Acto I: Capítulo 6

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Eric se sentía como un pez fuera del agua, trotando con su caballo por la extensa ladera que llevaba a la casa de Jean. En primer lugar, por estar rodeado de carísimos automóviles. En segundo, por estar rodeado de mansiones.

El norte del distrito de Reordan era completamente diferente en estatus al sur del distrito de Rolland. Fuera por el alumbrado eléctrico, el terreno pavimentado o las veredas limpias y sin manchas de sangre, el vecindario de su amigo era la antítesis de su propio barrio, esto no había como negar.

Al estar llevando un atuendo modesto, trasladándose sobre un corcel sin carreta —algo poco común hasta en las periferias más pobres de la ciudad—, su incómodo solo empeoró. Como un cadete que había sobrepasado las líneas enemigas él se sentía solitario, intimidado, despojado de toda familiaridad y confianza. Pero aquel era un precio que estaba dispuesto a pagar, pues necesitaba llegar lo más rápido que podía a la residencia de su jefe y no había encontrado una mejor manera de hacerlo. El diario que llevaba en su bolso era una reliquia del tiempo, un tesoro que Jean necesitaba ver de inmediato.

Al acercarse a la propiedad, notó que su urgencia había sido bien recompensada; él y su novia estaban a punto de abandonar el terreno. Si se hubiera tardado un minuto más, aquella larga travesía hubiera sido por nada.

—¡Esperen! —cruzó su caballo frente al vehículo de su comandante, que se detuvo con una frenada brusca.

—¡¿Eric?! —Jean exclamó, asustado—. ¿Qué haces aquí?

Bajándose del corcel,  él sacó del bolso que colgaba de su cuello el tesoro al que había venido a entregar.

—Tienes que ver esto —comentó, corto de aliento, mientras el hombre salía del automóvil—. Tienes que leerlo.

—Estoy a punto de ir a la casa de Claude, no puedo —revisó la hora en su reloj de bolsillo—. Ya voy atrasado, incluso.

—Por favor léelo... aunque no sea ahora. Tienes que hacerlo —Eric le entregó la libreta—. Es importante.

—No dudo que lo sea, dado tu persistencia —lo tranquilizó, abriendo la portada.

Elise, confundida por la interacción, también se bajó del vehículo. Y mientras Jean leía el contenido de la primera página con una expresión sorprendida, ella hacía lo mismo, ojeando las líneas sobre su hombro.

—¿A quién le pertenece esto? —él indagó, algo desasosegado.

—A la fallecida esposa de Marcus, Ingrid Pettra.

El criminal asintió y volvió a mirar hacia abajo, perplejo ante la narrativa que allí se desarrollaba. El cuaderno poseía demasiada información sobre su padre, madre, sobre el jefe del departamento de policía; evidencia que podría destruir sus vidas y sus legados.

—¿Cómo lo conseguiste?

—Un... amigo mío. Es el hijo de Pettra, que todos suponían estaba muerto y en realidad, nunca lo estuvo. Quiere venganza en contra de su padre y mientras investigaba sobre su vida, se topó con esto. Me lo mostró y cuando lo leí, supe que también debías hacerlo. Así que me lo prestó por un par de horas... Se lo devolveré más tarde, o tal vez mañana.

—¿Amigo? —Jean alzó una ceja.

—Sí... — el muchacho concordó, apuntando con la mirada a Elise—. Un gran amigo.

El comandante, sabiendo muy bien a qué tipo de "amigo" Eric se refería, sonrió, incapaz de disimular su alegría. Queriendo saber más sobre la historia de la pareja, le entregó el diario a su novia y la distrajo de la conversación por un instante.

— Pues me muero por conocerlo. ¿Cuál es su nombre?

—Thiago —Eric afirmó, para la sorpresa de su amigo—. Pettra. Aunque también se hace llamar Thiago Smarthand.

—Pero sí a ese muchacho yo ya lo conozco. Es ese rubio gigante que prácticamente vive en el gimnasio de la Hermandad, ¿o no?

—Sí, sí... ese es él.

—No sabía que era hijo de Marcus.

—Tal como a mí, no le gusta usar mucho su apellido, por motivos obvios —Frederico sacó su billetera del bolsillo para mostrarle un pequeño retrato del joven, que siempre llevaba consigo—. Ahí está.

Curioso, Jean acercó la imagen a su rostro, observándola con mayor precisión. El sujeto del que hablaban tenía una mandíbula fuerte, el cuerpo de un héroe griego y un cabello dorado, aparado en los costados. Al contrario de su escultural físico, sus ropas no eran nada envidiables. Llevaba unos pantalones grises remendados, sostenido por tirantes, zapatos que ya habían visto mejores días y una camisa blanca, mugrienta. Su piel, también sucia de tierra, lo asemejaba a cualquier obrero que circulaba en las calles más desprovistas de la ciudad. Al verlo entre las masas, nadie desconfiaría de sus motivos. Nadie lo reconocería como el aclamado carterista que era. Apenas verían a otro funcionario de alguna gran fábrica, cuya vida siempre sería ligada al trabajo y sueños ligados al eterno descanso con su creador.

Y él, por un breve momento, también lo había visto de la misma manera. Un hombre común y corriente, simple e conspicuo. Pero al analizar la oscuridad de sus ojos —una inusual característica, considerando sus mechones rubios—, la familiaridad de sus facciones, y el lunar que tenía en la base del cuello, una ampolleta se prendió en su cabeza. Solo conocía a una persona más con aquellos peculiares rasgos.

—Él tiene más o menos la misma edad que tú, ¿cierto?

—Yo soy un par de años más nuevo, ¿por qué?

Jean levantó la vista.

—¡Elise! —se volteó—. La mujer de Marcus murió en el anonimato, ¿no es cierto?

—Al menos por lo que Claude me contó, sí... Ambos perdieron contacto luego de su separación y ella desapareció con su hijo. Bueno, sí enviaba cartas de tiempo en tiempo para decirle cómo estaban, pero jamás respondió a ninguna carta de él, lo que me lleva a creer que no tenía residencia fija... o tal vez vivía en la calle. Solo Dios lo sabrá.

—En una calle, de hecho —Eric la corrigió, guardando su billetera—. Thiago me contó que él y la madame Ingrid solían vivir en Silent street, a veces en cobertizos, a veces en callejones... Dependía del día y de cuánto dinero tenían.

El comandante —quien hasta el momento había logrado disimular bastante bien su creciente curiosidad— alzó las cejas y sin explicación alguna, se volteó hacia su propiedad. Con la mayor velocidad que su pierna le permitía alcanzar, caminó en dirección a la mansión, siendo seguido de cerca por su novia. Eric, no queriendo quedarse atrás, dejó a su caballo bajo el cuidado del señor Meyer —el confundido guardia de seguridad— y corrió tras ellos.

—¡¿Lilian?! —gritó el jefe de los ladrones al abrir la puerta principal—. ¡LILIAN!

—¡¿Jean?! —la vio levantarse sobresaltada del sillón donde estaba sentada, tejiendo. A aquellas horas, todas las mucamas de la casa ya se habían marchado a sus casas. Ya no había nada que limpiar, cocinar, o arreglar. O sea que la dama de llaves era libre para relajarse, descansar y disfrutar su propia compañía. O al menos eso tenía pensado hacer, hasta oír a su mejor amigo aullando como un lunático su nombre—. ¡Dios!... Baja la voz, hombre. ¿Por qué regresaste? ¿Y por qué estás gritando? ¿Qué pasó?

—¿Cuál era el nombre de tu hijo? —él le preguntó, sin más rodeos.

La rubia no le contestó de inmediato. Apenas dejó que su boca se desplomara con lentitud, desconcertada por el repentino interrogatorio. Observó a Elise y a un muchacho —cuyo nombre no se acordaba— entrar a la sala, igual de perplejos que ella por la inusual actitud del criminal.

—Thiago —cruzó los brazos, a la defensiva—. Se llamaba Thiago. ¿Por qué?

—¡LO SABÍA! —él ignoró su indagación y exclamó con suma alegría—. ¡ADOLPH! —ahora gritó por su viejo mayordomo, quien a los tres minutos apareció en la sala, corriendo, y aparentemente amedrentado por el alto tono de su patrón.

—¿Sí, monsieur?

—Sé que ya es tarde, pero ¿me harías el enorme favor de ir a buscar algunos conocidos míos a sus casas y traerlos aquí?

—Claro que sí, monsieur.

—¿Jean, qué está ocurriendo? —Elise preguntó, viéndolo lanzar la llave de su automóvil al funcionario, quien luego de recibir algunas instrucciones de su parte, se marchó de ahí con pasos apresurados. 

—Creo que acabo de descubrir algo increíble, pero aún necesito confirmar si estoy en lo correcto o no.

 —¿Qué?

—Todos ustedes, vengan conmigo arriba —Jean dijo en voz alta, antes de salir disparado hacia las escaleras.

Sin saber qué esperar, el confundido trío hizo lo ordenado, siguiéndolo hasta su despacho. Prendiendo la luz, le pidió a la rubia y al moreno que se sentaran. Elise prefirió quedarse de pie, apoyada en el marco de la puerta. Estaba curiosa por saber a qué iba todo aquello, pero también quería estar pendiente del regreso de Adolph, Claude y André. Jean, por su parte, se sentó detrás del escritorio y entrelazó sus dedos sobre el mueble con una mirada pensativa, ojeándolos a todos con cierto entusiasmo.

—Lilian, hay algo que te debo preguntar, que tal vez te moleste. Me corrijo, sé que te molestará... pero siendo tu amigo a años, espero que sepas que si tuviera otra alternativa no te confrontaría nunca sobre esto. Solo lo hago porque realmente necesito saber la verdad —la rubia cruzó sus brazos, nerviosa—. ¿Cuál es tu nombre?

La disputa visual que tuvieron fue intensa. Por un sólido minuto, ella no dijo absolutamente nada, manteniendo una postura rígida, una expresión neutral.

—¿De qué hablas?

—Tú sabes de que hablo —él insistió con gentileza—. Tu nombre antes de volverte "Lilian Jones", ¿Cuál era?

—No sé de qué estás...

—Por favor —el criminal imploró, inclinándose hacia adelante—. Yo ya sé la verdad. Solo necesito tener una confirmación tuya. Así que dímelo.

—Jean... —la voz de la mujer se desvaneció, así como la calma que llevaba en el rostro.

Al ver a los verdes ojos de su amigo, inundados por una mezcla de alivio, pena y compasión, la fortaleza de arena en la que se había escondido por años al fin se desmoronó. La identidad que había construido con las migajas de su antigua vida fue avasallada. Sin otra opción a no ser llorar, la señora apoyó su cabeza entre sus manos, escondiéndose del mundo exterior, avergonzada de su vulnerabilidad. Y él no dudó en levantarse y abrazarla. Horas antes, ya había estado en una situación igual de delicada; sabía cuán difícil era recordarse de memorias despreciables.

Al lado de la rubia, Eric —sin saber con exactitud qué hacer, pero queriendo ayudar— puso su mano sobre su espalda, a la que masageó con sus dedos.

—Lilian, tranquila...

—Lo s-siento.

—No tienes culpa de nada, solo respira —el jefe de la Hermandad respondió, manteniendo su voz baja, nivelada.

La sostuvo por algunos minutos más, sin emitir ningún reclamo, y sin moverse. Estuvo a su lado hasta que paró de temblar. Y hasta en ese momento no se apartó demasiado, apenas le dio espacio para respirar. 

Al hacerlo, la vio cubrir sus facciones con un débil semblante de severidad —algo que él también hacía, cuando confrontado con situaciones difíciles—. La rapidez con la que recuperó su compostura, o pretendió hacerlo, no lo asustó en lo absoluto por la mismísima razón.

—Mi verdadero nombre... es Ingrid Pettra

La noticia dejó a Elise perpleja. Eric, se quedó petrificado. Pero Jean apenas pestañeó y miró alrededor, contento de haber confirmado su teoría. Lilian era la madre de Thiago, Ingrid Pettra.  La esposa de Marcus. Y estaba viva.

—Lo siento, Jean, de verdad —ella murmuró, capturando su interés—. Por favor... perdóname... Si quieres que me vaya, lo haré, solo... no me odies, por favor.

—¿Qué? —él no ocultó su confusión. ¿Acaso pensaba Lilian que la apartaría de su vida solo por estar casada con aquel vejestorio? —No te irás a ninguna parte —la volvió a abrazar—. Eres mi amiga más querida... Una de las almas más puras, genuinas y cariñosas que ya he conocido y siempre lo serás.

—Pero detestas a Marcus...

—Mi odio es hacia él y Claude, no a ti. Y el hecho que ese bastardo te haya abandonado, a ti y a tu hijo, sin provisiones, sin hogar, sin nada, me hace odiarlo aún más. Pero no eres mi enemiga, Lilian... —besó su cabeza, apartándose para mirarla a los ojos—. O Ingrid. Como prefieras.

—Lilian... prefiero Lilian. "Ingrid" está muerta.

—Entonces así continuará —prometió con una sonrisa tranquila—. Pero te tengo una pregunta más, antes de enterrarla otra vez... Cuando te conocí, me dijiste que no sabías escribir. ¿Entonces cómo es que mantenías un diario?

La rubia casi volvió a llorar, pero logró contener sus emociones a tiempo.

—Yo... mentí. Otra vez, lo siento.

—Deja de disculparte —extendió su mano, ofreciendo su apoyo.

Para su alivio, ella lo aceptó.

—Sé cómo leer y escribir, pero... fingí no tener instrucción para pasar desapercibida entre mis colegas. Si supieran de mis orígenes aristocráticos no creo que me hubiesen aceptado. Y si supieran que era la esposa de Marcus... —sacudió la cabeza—. Me hubieran matado.

—Dios, como lo siento por el esposo que tuviste —el consejero de Jean comentó.

—Él era un desgraciado —ella concordó con el joven, observándolo con curiosidad—. Ehm... Perdone mi pésima memoria, sé que probablemente ya nos conocemos, pero... ¿cuál es su nombre?

—Eric —se inclinó en señal de respeto.

—¿Sólo Eric?...

Antes de que pudiera continuar, Jean la interrumpió:

—Prefiere no usar su apellido.

—Ah... lo entiendo —ante la afirmación de Lilian, el muchacho estiró su boca en una línea recta y dio de hombros—. Pero no te preocupes, no eres el único. Todos en esta habitación detestamos nuestros propios apellidos. ¿Por qué crees que somos amigos? —Elise apenas contuvo su risa y Jean sacudió la cabeza, sonriendo—. No estás solo. 

—Gracias... —Eric contestó con amabilidad, relajando su postura. Enseguida sacó su billetera y se la mostró a su jefe—. ¿Puedo enseñarle la foto?

—¡Pero claro que sí!

Respirando hondo, él reunió su coraje y agarró la pequeña fotografía de Thiago de su cartera, entregándosela a la dama.

—Ese es su hijo —aseguró, pero a juzgar por la mirada llorosa y melancólica de la mujer, ella ya lo sabía—. Y está vivo.

Al oír estas últimas palabras ella comenzó a llorar otra vez y se llevó una mano a la boca, escondiendo sus temblorosos labios y brillante sonrisa. Ver a su niño convertido en hombre le tocó un nervio muy cercano a su corazón. 

Jean la continuó sosteniendo mientras sollozaba.

Cuando paró, Eric continuó con el interrogatorio.

—Entonces, para retomar la historia, usted y Marcus se casaron en 1879 y tuvieron a Thiago en el mismo año. ¿Estoy en lo correcto?

—Sí —ella respondió, sin perder la imagen de vista—. Me casé con él por obligación... por problemas financieros de mi familia. Nada más.

Y se acordaba de la tarde en la que su madre le hizo la propuesta con perspicuidad.

Ingrid, cariño... Solo es una pequeña unión entre nuestras familias. Tú sabes más que nadie que tu padre necesita restablecerse como un hombre digno en nuestro círculo social. Después de ese escándalo en la casa de gobierno... por "escándalo", se refería a la participación del hombre en un sistema de soborno hacia los fiscales—. Él ha perdido mucho prestigio. Esta boda será tu forma de ayudarlo...

Pero de todos los hombres que podrías encontrar, ¿tenían que elegir a ese cerdo Carcoseño?

¡Ingrid! la reprochó con una mirada severa—. Mister Pettra es el hombre más caballeroso y apuesto que he visto. Es un veterano de renombre, posee una fortuna inigualable...

¡Tiene casi cuarenta! la adolescente reclamó y su madre se le acercó, a paso rápido.

Hazlo por tu padre.

Lilian nunca se perdonaría por haber concordado con aquella locura.

—¿Y por qué se separaron? —Jean indagó, regresando a su asiento—. ¿Tú y Marcus?

—Él tenía una amante —ella arrugó su ceño—. Yo encontré algunas de sus cartas y... un día lo seguí, para confirmar que aquella traición era verídica.

—Y lo era... —Elise completó, familiar con la narrativa.

La rubia asintió.

—Después de eso decidí irme de su casa. Pero tuvimos una discusión terrible y la situación se salió de mi control. Al final, él me echó —cerró los ojos por un momento, subiéndolos hacia su mejor amigo al volver a abrirlos—. Mi familia vio nuestra separación como una desgracia. Me desheredaron, me despojaron de cualquier comodidad...y por eso viví en las calles por un tiempo, haciendo de todo para ganarme la vida. No tenía a nadie a quien pedirle ayuda. Y no pude entrar a una casa de trabajo por...

—Tu hijo —el criminal concluyó, devastado por la historia—. Estabas embarazada.

—Sí...  —Lilian movió el anillo que tenía en el dedo del medio—. Y ese hecho, por más maravilloso que me pareciera, también era una tragedia, porque nadie me contrataría al enterarse de mi soltería, y porque no tenía los medios de mantenernos a los dos. Pero... —respiró hondo—. ¿Sabes lo que más me devasta pensar?

—¿Hm? —Jean frunció el ceño, entristecido.

—Si tan solo un pariente me hubiera ayudado, en vez de voltear su espalda hacia mí cuando más los necesitaba, podría haberme quedado con mi hijo... —sacudió la cabeza e hizo una pausa, para poder mantener la calma—. Pero claro, eso no sucedió. Y al ver que no tenía otra opción a no ser trabajar en un maldito prostíbulo para ganarme la vida, decidí que no lo llevaría conmigo allí. No quería arrastrarlo a ese tipo de ambiente...  Al darme cuenta de lo que eso significaba, colapsé en llantos en plena Silent Street. No tenía hogar, familia, ni siquiera comida para alimentar a Thiago. Estaba sin rumbo, sin metas, sin nada... —sorbió la nariz—. Fue entonces cuando vi a un hombre acercarse. Un rubio, de ojos claros, piel bronceada y de facciones cuadradas. Desde la distancia, aparentaba ser un sujeto rudo, despiadado. Pensé que me atacaría. Pero no, apenas se sentó a conversar. Y en cinco minutos de pura empatía y compasión, supe que había encontrado en aquel rostro tozudo un amigo. Un alma noble.

—Y, ¿cómo se llamaba ese hombre?

—Frankie Laguna —contestó, sacando una sonrisa de Jean y Eric. A ambos no le sorprendía que su mentor estuviera vinculado a aquel cuento. Podría ser un criminal, pero sus valores eran impecables y su empatía, sin igual—. Estaba tan desilusionada, que le conté todo lo que me había pasado, sin ni conocerlo... y él me ofreció un acuerdo. Podría trabajar para él en Merchant, como su secretaria. No me dio mayores explicaciones sobre el oficio, pero no lo necesitaba... Yo ya había leído en los periódicos sobre la existencia de la Hermandad, ya sabía a qué se dedicaban... así que me negué a seguirlo. Pero podía ver en sus ojos que él se había encariñado de Thiago. Me preguntó si es que podía hacer cualquier otra cosa por nosotros y yo le dije que sí. Le pedí que lo llevara al sur, a mi familia.

—Pero Frankie no la localizó... —Eric comentó, pensativo—. Por eso él fue criado junto a los Ladrones.

—No sabría decirlo... nunca más lo volví a ver.

Otra vez, su memoria la arrastró hacia el ayer.

La calle en la que Ingrid estaba sentada era sucia, barrosa; olía a estiércol y basura. La nieve que desde las alturas descendía era gentil comparada al frío que la acompañaba, cruel e insoportable. Los viles transeúntes que por allí caminaban en su mayoría hombres ricos, de estatus, solo empeoraban el ambiente con sus miradas de disgusto y sus carcajadas despiadadas. Algunos, hasta atreviéndose a lanzarle pedazos de hielo, ofendiendo en voz alta su dignidad, sin compasión o empatía.

A unos pasos de distancia, un carruaje aguardaba la llegada de sus ocupantes. Los bufidos de los caballos imitaban los suspiros impacientes del cochero, que desde el pescante la miraba, con un aire de desdén.

A su lado, el dueño del vehículo en sí.

¿Estás segura de querer hacer esto? Frankie le preguntó, ojeándola con recelo—. ¿Estás segura de que quieres quedarte aquí?

¿Le parece que tengo otra alternativa? replicó con amargura.

Sé que no le agrada la idea, pero insisto... venga conmigo. Puede hacer lo que desee adentro de mi organización. Sabe leer, sabe escribir, es más que apta para ser mi secretaria...

No, no puedo. Lo siento, pero no puedo volver a Merchant. No puedo hacerlo lo interrumpió y enseguida se agachó para mirar a su hijo a los ojos, una última vez—. Lo siento tanto mi amor... Quisiera poder ir contigo, pero créeme cuando digo que estarás mejor sin mí. Tus abuelos de cuidarán. Y yo te amaré para siempre, que no se te olvide el niño era demasiado pequeño para entender el peso de aquellas palabras, pero su mirada triste, algo molesta, le dijo todo lo que su madre necesitaba saber. Él no quería que ella se fuera—. Lo siento...

Antes de que pudiese regresar al momento más doloroso de su vida y ver —nuevamente— como su hijo era quitado de sus brazos, Lilian retomó su narración.

—Después de eso comencé a trabajar en el Triomphe. Una de las chicas que conocí en la calle me ayudó a conseguir un empleo allí... y años más tarde, tú me encontraste —miró a Jean, cuyos ojos estaban tan llenos de lágrimas como los suyos—. Mi ángel guardián, mi mejor amigo...

—Estoy lejos de ser un ángel.

—Para mí, no —ella sonrió, agradecida.

Él estaba a punto de responder a su comentario, cuando su mayordomo apareció en la puerta de entrada de la habitación, detrás de Elise.

—Regresé, monsieur... sus invitados ya están abajo.

—Gracias por ir a buscarlos, Adolph —contestó, limpiándose las mejillas—. Puede ir a descansar ahora.

—De nada. Buenas noches.

Al momento en que el funcionario se marchó, Lilian se levantó de su silla, siendo copiada por Eric. Respiró hondo y corrió una mano por el rostro, reuniendo los pedazos rotos de compostura y pegándolos uno a uno con su resiliencia. Cuando logró sentirse un poco más fuerte, más segura de sí, caminó hacia Jean —quien no dudó en darle otro abrazo, más fuerte y cariñoso que los anteriores—. Se mantuvieron unidos por algunos minutos, en total silencio. Y cuando él se apartó, provechó la distancia para estrecharle la mano a Eric, agradeciendo todo lo que había hecho aquella noche. Enseguida, volvió a mirarla, sin perder una gota de su afecto.

—Si quieres, podemos hablar con Thiago y marcar un reencuentro entre tú y él. ¿Qué te parece?

—No lo sé... No sé si me querrá devuelta en su vida. No soy ningún ejemplo a seguir, ni tengo la reputación más respetable...

—Lo que Thiago más quiere es reencontrarla, se lo aseguro —Eric la interrumpió con la total convicción de lo que decía era cierto.

Ese aire de confianza la tranquilizó, sin duda, pero también la hizo levantar una pregunta que hasta ahora no había logrado responder.

—¿Usted y Thiago son amigos?

El joven se espantó por un momento, pero no lo suficiente para ocasionar alguna sospecha.

—Sí, de larga fecha.

—Pues me alegra —sonrió—. Pareces ser una buena influencia, monsieur Eric.

Él se rio.

—A lo mejor, pero su hijo también lo es. Lo conozco muy bien y puedo afirmar que es un hombre maravilloso. Tiene un carácter, un coraje y un altruismo tan grande, que a veces hasta me cuesta comprenderlos —se detuvo, antes de decir algo que no debía—. Así que no se preocupe. Lo único que él quiere de usted es poder volver a verla, y poder entender su lado de la historia. Nada más que eso.

—Gracias... por decir todo eso. Me trae un poco de calma. Y créame que después de contarles todo lo que les conté, la necesito.

—Pues me alegra haber sido útil —respondió, antes de mirar a su comandante—. Pero ahora me debo ir. Ya es bastante tarde y aún tengo que devolver el caballo que tomé prestado para venir aquí a mi vecino...

—Ve en paz, y ten cuidado —Jean le imploró, despidiéndose del muchacho y de su amiga—. Hasta mañana Eric, Lily.

—Adiós...

—Te veo en breve, narigón —ella bromeó, enseguida diciéndole buenas noches a Elise y desapareciendo de la habitación junto al joven.

La novia del comandante, sin embargo, continuó de pie bajo la puerta con los brazos cruzados, y una expresión asombrada en el rostro.

—Eso fue intenso —Jean suspiró.

—Y está a punto de ponerse peor —ella respondió, viéndolo caminar a su dirección—. Claude está abajo esperándonos —a su frente, el criminal asintió con la cabeza, pero no dijo nada al respecto. Solo tragó en seco y abrió la boca, como si estuviera pensando hacerlo—. ¿Qué?

—Ehm... podrías bajar ahora, sin mí, y... ¿y darme algunos minutos para recomponerme? —preguntó, melancólico—. Escuchar la historia de Lilian me afectó más de lo que pensaba.

Ella asintió y le dio un beso en la mejilla.

—Claro... solo intenta no demorarte. No creo que pueda quedar cerca de tu hermano por mucho tiempo sin querer golpearlo.

Él soltó una risa corta, lánguida.

—No lo haré. Bajaré en menos de cinco minutos. Lo juro.

—Los estaré contando —Elise caminó hacia las escaleras, dándole al fin la privacidad que tanto necesitaba.

En la quietud imperturbable de su escritorio, tomó su tiempo de agradecer a Dios y al universo por todo lo que acababa de pasar. 

Ser capaz de ayudar a Lilian a reencontrar a su hijo era una de las cosas que más quería hacer en su vida y que la oportunidad se le hubiera presentado de manera tan natural, tan espontanea, de seguro era una obra divina.

Al terminar, intentó concentrarse en el otro asunto que le tocaba encarar a seguir; la confrontación que tendría con su hermano. Si con la rubia él había demostrado ser un hombre gentil y misericordioso, con el ministro debería hacer lo contrario. Aquel era un sujeto manipulador, canalla, inmaturo y vil, que forjaba sus amistades y contactos sobre promesas vacías y un centenar de mentiras. No podía aflojar su postura ni un poco o sería convencido a dejar su venganza a un lado, y peor, dejar que el desgraciado saliera impune, otra vez.

Entrando en su personaje de villano sin escrúpulos, Jean se arregló el cabello, estiró la espalda, endureció sus facciones y caminó hacia las escaleras. 

Al llegar al primer piso, vio a toda su familia sentada en la sala de estar. Una persona en especial, sin embargo, llamó su atención.

—Victorie Lavoie —no logró contener su sorpresa.

La señorita, sentada al lado de su sobrino, se palideció más que un difundo al ver al comandante.

—No me dijiste que tu tío era él —le balbuceó a André con cierta irritación, mientras Jean se le acercaba.

Se iba a levantar, pero el hombre insistió que no lo hiciera. No necesitaba seguir protocolos de etiqueta en su casa, mucho menos siendo alguien a quien él estimaba.

—¿Cómo ha estado?

—Bien, dentro de todo. ¿Y usted? —ella fingió civilidad.

—De maravillas —él sonrió y preguntó con discreción—. ¿Cómo está su padre?

—Ya no mantenemos contacto —contestó con una expresión resignada—. Tuvimos una discusión y... yo preferí alejarlo de mi vida. No me agrega nada de bueno, al final del día.

— Pues tomó una buena decisión —Jean concordó, antes de ser interrumpido por la voz de Claude.

—¿Ustedes se conocen?

—Pero claro, yo almuerzo en su restaurant todos los días —el criminal le contestó con una sonrisa cínica—. Lo raro sería que no lo hiciera.

—De seguro Victorie solo lo conoce como mister Walbridge, ¿no es cierto?

—¿Debería conocerlo por otro nombre? —la joven se hizo la tonta ante la pregunta de André.

—Sí... Jean-Luc Chassier —el ministro declaró, con irritación—. Es un criminal de renombre, que ha matado a cientos...

—El gobierno ha matado a miles; ¿de verdad quieres seguir insistiendo en tu hipocresía? ¿En mi casa, más encima?

Claude cerró la boca, sabiendo que podía ladrar cuanto quisiera, pero no morder. Quién poseía ese privilegio, por el momento, no era él, sino su hermano.

Satisfecho con su silencio, Jean se sentó en el sillón cercano al sofá, no muy lejos de Elise. Observó a público que lo rodeaba por un instante, analizando los presentes con cuidado, antes de comenzar a hablar.

Sabía que era percibido por cada uno de sus invitados de una manera distinta. Para Claude, era un enemigo mortal. Un sujeto que podía —y quería— arruinarlo a toda costa. Para André, era un muy informado desconocido. Una puerta hacia el pasado de su familia, que por años había anhelado conocer. Para Victorie, una parte de su vida que no quería mencionar ni a su novio, si a su suegro. Para Elise, un hombre que amaba y temía, al mismo tiempo, en iguales medidas.

Pero todas aquellas descripciones eran incorrectas. Porque no lo estaban describiendo a él. Estaban describiendo su percepción de él. Y como la gran mayoría solo se atrevía a verlo de manera tan superficial, no lograban entender que el "villano" al que temían, no pasaba un asustadizo niño que, habiendo crecido en medio a tanta adversidad, había aprendido a imitar la apariencia esperpéntica de sus alrededores para sobrevivir.

La única persona del grupo que lograba ir más allá de sus propias opiniones y conseguía verlo como el camaleón que era, estiró una mano hacia él, ofreciéndole su apoyo incondicional.

—¿Listo para retomar nuestra conversación? —su novia indagó.

Él asintió con la cabeza y entrelazó sus dedos, aun ojeando el ambiente. En breve, todas aquellas percepciones serían aniquiladas por sus propias palabras, por su propia narrativa. Su momento de limpiar su legado había llegado.

—¿Dónde nos detuvimos?...



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Un sketch de la conversación de Frankie y Lilian

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