4- Kaldor.

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Kaldor sintió un empujón tras su espalda, era Rex atizándole un porrazo porque plantaba resistencia, no quería que los policías lo arrastraran lejos del pabellón. Todavía tenía mucho que gritar.

Rex le atizó otro golpe, el impulso provocó que sus rodillas perdieran resistencia, pero no lo hería en lo absoluto, era incapaz de sentir dolor, sus esfuerzos le parecían inútiles y un poco enternecedores, porque en lugar de herirlo se agotaba por el esfuerzo de los coscorrones.

Él era un volcán apagado, una montaña hueca, donde no se encuentra nada. Era más fácil hallar a la familia real cometiendo un delito que algún dolor en él. Agua en tierra seca. Sentimientos en Kaldor.

Iba a echar de menos su ira, sobre todo si no podía presenciar su muerte o sus estúpidos sesos revueltos en el suelo.

Los vítores se escuchaban incluso fuera de la cárcel, en el campo de gravilla interminable, había algunos autos lujosos aparcados y otros que eran un poco más viejos. Rogaba que los autos de mierda pertenecieran a los policías, mejor aún si el joven había venido caminando.

Luego del estacionamiento se erguían unas vallas de tela metálica que separaban la instalación de la explanada. El horizonte solo ofrecía tierra seca, rocas chatas y plantas opacas, ásperas y enanas, desalentadoras. Nada crecía en esas tierras.

Podía notar unas montañas a lo lejos, una cadena de rocas que desfilaba hacia el norte, detrás de las montañas estaba Reino y más allá el Muro Verde, donde iba la gente enferma a morir porque no había cumplido con el destino de la fuente.

Estaba amaneciendo. Faltaban unas cuatro o cinco horas para el ritual, tendría que viajar mucho hacia la capital de Reino.

Kaldor y los guardias caminaron entre las filas de autos.

—¿Cuál? ¿Cuál es? ¿Cuál es tu coche Rex?

Rex o estaba sordo o no quería hablar con él.

—Apuesto a que es el más feo de todos. Tienes cara de ser de billetera delgada, mi amigo. La Fuente Madre no quiso que vayas a la universidad ¿Eh? Te entiendo, ella nos castigó a ambos.

Como Rex se negaba a dirigirle la palabra miró al chico joven que lo sujetaba de los brazos y lo obligaba a avanzar. Aferraba las mangas de su overol naranja para no tocarle la piel al preso. Kaldor lo entendía, cuando se le antojaba podía hacer que su piel fuera venenosa, pero no quería que aquel flacucho se convirtiera en su primer muerto, ese privilegio se lo reservaría a la reina.

Ella dirigiría el Ritual de Nacimiento, llamaría a los jóvenes a que se aproximaran a la fuente y cuando tocara su turno iría a buscar su destino en ese en tanque podrido y estúpido. Sumergiría su mano en aquellas aguas doradas y sacaría el papel con el destino que le daba el puto mundo, pero también subiría al escenario a buscar el suyo propio, que escribiría cuando dibujara una línea horizontal en el cuello de la reina o clavara el hueso en su pecho real.

La vida de un asesino. Ese destino se lo crearía él y nadie podría arrebatárselo.

Quería degollarla, aunque sería divertido también apuñalarla. Se preguntó si su sangre sería caliente como la de los humanos o fría al igual que la de los anfibios. Sus fantasías estaban llenas de sangre.

Observó sus manos con manchas turbulentas que se sacudían, eso pasaba cuando estaba nervioso. Un nudo como los que se forman en los puños, se organizó en su estómago y subió hasta su corazón. Miles de nudos le marchaban por el cuerpo, sacudiendo los tatuajes de su piel, revolviéndolos. Poniéndolo tenso. Como cuerda de violín, como carne de muerto, como condenado en silla eléctrica.

El mundo exterior, conocía tanto de él como de las lunas que acaparaban el cielo en las noches oscuras.

Literalmente se había criado en la cárcel porque el destino que su madre recibió de la fuente decía: «Tendrás un hijo con una criatura desconocida que te esperará en un callejón a las ocho de la noche del veinte de octubre. El hijo que él te dé pasará toda su vida en prisión hasta que la fuente le dé un propósito diferente a sus dieciocho años» El papel decía otras cosas que nunca le confesaron a Kaldor como el paradero actual de su madre.

Jamás podría averiguarlas.

Porque reflejo tampoco era muy charlatán cuando se trataba de él.

La fuente madre, esa perra sarnosa, ese charco dorado de pacotilla, le había arruinado la vida, incluso antes de nacer. No sabía qué destinos tenía para él, pero se negaba a seguirlos, estaba dispuesto a matar, ese sería su futuro, asesinaría a quién pudiera hasta que le cayera la maldición por desobedecer el orden del mundo.

Porque odiaba el mundo y aborrecía su orden injusto.

Tenía esperanzas de que le tocara una enfermedad apestosa como llenarme de pústulas, así molestaría a los civiles y su pronto cadáver olería como mil demonios.

Se detuvieron en mitad del estacionamiento donde un autobús, que él había notado antes, avanzó hacia ellos. Tenía los cristales pintados de negro y no llevaba espejos a los lados, no habían dejado ni un solo reflejo para Kaldor.

El vehículo estacionó enfrente, las puertas se abrieron chirriando. Los chirridos eran el himno de ese lugar. Después de los gritos de desesperación o los llantos a media noche de los recién llegados.

Rex lo arrojó sobre un asiento de cuero caliente y cerró la reja que los apartaba del conductor. Le echó seguro. Siempre los había separado un seguro.

En el autobús había otros dos adolescentes. Una muchacha castaña, esposada, que parecía una dríada. Estaba sentada en el fondo con las botas encaramadas al asiento delante de ella. Su uniforme era amarillo, venía de la cárcel de chicas. Lejos, estaba ubicado un fauno con la cara cubierta de aretes. Sus cuernos estaban creciendo, eran pequeños, Kaldor sonrió recordando lo que se decía de los cuernos pequeños.

Eran los únicos delincuentes que habían cumplido dieciocho ese año, qué pocos. Decepcionante. Esperaba que fueran más.

La chica arqueó la ceja morena, era guapa. A Kaldor le gustó inmediatamente.

—¿Eres Vidente?

—Soy todo lo que quieras, bebé.

 Ella puso los ojos en blanco y miró la ventana. Irónico, nadie nunca miraba por mucho tiempo a vidente. Sus manchas los asustaban. A veces la gente veía cosas en ellas como él podía presenciar eventos que todavía no habían ocurrido en los reflejos, o sus tatuajes les daban pesadillas o algo así, nadie nunca había tenido la gentileza de explicarle.

Rex comenzó a bajarse del autobús, se puso de pie y se estampó contra la reja, de haberla atravesado lo habría hecho para seguir a Rex.

—¡Eh, Rex! ¿No vas a despedirte? —le propinó una patada a la puerta al darse cuenta de que su silencio sería la única respuesta que tendría—. Dale saludos a la roca de mi parte.

Rex cerró la puerta del autobús que también estaba pintada de negro. Rumió una maldición. Él se lo perdía. Se desplomó nuevamente en el asiento como si deseara que el cuarteado cuero lo tragara y lo arrancara de este reino de mierda.

Echaba tanto de menos ver, quería preguntarle al reflejo qué sería de la reina, porque no podía preguntarle qué sería de él. Nunca respondía.

El reflejo no sabía nada Kaldor, a veces era mezquino, o simplemente ni él tenía idea de quién era Kaldor. Qué sería o quién fue.

El autobús encendió el motor, no había chofer, o al menos él no podía verlo. No le gustaban los fantasmas, ni los encantamientos. En la cárcel solo había habido un solo mago encarcelado. Lo habían condenado a cadena perpetua. En la prisión le cedieron todo un pabellón. Aislamiento preventivo, se le decía. Lo tenían apartado, escondido como una mancha en un sofá. Lo apartaban porque no podían controlarlo, era muy poderoso, él podía provocar que las cosas se movieran solas, como ese autobús.

Con el tiempo no fue suficiente aislarlo y terminaron matándolo, pero lo notificaron como un suicidio. Kaldor sabía que la gobernanta dio la orden para acabar con su vida, el reflejo se lo había dicho, cuando pudo pulir un diente que le había robado al lobo en una pelea del patio.

Recordaba que el mago podía mover cosas, incluso después de que lo mataron las luces parpadearon en la prisión por una semana y los cables del techo se balancearon como péndulos por dos días.

Ese autobús se movía solo, se suponía que en Reino todas las cosas eran así de mágicas. Se suponía que Kaldor también era un poco mágico.

Acostó su cabeza en la ventana negra, un mechón de cabello rubio se escurrió de su cráneo, lo sopló y comenzó a deslizar de su manga el hueso afilado. Su arista estaba sedienta, pronto le daría un abundante trago de sangre real ¿Sería azul?

—¿Y qué ve este? —preguntó el fauno, alzando la voz, como un niño que no sabe hablar.

Kaldor se volteó hacía él, las penumbras que habitaban el interior del autobús eran lóbregas y macizas. Como estar encerrados en el interior de un estómago, al encontrarse los cristales pintados de negros la luz del sol era un mito entre los asientos de goma y cuero.

—Veo todo. Solo necesito un reflejo —explicó—. Mientras más claro es el reflejo más acertada es la visión, de un espejo siempre obtengo la verdad, pero si la proyección se distorsiona es probable que el reflejo me mienta. Por ejemplo, si le pregunto a la superficie de una cuchara puede que me mienta o me diga la verdad a medias. Había un tipo ciego en la cárcel que tenía los ojos como leche, siempre me miraba en ellos y él ni cuenta se daba. Pero mi reflejo en sus ojos era una silueta oscura, como el dibujo que haría un niño de cinco años —o él, ya que no tenía talento para nada—, y por eso el reflejo de sus ojos siempre me mentía, o me decía lo contrario a lo que pasaría.

—¿Qué mierda eres? —preguntó la muchacha, fascinada, con una voz ronca que delataba una garganta enferma y evidentemente dolorosa.

—¿Les dije que asesinaré a la reina? —inquirió Kaldor, desviando el rumbo de la conversación a algo que sí sabía.

—No me digas, capullo —comentó el fauno, perdiendo interés.

—Sí te digo, cabra de mierda.

—Oye —se incorporó, encabritado—, más respeto, racista. No soy un animal.

—Bueeeeno —respondió imitando el balido que hacían las ovejas y giró el hueso en sus manchados dedos.

Nunca había sido bueno interactuando con gente de su edad, cuando estaba la correccional, antes de cumplir dieciséis y que fuera llevado a la cárcel de adultos, había tenido un amigo. Fany, un duende pelirrojo y cascarrabias que no sabía hablar muy bien sin trabajarse o conjugar erróneamente las palabras.

Habían sido amigos porque ambos fantaseaban con escapar, el duende decía que podía cavar algo, un túnel, tal vez, oscuro y estrecho que los vomitara hacia la libertad. Fany decía que a los duendes se le daba bien los túneles ¿O no? Kaldor no sabía, nunca había estado en el exterior y de estereotipos conocía nada.

Fany pudo escapar de la prisión, pero a través de un túnel luminoso y no oscuro, como creyó. Le habían arrancado los intestinos un lagarto con manos como tijeras y cara plana. Fue como cortar una troncha de carne, como dibujar sobre plastilina.

A momento grita, al otro no puede ni hablar porque se dispersa por el suelo como una pecera rota.

Kaldor recordaba su pequeño cuerpo en un rincón, sentado en una esquina. El cadáver de Fany visitaba constantemente sus sueños, sobre todo en las noches donde sentía que enloquecería sin un reflejo que pudiera mostrarle cosas.

Su pequeño cuerpo lo había encontrado por primera vez en una laguna de sangre, flotando como una isla de carne, y lo hallaría así de a partir en adelante. Kaldor tenía solo nueve años, se había estremecido al encontrar el pequeño cadáver pálido y descuartizado pero no había perdido oportunidad y le había preguntado al reflejo de la sangre de Fany todo lo que pudo.

Estuvo horas mirando su sangre reflectante, como un espejo de escarlata donde había un niño preguntando cosas. Los guardias lo encontraron parloteando con el charco, tres horas después, cuando hacían guardia para que todos se fueran a la cama.

Kaldor había averiguado quién había sido el asesino, cómo había ocurrido el homicidio, que se había originado por una disputa al haberse chocado en un pasillo, que nadie extrañaría a Fany, ni sería recordado después de diez años, once meses y quince días con tres horas y catorce minutos. Era una mancha que el mundo borraría con el transcurso del tiempo, un recuerdo que nadie se dignaría a recordar.

Pero Kaldor todavía lo tenía en su memoria. Como un tesoro que atenazara, como protegía esa nueva navaja de hueso.

La chica soltó una risa rasposa, algo le había dado gracia, pero nadie supo qué. Luego tosió, tal vez era una criatura del agua y necesitaba un poco de líquido, así como él necesitaba reflejos para no enloquecer. Ella se veía muy sedienta, casi desesperada.

—¿Por qué terminaron en este hermoso lugar? —curioseó Kaldor.

Kaldor no hablaba con chicos de su edad hace mucho tiempo. De hecho, casi no hablaba.

—Robé —respondió el chico cabra.

—¿Solo por eso? —se impresionó.

El mundo era más injusto de lo que parecía.

—A una persona —aclaró.

—¿Qué le robaste?

—Otra persona.

—Ah.

—Convertí a un idiota en narciso —confesó ella—. Se lo merecía.

—Todos se merecen su destino —atinó la cabra.

Kaldor tragó saliva y ocultó su nueva arma.

—Yo no.

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