sus caballos. Elise pasó por ellos usando ropas caras, elegantes —que se había desacostumbrado a usar, luego de años trabajando para las Asesinas en el sur—. Estaba armada, obviamente, pero sus navajas estaban escondidas por sus enaguas y falda. Se veía como una socialite* más y por eso, no fue detenida por nadie.

Entrar al restaurante tampoco fue complicado. Victorie estaba por allí y luego de charlar con ella por unos minutos, le dio total permiso de circular por donde quisiera. También la anunció como la "nueva co-propietaria" del negocio al personal de la cocina y a los meseros, lo que solo aumentó la seguridad de Elise allí.

Libre de moverse sin ser cuestionada al respecto, ella buscó a Claude en su lugar favorito del Colonial: el área de las mesas de vidrio.

Ubicarlo no fue difícil. Verlo en un estado tan decaído, somnoliento y entorpecido como en el que actualmente se encontraba, sí.

El ministro estaba hundido sobre su mesa, con la cabeza apoyada en una mano, comiendo un soufflé de salsa bechamel a cucharadas con la otra. A su frente, un vaso de whiskey en las rocas a medio beber lo encaraba, demandando ser terminado. No era el primero que bebía; otros dos —ya vacíos— lo rodeaban.

Considerando los años de adicción que Claude arrastraba consigo, tres vasos parecían no ser nada demasiado importante. Pero lo eran, y ella lo sabía. Porque significaban que él estaba volviendo a buscar apoyo en el alcohol, y eso nunca terminaba bien para nadie.

—Buenos días —Ella se le acercó, preocupada.

Claude levantó la mirada lentamente, ya dominado por su sopor.

—Hola —Su respuesta corta, desanimada, solo volvió a su presentación aún más penosa.

—¿Puedo sentarme?

Él apuntó a la silla contraria a la suya.

—Adelante.

Mientras Elise se acomodaba, un mesero se les acercó.

—¿Quiere usted algo? —Le entregó el menú, al que ella observó con rapidez, fingiendo no conocerlo mejor que la palma de su propia mano.

—Una lasaña boloñesa y un vino tinto; el faux-carménère de Gabarret, si es que lo tiene —ella mencionó a una vinícola con la que el Colonial trabajaba directamente, desde la época de sus abuelos.

—Lo siento madame, creo que se nos acabó...

—Entonces el cabernet-sec de Calzihac. Tienen casi el mismo sabor —Elise le devolvió la carta—. Gracias.

El joven se disculpó y se apartó, llevándose los dos vasos vacíos de Claude. El ministro hasta pensó aumentar su cuenta, pero tomando en cuenta la presencia de Elise, se resignó a mantener el silencio y anhelar la continuación de su ebriedad en su cabeza.

—¿Fue mi culpa? —indagó de pronto, sorprendiendo hasta a sí mismo.

—Depende de qué me estés preguntando.

—¿Fue mi culpar que hayas pasado veintitrés años a escondidas? ¿Viviendo entre las calles y lugares aún peores?

Ella frunció el ceño. La pregunta había surgido de la nada, pero no lo culpaba por indagarse eso. Era lógico que lo hiciera.

—Claro que no... —Ella se inclinó adelante, queriendo que él la mirara a los ojos—. Has cometido muchos errores, pero mi caída a la desgracia fue culpa de mi padre, y de mi padre apenas.

—Tal vez... —Claude murmuró, somnoliento—. Pero si yo no hubiera encerrado a Jean... si le hubiera creído... 

—No hay por qué seguir ponderando lo que pasó o dejó de pasar. No tenemos cómo reparar nuestras ofensas y nuestros equívocos pasados. Es inútil.

El mesero llegó con su vino. Al ministro le trajo un vaso de agua, compadeciendo su estado.

—Gracias... —el político balbuceó, antes de beber todo el líquido con la sed de un camello viejo—. ¿Por qué estás aquí?

—¿Hm?

—No te hagas la desentendida.

—Vine a almorzar, nada más —Ella extendió una servilleta sobre sus piernas—. Vi que estabas por aquí y no te quise dejar solo.

—No te creo.

—Claude, ¿por qué más estaría yo por aquí?

—¿Tal vez porque Jean te contó sobre lo que le hice?

—No sé de lo que hablas.

El ministro no se compró su mentira, pero la tragó por conveniencia.

—Bueno... supongo que es mejor que yo te lo diga de una vez, entonces —Estiró su postura, pegando su espalda contra el respaldo de su asiento—. Yo lo arrinconé y lo acusé de la desaparición de Marcus.

Elise nuevamente fingió estar asombrada.

—¿Marcus está desaparecido?

—Lo está... Y yo le eché la culpa de ello.

—¿Y por qué?

Claude levantó su mirada de su vaso al rostro de la mujer, confundido por la ausencia de rabia en su voz.

—¿No estás enojada conmigo?

—Lo estaré si no me das argumentos que sostengan esa acusación.

Él luego pestañeó, perplejo. Juraba que ella lo reprocharía a gritos, que se iría de ahí de inmediato y lo dejaría hablando solo, así como su hermano lo había hecho. Su paciencia le resultó increíble, incluso incomprensible. Al final, ella también tenía suficientes motivos para no tenerle fe y para no escucharlo.

—Mientras revisaba su propiedad en Rue Saint-Michel encontré una investigación sobre Jean, que contiene pruebas sobre dónde ha estado y qué ha estado haciendo en los últimos años. Al parecer, Marcus quería demostrarle a todas las Islas de Gainsboro que mi hermano no era confiable y pensaba desenmascararlo al frente a todos...

—Espera, ¿cuándo esta investigación empezó?

—Según la fecha del primer reporte, en la primera semana desde que reapareció.

—O sea que es reciente.

—Sí... —Claude se comió lo que restaba de su soufflé—. Pero lo raro es que estaba incluida en la carpeta del juicio de 1889. Y toda la información, nueva y vieja, estaba mezclada. Además, la carpeta en sí había sido retirada de los Archivos, lo que es ilegal, debo resaltar, y ocultada en su armario de licores. Entiendes lo que eso significa, ¿cierto?

—Que él quería ocultar algo...

—Así es —El ministro asintió y pasó unos segundos callado, jugando con su comida. Hasta que de pronto, bajó su cuchara y respiró hondo—. Elise... uno de los guardias que me acompañó a revistar la casa encontró el diario de Marcus. Y debido a la circunstancia en la que nos hallamos, yo me vi forzado a leerlo —La miró a los ojos—. Me temo que tenías razón. Al menos parcialmente.

—¿Razón? —Ella frunció el ceño—. ¿Sobre?

—La charla que tuvimos sobre la investigación archivada sobre las prisiones del sur —Claude aclaró, de pronto viéndose más sobrio—. No puedo decir si es que fue Marcus quien abrió o cerró el proceso, pero descubrí algo grave, que apunta a su envolvimiento en su desarrollo.

—Con ese suspenso, asumo que lo es.

El político bajo su tono de voz y se inclinó adelante para hablar:

—Él describió, en una de las entradas, un encuentro que tuvo con Aurelio antes del juicio de Jean. Dijo, en palabras vagas, que lo hizo "razonar" sobre algo, tal vez una decisión, o un plan que quería llevar a cabo... —Hizo una pausa, para que ella comprendiera la complejidad de sus descubrimientos—. Marcus también dejó claro que estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para protegerme de un posible ataque de Jean... En sus palabras: "Él deberá escoger su destino, tregua o bala" —citó a una de las frases que había leído por accidente—. Al unir estos dos hechos, llegué a una suposición pavorosa, y que espero no sea la correcta.

—¿Cuál? —Elise indagó, con una expresión oscurecida por su aprensión.

—Si Marcus está dispuesto a enfrentar el mayor criminal de la actualidad para protegerme, él también estaría dispuesto a hacerlo décadas atrás. Aún más en el estado en que la nación se hallaba en ese entonces... Piensa lo que podría haber pasado si yo hubiera sido asesinado, especialmente en el sur...

—Los sindicalistas hubieran aprovechado la oportunidad para iniciar una revolución. Al final el caos político siempre trae consigo el descontento social.

—Exacto... —Claude concordó—. Marcus sabía que mi accidente con el carruaje no había sido un acaso del destino, sino intencional. Y seguramente sabía, o al menos desconfiaba, que Aurelio era el responsable de ello.

—Entonces para garantizar tu seguridad, él... —La boca de su ex esposa se desplomó al unir los puntos—. Él pudo haber hecho un acuerdo con mi padre para que te dejara en paz.

—Y lo pudo haber ayudado a capturar a Jean —El ministro asintió—. Así Aurelio tendría un Chassier al que atormentar, sin poner al futuro del país completo en juego; yo estaría a salvo, la nación estaría a salvo, y tu padre tendría lo que quería.

Elise estaba atónita, así como él lo había estado, al plantearse esta teoría por primera vez. En vez de beber un sorbo de su vino, ella tomó el vaso vecino de whiskey y tragó todo su contenido con una mueca de disgusto, como si ya nada la importara.

—¿Jean sabe de esto? —ella indagó, luego le aclarar la garganta.

—No lo sé... No me dejó decirle nada, él estaba furioso con mis acusaciones. Lo que es entendible —Claude la vio masajear su rostro, estresada—. Pero, ¿entiendes ahora por qué le dije lo que dije? ¿Por qué pensé que el desaparecimiento de Marcus era su culpa?

—Lo hago... Si esto termina siendo cierto y Jean llegara a enterarse, haría perfecto sentido que secuestrara a Marcus y quisiera cobrar venganza en su contra. 

Los dos dejaron que el silencio los calmara. Ninguno lograba ocultar sus expresiones de temor y sorpresa. Ninguno lograba hallar algún argumento que desmintiera sus teorías.

—Claude... —Ella alzó la voz luego de un par de minutos, señalando hacia el extremo opuesto del restaurante—. Mira quién llegó.

El ministro siguió la dirección de la mirada de Elise hasta toparse con la alta figura de su hijo, quien cruzaba las mesas de la planta baja con una expresión igual de cansada que la suya. Al sentarse, en un puesto cercano a las escaleras, André abrió su bolso y retiró unos útiles para ponerse a escribir, antes de hacerle una seña a un mesero y pedirle el menú.

El señor Chassier, triste de ver al muchacho tan alicaído y desmotivado, bajó sus ojos azulados de nuevo a su plato, y continuó comiendo.

—Deberíamos ir a saludarlo —Elise volvió a hablar, ante el silencio de su acompañante.

—Tú ve, si es que quieres... Yo no quiero que me vea hoy. No así —Se señaló a sí mismo.

—Pues creo que ya es tarde...

—¿Por qué?

—Porque él ya nos ubicó.

—No...

—Sí. Está recogiendo sus cosas y viniendo hacia aquí.

Menos de un minuto se pasó, y las palabras de Elise probaron ser ciertas.

—Buenas tardes... —El muchacho en sí sonrió, pero ninguna alegría se apreció en sus ojos—. Me sorprendió verlos aquí, juntos. ¿Todo anda bien?

—Sí, esto solo fue una coincidencia —Elise afirmó—. Vine a almorzar y me topé con tu padre. Decidimos que era mejor sentarnos juntos y conversar.

—Claro —André asintió, decidiendo no hacerle más preguntas al respecto. Eso sí, al ver el vaso vacío de su progenitor, hizo una mueca de reproche y dejó a su postura desinflarse—. ¿Bebiendo, monsieur Claude?

—No, esto es mío —La mujer intentó protegerlo del escrutinio de su hijo—. El vino es de él...

—No, Elise... —El ministro la detuvo con un movimiento de su mano—. Agradezco tu intención, pero... no quiero mentirle —Los miró, avergonzado—. No de nuevo.

—¿Enserio? —El joven cruzó los brazos—. Entonces dime, ¿cuántos has tomado?

—Este es el cuarto.

Ante la sorprendente honestidad de su padre, André suavizó su expresión y respiró hondo.

—¿Puedo sentarme?

Claude asintió.

—Adelante.

André lo hizo, dejando sus pertenencias en una silla a su lado.

—Aprovechando que los dos están aquí... —el ministro murmuró, sin elevar la mirada—. Yo quiero disculparme, por todo.

—¿Otra vez? —Elise bromeó, queriendo subirle los ánimos.

Él no encontró gracia alguna en su casualidad.

—Lo haré todas las veces que pueda, porque sé que mis palabras nunca serán suficientes para reparar el daño que causé —admitió, entristecido—. Hijo... Debí haberte contado todo lo que sabía sobre tu madre. Debí haber contestado todas las preguntas que tenías, en vez de ocultarme bajo excusas... Sé que debí haberlo hecho. Y es por eso que te digo ahora, aunque sea demasiado tarde, que cualquier pregunta que tengas, cualquier duda que aún te sobre... estoy dispuesto a responderlas todas. Así que no tengas miedo de hablarme. Puedes odiarme, pero...

—No te odio —André lo interrumpió—. Eres mi padre; te amo. ¿Pienso que tus errores son graves? Sí... Pero no te odio. Y no me debes disculpas, no a mí.

El mesero que recibió a Elise regresó, deteniendo su discurso al traer su comida. Le preguntó a André si es que quería algo, y él le explicó que se había cambiado de mesa y su pedido ya estaba tomado. El hombre le ofreció traérselo ahí entonces, y el muchacho obviamente aceptó su favor.

Durante la interacción Claude permaneció quieto, apreciando la respuesta de su hijo. Tan solo cuando el funcionario se fue, él volvió a hablar:

—Debo... —Se detuvo al mirar a la dama a su frente—. Debemos contarte algo.

—¿Sobre?

—Sobre Marcus... y sobre un reciente error que cometí con tu tío.

—¿Qué hiciste ahora?

—Lo acusé del desaparecimiento de Marcus. Pero él no es el culpable de nada... En verdad, puede ser la víctima.

—No entiendo a lo que vas.

—Que Marcus puede ser el responsable del encierro de tu tío —Elise comentó, y enseguida, vio a los ojos de su hijo abrirse a su máxima capacidad.

—¿Qué?


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*"Socialite": Anglicismo; persona de clase social alta, famosa, que pasa gran parte del tiempo participando en actividades sociales. 

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