La Última Lección

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La brisa fría del mar tocaba mi rostro, como si de una simple pero divina caricia se tratara. El olor a maresía impregnaba mi respiración mientras mis manos recorrían con descuido las paredes de la proa del barco. La sensación en mis dedos era de un frío metálico, con una fina rugosidad probablemente causada por la pintura antideslizante y la exposición constante al agua salada. Además, estaba húmedo, y las vibraciones del motor del barco se mezclaban con el ambiente.

Hipnotizado por la penumbra, la luna llena en pleno eclipse lunar y el sonido de las olas golpeando el casco metálico, encontraba tranquilidad a pesar de las circunstancias. Era la razón por la cual permanecía afuera, disfrutando de la sensación de libertad y del salado sabor del mar en el aire, disipando mi ansiedad.

Todo indicaba que esta sería una noche especial. Aunque podría haber dicho que disfrutaba de la ambientación nocturna, no era completamente cierto. En realidad, aguardaba en aquella oscuridad, reflexionando sobre lo que dejé atrás y cómo mi mundo se desmoronó en cuestión de horas.

Era increíble cómo en cuestión de horas mi identidad se transformó debido a la inminente guerra y persecución perpetrada por el ejército nazi bajo las órdenes de Adolf Hitler. El camarote, apretado, evocaba los días en que me ocultaba en el sótano de mi casa, oculto en la oscuridad y la mugre, temiendo el sonido de botas en la puerta y la ejecución en la calle, y que en cualquier momento descubrieran mi escondite y me arrastraran a las calles para fusilarme, compartiendo el destino de mis amigos y vecinos.

Sin embargo, esa tragedia aún no se había consumado.

Sí, el camarote no solo era opresivo sino asfixiante para mí, por lo que decidí salir y enfrentarme a la soledad del mar en la noche.

Las lágrimas resbalaron por mis mejillas mientras la nostalgia me sumergía en recuerdos desgarradores. Visualizaba a mi madre desplomándose al abrir la puerta de casa, convirtiéndose en el anuncio de entrada de la mismísima muerte. Por eso, mi padre me arrastró con fuerza y mucha rapidez hacia el sótano. Y pese a que entre jadeos hice decenas de preguntas, todas ellas quedaron sin respuesta, y solo recibí una orden: "Quédate aquí, aunque tu vida se reduzca a este lugar".

Dios... Quería obedecer, pero el hambre y la sed me impulsaron a desafiar esa orden.

Allí aprendí que el hambre y la sed, eran dos fuerzas voraces que desgarraban la esencia misma de la existencia. Cuando la privación se adentraba en el alma, la búsqueda de alivio trascendía la razón, llevándonos al límite de nuestra humanidad. La sed, una sequedad en la garganta que parecía consumir el último vestigio de vida; y el hambre, un vacío insaciable que devoraba la esperanza y la resistencia, era capaz de hacer salir a cualquiera de la seguridad de un refugio, impulsándonos a desafiar incluso a la muerte misma o a encarar cualquier monstruo, llevándonos a atravesar umbrales inexplorados de resistencia y forjando una conexión visceral con nuestra propia fragilidad.

Y es que, en la oscura época que vivíamos, el hambre y la sed adquirieron dimensiones monstruosas para todos los judíos. No solo eran tormentos físicos, sino armas de destrucción psicológica tejidas en la maquinaria del régimen nazi. La privación sistemática de alimentos y agua no solo buscaba doblegar los cuerpos, sino también someter las almas.

Las filas de prisioneros, esqueléticos y desesperados, encarnaban la crueldad de un sistema que intentaba borrar no solo la vida, sino la humanidad misma. Por eso, el hambre y la sed se convirtieron en instrumentos de control, despojando a los judíos de su autonomía, su dignidad y, en última instancia, su identidad.

En medio del sufrimiento, la lucha diaria por un bocado de pan o un sorbo de agua se volvía una batalla por la supervivencia, pero también por la resistencia. Cada alimento robado y cada gota compartida eran pequeños actos de rebeldía contra un sistema empeñado en la aniquilación. En las sombras de la deshumanización, el hambre y la sed se transformaron en testigos silenciosos de la brutalidad, pero también de la inquebrantable voluntad de resistir. ¿Pero por cuánto tiempo?

Como fuera, debía salir y así lo hice. Mi hogar estaba desordenado y envuelto en una danza de polvo, parecía cargar el peso del caos. Mis dedos, al rozar la superficie de los muebles, notaron no solo el polvo, sino la mezcla que tenía con el hollín que danzaba en el aire y que se adentraba por las ventanas quebradas del exterior, lo que hablaba de que en el exterior tenía rastro de algún tipo de incendio que el viento se llevaba. El lugar, aunque frío, apenas rozaba mi percepción. El cuerpo de mi madre ya no ocupaba su espacio en la entrada de la casa, pero la mancha de su sangre permanecía como un testigo mudo sobre el suelo, seca, ennegrecido, donde una que otra mosca se posaba.

Me acerqué a la cocina con prontitud cuando mis sentidos reaccionaron. Y al llegar a la nevera, rescaté los escasos restos de comida de la nevera y los engullí, sintiendo la frialdad de la desesperanza en cada bocado. Comí tan apresurado, que vomité y solo corrí al fregador, pero no había agua. Tuve que secarme la boca con mi propia ropa. Desde allí, mis ojos se guiaron hacia la ventana. Y vi que en la calle se exhibían montañas de cuerpos, amontonados e inertes. Unos estaban completamente carbonizados, pero otro a medios terminar, y que quedaron ineficaces debido a la lluvia, porque el suelo estaba lodos.

Por eso, aquellos rostros contorsionados por una expresión más aterradora que la muerte misma, quedaron grabado como una escena de pesadilla y que ahora me golpeaba en mi propia mente. Además, para hacer la realidad más cruda y cruel, entre los restos de amigos y vecinos, se erigía el rostro de mi padre, con un agujero grotesco en su frente y un macabro festín para las moscas.

El odio que se cernía sobre nosotros era una maraña oscura, una historia ancestral de opresión que nos perseguía con ferocidad. Desde los días de esclavitud en Egipto hasta la opresión nazi, parecía que nuestra raza estaba destinada a ser sometida, como si fuera un relato de sufrimiento que se repetía a través de los siglos, dejándonos con la amarga certeza de que éramos prisioneros hasta de nuestra propia historia.

Dios... Parecía increíble que tuviésemos que pasar por todo esto.

No obstante, en medio de mis reflexiones, las palabras de mi madre resonaron con fuerza en mi cabeza: "Nuestro olvido de Dios nos conduce a la dependencia y la esclavitud, Tobías. No se necesitan armas ni poder para cautivar a una persona; a veces, podemos vivir en prisión por culpa de nuestros propios errores, llevándonos a la culpa, la cual nos impide avanzar."

Una sonrisa se dibujó ante el eco de sus consejos, solo faltaba la taza de chocolate caliente para completar su sermón. La extrañaba profundamente.

Un temblor me sacudió, devolviéndome bruscamente al presente. El segundo temblor desató un miedo visceral en mí.

Fue entonces cuando lo vi. A unos metros del barco se erguía un submarino, la cúspide de los ataques alemanes que habían cosechado victorias en las batallas oceánicas. Mi curiosidad se agitó en reconocer qué tipo de submarino era, algo que recordé debido a lo que había aprendido hace apenas unas horas, no solo de las conversaciones entre los marineros, sino también de las imágenes que colgaban en los muros del interior del barco, diseñadas para mantenernos alerta ante su presencia. Pero, ¿cómo podíamos verlo en la oscuridad de la noche en pleno eclipse lunar?

De hecho, me quedé atónito al vislumbrar apenas las sombras relucientes de aquel metal, iluminadas por los tenues rayos del faro del barco. Lo extraño era, ¿por qué atacarnos? Este barco era uno mercante, y por lo general transportaba mercancía de menor importancia, lejos de representar una amenaza para los alemanes en comparación con los barcos de guerra o los cruciales transportadores de petróleo. Sin embargo, parecían estar interesados en apoderarse o destruir el cargamento que llevábamos.

Mi horror creció al confirmarse mis sospechas con los gritos desgarradores que resonaban en el interior del barco. Era evidente que nuestro destino tomaba un rumbo diferente.

El llanto desgarrador de niños se mezclaba con los gemidos apagados de los ancianos, creando una sinfonía de sufrimiento y cacofónica, me acerque a la entrada que daba hacia los niveles inferiores, y vi cuerpos yaciendo retorcidos, algunos en un intento desesperado de aferrarse a la vida. Niños inocentes, con ojos llenos de terror, buscando consuelo en los brazos de sus madres desgarradas por el dolor. La sangre, antes ajena a este rincón de esperanza, pintaba las tablas del suelo con tonos oscuros y sombríos. Y los gritos de angustia se entrelazaban con el crujir del barco, que se retorcía bajo la presión del ataque.

El aroma metálico de la sangre se mezcló con la sal del mar, creando una atmósfera nauseabunda que se adhería a mis sentidos. Y las lágrimas quemaban mis ojos mientras observaba la desesperación desplegarse en cada rincón. En ese momento, el miedo y la impotencia se entrelazaron en mí, formando cadenas que aprisionaron mi alma. La oscura realidad se reveló ante mí, y aquel barco, que una vez representó un vistazo hacia el futuro, ahora era testigo de la brutalidad que la guerra había desatado.

Qué ingenuo fui al creer que el dinero podría resolver mis problemas. Por eso, las palabras de mi padre resonaron allí mismo: "Confiar que el dinero es la solución de nuestros problemas nos hace tan insensatos, por el simple hecho de revelar que aún no hemos aprendido."

Y así era... no había aprendido.

Sonreí amargamente. Otro ídolo se desmoronaba en mi vida. Observé el cielo estrellado, aparentemente inocente en la noche, pero cómplice silencioso de los horrores que se desataban. Me acerqué al extremo de la proa, enfrentando un miedo abrumador, y me dejé caer al mar convencido de que la justicia prevalecería, tal vez no en ese momento, pero llegaría.

Y cuando ocurriera, no iba a importarme porque habría muerto confiando en Yahveh y en la promesa dada a su pueblo. Era cierto que habíamos sido esclavizado por muchos, pero también habíamos sido liberados. A pesar de la persecución y la discriminación, construimos civilizaciones, contribuimos al arte, la ciencia y la filosofía. Nos convertimos en portadores de la antorcha del conocimiento en las sombras de la ignorancia.

La visión de nuestra cultura floreciendo, incluso en los rincones más oscuros de la historia, me llenaba de un orgullo que trascendía las cadenas que alguna vez nos aprisionaron. Nuestra resistencia ante la adversidad, nuestra capacidad de levantarnos una y otra vez, era un testimonio de la fuerza que residía en nuestra identidad.

Sin embargo, aún así, no podía negar la ironía de haber alcanzado ciertos logros antes de que la oscuridad volviera a nublar nuestro horizonte. En medio de esa dualidad, mi corazón latía con gratitud por los triunfos, pero también con la carga de la memoria. La historia de mi pueblo era un tapiz tejido con hilos de resistencia y resiliencia, y aunque nuestras cadenas habían sido innumerables, también lo habían sido nuestras victorias, pequeñas y grandes, que nos recordaban que, a pesar de todo, seguimos escribiendo nuestra propia narrativa en la vastedad del tiempo.

Antes de golpear el agua, la última lección se reveló: "La clave para una vida plena era la fe."

Mi madre siempre había tenido razón. Que pena que la mercancía de aquella noche, se hubiera tratado de inmigrantes judíos que aspiraban un poco de paz y libertad.

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