Tercera parte: Los esposos

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Después de haber salvado la distancia en auto, Naún se dirigía a todo galope al caserío Mirasierra, lugar donde quedaba su rancho Las siete cruces. El nombre era irónico, lo sabía. A él, un ateo consumado, le parecía una broma de mal gusto. Cuando su esposa heredó el rancho de sus padres, intentó cambiarle el nombre, mas la cláusula que reposaba sobre la propiedad se lo impidió. Si el nombre del inmueble se modificaba, él perdería sus derechos, los mismos que solo obtendría al morir Elaida. Por lo tanto no le quedó de otra que calarse el beatífico nombre. Pero antes de que el día finalizara aquello iba a cambiar. Cuando su esposa muriese, la cláusula quedaría sin efecto; el rancho sería suyo y podría hacer con él lo que le viniera en gana.

—¡So... so! —demandó el coronel al caballo para que se detuviese. Estaban frente a la cerca que lo separaba de su casa y de su objetivo principal.

Hizo una seña al capataz para que abriera el camino.

El hombre bajó de su montura a realizar la tarea. Naún lo miró desde su altura; debería agradecerle por haberle enviado aquella nota, pero no era hombre de agradecimientos, ni de usar frases emotivas. En lugar de eso, pagaría su fidelidad y eficiencia con un fajo de billetes. El dinero hablaba por sí solo. Omar entendería lo agradecido que estaba por haberlo puesto en alerta sobre las locuras de su esposa, además de esperarlo con el alazán más ágil en la estación del pueblo.

—¿Cuánto tiempo llevan esas dos brujas con mi esposa? —inquirió con voz ponzoñosa.

El caporal levantó la vista de los troncos.

—Desde el mediodía, patrón.

—¡Malditas viejas! —siseó Naún—. Las tres pagarán caro su desafío. ¡Vamos, a paso rápido!

—Señor... debo cerrar la cerca. Los animales...

—¡Déjala! Cuando lleguemos a la casa envía a Raúl a ponerla.

—Señor...

—¡Sangriento infierno! ¿Qué quieres, Omar?

El capataz dudó en contarle el resto de detalles.

—¡Habla hombre! —insistió Naún con el rostro enrojecido.

—Todos los empleados de Las Siete Cruces se han marchado, asustados por todas las cosas que han empezado a suceder.

—¿A qué te refieres?

—El ambiente se ha tornado pesado, se oyen ruidos extraños en la casa. Patrón, usted sabe lo que se dice de esas mujeres. —Tragó saliva—. Que ellas pueden hablar... con los muertos.

—Bah, puras pendejadas. Esos no son más que trucos de esas aprovechadas. Van de pueblo en pueblo haciendo creer a la gente que sus hogares están encantados, y los muy ingenuos les llegan a pagar una fortuna para que se deshagan de esos supuestos espíritus —el coronel sacudió la cabeza con reprobación—. Sin mencionar que esta villa apartada de la modernidad es el sitio ideal para sembrar esas falacias de fantasmas y demás tonterías.

Omar acarició su áspera barbilla.

—¿Usted cómo sabe todo eso coronel?

—Sigamos.

El capataz se apresuró a subir de nuevo a su montura

—Lo escuché en casa de madame Santina —prosiguió el coronel.

Omar lo miró alucinado. ¿El coronel era cliente del cabaret de madame Santina? Aquel hombre criticaba sin piedad a los que se dejaban arrastrar por las debilidades de la carne. Por lo visto su moralismo era pura fachada, o vaya a saber con qué secretas intenciones fingía ser lo que no era.

—Sobra decir que no debes mencionar nada —agregó Naún, mirándolo por el rabillo del ojo—. Ahora basta de palabrería. Tengo que llegar a impedir que Elaida se gaste todo mi dinero. Con lo supersticiosa que es, con seguridad me dejará en la ruina.







Llegaron al rancho cuando la tarde ya palidecía y la noche comenzaba a imponer su color sobre la llanura. En el centro de la amplia planicie, junto a un campo dorado de trigo y árboles de un profundo verde, se erguía majestuosa una construcción de ladrillo visto y teja barnizada: la morada de la familia Lamar Martínez.

Naún detuvo el caballo a unos pasos de la casa, la misma que estaba en completa penumbra. ¿Qué había sucedido con las luces? Se preguntó.

Un ruido estridente desvió su atención. Alzó la vista al cielo al oír un trueno en la lejanía. El cielo grafito presagiaba que la noche iba a ser tormentosa.

Saltó del corcel y dejó que Omar se hiciera cargo del animal. Subió los escalones furioso. Al abrir las puertas gritó con voz ronca e infernal:

—¡Elaidaaaa! —llamó, una, dos, tres veces, sin obtener respuesta— ¡Maldita seas mujer! , ¿dónde estás? —Fue a la habitación matrimonial, estaba con cerrojo. La sacudió enardecido—. ¡Elaida! Sé que estás ahí. ¡Abre la puerta! , no hagas las cosas más difíciles.

Al instante la puerta se abrió. El cuarto estaba en total oscuridad, igual que el resto de la casa. Divisó un halo de luz dorado desde la que intuía era la cama, dirigida a un extremo de la habitación, sin indicar alguna conexión con algo en el ambiente. Era una luz suspendida en el aire. Cuando iba a acercarse a examinar ese extraño suceso, oyó una voz a sus espaldas

—¿Me buscabas? —una corriente gélida acompañó al susurro femenino—. Aquí estoy, Naún. No podía marcharme sin despedirme de ti.

Naún achicó los ojos para ver mejor en la oscuridad. La voz de su esposa provenía de algún lateral de la estancia. Caminó en dirección del sonido y, creyendo estar frente a ella, pronunció altivo:

—¿De qué hablas, mujer? ¿Despedirte? Ah, ya entiendo —soltó una macabra carcajada—. Igual que yo, intuyes que ha llegado tu hora, ¿verdad?

—En eso estamos de acuerdo querido —confirmó Elaida—. Es hora de que pagues tus facturas,  Naún.

La voz surgió desde otro lugar y desorientó al coronel, que no supo por qué se sintió incómodo por eso y por el tono empleado por su mujer.

—Déjate de frases misteriosas. Yo no le debo nada a nadie. ¡Pero tú! —señaló con el dedo en la oscuridad—. Tendrás una deuda enorme conmigo, como no devuelvas cada centavo que seguramente les diste a esas brujas charlatanas. ¿Es que acaso la enfermedad ha terminado con tu poca cordura? ¡Cómo se te ocurre derrochar mi dinero de esa manera!

—¡Primero que nada, es mi dinero, puedo disponer de él como quiera! —rugió la mujer colérica—. Toda tu vida no has sido más que un sinvergüenza mantenido. Un cobarde de la peor calaña.

El coronel, rio.

—Yo también te quiero Elaida, y te equivocas... ¡Es mi dinero! Yo lo hice florecer, aumenté cada dólar que recibiste. Si hubiera sido por ti, estaríamos en la ruina hace muchos años. Te hubieras gastado todo en absurdos donativos, por no mencionar tus sesiones espiritistas —se hizo un incómodo silencio—. ¿Te quedaste sin palabras, esposa? ¿Crees que no conozco tus actividades ocultas? Hice bien en mantenerte vigilada. Sé todo lo que has estado haciendo en mis largas ausencias —hizo una mueca—. ¿Cómo puedes ser tan ingenua y creer que existe vida tras la muerte? Es insustancial preguntar tus razones para tanta obsesión. Debe ser ese asqueroso amor. ¿Acaso buscas hacer contacto con tu amante para hablarle del bastardo que concebiste con él?

—No llames bastardo a Ismael. ¡Te lo prohíbo!

Las aves del corral, al sentir el enfrentamiento, huyeron despavoridas y los perros empezaron a aullar en tono lastimoso. Una de las ventanas se abrió de golpe. Naún no le prestó atención.

—¡Tú no me prohíbes nada, meretriz de quinta! El que le haya dado mi apellido al producto de tu infidelidad no cambia las cosas. Lo que había entre Saulo y tú terminó en esta vida. Y en el caso de que haya otra, no permitiré que continúe en el más allá. ¡Sobre mi cadáver, me oyes! —zanjó con el rostro encendido de rabia.

—Qué bueno que lo aclaras.

La voz de Elaida era tranquila, situación que inquietó al coronel, que nada lo perturbaba. Algo raro sucedía, la maldita tenía los minutos contados y sin embargo su voz era serena como si nada pasara o fuera a pasar. Hizo a un lado sus pensamientos y cuestionó:

—¿A qué se debe toda ésta penumbra?, ¿Dónde están las brujas? —se calló unos breves segundos, de pronto tuvo un mal presagio —¿De dónde ha salido ese hilo brillante?

La luz que había visto al entrar estaba suspendida en el aire y se movía cuando su esposa hablaba.

—¿De verdad quieres saberlo?

Entonces los cristales de las ventanas hicieron implosión, sobresaltando al impasible coronel.

—¿Qué fue eso? ¿Quién rompió las ventanas?

—¿Asustado, querido?

Al coronel nada lo asustaba, menos eso, que con seguridad era una treta de ese par de brujas charlatanas. Pensar en ello hizo que se enfureciera más.

—¡Sangriento infierno, Elaida! Déjate de juegos, ¡Enciende las luces!

Una brisa fría se coló por una de las ventanas y el ambiente se tornó denso.

—Como quieras... —Elaida soltó una carcajada tenebrosa.

La luz de la mesita de noche se encendió, y una vez Naún acomodó su visión a la mediana claridad, parpadeó incrédulo por lo que sus ojos veían.

Su esposa estaba recostada en la cama, pero... al mismo tiempo estaba parada a lado de la ventana. El vestido que traía puesto flotaba a unos centímetros del suelo. ¿Qué diablos era eso? Continuó observando. Esa vez pudo distinguir los extremos del lazo brillante: unía las dos representaciones de Elaida.

—¿Ahora sí estás asustado, querido? —volvió a interpelar Elaida con una sonrisa torcida.

El coronel tenía los ojos abiertos impresionado, pero no dispuesto a aceptar como algo real aquel evento, retomó su actitud seria e impasible. No pensaba admitir que eso lo había alterado, en su lugar exclamó con voz desdeñosa:

—¿Crees que un truco barato de magia me va a asustar? ¿Dónde están las brujas? ¿Esto es obra de ellas, verdad?

Elaida rió de modo terrorífico, crispando los nervios de Naún.

—Por lo visto nada te asusta, ¿eh, querido? —Elaida se acercó a la cama, donde reposaba su cuerpo —¿No te parece increíble? Me veo a mí misma. Y lo más interesante, no siento dolor en este estado —pasó una mano por la cara. Ésta traspasó la piel. El coronel se tensó por la demostración—. ¿Seguro que no te da miedo esposo? Yo estaría aterrada en tu lugar...

La actitud estoica del coronel empezaba a resquebrajarse, pero se mantenía en su terquedad. La miró con odio y algo de... ¿miedo? Sacudió la cabeza, enérgico. No, eso no.

—Es un buen truco —alzó la vista al techo de la habitación tratando de ubicar alguna cámara o dispositivo. Nada, no encontró nada.

—Pobre incrédulo. Acepta que esto es real. Muy real. Y lo que va a venir, también lo será. ¡Al fin seré libre de ti!

Aquello fue un pinchazo para Naún que lo ayudó a salir de la conmoción.

—¡Nunca!

—No podrás evitarlo, falta poco para que deje este mundo —compuso una sonrisa diabólica—. Solo decidí esperarte para despedirme de ti. No quiero que después digas que no te tuve presente en mi último suspiro.

El coronel apretó los dientes lleno de impotencia. ¡Maldita fuera Elaida! Tenía razón, no podía hacer nada para impedir su deceso. Cuando supo del cáncer que padecía su esposa y que su muerte sería inminente, no le importó. Al contrario, lo llenó de una perversa alegría. Volvería a la soltería y... rico. Pero ahora, al saber que lo que desdeñó sobre la vida después de la muerte podía ser cierto, la situación tomó otro cariz. Apretó los puños. Sí él no había sido feliz, ella tampoco lo sería. Ni en esta vida, ni en la otra.

—No te vas librar de mi presencia. Seguirás atada a mí para siempre. Y cuando yo digo para siempre, es para siempre.

Elaida se elevó unos centímetros del suelo, muy por encima de Naún. Los ojos azules de la mujer se transformaron en un mar tempestuoso lleno de peligro.

—Me libraré de ti, aunque te pese... —El coronel sintió una mano invisible apretar su garganta—..., me reuniré con él y no habrá nada que puedas hacer al respecto. Ahora querido, debo dejarte, tengo mucho que recorrer antes de que todo culmine.

Después de haber dicho aquello, la luz que rodeaba a Elaida brilló con potencia, para luego escurrirse junto con ella por la ventana que daba al patio, dejando un rastro de leve muerte tras de sí.

La presión que Naún sintió en el cuello desapareció al instante. Tomó una bocanada de aire y gritó con fuerza:

—¡¡Elaida!!

Se acercó al tragaluz. Miró hacia afuera tratando de divisar algo en la densa oscuridad, mas lo único que vio fue la zigzagueante luminosidad que se perdía entre los árboles. Ya no podía ver el hilo que unía ambos cuerpos, pero de alguna manera sabía que aún no estaba roto. Sacudió la cabeza a causa de ese pensamiento... No, lo que contempló no fue real. Si daba cabida a ideas fantasiosas, caería inevitablemente en la locura.

Perdió la noción del tiempo en que mantuvo observando a la nada, cuando unas leves respiraciones agitadas llamaron su atención. Los jadeos entrecortados provenían del clóset, se acercó con sigilo hasta él. Los sonidos se volvieron más diáfanos.

Contempló con ira lo que el clóset le reveló: dos mujeres lo miraban aterradas. Las malditas brujas, reflexionó Naún.

Olvidándose de todo lo demás, tiró de ellas con sus grandes y ásperas manos.

—Condenadas viejas, ¡me van a devolver el dinero que mi esposa les haya dado, o se arrepentirán!

En medio del temor, una de las mujeres desvió la vista a la cama.

—Ella... se ha marchado —dijo Tirza con voz temblorosa. Su madre la mandó a callar.

El coronel siguió la dirección de la mirada y enseguida recordó el suceso experimentado.

—¿Hablas de mi mujer? ¿Es que acaso no ves que está ahí. —El coronel siguió negando lo que sus ojos le mostraron.

—Solo el cuerpo... Ella se ha ido a recoger sus pasos. —La muchacha tragó saliva. A diferencia de su madre, no era tan fuerte para enfrentar tales sucesos paranormales.

Al oír esa revelación, sensaciones extrañas empezaron a hacer mella en Naún: furia, incredulidad. No podía ser cierto lo que estaba pensando. Había escuchado cuentos sobre las almas que abandonaban el cuerpo en el sueño y antes de la muerte; un hilo dorado de luz unía lo astral con lo físico, era lo que decían aquellos que tenían el don de ver lo que otros no podían, y cuando la unión se rompía, indicaba el fallecimiento del individuo. Pero antes de hacerlo el alma volvía por los caminos que recorrió en vida...

Recogía sus pasos.

Su esposa estaba próxima a morir, la enfermedad la había deteriorado bastante. No pasaría de esa noche, fue otro de los informes que señalaba en la carta.
Recordó la conversación que tuvo con Elaida y murmuró incrédulo:

—¿Así que mi mujer se fue a recoger sus pasos? —La voz del coronel contenía un tinte de burla—. He oído que las almas recogen esos supuestos pasos que has mencionado, muchacha, antes de cruzar al mundo de los espíritus. —Enderezó lo hombros y aclaró en tono petulante—: Eso no quiere decir que lo crea, no dejan de ser más que leyendas de pueblo.

Las mujeres guardaron silencio, temerosas.

—¿Entonces, cómo explica lo que acabó de ver? ¿Acaso piensa que fue una farsa? —cuestionó Amelia. 

—Efectos visuales —justificó el coronel. —Fijó una mirada oscura en ellas y declaró—: Ustedes ayudaron a Elaida, ¿verdad? ¿Qué trama mi mujer? Me lo van a decir en este momento.

—Se equivoca al creer eso. Todo lo que sucedió en esta habitación fue real. La señora Elaida se ha marchado a cumplir con el último ritual que hacemos todos antes de morir. —Torció la boca, mirando con desprecio al coronel—. Dudo que a usted le den esa oportunidad. Los del otro lado le despojarán de su alma sin previo aviso cuando le llegue la hora —rio imaginando esa escena.

Naún no respondió. Miró con odio a Amelia. No iba a permitir que ella u otra mujer se burlara de él. Sabía qué hacer para borrarle esa sonrisa del rostro y de paso desfogar la rabia contenida. De un solo golpe derribó a Tirza. La mujer emitió un doloroso gemido, un hilo de sangre escurrió por la boca.

El desalmado verdugo sonrió, satisfecho de su obra. Para el coronel Lamar, los puños eran su única ley, y su único idioma.

Amelia se arrastró por el suelo, horrorizada por la escena.

—¡Mi hija! ¡Maldito! —La mujer le sostuvo la cara para verificar el estado de la joven—. ¡Ay, mi niña!

—Lo que yo crea es mi problema —Los ojos carbón del coronel despedían una furia criminal—. Si persistes en no hablar, a tu hija le irá muy mal. Ahora habla. ¿Qué se trae mi mujer entre manos?

Las dos mujeres lo observaron con miedo y cautela. Amelia iba a hablar cuando Naún hizo un gesto para que se detuviese.

—Tengo una pregunta, ¿qué hacían encerradas en el armario? —Una idea cruzó por su mente.

—Nos escondimos para no presenciar la discusión, las almas que están por entrar al mundo de los muertos son muy inestables —respondió Amelia.

—¿De nuevo intentan convencerme de que fue real lo que presencié? —Las miró con sorna y desconfianza—. Serán estúpidas si piensan que me tragaré sus mentiras. Brujas de la calaña de ustedes no tienen ninguna credibilidad ante mí.

—¡Ni que nos hiciera falta! —protestó Tirza escupiendo sangre. Se mantuvo firme, no apartaría el rostro en caso de llegar un segundo golpe. Acto que no sucedió.

Naún enrojeció de ira por el atrevimiento de ella. Su primera reacción fue aplicarle un nuevo castigo, pero detuvo su brazo y sonrió malévolo.  El miedo visceral que atisbó en los ojos de la joven la rescató de un segundo asalto. Aquella emoción alimentó su negro espíritu, lo revitalizó. Igual que un asesino renace cada vez que ve correr el líquido carmesí de sus víctimas.

Cruzó los brazos en pose autoritaria, una característica de él.

—Hagamos de cuenta que les creo —la voz de Naún sonó amenazante—. De llegar a ser cierto ese mito de las almas que recogen sus pasos, entonces ustedes deben saber a dónde fue Elaida.

Las mujeres se miraron alarmadas

—Y también me dirán algún ritual de atamiento para mantenerla en este mundo. Muerta, pero en el mundo de los vivos —remarcó—. No traten de engañarme, es difícil que yo caiga en una trampa.

Tirza y Amelia intercambiaron una mirada enigmática.

—Esa excesiva seguridad y arrogancia serán su ruina —rio Tirza. Los dientes manchados de sangre.

Amelia le dio un codazo para que cerrara la boca. 

El coronel bajó la vista. Tirza Le sostuvo la mirada, desafiante.

—El que ríe al último... —le sujetó el mentón con fiereza—..., ríe mejor, bruja.

Se levantó, sacudiendo de su camisa una inexistente pelusa.

—Dejaré a Omar para que las vigile. No piensen que se marcharan así de fácil. Cuando esté de vuelta, quiero de regreso en mis manos todo el dinero que mi mujer les haya dado. El tiempo que me demore fuera será el mismo que ustedes tendrán. Es más de lo que se merecen —arrugó la nariz, como si un desagradable olor se le hubiese colado por ella—. Se siente raro ser benevolente. En fin, ya se me pasará —dijo irónico. A continuación demandó con aire hipócrita—: Distinguidas damas de la nigromancia..., ¡díganme lo que solicité!

Las mujeres asintieron temblorosas a la petición de ese demonio con forma de hombre.

Amelia le dijo todo lo que él quería saber, aunque fueron verdades distorsionadas. Para cuando lo descubriese ya sería demasiado tarde.

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