Acto II: Capítulo 14

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La conversación que tuvieron en el carruaje no volvió a resurgir por horas. El violinista no se atrevió a arruinar el lúdico momento que vivían discutiendo temas tan lamentables y penosos como los anteriores. Estaba molesto por su decisión de engañar a su hermano, era obvio; no encontraba justo enterrarlo bajo montañas de aflicción y sufrimiento, abandonarlo en la fúnebre oscuridad, hacerlo llorar la muerte de un hijo que ni siquiera había perecido. Pero sabía que gritarle a su acompañante y exigir que fuera sincera contra su voluntad no llevaría a nada. Cuando quería, Elise lograba ser tan tozuda como una mula, y la agresividad no era la mejor forma de disuadirla. Tendría que sentarse a su lado por largas horas y lentamente convencerla a desarmar su armadura, a reconocer sus fallas, sus errores. Le debía aquella paciencia, suponía. Después de haber ayudado a su hermano a ocultar su deslealtad y su infidelidad, ¿quién era él para demandarle honestidad?

—¿Estás bien? —ella le preguntó, al percibir su actitud taciturna, sus facciones endurecidas.

— Sí... —Jean asintió, mientras daban vueltas gentiles sobre el piso de la galería, siguiendo los pasos de las demás parejas que bailaban a su alrededor—. Un poco mareado de tanto girar.

—¿Sentémonos? Me temo que también me estoy cansando.

—Claro... ¿Vayamos al salón del buffet*? Allí hay más mesas que aquí y está más vacío —sugirió, señalando hacia el recinto—. Además, hay unas tablas de queso que estoy seguro querrás saquear...

—Con mencionar comida ya me convenciste, vamos —Elise lo agarró del brazo, cruzando junto a su lado la multitud.

Luego de llenar su plato con todos los aperitivos que sus estómagos desearan, encontraron una mesa apartada del gentío, cercana a una de las puertas que daban a la terraza del segundo piso. Se sentaron con un exhalo cansado y se dispusieron a comer de inmediato, saciando las bestias en sus vientres con canapés, pequeños quiches, rebanadas de salmón ahumado, tiras de jamón y queso envueltas en alga roja, y una infinidad de bocadillos más.

—Jean...  —la mujer se limpió los labios con una servilleta y enseguida elevó la mirada, viéndolo bajar de su boca un trozo de pescado, al que había acabado de morder—. Aprovechando que estamos a solas... o bueno, tan a solas como se puede estar en un evento como este...

—¿Sí?

—Quiero decirte que no he olvidado nuestra charla. He estado pensado en todo lo que dijiste... —miró sus alrededores por un instante, certificándose de que nadie los husmeaba—. Y he tomado una decisión.  Le contaré a Claude sobre nuestro hijo.

—Al fin...

—Pero no ahora —ella cortó sus esperanzas antes de que crecieran—. Cuando nazca el bebé —el violinista se irritó con la respuesta, pero no la debatió. Elise, queriendo amenizar el impacto de sus palabras, añadió:—Tengo miedo a que me fuerce a quedarme a su lado si es que descubre mi embarazo, y de verdad no quiero volver a Carcosa. No quiero tener que mirarlo a los ojos, no aún.

—Él no haría eso.

—Tampoco pensé que me engañaría, y lo hizo —respondió, desilusionada—. Insisto, no quiero tener que ocultarle esto, pero es por mi seguridad, y por la de mi hijo que lo hago.

—Nueve meses parece mucho tiempo, ¿no crees?

—Tomaré el tiempo que sea necesario para perdonarlo, pero no me lanzaré a sus pies ahora.

—¿Entonces ese es tu plan? ¿Hacer lo mismo que él te hizo? ¿Seguir mintiéndole?

—¿Acaso no estoy en mi derecho? —Elise fue directa, impasible—. Tú no entiendes como he sufrido desde que me enteré de todo... Él me llevó al altar y prometió frente a un sacerdote, frente a mis amigos, frente a Dios que no me abandonaría. Me inhibió todos los sentidos, me hizo perder la razón... me conquistó... ¿Y para qué? Hasta ahora no lo entiendo. ¿Por qué pidió la mano en matrimonio si ya sabía que todo terminaría así? ¿Si ya sabía que no me deseaba tanto como lo decía? ¿Cuál fue el punto? —Jean se mantuvo callado, inmerso en su neutralidad, pese a entender sus motivos—. ¿Cómo puedo confiar en una persona así? —añadió con una voz temblorosa, enseguida levantándose y caminando hacia la terraza.

—Hey, espera... — él la siguió—. No me dejes hablando solo.

—Lo siento... — la mujer respiró hondo y se limpió el rostro, luego apoyándose en la barandilla.

El músico se le acercó con pasos lentos, deteniéndose a su lado a observar el mar. No le preguntó por qué se había escabullido de la mesa; era obvio que necesitaba un poco de aire fresco y de silencio. Las quietas lágrimas que descendían por su rostro lo comprobaban. Por eso mismo, no volvió a insistir en el tema de inmediato; respetaba su fragilidad – a la que, lamentablemente, había subestimado-. Con movimientos delicados, la tomó de la mano, sintiendo en breve como sus dedos estrujaban su palma, compartiendo toda su inquietud y agobio. Miró alrededor, comprobando su soledad, y la rodeó con sus brazos, dándole un apretón cariñoso.

—Lamento haberte estresado por esto... —murmuró, apartándose luego de algunos minutos, al oír un grupo de personas acercarse—. Te traje aquí porque quería lograr justo lo contrario... Quería que tuvieras una noche tranquila, que pudieras divertirte por algunas horas. No quería acecharte con enigmas a los que aún no puedes resolver.

—Lo sé — ella balbuceó, fijando su mirada en sus verdes ojos—. Pero entiendo por qué me estás presionando... y en fondo, sé que tienes razón. No podré mentirle para siempre —volvió a sujetar sus manos—. Jean...

—¿Qué?

—Necesito que me hagas un gran favor.

—Lo que necesites.

—He leído todas las cartas que Claude me ha enviado —reveló, apenada—. Y también estoy preocupada por él, no eres el único. No puedo acercarme, de verdad no puedo... pero tampoco me siento tranquila, sabiendo lo destrozado que está. Detesto tenerle piedad, porque siento que no la merece, pero no puedo evitarlo, me importo por él, aún después de todo. Y... es por eso que necesito que vayas a verlo en mi lugar, aunque sea por un día. Sé que estás ocupado y que...

—Lo haré —él la interrumpió con una tranquilidad envidiable—. Necesito ir a Carcosa este fin de semana a rellenar papeleo derivado de la herencia de mi padre. Ya tenía pensado aprovechar la instancia para visitarlo.

Elise pestañeó, sorprendida.

—¿Papeleo?

—No es nada de importante. Es sobre una propiedad que él compró junto a mi madre y que ahora ella decidió vender. No quiere ir en persona, así que le dije que iría en su lugar.

En seguida, asintió.

—¿Te irás por cuantos días?

—Solo uno. Aún tengo un trabajo al que mantener —la calmó con una sonrisa—. No me extrañarás mucho, estaré frente a la puerta de tu cabaña como un perro hambriento el lunes, te lo garantizo. Y traeré noticias sobre Claude.

—Si no es mucho pedir... —la empresaria se le acercó aún más—. ¿Crees que también podrías ir a ver cómo está el Colonial?

—¿Quieres saber si Xavier ya le prendió fuego? —él bromeó, viéndola girar los ojos—. Claro que puedo. Hasta almorzaré ahí, para ver si la comida sigue estando tan buena como era, ahora que ya no estás. Creo que debe haber perdido un poco de su magia, pero sin duda seguirá sabrosa.  Elise sacudió la cabeza, soltó sus manos, y se volvió a apoyar en la barandilla—. ¿Quieres que le entregue algo a Claude? —él indagó, regresando a su seriedad anterior—. Aún creo que deberías escribirle.

Ella contempló su petición por unos minutos.

—Está bien, lo haré... —soltó un suspiro resignado—. Te entregaré una carta el viernes, antes de que te vayas.

—Él la apreciará... mucho —el violinista encerró la conversación con un semblante aliviado, y se puso a admirar la belleza nocturna del puerto.

En silencio, le volvió a ofrecer su mano. En un pestañeo, sus dedos ya estaban entrelazados con los de su acompañante. Permanecieron allí fuera por un buen tiempo, disfrutando la discreta soledad garantizada por el frío aire de la noche, sin hablarse, sin mirarse, pero perfectamente cómodos con la presencia del otro.

Jean solo se movió al oír una familiar melodía venir de los interiores de la casa de gobierno.

—¡Hey! ¡Están tocando "Les Patineurs*"! ¡Me encanta ese vals!

—Es evidente —ella se rio, volteándose hacia el edificio—. ¿Quieres ir a bailar?

—Contigo, sería un honor.

—Entonces sígueme —sin más preámbulos, lo arrastró hacia dentro.


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Por el resto del evento, ambos decidieron hacer lo que se habían propuesto desde un inicio, y empujar sus problemas y pensamientos a un lado. Bailaron sobre un suelo infinito, permitiendo que la música los moviera dónde y cómo quisiera, sin hesitar en ningún paso, sin lamentarse por cualquier error. Tal vez la armonía de Polimnia estuvo presente en cada nota emitida por la orquesta. Tal vez, Apolo había bendecido a cada uno de sus músicos con una destreza perfecta, con un talento órfico. Pero la atmosfera sublime y eufórica de la gala fue mágica, surreal. Cualquier invitado hubiera afirmado lo mismo; aquel Baile de invierno había sido inolvidable. Hermoso, de inicio a fin.

Pero la felicidad de Jean y Elise no terminó cuando abandonaron la casa de gobierno. Se volvieron a subir a su ostentoso carruaje, dieron unas cuantas vueltas por la durmiente ciudad, y regresaron al mirador de Widok, donde la señora Chassier los aguardaba.

—¡Elise! —la dama en cuestión exclamó al ver nuevamente a su nuera, luego de semanas sin encontrarse.

Cuando la muchacha entró a la mansión escarlata, encontró a la madre de su acompañante sentada sobre el amplio sofá de la sala de estar, leyendo. Para su desconcierto, ella lucía un voluminoso vestido blanco de satén y seda, así como un largo collar de perlas. Si era franca, se demoró un instante en recordar que no estaba en Carcosa, y que aquella visión no era para nada escandalosa, ya que - según lo explicado por el violinista semanas antes-, la costumbre en Levon era que las viudas se vistieran de blanco en su tiempo de luto. Al contrario de la capital, vestirse de negro solo era permitido en los tres primeros días que sucedían al fallecimiento de las víctimas. No se acordaba muy bien el porqué de tal tradición, pero tampoco encontró justo cuestionarla a aquellas horas.

—Madame* Chassier —la empresaria le sonrió con amabilidad—. ¿Cómo ha estado?

Anne se retiró los lentes de lectura de los ojos, se levantó de su asiento y caminó hacia ella, enseguida tomándola de las manos.

—Muy bien cariño, pero me interesa más saber cómo has estado. Lamento mucho todo lo que ha pasado por culpa de mi hijo. Nunca pensé que él sería tan, tan... —respiró hondo, no queriendo ofenderlo—. Nunca pensé que osaría hacerte algún daño.

—Pues no tiene que lamentarlo, madame, no fue su culpa —ella respondió, acariciando su palma en un intento de consolarla—. Usted fue un maravilloso ejemplo a seguir no tan solo para sus hijos, pero para una nación completa. Su fama y su legado lo comprueban. Si él no quiso inspirarse en los valores que usted le enseñó, ese es su problema, no el suyo.

—Agradezco sus cálidas palabras, lo hago —la matriarca le sonrió de vuelta, aunque con cierta tristeza—. Y dejo bien claro desde ya, si me necesita para algo, aquí estaré —volteó su mirada hacia su silencioso hijo más viejo—. Vaya... debo enviarle mis felicitaciones al monsieur Necker, ¡pareces un príncipe!

—Estoy lejos de ser un príncipe —sacudió la cabeza y la abrazó—. Estoy más cerca de ser un juglar.

Anne carcajeó, feliz de tenerlo cerca. Al apartarse, lo observó por un instante, percibiendo cierto cansancio en sus brillantes ojos. Su apariencia física podría ser elegante y garbosa, pero la pesadumbre de su alma poseía características contrarias. Las mentiras y traiciones de Claude realmente lo habían fragilizado. Tal vez, más que a su propia acompañante.

El crujido del suelo a su espalda la hizo poner sus pensamientos a un lado y voltearse. Joffrey – quien recién había salido de la cocina-, se hallaba de pie a unos pasos de distancia, aguardando su turno para hablar.

—¿Todo listo?

—Sí, madame. La cena está servida. También seleccioné un espumante de la bodega, como usted ordenó.

—¿Cuál elegiste?

—Su favorito, claro; Mirador. El que está hecho a partir de uvas Viognier y Syrah.

—Pensé que después de la cena que hice con el monsieur Gautier y sus hijas se me habían acabado esas botellas...

—Me tomé la libertad de comprar algunas cuando acompañé a la madame Adele al mercado... —mencionó a la nueva cocinera que había contratado—. Y de llenar nuevamente su bodega con todo lo que le faltaba.

—Ah... eres un ángel, Joffrey. Te lo agradezco muchísimo.

—Estoy aquí para servirla —él sonrió y le guiñó un ojo, antes de disculparse con los demás invitados y retirarse.

Anne lo admiró mientras se marchaba, demostrando cierto interés en su actitud garbosa. Haber perdido a su esposo sin duda la había dejado devastada, pero su apetito – tanto romántico como sexual – no se habían marchado junto a él; seguían ocultos bajo su piel, impulsándola a viajar hacia nuevos horizontes, conocer nuevos cuerpos y besar nuevos labios. Por primera vez desde su juventud, estaba libre para experimentar otras aventuras, lejos de la formalidad e intensidad de su previa – y hasta ahora, única-, relación. 

Joffrey, siendo el hombre con el que más había pasado tiempo en las últimas semanas, inevitablemente se volvió el objetivo de sus deseos. Aunque ambos se conocían a años – desde la época de la guerra-, ninguno se había atrevido a cruzar los límites de una recatada amistad, restringidos por la diferencia de sus clases, razas, e círculos sociales. Una relación entre un hombre negro y una mujer blanca en ese entonces era – y en su presente seguía siendo- impensable, reprochable. Pero la opinión ajena últimamente ya no le importaba. Poseía el poder y los medios de mantener su caso oculto, lejos de las miradas condescendientes y de la maldad pura de sus vecinos.

No le ocultaría nada a sus hijos – como su casualidad en aquella interacción lo había evidenciado-, pero tampoco se dejaría ceder por cualquier prejuicio que tuvieran contra sus acciones. Por suerte, Jean no pareció no demostrar ninguna aversión a su compromiso, y Elise mucho menos.

—¿Y qué vamos a cenar, a final? —el violinista indagó, pese a las infinitas preguntas que le habían surgido en la mente con respecto a la pareja.

—Jurel a la leña, acompañado de papas doradas y queso porteño.

—Eso suena delicioso —la empresaria expandió su sonrisa, hambrienta.

—Espera hasta que pruebes la vinagreta de echalotes —Jean comentó, mientras se trasladaban al comedor—. Tendrás sueños recurrentes con ella después de que la pruebes, te lo aseguro.


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"Buffet": "Bufé" en francés.

"Les Patineurs Valse": Es un vals de Émile Waldteufel. Fue compuesto en el año 1882.

"Madame": "Señora" en francés.

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