El verdadero Precio de la Oscuridad

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El verdadero precio de la Oscuridad.

Advertencia: es un relato que toca temas sensibles. Tener precaución o pasar de este. 


¿Qué significa ser un villano? Es la pregunta que suelo hacerme.

De niño siempre creí que se trataba de una figura mala a la que todos debíamos temer, pero al mismo tiempo, combatir. Se conocía como la encarnación del lado oscuro o negativo de la naturaleza humana. Representaban la ambición desmedida, la falta de empatía, la crueldad, la manipulación y la búsqueda del poder a cualquier costo. Personas, entes o cualquier otra cosa, que elegían actuar de manera contraria a los principios morales o éticos y que a menudo justificaban sus acciones mediante una racionalización distorsionada de la realidad.

Pero, ahora me doy cuenta de que son una manifestación de los conflictos internos y de las sombras que existen dentro de cada individuo, sirviendo como un recordatorio de la complejidad y la dualidad inherente a la condición humana. Lo que me lleva a otras preguntas: ¿Cuándo se manifestará esa maldad? ¿En quiénes? ¿Y en qué momento seremos esos villanos para otros? ¿A cuántos lastimaremos?

Siento el frío del metal alrededor de mis muñecas, las esposas apretadas como una serpiente asfixiante. Por supuesto, me obligan a doblarme, a ceder ante la fuerza implacable que me rodea. Por otro lado, la voz del policía, áspera y autoritaria, resuena en el interior de la patrulla, mezclándose con el zumbido constante de la radio.

—Lo tenemos —dice el policía por la radio, con tono impasible y seguro—. Hemos atrapado al sujeto que estábamos buscando. El mismo que llevaba veinte tiendas saqueadas en el Bronx y dos jóvenes apuñalados en un callejón.

Mi corazón golpea contra mi pecho con una intensidad dolorosa. Veinte tiendas. Dos jóvenes muertos. Mis acciones, mis errores, ahora pesan como cadenas alrededor de mi cuello. El sudor se acumula en mi frente, mezclándose con el rastro de sangre seca que adorna mi rostro moreteado.

¿En qué estaba pensando?

¿Dinero? ¿Fama? ¿Respeto? ¿Qué era lo que quería?

Me encuentro mirando mi reflejo en el retrovisor, soy un espectro de lo que solía ser. Los ojos cansados y llenos de resentimiento, mezclado con un oliváceo moretón que iba desde mi pómulo derecho a la boca, y una pequeña cortada en la otra mejilla; la mandíbula apretada en una mueca de dolor y angustia. ¿Es este el precio de mi libertad? ¿El precio de mis errores?

Respiro.

Me siento ansioso de abandonar aquella maldita tienda y sumergirme a las calles nocturnas y desiertas de esta puta ciudad, con aquellas luces parpadeantes de los edificios altos, como estrellas distantes de mi propia oscuridad. Sin embargo, por la ventana, veo cómo otro auto policial se lleva al "monstruo", el verdadero. Ese ser, a diferencia de mí, representaba la encarnación misma del dominio y su oscuridad, capaz de doblegar tu alma y espíritu, hasta volverte nada.

¿Quién soy ahora? ¿Qué queda de aquel hombre que una vez fui?

Sí, mis pensamientos se mezclan en un torbellino de confusión y desesperación. ¿Qué maldita sea soy?

Recuerdo que me encontraba estacionado en mi moto, oculto en la oscuridad del callejón más sombrío de aquella parte del Bronx. El aire estaba cargado de un olor agrio y nauseabundo por los contenedores de basura y orina seca en el asfalto, y se mezclaba con el olor dulce y tentador que emanaba de la dulcería que tenía en la mira. Una tienda de colores pasteles y luces cálidas, que contrastaban con los horribles, grises y envejecidos edificios a su alrededor. Sabía que era un lugar próspero, porque la calidad de su mercancía hacía que la clientela a menudo saliera con bolsas repletas de golosinas.

Le di una calada a mi cigarrillo encendido, mientras aspiraba y exhalaba aquel humo lentamente para calmar mi propia ansiedad. De no estar concentrado, pude haberme percatado que el frío del lugar, no solo mostraba un momento común y corriente, sino que me arropaba alertándome de la presencia del monstruo que permanecía dormido en la noche. ¿cómo podría haberlo sabido?

Tal vez, debí prestar atención a la oscuridad que se cernía esa noche, tan imponente, que las farolas de la cera parecían llevar una batalla campal contra esta, pero que parecía perecer con el tiempo, pues estaban tenues y opacas. El sonido cacofónico de las patrullas, ambulancia, autos, incluso alguien discutiendo por encima de mí, debió advertirme que todo ese lugar estaba cargado de una violencia que parecía ser casi palpable. Pero no, la terquedad y la ambición es un tema recurrente que se cierne sobre la necesidad. Necesitaba el dinero.

Era cierto que, desde mi posición, podía ver a la dueña atendiendo a los últimos clientes de la noche. Tenía una apariencia que irradia confianza y determinación. Una estatura media, con una figura esbelta y atlética que hacía verla en forma y jovial. Su cabello largo y oscuro estaba recogido en una coleta, y sus ojos avellana mostraban una mezcla de inteligencia y determinación, que podía atraer a cualquiera. Sin embargo, su rostro estaba marcado por una mirada firme y decidida, con una postura que denotaba una seguridad en sí misma que no solía ser usual en las mujeres que había observado.

Sí, sin duda su dueña no tiene problemas de dinero.

Aunque no sentía placer en lo que estaba a punto de hacer, sabía que era necesario. La falta de dinero y mis problemas personales me habían llevado a convertirme en un villano obligado, atrapado en un ciclo interminable de crimen y arrepentimiento.

Nací y crecí en los barrios marginales de la ciudad, rodeado de pobreza y violencia. Desde joven, me vi obligado a buscar formas de sobrevivir en un mundo implacable, y pronto me encontré involucrado en actividades delictivas para ganarme la vida. Me convertí en un experto en el arte del robo y la evasión, aprendiendo a moverme con habilidad por las sombras y a evitar ser atrapado por la ley.

Pero nunca me sentí completamente satisfecho con mi estilo de vida. A pesar de mi éxito como delincuente, siempre sentí un conflicto interno entre mi deseo de prosperar y mi conciencia moral. Cometí numerosos errores y lastimé a personas en el camino, que al igual que un villano, dejaba un rastro de destrucción a mi paso. Y si debía correr sangre, lo haría.

Finalmente, vi a la pareja de enamorados salir de la dulcería, sus sonrisas brillantes y sus bolsas llenas de golosinas, completamente ajena a la tragedia que estaba a punto de desencadenarse. Esa era la señal que necesitaba para actuar.

Me bajé de la moto con la certeza de que este sería otro día en la oficina, otro día para sumergirme en las profundidades de la oscuridad que acechaba en mi interior. Cerré mi chaqueta, me coloqué unas gafas oscuras para engañar las cámaras internas, y con paso firme atravesé la calle y entré a la dulcería.

El interior de la tienda era un remanso de calidez y color, como si el mundo exterior no existiera. Los tonos cálidos de las paredes, el aroma dulce y tentador que flotaba en el aire, los estantes llenos de golosinas resplandecientes, junto a farolas de colores que parecían sumergirte a una pequeña feria encantada; todo contribuía a crear una ilusión de glamour y felicidad.

La chica tras el mostrador me miró con una sonrisa medio desconcertada, como si sospechara que algo no estaba bien conmigo. Claro, mi apariencia probablemente la había alertado, ¿cuántos entraban a un lugar con una chaqueta oscura cerrada hasta el cuello, pantalones de mezclillas del mismo color, y mis gafas oscuras ocultando mis ojos, como un maldito espantapájaros en la noche?

—¿Sí? Buenas noches, ¿en qué puedo ayudarle? —preguntó ella, con aquella naturalidad que helaba los huesos.

Caminé con pasos lentos y cuidadosos, mostrando una sonrisa solo intentando engañarla con una apariencia amable. Ese era el enganche para cualquier situación, fingir bondad. Sin embargo, no pareció funcionar porque antes de que pudiera decir una palabra, noté el movimiento furtivo de su mano bajo el mostrador.

Se entenderá que, cuando me encuentro en el umbral de cometer un robo, una tormenta de emociones me envuelve: Por un lado, está la necesidad angustiante de poner fin a mis problemas financieros y encontrar una salida rápida a mis dificultades. Sin embargo, esta urgencia se entrelaza con una sensación de culpa y conflicto interno, recordándome que lo que estoy a punto de hacer está mal. Claramente, la dualidad de estas emociones se convierte en una pesadilla, mientras lucho con el deseo de hacer lo correcto y la necesidad desesperada de actuar rápidamente para evitar ser atrapado. La adrenalina suele bombear por mis venas, mezclada con el miedo constante de que algo salga mal y enfrentar las consecuencias de mis acciones. Es una batalla entre el instinto de supervivencia y la voz de la conciencia, una lucha que amenaza con consumirme por completo en la oscuridad de mis propias decisiones.

Así que, el pánico se apoderó, y en segundos había dos alternativas, o llevaba consigo un arma o intentaba acercarse al botón de alarma policial. Por lo que, en un acto de pura ansiedad y nerviosismo saqué mi propia arma de mi espalda, apuntando directamente a ella.

—¡Menuda mierda! ¡Alza las manos, joder! —mi gritó fue fuerte, autoritario, pero estaba marcado con ese tono desesperado y nervioso.

Lo natural era ver una serie de emociones en la victima que iba desde desconcierto al miedo, del miedo al pánico, del pánico a confusión, y algunos mostraban todos estos signos en su cuerpo, temblando, paralizándose, o elevando el pecho con una respiración agitada, pero en lugar de eso, vi un brillo extraño en sus ojos, casi como si estuviera disfrutando de la situación.

Antes de que pudiera procesar lo que estaba que mierda le pasaba a esa chica, esta se lanzó hacia mí como una fiera enjaulada, golpeándome con una precisión mortal. Mi mano disparó, pero lo hizo hacia el techo con un estruendo ensordecedor, y mientras luchaba por mantener el control sobre la situación, intenté apuntar de nuevo, pero fue inútil; un dolor punzante atravesó mi brazo cuando ella aplicó una llave dolorosa, obligándome a soltar el arma.

Otro grito de dolor vociferé cuando sentí mi muñeca doblada en una posición irreal detrás de mi espalda, la misma que me obligó por el dolor soltar el arma, mientras que con su tacón de aguja presionaba mi otra mano sobre el mostrador hasta enterrarse en mi piel contra el mostrador. ¿Cómo había podido hacer eso en segundos?

—¿¡Qué mierda eres!? —vociferé, con el rostro contorneado de dolor, asustado de que muriera en aquella situación vulnerable.

—¿Crees que no me había percatado de las veces que te veía espiarme desde aquel callejón? ¿Crees que no tenía una cámara que te viera directamente? A los chicos malos se les debe enseñar quién tiene el verdadero control.

—¡Estás loca! —volví a gritar, pero con miles de idea de que estuviera ante una psicópata.

Algo frío y con un olor punzante y agudo roció mi rostro, chille del ardor e intente removerme con fuerza como respuesta automática, haciendo que el tacón de aguja desgarrara aún más mi mano enterrada contra aquel mostrador, contorsionó mi otra muñeca, agarré aire intentando respirar pese a que el ardor en mis ojos y el dolor punzante parecía cortármelo, y con mi visión oscureciéndose, la oscuridad me envolvió.

Fue entonces cuando supe que había caído en las garras de un monstruo, una criatura cuya verdadera naturaleza era más terrorífica de lo que jamás hubiera imaginado. La muerte, sin duda se había convertido en una opción.

Desperté en medio de la oscuridad, confundido y desorientado.

Mis ojos se abrieron lentamente, solo para encontrarse con un escenario que parecía sacado de una pesadilla de alguien completamente loco: Estaba desnudo, atado a una extraña silla que me dejaba expuesto y vulnerable, como un sacrificio en un altar macabro. Mi cabeza estaba sujeta con firmeza por algún tipo de artilugio de madera, mientras mis manos se encontraban inmovilizadas sobre mi cabeza en un agujero que me recordaba a una de esas guillotinas medievales. Me sentía como un esqueleto incompleto, una marioneta grotesca destinada a un destino desconocido.

La sensación de pánico y terror se apoderó de mí mientras observaba a mi alrededor en la penumbra, iluminado solo por un débil foco rojo que parecía perforar mi mente con su intensidad, y me hacía viajar al umbral del infierno, con una habitación llenas de sombras ominosas y un silencio opresivo, el aire estaba impregnado de un olor rancio y metálico. Un olor que lo comparé con el hedor de la muerte, como un matadero de ganado.

—Ah... —El sonido salió como quejido más bien. Tenía la garganta seca y me dolía. Sentía incluso, el ardor abrasivo en los ojos, y la herida punzándome en mi mano izquierda, la misma que fue perforada con aquel tacón. ¿Estaría soñando?, me pregunté—. Ayuda —dije despacio—. Ayúdenme... ¡Ayuda! —Finalmente el grito surgió, desgarrando mi garganta— ¡Que alguien me ayude, por favor!

Sentí que el aire se me fue, en el momento en el que escuché en el fondo pasos. Resonaban con eco y con tanta lentitud que no hacía más que causarme ansiedad.

—¡Estoy aquí, por favor, ayuda! —volví a gritar—. ¡Se lo imploro, ayúdenme!

Una puerta lateral se abrió, y dejó entrever una oscuridad mayor que contrastó con la luz roja que cubrió a la figura que surgió desde ese punto.

Lo que vi, me pareció tan macabro como la posición y el lugar en el que me encontraba:

La figura de una mujer irrumpió en la habitación con una presencia imponente, vestida de cuero reluciente y rojo, con partes negras que acentuaban un aura dominante. Sus movimientos eran hipnóticos, pero al mismo tiempo angustiante, como si estuviera imitando un baile maquiavélico de marionetas, y su sonrisa emblanquecida enviaba escalofríos por mi espalda, como si estuviera en un maldito juego de Silent Hill. Las gafas que llevaba el día del robo estaba sobre ella, y eso solo intensificaba la sensación de que estaba frente a la misma dueña de la dulcería.

—Así que finalmente despiertas, pequeño ladrón —dijo aquella mujer con voz suave, pero cargada de autoridad, mientras se acercaba lentamente, observándome con una mezcla de diversión y satisfacción—. Soy Valentina, tu ama, dueña y señora.

Mis pensamientos se revolvieron en un mar de confusión y temor mientras intentaba comprender lo que estaba sucediendo. ¿Cómo había llegado a esta situación?

—¿Qué... qué está pasando? —balbuceé, con la voz temblorosa, mientras luchaba por mantener la compostura.

Valentina se detuvo frente a mí, se quitó la gasta y su mirada se clavó en la mía con intensidad. Aquellos ojos vivaces y avellanas, en ese momento, me parecieron carados de una enorme oscuridad que me llevaron a creer que se trataba de un abismo, un destello oscuro, tan profundo como la noche misma.

—Oh, cariño, estás a punto de descubrir un mundo completamente nuevo —respondió con una sonrisa enigmática—. Tengo una tendencia a castigar y encontrar placer en aquellos que creen tener el control.

El terror se apoderó de mí, mientras las palabras de Valentina se hundían en mi mente. ¿Qué clase de mierda era esta?

—Por favor... por favor, suéltame —supliqué, con la voz temblorosa, mientras luchaba contra las ataduras que me mantenían prisionero.

Valentina sonrió, revelando todos los dientes con fuerza, para luego dejar escapar una risa siniestra, mostrando un placer que no comprendía.

—Me encantan los juegos, pequeño ladrón. Y tú serás mi juguete favorito.

No supe cómo ni por qué, pero las lágrimas comenzaron a emerger de mis ojos, traicionando mi intento de mantener la compostura. Supe que, en momentos así, el cuerpo mismo parecía tomar el control pues tu mente no estaba apta para hacerlo.

—Déjame contarte una historia, querido Marcos... —comenzó, llamándome por mi nombre y con una voz resonando en la habitación con un tono cautivador. Seguro había descubierto mi billetera y había investigado todo de mí. Sí, se trataba de una psicópata— ...de una conejita que vivía en una familia de zorros. ¿Te imaginas eso, Marcos? ¿Una presa viviendo con el depredador? Por supuesto que la conejita buscaba un lugar al que llamar hogar, pero, ¿qué podía saber ella?

¿Qué mierda?

Les juro que, si hubiera creído que las pesadillas podían ser reales, la mía se había transformado en una versión directa del karma por todos mis crimines.

—La conejita vivió en un hogar marcado por la disciplina y el rigor... claro, un zorro tiene medidas extremas para conseguir alimento, así que la conejita, pese a no ser como ellos, debía ser parte de ellos. Todos los días, era obligada a levantarse, esperar, cazar, descuartizar y comer, aunque deseaba una buena zanahoria, terminó amando la carne como sus padres. Aprendió desde temprana edad el valor del trabajo duro y la dedicación. ¡Dis-ci-pli-na! —vociferó eso último, remarcando las sílabas.

»La conejita, a medida que crecía, se destacó como una cazadora excepcional ¿Te imaginas una conejita cazando como un zorro? Suena un disparate, pero la vida está llena de desatino. Con el tiempo se volvió una experta, pero dicha experticia demoró mucho, su vida dio un giro inesperado cuando su familia zorruna fue víctima de un violento asalto en su hogar por un lobo. Ese día, sus padres murieron cuando el lobo, intentó doblegar a su padre y este cedió, ¿te imaginas ver a tu héroe con aquella determinación con la que te crio y esa ferocidad, y de la nada, alguien más fuerte es capaz de doblegar sus convicciones y su propio ser? Es una bonita forma de que todo se desmorone.

»Bueno, la conejita aprendió que para no ser doblegado, debía ser la más fuerte. Y una vez que su patético padre zorro bajó el cuello, el lobo le atacó con ferocidad y lo asesinó. La segunda en morir fue su madre. Claro, el tamaño y la carne de dos zorros era suficiente, en comparación a la de una conejita; así que la dejó allí, en aquel rastro de sangre.

»Después de presenciar la brutalidad del crimen y la impunidad de los lobos, porque cazan en manada, comprendió lo que significaba ser impotente y vulnerable. Por eso, al experimentar desde una edad temprana que el mundo era un lugar cruel y despiadado —continuó Valentina, su voz tejiendo una narrativa envolvente—, se dejó consumir por la oscuridad, y decidió tomar el control de su destino y convertirse en la dueña de su propia vida.

Mis pensamientos se agitaron mientras escuchaba la historia de Valentina, sin comprender completamente cómo encajaba en todo esto. ¿Qué tenía que significar todo eso para mí?

—Esa conejita se convirtió en una zorra fuerte y decidida, que doblegó hasta su ADN, capaz de enfrentarse a cualquier desafío con valentía y determinación, lobos, osos, jaguares, pumas, hasta leones, fueron cayendo a sus pies al descubrir el poder que tiene el rostro de una presa, sin revelar el cazador que te atormenta —prosiguió Valentina—. Y aunque el camino hacia el poder y la autoridad fue largo y lleno de obstáculos, ella nunca renunció a su objetivo de encontrar su lugar en el mundo. Y por eso estás aquí...

Mis ojos se encontraron con los de Valentina, buscando respuestas en su mirada misteriosa. ¿Quién era esta mujer realmente?

—Esa conejita soy yo, Marcos —concluyó Valentina, y por un momento, me pareció ver un brillo en su mirada entre aquel abismo, como si su voz me envolviera en un abrazo invisible—. Y ahora, tú serás parte de mi historia.

Nunca imaginé que sería azotado, cortado, electrificado, mojado, abusado de muchas formas y en muchas partes, torturado, esclavizado hasta el punto de no saber que era real y que no, de no poder comer, defecar, bañarme y orinarme solo, desde hablar bajito y lastimero, hasta bajar mi mirada de la suya, pues verla directamente era un símbolo de rebelión y osadía; eso hacía los castigos más severos.

Al principio, resistí con todas mis fuerzas. Mantuve la cabeza alta, desafiante, y enfrenté a Valentina con determinación. Pero a medida que los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses, su dominio sobre mí se hizo cada vez más inquebrantable.

Fue como si cada golpe, cada humillación, cada tortura, fuera un golpe directo a mi orgullo y mi resistencia. Me aferré a la esperanza de escapar, de encontrar una manera de liberarme de sus garras. Pero con el tiempo, esa esperanza se desvaneció, reemplazada por un profundo sentido de impotencia y resignación. Ahora el conejito era yo.

Cada vez que intentaba resistir, cada vez que me negaba a obedecer sus órdenes, el castigo era aún peor. El dolor físico era una cosa, pero lo que realmente me destrozaba era el daño que infligía a mi mente. Me convenció de que era débil, de que no valía nada, de que mi única opción era someterme a su voluntad.

Y así, poco a poco, me fui convirtiendo en lo que ella quería que fuera: un sumiso, un esclavo de su voluntad. Ya no luchaba, ya no resistía. Simplemente obedecía, sin cuestionar, sin esperanza de alguna vez ser libre de nuevo.

Ahora, me veo a mí mismo como un espectro de lo que una vez fui y por eso, en esta patrulla, me es difícil apartar mi mirada del retrovisor, intentando descifrar ¿quién es él? Perdí mi identidad, mi dignidad, mi humanidad. Soy solo un juguete, un objeto para su placer y su sadismo. Y aunque todavía hay una chispa de rebelión en mi interior, sé que es inútil resistir. Ya no soy más que un sumiso, un esclavo de la oscuridad que ella encarna.

Las luces de la ciudad se deslizan frente a mis ojos cerrados, una cascada de destellos que apenas logro percibir a través de mis párpados. Trato de ignorar el temblor que sacude mi cuerpo, como si pudiera alejar el miedo cerrando los ojos con la suficiente fuerza. La patrulla policial avanza por las calles nocturnas, y yo me sumerjo en la oscuridad de mis propios pensamientos. ¿Qué era real?

Cuando el auto finalmente se detiene, siento un escalofrío recorrer mi columna vertebral. Abro los ojos con cautela, encontrándome con la visión desoladora de un lugar solitario y oscuro, muy lejos de la ciudad. El policía baja del vehículo y abre la puerta, tomándome del brazo con una delicadeza que contrasta profundamente con su actitud anterior.

—¿Dónde estamos? —pregunto con voz temblorosa, pero el policía no responde.

Un nudo de terror se forma en mi estómago, mientras seguimos el sendero que daba hacia el enorme galpón; el lugar estaba oscuro, tenía un olor a humedad, moho, mezclado con oxido, además las pequeñas luces externas que se filtraban, mostraba pequeñas motas de polvo. Los espasmos que siento parecen incontrolables para ese instante, por lo que le policía me rodea con sus brazos, y me presiona.

—Tranquilo, mascota, estarás bien, te tengo —susurra en mi oído, e increíblemente, mi cuerpo respondió a su voz, dejando de vibrar.

Seguimos caminando, pero abro muy bien los ojos, cuando veo al mismo policía que tenía esposado a Valentina y que la metió a la patrulla, conversando alegremente con ella. Y lo peor de todo es que ella no está detenida.

Pánico. Desesperación. Confusión. Todas estas emociones se agolpan en mi mente mientras observo impotente la escena frente a mí.

Valentina me mira con una mezcla de orgullo y crueldad en sus ojos. ¿Qué estaba pasando? Alzo mi mirada para ver al policía que me rodeaba con sus brazos, y veo que este llevaba una sonrisa cómplice. Sí, yo soy un juguete, una marioneta cuya vida y destino están fuera de su control, siempre lo fui.

—Pensé que se habían perdido, George —dice Valentina, con ironía.

—Ya sabes que me gusta disfrutar el paseo con las mascotas, como siempre —responde él, con sorna—. La próxima vez me toca a mí entrenarlos, y Raúl o tú deberán pasearles hasta la entrega.

Valentina se acerca a mí, de inmediato agacho la cabeza, y pronuncia palabras que me llenan de una emoción entre felicidad y terror:

—Buen chico, has aprendido muy bien. —Siento una de sus manos acariciarme la mejilla—. Raúl —se dirige al otro oficial—, dile al Jeque que baje de ese maldito avión de inmediato. Su mascota espera por él, ya entrenada. El pago debe hacerlo antes de volar a los Emiratos Árabes.

Levanto la mirada al oír eso. Al fondo, veo un avión privado, pequeño, de color blanco, completamente apagado. El oficial al que llamaban Raúl caminaba hacia allí.

—Ya no será mi ama, pero ahora tengo un nuevo dueño. —Bajo el rostro de nuevo, con el corazón acelerado al escucharla hablar, sabiendo que mi libertad ha sido solo una ilusión, y ahora estoy destinado a servir a un nuevo amo—. Este nuevo dueño te tratará mejor que yo, recuerda todo lo aprendido y nunca mires directamente a los ojos de tu amo. Ya no eres Marcos un delincuente con problemas económicos del Bronx, ahora eres una mascota dispuesta a servir y complacer a quien te ha salvado de tu miseria. No necesitas nombres, ni apellidos, ni personas, solo necesitas a tu salvador.

Una lágrima escapa de mis ojos y una sonrisa expreso. Por primera vez en mucho tiempo, miro directamente a los ojos a la que había sido mi señora.

—Sí, Valentina —murmuro con voz entrecortada, resignándome a mi nueva vida de servidumbre.

Adiós a la libertad, adiós a la esperanza. Ahora soy propiedad de otro, condenado a vivir en la sombra de la trata de blancas.

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