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Era más de media noche del sábado y Ágata aún no había podido conciliar el sueño. Se levantó de la cama y se sentó en el pequeño butacón que tenía cerca del enorme ventanal, observando la oscuridad del patio. Hizo un mohín mientras se mordía una uña, y no pudo evitar pensar cuántos sábados a esa misma hora estaba entrando en alguna discoteca de moda de Estocolmo, seguida por Marco y el resto del grupo. Los fans que se daban cuenta de la presencia del grupo se volteaban para mirarles y sonreírles, los más osados trataban de burlar la guardia de sus guardaespaldas y acercarse a ellos para hacerse alguna foto o pedirles un autógrafo. Algo que con gusto siempre solían hacer Marco y ella misma.

Sonrió nostálgica al recordar su pelo negro, siempre despeinado, cayendo sobre sus hombros, sus ojos verdes y aquella sonrisa torcida que siempre le daba ese aspecto de galán italiano. Suspiró fuerte. Marco siempre fue un rompecorazones allá por donde pisaba, se dijo. Se mordió el labio al darse cuenta que ya no estaba a su lado, que no volvería a estar nunca más. Sentía un nudo en la garganta apretarle y cortarle la respiración, pero en el momento en que las lágrimas comenzaron a surcar su rostro en busca de su cuello, unos golpes tímidos en la puerta la asustaron, haciendo que diera un botecito en el sillón.

—¿Valkiria? —la voz de Klara, otra de las pacientes del centro susurraba al otro lado del umbral—. Soy yo, ¡Vamos, abre! ¡Quiero enseñarte algo!

Ágata parpadeó y trató de limpiarse el rostro con las mangas del pijama, mientras se acercaba descalza hasta la puerta. La abrió lo suficiente para sacar la cabeza y mirar a la chica delgaducha de apenas dieciocho años que la observaba con aquellos enormes ojos negros y una sonrisa rota por las drogas.

—¿Qué haces aquí? Los vigilantes pueden pillarte. Vete a dormir.

La chica empujó la puerta con más fuerza de lo que Ágata pensaba que pudiera tener en aquel cuerpo esquelético y consumido, haciendo que tropezara y perdiera un poco el equilibrio. Klara entró y cerró tras ella, pero antes de que Ágata le reprendiera, ésta sacó un manojo de llaves del bolsillo de su pijama y se lo enseño con una sonrisa llena de esperanza.

—¡Mira lo que he birlado! —susurró.

—¿Qué demonios? Has robado las llaves del vigilante, ¿sabes la que te puede caer?

Ágata negó con la cabeza y se llevó una mano a la sien haciendo presión. Aquella muchacha no paraba de hacer travesuras y buscarse problemas con los médicos y vigilantes. Pero, a pesar de todo, era una chica simpática y amable que siempre aguantaba sus malos humos cuando a ella le asaltaban los dolores propios de su recuperación.

—Son las llaves de la capilla —comentó—. Siempre que vamos a rezar, te quedas mirando el piano. Eres cantante, hace mucho que no tocas ni cantas. Y había pensado que, tal vez, quisieras tocarme algo. Hoy es mi cumpleaños.

Klara terminó en un susurrante ruego aquel comentario que inició con energía. Ágata la observó de arriba a abajo, aquella chica llevaba allí mucho más tiempo que ella, y jamás la había visto recibir una sola visita, ni una sola llamada. Verla tan demacrada, y con aquellos ojos llenos de ilusión le ablandaron el corazón.

—Está bien —respondió con una sonrisa tierna en los labios—. Pero sólo una canción y luego devolverás las llaves, ¿de acuerdo?

La chica asintió feliz antes de lanzarse a sus brazos y colmarla de besos. Aunque casi todos los pacientes la reconocían, fueron perdiendo el interés por ella en cuanto dijo que no tocaría ni cantaría nada. Todos los pacientes a excepción de Klara, que la seguía a todas partes, hablándole de sus cosas, sonriéndole y soportando sus malos humos desde que Ágata entró en aquel centro. Con el paso de los meses, y sin que pudiera hacer nada por evitarlo, aquella joven adicta al crack se había convertido en la única amiga que tenía.

Las dos chicas salieron con cuidado de no ser vistas ni oídas, atravesando los pasillos a oscuras, sólo iluminados por la luz que atravesaban los ventanales, procedente de las farolas del patio exterior. Tras unos minutos llenos de risas ahogadas y miradas divertidas por el riesgo que suponía tener que burlar a todos los vigilantes de seguridad que paseaban a esas horas, llegaron frente a la doble puerta de madera de cerezo que daba a la pequeña capilla. Klara abrió la puerta y antes de entrar le sonrió pícara a Ágata, que le respondió con un guiño.

Ágata entró en silencio, observando la oscuridad que la cubría. El lugar olía a incienso y parafina de las velas que se encendían durante el día. A tientas buscó la fila de bancos que sabía que estaban apenas a un metro o dos de la entrada, pero antes de que pudiera localizarla, Klara encendió su mechero y se acercó hasta el portavelas, encendiendo una vela para iluminar el camino hasta el piano de cola que había al lado del altar.

La cantante la siguió en silencio, con sus ojos avellana fijos en las teclas del piano negro. Su corazón se iba acelerando poco a poco con cada paso. Sería la primera vez que tocase algo después de tantos meses. Tragó saliva al verse delante del instrumento.

—Canta Vivir en tus ojos, es mi favorita.

Ágata observó los ojos negros de Klara, llenos de ilusión y esperanza por oír aquella canción. Dejó caer los hombros y se sentó en el pequeño taburete, elevó las manos y las dejó caer en las teclas sin llegar a presionarlas.

Vivir en tus ojos era su canción, se dijo. Suya y de Marco, una de las pocas que el hombre le había compuesto a ella cuando se conocieron. La canción que llevó a K.A.M, al estrellato. Cerró los ojos y ladeó la cabeza, la oscuridad la acunó. Sólo el chisporroteo de la pequeña vela que Klara sostenía entre sus manos se oía, pero poco a poco, en la mente de Ágata, se iba haciendo el silencio. Un olor fresco y conocido la embriagó, transportándola hasta un recuerdo que nunca volvería.

Marco a su lado, tocando el piano con una armonía y una técnica casi perfecta. Sus ojos cerrados y aquella media sonrisa le daban ese toque tan suyo. Su cuerpo se movía lánguido al ritmo de la música que le tocaba. Pudo oír de nuevo aquella voz ronca y suave a la vez, que lamía su corazón.

Abrió los ojos y soltó el aire de sus pulmones. Pero, en el momento en que quiso mover sus dedos y concederle a Klara su regalo de cumpleaños, algo la paralizó. Su boca se secó y su voz murió en su garganta. Sus dedos se agarrotaron, provocándole un dolor inmenso en su corazón. Las lágrimas se agolparon en sus ojos y comenzaron a brotar.

—No puedo —sollozó dejando caer sus manos en su regazo—. Lo siento.

El rostro de Klara se ensombreció, la decepción y la tristeza se hicieron latentes en el brillo de sus ojos.

—Pero, es mi cumpleaños. Por favor —rogó casi en un susurro.

Ágata se secó las lágrimas con el dorso de la mano y volvió a mirar las teclas del piano. No entendía qué le sucedía, pero debía volver a intentarlo; Klara deseaba oírla y ella quería cantar, volver a tocar. Su respiración se transformó en un jadeo, un temblor comenzó a recorrerle el cuerpo de arriba a abajo. Ágata dejó la mente en blanco y sin pensar comenzó a tocar los primeros acordes. La melodía lenta comenzó a inundar la estancia, transportándola poco a poco hasta otro recuerdo. Tras unos segundos, con los ojos cerrados y el corazón en un puño, Ágata despegó los labios y se dejó el alma en aquellos versos. En aquella letra que fue compuesta para ella. Poco a poco, su cuerpo se fue moviendo en un vaivén lento, y acompasado con las notas que ella misma sacaba de aquel instrumento.

El recuerdo de Ray diciéndole que pronto saldría de allí y volvería a subirse a un escenario le sacó una sonrisa, haciendo que subiera el tono de su voz, asegurando las notas. Se oyó cantar, su timbre era casi perfecto, a pesar de no haber tocado en los últimos meses y de estar tomando tanta medicación, sus dedos aún se movían ágiles por el teclado, su voz sonaba fuerte y elegante. Se sintió orgullosa de ella misma. Pero, a la mitad de la canción, la imagen de Marco tirado en aquel salón, con los ojos inertes mirando el techo la sobrecogió. Haciendo que la melodía parase estrepitosamente y su voz se desgarrase casi en un grito mudo. Sin pensar, Ágata se levantó, tirando el taburete y saliendo a grandes zancadas de la pequeña capilla. Las lágrimas le empañaron la vista, haciendo que se golpeara con el marco de una puerta al salir del pasillo.

Trató de subir las escaleras que daban a la planta donde tenía su dormitorio, pero los temblores y los dolores que la invadieron le impidieron el movimiento, cayendo sobre los primeros peldaños. Se quedó allí tirada, sollozando durante un rato; hasta que las manos huesudas y blancas de Klara la agarraron por los hombros.

—¿Val? —preguntó con apenas un hilo de voz—. ¿Estás bien?

Al mirar aquellos pozos negros llenos de preocupación y miedo, Ágata se terminó de derrumbar. Se abrazó a ella y dejó salir toda su tristeza y frustración.

—Lo siento, no he querido asustarte. No sé qué me ha pasado, Klara.

—Tranquila —siseó mientras la volvía a abrazar—. Volvamos a la capilla para que puedas intentarlo de nuevo.

La idea la paralizó, la boca se le secó de nuevo y las manos se le agarrotaron. No, Ágata sabía que no podía intentarlo, que no podría volver a tocar ni cantar por mucho que lo intentara. Sentía una garra clavarse en su alma, cerrándose a su alrededor y llenarla de un miedo que nunca antes había sentido.

—No puedo tocar, Klara. —respondió rendida a su agonía interior—. He sentido... siento miedo. No quiero volver a acercarme a ese piano, por favor.

—Pero, ¿entonces? ¿No volverás a cantar? ¿No serás Valkiria nunca más?

Aquella pregunta le dio de lleno a Ágata. Si tenía tanto miedo a tocar y cantar delante de una única persona, ¿cómo iba a hacerlo sobre un escenario delante de las cámaras y de cientos de fans? Si el miedo que la había arrollado durante aquella canción la había hecho bloquearse de aquella manera, ¿qué no haría un estadio lleno de espectadores a la espera de oírla?

Ágata sentía con cada una de las preguntas que asomaban a su mente cómo su mundo se venía abajo. Comenzó a mordisquearse la yema del pulgar nerviosa, y a negar con la cabeza tratando de levantarse. Pero, tras unos minutos en los que se concentró en tratar de descifrar lo que sentía, se dio cuenta: algo en su interior acababa de morir esa noche, y ese miedo, esa garra que le oprimía el alma, se lo confirmaba.

—Valkiria ya no existe, Klara. Murió el día que enterramos a Marco.

Y, sin decir una palabra más, dejó sola a Klara sentada en aquellos escalones, mientras, llorando en silencio, Ágata se dirigió a su dormitorio.

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