6- Kaldor

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Catedral era tan decepcionante como la gente que lo rodeaba. Si así era todo el mundo exterior le habían hecho un favor al encerrarlo ¿O no?

Aunque no podía sentir dolor estaba enfermo, toda la gente a su alrededor parecía feliz y eso lo ponía de mal humor. Notó que todas las criaturas estaban arregladas, no importaba su clase social, si tenían pelaje, plumas, si andaban a cuatro patas, a dos o flotaban, todos llevaba o gorros con plumas o bonetes o guantes, o vestidos suntuosos y satinados o trajes almidonados y brillantes.

Caminaban en fila y de forma ordenada, avanzaban tomados de las manos, abrazados, nerviosos pero excitados, una náyade danzaba agitando una pandereta que tañía histéricamente, algunos caminaban sonriendo y tomando fotografías con sus cámaras instantáneas.

Pero la gente era lo de menos. La Catedral era lo peor de todo.

El autobús aparcó detrás de una carretera que estaba atestada de vehículos y carretas. Para llegar a catedral debían introducirse a la fortaleza real, es decir, a las hectáreas de jardines chulos y elitistas que pertenecían a los reyes más imbéciles de todo el condado.

La muralla de piedra que rodeaba el castillo no era lo suficientemente alta para ocultar Catedral. Ubicado en el lado este de los terrenos, el Castillo estaba al lado oeste. En el medio plantas perfumadas y pamplinas lujosas que a Kaldor no le interesaban como fuentes, establos, caminos, bosques y más mierdas como esas.

Catedral se erizaba en lo alto de una colina escarpada, un camino, que desde allí se veía estrecho como un hilo dorado, serpenteaba por los senderos sinuosos y angostos de la colina hasta el edifico donde se escondía la fuente. No era muy enorme, incluso parecía pequeño al lado del castillo, como la casucha de un conserje o la cucha del perro. Incluso parecía tener miles de años.

Eso lo hizo reír a Kaldor. Al menos esa fuente de pacotilla vivía en un lugar despreciable, igual que él. Pero repentinamente recordó que en realidad él no tenía casa, de hecho, ya no era un preso, después de ese día si no recibía un buen destino era un vagabundo, un perro callejero. Sin cucha. Esa maldita fuente siempre tenía que estar por delante de él, siempre tenía que humillarlo ¿No es cierto? Después de acabar con la reina se encargaría de ese charco de orina.

El edificio solo contaba con un piso, era de arenisca, pálida con los azotes del sol y la lluvia como un par de huesos viejos. Una torre, donde resplandecía una campana dorada, cercenaba la catedral en dos alas. La puerta era de simple madera. En el frente se extendían unos canteros con flores sosas. Decepcionante.

—¿Tenemos que subir todo eso? ¿Cuánto son diez minutos? —preguntó el fauno chasqueando la lengua, repentinamente quiso liberarse de las esposas, pero le fue imposible y el carcelero invisible que iba con ellos lo empujó por la espalda—. ¡Pero no he hecho nada!

Otro coscorrón. Por estropajo, por criminal, por escoria. Allá la gente bailaba y reina. Acá, del otro lado de la carretera, había tres seres infelices y enojados.

Kaldor también recibió un golpe entre sus omoplatos que lo hizo trastabillar ¿Cuántos eran?

—¿Y a mí por qué si fue la cabra que se quiso escapar?

—¿A las cabras no les gusta subir colinas? —preguntó la dríada.

El fauno estaba enderezándose después de que la paliza combara su columna como una rama con mucho peso. Sacudió su cabeza con cabellos ensortijados y castaños, los diminutos cuernos asomaron con esfuerzo.

—Soy un fauno no una cabra.

—La misma mier... —Kaldor fue empujado al suelo y al tener las manos atadas su rostro chocó con la hierba que creía a un lado de la carretera—. ¿Y ahora qué hice?

Unas manos lo levantaron a volantas del suelo, con impaciencia. Bueno, bueno, no tenían que ponerse rudos, si querían que caminara él caminaría.

Alguien agarraba de los brazos a la dríada y la empujaba hacia la multitud de gente feliz donde ella no encajaba como musgo hediondo y húmedo en un jardín de flores. La chica no se veía muy interesada en conocer su destino, si Kaldor hubiera sido bueno leyendo a las personas hubiera creído que tenía miedo, pero él solo sabía leer reflejos.

A pesar de que ella forcejeaba e insultaba a los guardias, que plantaba sus pies sobre la tierra lodosa y que obligaba a las hierbas que le sujetaran los tobillos a que no la dejaran ir, incluso a pesar de que enrojeció del esfuerzo para no ir a la fuente, Kaldor solo leyó que era hermosa.

Le gustaba que su piel fuera un poco verde, como la de un muerto o una persona con nauseas, pensaba que su cabello castaño y ondulado era candente y que el uniforme amarillo la hacía verse como una mancha gordita, colorida y gruñona. Irritaba a la vista y eso lo volvía loco. Sobre todo, le gustaba que sus dedos cada tanto se convirtieran en raíces nudosas, notó que ocurría cuando se enfurecía, pero rapidamente los ocultaba y los convertía en dedos humanos, como avergonzada o apenada.

Jano, un humano que había sido un preso de tránsito, le había dicho una vez que los espíritus del bosque no eran muy comunes verlos vivir en sociedad, mucho menos en Reino. Ella no era común. Como él.

Tal vez se había metido con el hijo de alguien importante. En las tragedias siembre había gente importante, de otro modo, no era tragedia y a nadie le importaba un carajo ¿Murió un vagabundo? Entiérralo en una tumba sin nombre antes del desayuno ¿Murió un civil? Hagamos cadenas de oración para él, su familia, su gato, sus vecinos y las papas que siembra en su jardín.

Seguramente un capullo se había metido con ella y creyó que podía seducirla, pero se encontró con el carácter de un demonio que si no comprendiste que no le interesas a la primera prepárate para no conocer una segunda porque ¡Pam! Te quita tu vida y te convierte en una flor delicada y frágil que más tarde alguien arrancará porque se ve bonita o que un animal se comerá para sufrir problemas intestinales después.

Kaldor nunca se había topado con una dríada, se preguntaba cuántas cosas podía hacer, seguramente no muchas porque no la veía asesinando a los guardias invisibles.

El grupo de criminales fue escoltado en ascenso hasta Catedral, Kaldor pisó cuantos pies pudo y empujó a todos los niños que se metían en su camino cantando canciones de Ritual o soplando silbatos; no le importaba ser golpeado por los guardias por atacar civiles, él no sentía dolor y el niño con las rodillas peladas que chillaba y lloraba sí.

No soportaba los niños, eran una hoja blanca, una pared suplicando se pintada, inocencia en su estado más puro. Deseaba volverlos adultos y la única forma de hacer crecer a alguien era con el dolor, agradece esas lágrimas mocoso, son lo único que te acompañará al final.

Con el tiempo las personas aprendieron a abrirse y alejarse de él, así lo prefería, tenía que irse acostumbrando porque eso harían cuando él no cumpliera su destino y contrajera una enfermedad como maldición de ese charco de orina.

Las enfermedades se contagian y quienes las contraen son desterrados. Hace unos años había sido su sueño vivir entre esa gente feliz, estúpida y despreocupada, ahora sentía que prefería morir antes que unírseles. Él sería una mancha que sería borrada, un recuerdo irrecordable, como Fany.

A la chica le resultaba gracioso que empujara a los civiles, por qué no, si ponían expresión pasmada, parpadeaban como bebés con ojos vacunos y vacíos, eran un ganado, marionetas, juguetes de los reyes. Algunos sonreían como si no entendieran qué había pasado, como si no comprendieran que había alguien que los quería lejos, un monstruo oscuro caminando entre ellos que deseaba hacerles daño y lo hubiera hecho si no estaba esposado.

Algunos pelmazos incluso se disculpaban cuando Kaldor los embestía, se quitaban el gorro para saludarlo y luego se lo calaban para continuar parloteando o cantando.

—¿Cómo te llamas? —preguntó la dríada.

—Kaldor.

—¿Kal? —inquirió ella.

—Sí ¿y tú?

—Cerezo.

—Qué nombre de mierda.

—Lo sé.

—¿Te puedo llamar Cer?

—Me da igual.

—A mí también.

El fauno se aproximó a ellos, sobre sus espaldas.

—¡Yo me llamo Río! —alzó la voz, con poca discreción.

¿Estaba sordo o qué?

—¿No pensaste ahogarte en un río? —espetó Kaldor que había interrumpido su momento con la chica hermosa.

Él fauno sonrió, lo había hecho a propósito y sus fines tuvieron frutos porque Cer rodó los ojos y continuó caminando aburrida, aminoró la marcha para no recibir una lluvia de pétalos de tulipanes que soltaban las hadas.

—¿No pensaste en cambiarte el nombre? —le preguntó mirándolo por encima de su hombro ya que iba tres pasos detrás.

—¿Quién se cambiaría el nombre? —inquirió extrañado.

—Yo. Me llamé Kaldor.

Cer enarcó una ceja, interesada, estaba sudando y sus labios se habían secado como la tierra de un desierto. Se notaba que estaba falleciendo por falta de agua, si de Kaldor dependiera le hubiera dado un manantial entero o la sangre de una reina. O la sangre de río si seguía molestando tanto.

—¿Y cuál es tu nombre real?

—Kaldor.

—Me refiero al nombre que te pusieron tus padres —obvió ella con poco humor, lo perdía rápido y eso hacía que le gustara más.

Kaldor le dedicó una sonrisa, pero la borró rapidamente ¿Se vería más guapo si sonreía o no? ¿Cómo se veía? ¿Estaba a su altura o ella era demasiado hermosa para él? O peor, demasiado fea.

—Yo no me llamaré como me llamó mi madre.

—¿Por qué, imbécil? —cuestionó el fauno con acritud—. Las madres son sagradas.

—No la mía. Esa perra cualquiera, bragas sueltas, no me quiso. No tengo por qué amarla. Pudo dejarme vivir en libertad y contraer la enfermedad por desobedecer la instrucción de su papeleta, pero la muy cagona prefirió que viviera toda mi vida en una cárcel para cumplir con su destino en lugar de ser desterrada a Muro Verde. Felicidades mami, el que fue desterrado de la sociedad fui yo porque me críe en una puta cárcel. Ni siquiera me visitó, estaba sana y libre, pero no me visitó. Jamás. Por eso no quiero su estúpido nombre, no quiero nada de ella.

—¿Te criaste en prisión porque eso decía la papeleta de tu madre? —preguntó extrañado Río, entornó los ojos como si leyera un documento o revisara en las memorias de su mente—. Te recuerdo ¡Sí! ¡En mi pabellón me contaron la historia del monstruo con el peor destino de todos!

—Soy yo, al parecer me convertí en una historia entretenida.

—Eres el primero al que le pasa algo así. Nadie jamás fue condenado por el destino de sus padres.

—Las reglas están para romperse, supongo.

Una especie de mariposa enorme o persona mal disfrazada desfiló a la derecha de Kaldor, bailoteaba bajo el sol y resplandecía su piel brillosa de membrana azul metalizada. Llevaba una túnica magenta y sus extremidades estaban tachonadas de joyas elegantes y centelleantes. Traía hilos de cobre tachonados de piedras preciosas pendiendo de sus alas con patrones rojizos, pulseras en las muñecas de sus seis brazos, anillos recortando todos sus dedos, collares, aretes y zapatos.

Kaldor erizó el labio asqueado de tantos colores, brillos, sonrisas y mal gusto. Tuvo que apretar sus manos en dos puños para no arrancarle los aretes en forma de lágrima de metal pulido que colgaban de sus gordas y espantosas orejas en punta.

Ya se apropiaría de algo reflectante, cuando los guardias no lo vieran. Había esperado años, podía esperar un poco más.

—A mí me contaron que Vidente estaba loco —anunció Cer soplando una pluma que había caído del cielo, era de un pegaso o un pato deforme.

Ella comenzaba a caminar arrastrando los pies por el pedregoso sendero de tierra pálida, estaba cansada, agotada, famélica.

—¡En mi cárcel no te llamaron Vidente, allá te decían Oráculo!

—¿Ves? Los nombres no significan nada.

—¿Y cuál es tu verdadero nombre? —preguntó Cer mordiéndose el labio.

—No lo recuerdo —tajeó con parquedad.

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