64- Kaldor.

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 A Kaldor no le agradaba volver a meterse en la alcantarilla, pero no quedaba de otra. 

Había comenzado a llover en algún lado porque el nivel del agua había subido, tuvo que cargar el brazo por encima de su cabeza, todo fuera para que el humano volviera a estar entero. Y de paso, si se recuperaba que le explicara a qué se refería cuando dijo que estaba maldito.

Reflejo podría decírselo en ese momento, pero en la oscuridad desaparecía, siempre bromeaba diciendo: «Soy demasiado bonito para estar ahí sin que me puedan ver»

Kaldor sabía que el espejo era cruel, pero no podía odiarlo, lo extrañaba cuando él se iba, así como sabía que Olivia era oscura y ya la había aceptado tal cual era.

La penumbra es caprichosa, es fría, por eso no acepta tibiezas o términos medios o le temes o la amas. Es por eso que Kaldor se había propuesto amar la oscuridad y a todas sus macabras criaturas, qué otra cosa podría hacer, al tener el cuerpo repleto de manchas oscuras, su destino era estar en el lado de las sombras.

—Este olor me da muchas... —Olivia no pudo terminar la palabra, había trasbocado.

Kaldor esperaba que no fuera cerca de él, pero la verdad ya daba igual.

Él estaba acostumbrado a que las alcantarillas y los escusados de la cárcel reventaran y desbordaran de aguas servidas cuando llovía a raudales. Generalmente siempre terminaba limpiando él, cuando amanecía y otros infelices del pabellón, porque eran los más peligrosos pero los que menos molestaban. Además, ese torrente de agua en el que ahora se sumergía era barro no inmundicias. Era chistoso como siempre acababa hundido en porquerías diferentes.

—Ya llegamos, Olivia, aguanta un poco, maldita sea.

—¡Te dije que no soy débil! —musitó histérica.

—Yo no dije que lo fueras. En ningún momento.

—Ah, sí, lo sé —contestó restándole importancia al asunto.

Kaldor no le respondió porque estaba demasiado concentrado contando mentalmente los segundos. Novecientos veinte. Llegaron. Estaban bajo el castillo. Alzó a Olivia sobre sus hombros y repitieron el proceso para salir por una bocacalle que había en una plaza dentro del castillo. Olivia pesaba toneladas con el vestido de fiesta mojado y destrozado. Fue un poco más difícil porque el agujero tragaba agua a borbotones.

Efectivamente se había echado a llover. El aguacero se desprendía de plomizas nubes y creaba charcos en la tierra apisonada de la plaza octagonal, rodeada por las puertas traseras de las cocinas reales. El recorrido del agua hacia ellos arrastraba fruta podrida o basura de la cocina.

A duras penas treparon la bocacalle y reptaron por el lodo. Kaldor se sorprendió de que no hubiera nadie en ese lugar, ya era hora del desayuno y deberían estar preparando los platillos para la estúpida familia real. En lugar de eso estaba todo vacío y cerrado. Las luces de los faroles continuaban encendidas, aunque había amanecido todo era gris y renegrido.

Desde que había llegado a Reino había aterrizado en un pueblo fantasma. No había ni un alma. Por el funeral, diría Reflejo, pero no hablaba porque el espejo estaba mojado, lleno de gotitas que dificultaban su proyección.

Kaldor se sentó en mitad de la plaza aprovechando el momento de soledad y permitió que la lluvia lo azotara. La sentía corriendo en su piel, como cucarachas, pero no podía identificar si estaba fría o cálida. Por la expresión de Olivia estaba helada. Poco a poco fue limpiándolo, ahora quedaban ligeros rastros del agua residual.

Ella entendió su idea y se quedó sentada en mitad de la lluvia, su cabello pelirrojo comenzó a brillar otra vez, pegado al cráneo, como el velo de una profetiza.

—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Olivia, parpadeando para escurrir el agua y mirando en derredor.

—¿Reuniéndose para escuchar el canto de los libres? —preguntó Kaldor citando el himno de Reino.

—No, se canta en septiembre.

Kaldor se encogió de hombros, simulando ignorancia. Miró la bolsa donde estaba el futuro brazo de Calvin, se había mojado todo. Maldita sea. Gruñó. Tenía que bastar con un miembro en tan mal estado, él no era repartidor después de todo. Olivia se había acercado con una sonrisa hacia él. Le sujetó con ambas manos el codo.

—Vamos a ver a Abbi, ya no aguanto —hablaba casi gritando para hacerse oír entre el barullo de la lluvia.

Kaldor asintió, concediéndole el gusto a la humana. Nunca había visto un bebé ni le interesaba verlo, mucho menos si era de la familia de pelirrojos pretenciosos y dementes. Pero a Olivia, pensar en su hermanita, la ponía verdaderamente feliz, así que él iría a sostener a ese cachorro por un tiempo, poner cara sonriente tal vez y luego regresar al portal. Lo haría porque pocas veces Kaldor había visto feliz a Olivia. Era una alegría autentica, algo poco usual en ella que se inventaba todas las emociones.

Trató de limpiar a reflejo para que les dijera el camino, pero cuando frotaba la superficie con el puño de su uniforme, nuevamente volvía empaparse. Miró las salidas de la plaza, una serie de puertas y ventanas cerradas. Se preguntó si sería seguro arriesgarse sin indicaciones.

Olivia entendió rapidamente que ella debería guiar. Lo condujo hacia una puerta, buscó cerca de una roca, la levantó y reveló que era falsa, no estaba enterrada en el lodo, su base era plana y tenía pegada una llave. Ella la quitó y la introdujo en la cerradura.

Habían usado el mismo método para entrar a la casa del coleccionista. Los habitantes de Reino eran tan confiados como olvidadizos ¿Cuántas llaves de repuesto necesitaban? ¿Era una casualidad o estaban puestas para ellos?

Abrió. La puerta rechinó en el momento justo que los truenos rugían, en el cielo, como leones. Kaldor miró sobre su hombro hacia las nubes, no había ningún animal. A veces, si tenías suerte, veías a los truenos y nubarrones con sus formas de bestias, pero él nunca había tenido esa suerte, solo una vez, cuando era pequeño y creyó ver un águila de aire.

Olivia se cercioró de que no hubiera nadie, pasaron y cerró otra vez. La cocina estaba dividida por secciones y ellos se hallaban frente a una fila de hornos de barro ubicadas paralelamente a costales de carbón. Era la panadería.

Ella lo guío tranquila por los corredores.

—Quiero presentártela, de seguro le agradarás —susurró—. Ella es igual de pelirroja que yo y sonríe tanto ¡No sabes cómo sonríe!

—¿Cómo tú? Gracias, pero no quiero verla, con una loca sonriente tengo suficiente.

Ella bufó y le dio un golpecito amistoso en el brazo, no el suyo, el que sería para Calvin, aquel que estaba en la bolsa.

—No seas idiota, fui Miss Reino por dos años consecutivos. Dijeron que mi sonrisa era la más linda de todas.

—¿Acaso no influyó que eras su futura Reina?

—Claro que no, Kaldor, esos concursos son serios.

Kaldor lo dudaba, pero no podía discutir, jamás había participado en un concurso, ni siquiera se apuntaba a los juegos de pelota que proponían los trabajadores de la correccional cuando era pequeño. Ni asistía a los partidos, odiaba los deportes. Y las actividades sociales.

—Sin ofender...

—Todos dicen eso cuando van a ofender —tajeó ella, aplastando la espalda contra la esquina del corredor, mirando en ambas direcciones para asegurarse de que nadie viniera y atravesándolo.

—Pero tu pueblo no parece experto en seriedad.

—¿Por qué lo dices?

—Se ven muy... simples, siempre felices, inocentes y sumisos, apartando todo lo que no sea feliz e inocente. Censurando al que le gusta pensar su propia cuenta y es culpable de ello. No se mueven de lugar, ni mental o físico, solo siguen las ordenes de la diosa y confían en que la familia real solucionará todos los problemas de tu vida.

—No son simples.

—¿Pero sí sumisos e inocentes?

—A veces ser así es bueno.

—Sin ofender...

—Me ofenderás —masticó la palabra como si tuviera que tragarse el estrés.

—Pero tú no eres muy experta en cosas "buenas".

—Somos dos.

Kaldor se inclinó por encima de su hombro ya que era más alto que ella, le sonrió junto a la mejilla herida y le susurró al oído:

—Muy graciosa, princesa ¿Nos vamos?

—Primero Abbi —respondió ausente, vigilando una nueva esquina del corredor.

—Creí que con un bebé tendrías suficiente —sonrió de lado.

Olivia no respondió, ni siquiera lo miró, solo avanzó. Lo guío nuevamente al ala del castillo donde vivía la familia real, pero no ella. Todas las habitaciones estaban cerradas y no había guardias por los corredores. Kaldor estaba secando el espejo, pero su ropa húmeda solo hacía que las gotas se convirtieran en micro rocío sobre la superficie.

Chasqueó la lengua. La luz eléctrica se cortó emitiendo un sonido grabe, como una máquina muriendo. Olivia chasqueó la lengua y un relámpago silenció la queja que hizo en voz alta.

Kaldor sentía que algo andaba mal. Se lo decía su instinto. Olivia se plantó frente a una puerta, miró a Kaldor por encima de su espalda y le susurró:

—Voy a despertarla, tú vigila que no venga nadie, si no está de mal humor la saco para que la veas.

Kaldor abrió la boca para decirle que podría vender esa bebé sonriente a los maleantes de Villa Cardena y a él le daría igual, pero ella ya se había ido. Montar guardia, cómo no ¡Y se suponía que él debía darle órdenes a ella, no al revés! Pero Kaldor ya estaba acostumbrado a mundos injustos y gente autoritaria.

Él se sentó en la puerta, miró la alfombra dorada que cubría como una corbata todo el suelo del corredor. Estaba seco y limpió. También había tapices con dibujos históricos, pero prefirió arreglárselas con el piso. Colocó el espejo, con cierta dificultad, sobre la moqueta. El cristal medía medio metro, era pesado y difícil de mover, pero aun así comenzó a absorber las gotas de agua frotándolo con la alfombra. Ahora estaba limpio y Reflejo lo miraba del otro lado.

—Kaldor ¡Qué maravilla! ¡No te ahogaste en la alcantarilla! ¡Me alegro tanto! ¡Si murieras de esa forma tan horrible, sepultado en la oscuridad, apretado bajo las aguas oscuras... yo ni siquiera puedo imaginarlo!

Kaldor bufó, puso los ojos en blanco y acomodó el espejo entre sus piernas abiertas.

—Déjate de dramas. Quiero saber algo —pidió agarrando el cristal con ambas manos.

—Cuándo no.

—¿Por qué Olivia vivía lejos?

—Así nadie la escuchaba gritar.

—¿Gritar?

Reflejo miró hacia la izquierda y luego hacia la derecha como cerciorándose de que no hubiera nadie.

—¿Quieres entrar? ¿Quieres entrar y ver?

Kaldor tragó saliva, nervioso.

Reflejo pocas veces le dejaba ver en vivo y en directo sucesos que estaban ocurriendo, ocurrirían o ya habían ocurrido. A veces ni siquiera lo invitaba, lo forzaba a ver. Como aquella vez que tenía cinco y le mostró el parto de su compañero de celda, recordaba la dilatación de los genitales de la mujer, su sudor, sus gritos. La partera sentándose encima de la barriga para que el bebé saliera por el otro lado a empujones. A Reflejo solía gustarle el dolor, sobre todo si era ocasionado por cosas hermosas como un nacimiento o hacer el amor.

Le había tenido miedo a las vaginas por mucho tiempo.

No era que se metiera en la escena, estaba en todos lados, podía saber lo que pensaban las personas que vivían el momento. Sabía sus secretos, sus ambiciones y sus miedos más profundos. Todo. Era como el dios del momento. La sensación era agradable, pero si lo prolongaba por mucho tiempo peligrosa, como sumergirse bajo el agua o dejarse tocar por el fuego.

Ya no veía el espejo, el espejo era lo único que podía ver.

—¿Quieres ver? —insistió.

No preguntó una tercera vez. Él ya estaba allí.

Reflejó se lo mostró.

Olivia estaba durmiendo aquella madrugada, cuando tenía once años, papá la despertó sorpresivamente y ella se echó a llorar en silencio.

No lloró porque papá la despertó con una daga en la garganta, lloró porque él la había pillado desprevenida y ella lo defraudó. Tenía que actuar, atacar, la había entrenado para eso, todas las noches él prefería entrenarla en lugar de dormir ¿Y ella cómo se lo agradecía? Ni siquiera lo había esperado despierta.

Era una ingrata, no entendía lo que había en juego, la responsabilidad que papá ponía en sus manos.

Los labios le temblaron porque no era tonta, tal vez dormilona pero jamás tonta, sabía que le venía un castigo, uno bastante severo que le hiciera entender que eso era imperdonable. La severidad del castigo siempre iba equiparada a la del error cometido y Olivia tenía que dar cuenta de sus faltas.

Papá retiró la daga y envainó la hoja en su cinturón, sin emitir ningún sonido, casi como si moviera una pluma. Su mirada la juzgaba desde arriba. Apretó la mandíbula, la tomó brutalmente de la muñeca y la aventó lejos de la cama.

Agradeció vestir un pijama de dos piezas para no limarse la piel de las rodillas. No tuvo tiempo para frenar el impacto con sus manos. Cayó de bruces al suelo. Se tocó la nariz, tendida. No sangraba, pero le dolía. Gruñó, se elevó con sus manos, volteó hacia él y lo miró envenenada. Era la mirada de un demonio, no de una niña pequeña.

—¡No, papá! ¡Basta! ¡Por favor! ¡Perdóname, no volverá a pasar! —suplicaba riéndose, de rodillas—. ¡No me lleves allá, por favor! ¡No quiero ir! —agregó sarcástica.

Estaba burlándose de él o de ella porque a la corta edad de once años había aprendido que papá era sordo a las suplicas. Lo había aprendido a la fuerza, de tantas veces que suplicó y gritó por ayuda. Su garganta podía secarse, sus labios agrietarse o su lengua trabarse, pero nadie vendría a socorrerla. Sabía que era inútil y llegó un día en donde repetir esas palabras le pareció divertido.

Papá la agarró del antebrazo, la alzó en volantas lejos del suelo y la arrastró al corredor.

Suplicaba y suplicaba y se reía porque cualquier padre hubiera flaqueado ante los lloriqueos de su hija, pero no el suyo, damas y caballeros, no ese hombre. Ese hombre era oscuro y Olivia había sido forzada a amar la oscuridad.

Había visto a los otros padres en la junta de maestros. Eran diferentes al suyo, más compasivos, normales, sus amigas dijeron que no las entrenaban por las noches y no la entendieron cuando les explicó que él la torturaba para forjarle el carácter. Ella también era diferente, lo aprendió con observación y se sintió la reina de las tontas cuando lo supo.

Antes nadie la escuchó y esa noche no era la excepción. Ella vivía lejos del ala real de la familia, de los establos y de los sirvientes, a orden de su padre nadie podría entrar al rincón del castillo de Olivia y cuando la encerraba en la celda nadie lo sabría. Ni siquiera al amanecer.

Era la dueña y la prisionera de todas esas paredes empolvadas.

Olivia trató de frenar el arrastre con sus pies, pero solo logró desollar las cascaras y los cayos que ya tenía, manchó el suelo con su sangre y sonrió. Era la mueca que había aprendido a hacer para mitigar el dolor. Su papá continuó sin hablar, solo la arrastraba lejos al Cuarto.

El Cuarto era su habitación, replicada a la perfección, pero en completa oscuridad, era como un mundo de sombras donde las plantas estaban muertas, las ventanas estaban entintadas y los libros no tenían palabras para ella en esas tinieblas.

Al menos era una réplica exacta de su habitación al comienzo, Olivia fue destruyéndola con el paso del tiempo. Papá abrió la puerta de la lúgubre celda y la arrojó de bruces ahí. Sin decir nada, no había nada que decir, ella sabía a la perfección por el crimen que se la castigaba.

Papá siempre le dejaba marcas cuando la trataba así de brusco. A Olivia le gustaba pensar que esas heridas eran la firma de su padre y que su piel era el contrato. Con cada moretón papá estaba pactando su muerte, firmando el contrato que le pondría fin a su vida. Firma aquí, aquí, en esta línea y por ahí abajo.

Ella se vengaría, por el momento dejaba que papá gozara.

Instantáneamente alzó su cara, un rayo de luz rectangular se infiltró en la celda y deslumbró algunos muebles raídos por sus uñas, la cama destripada por sus cuchillos y las cortinas ajadas por su rabia. Se propulsó lejos del suelo con sus manos y fue corriendo como una fiera hacia su padre, pero él cerró la puerta.

Olivia se dio de bruces con la madera.

La oscuridad se adueñó de todos los muebles, rincones y de ella. Pero Olivia amaba la oscuridad, se suponía que era su castigo, pero ella la había tomado como su aliada.

Cuando todo estuviera oscuro, algún día, ella atacaría.

Pero era obvio que cuando iba a las pijamadas con sus amigas fingía que le daba miedo apagar las luces y se arrebujaba cerca de Mochina mientras escuchaban a Cacto alardear: «Yo no le tengo miedo» Ay, Cacto, si superas a lo que yo sí, pensaba Olivia, pero en su lugar decía: «Yo sí, gracias por apagar las luces Cacto, eres tan valiente, ojalá fuera más como tú»

Tenía a esas perras en su lugar, comiendo de la palma de su mano.

Papá cerró con llave.

—Estarás tres días en el reino de sombras hasta que cumplas con tu responsabilidad —le explicó—. Así comprenderás que ese es el final que le espera a nuestro mundo si no eres responsable de tu carácter.

Olivia chilló... no, las niñas chillan, ella rugió como una vieja enardecida, bramó de la rabia, tan fuerte que le ardió la garganta.

Agarró la mesa de noche y la estrelló contra la puerta haciéndola añicos con una fuerza poco usual. Era la fuerza que solía liberar cuando se desquiciada, papá la había ayudado a controlarla. Destruir algo le hubiera dado un poco de satisfacción, pero se decepcionó al darse cuenta de que estaba tan cabreada que ni eso era suficiente.

A veces mataba a las ratas que correteaban por allí, podía esperar en la oscuridad para cazar a una, pero dudaba que eso también la pusiera de buen humor.

Estaba enojada, no, enfadadísima porque en dos días tenía el baile de primavera y había estado toda la semana organizando con sus amigas cómo ir. Ya tenía once, estaba creciendo, tenía que dejarla tranquila. Se estaba pasando de la raya.

Olivia ya no quería tener secretos con él.

No esta vez, papá, esta vez no pasarán tres días, me liberarás, te daré un abrazo e iremos a desayunar con la familia como si nada. No. Esta vez no le dirás a mamá que me fui con mis amigas o le pagarás a un profesional para que mienta que me llevo a un viaje de estudios. No. Esta vez no. Esta vez, juraba Olivia en su mente, me las pagarás.

Estaba agotada de fingir que era una chica corriente cuando su padre se aseguraba que no lo fuera.

Lo delataría con Darius o con mamá. Lo haría o lo mataría. Ya se fijaría. Él ya no le daba miedo, siempre había creído que era oscuro, pero ahora ella había ganado, ahora Olivia era más oscura que él y si alguien la amedrentaba era ella misma.

—¡Cuando menos lo esperes voy a arrancarte el corazón y comérmelo enfrente de tu estúpida esposa! —aulló, sabía que papá la escucharía por los siguientes dos segundos, al ser el único sonido en toda el ala se propagaba con mayor felicidad—. ¡Te arrancaré los dientes y te los hundiré en los ojos para que tú mismo te mástiques! ¡Ni siquiera los perros querrán comer lo que quedará de tu cuerpo! ¿Escuchaste papá? ¡Voy a matarte!

Arrancó las sábanas de la cama, las plumas volaron por el aire, se chocó con las paredes hasta encontrar la puerta y la pateó.

—¡Voy a matarte! ¡Cuídate de las noches oscuras porque ahí te esperaré! ¿Escuchaste papá? ¡AAAAHHHH!

Tres días. Podía soportar tres días. Vamos, era Olivia, la princesa, podía con eso. Se peinó el cabello con tranquilidad, utilizando los dedos, hasta que comenzó a aplastárselo a manotazos. Odiaba tener rizos. De un momento a otro estaba atizándose puñetazos en el cráneo. Suspiró. Apretó los puños sobre la frente y los relajó.

Tres días, pensó.

Se sentó en el suelo y trató de serenarse, apretó los labios para suprimir la mueca arrugada que le surgía en esos momentos, una mezcla entre risa y gimoteo. Se rascó las mejillas. Cerró los ojos, aunque no hacía falta e imaginó. Imaginó todas las cosas que le contaría a Cacto y Mochina que hizo.

Esta vez sería un viaje de historia, iría a las ruinas de Reim por tres días. Por eso no podría ir a al baile de primavera.

Ah, sus amigas no podrían creerlo, ya sabría lo que le dirían: «Oh, Olivia que maravilla, qué suerte tienes» «¿Con qué erudito fuiste?» «¡Ojalá nos llevaras la siguiente vez!» Y ella inflaría el pecho de orgullo y daría detalles de las ruinas, aunque nunca haya ido y les prometería que la siguiente vez las llevaría. Como había prometido todas las otras ocasiones en las que fue encerrada y tuvo que mentir para justificar su ausencia.

Las ruinas de Reim era un lugar al que sus amigas siempre habían querido ir, hace tres mil años allí habían vivido los reyes de Reino, reyes que había elegido la fuente. Todavía quedaba el trono en la antigua sala de Reim, si mal no recordaba. Les diría que se sentó ahí.

Antes la diosa elegía una generación de reyes cada ochenta años, a veces sorpresivamente los elegía cada intervalo de dos años o cambiaban de un Ritual para el otro. Pero eso era hace miles de estaciones, ahora la diosa había elegido a su familia y la perpetuaba en el trono por décadas. Y la elegiría a Olivia porque la amaba.

Perpetuar el deber real. Ese era su destino y ningún otro.

Olivia sonrió.

Daba gusto saber que, entre tanta oscuridad, había una diosa de luz amándola. Escribiéndole un destino dorado que ella aceptaría con gratitud.

Si algún día esa diosa llegaba a fallarle... Olivia rogaba que no sucediera porque entonces ni el mar, el cielo o la tierra tendrían control sobre la catástrofe que era su odio.

—Kaldor. Kaldor... ¡Kaldor!

Estaba de regreso en el corredor de la familia real. Alguien le había gritado. De la sorpresa soltó el espejo, cayó al suelo y se fracturó en tres grandes pedazos. Pero eso no lo sorprendió.

Lo que sorprendió a Kaldor fue que Olivia había salido del cuarto de Abbi con las manos temblorosas. Temblorosas y ensangrentadas. Goteaban.

Ella alzó una mirada cargada de miedo y Kaldor sintió el peso de sus ojos en los hombros.

—Kal... Kald-dor, creo que no estoy bien, ne-necesito ayuda. 








Actualizo un sábado porque ayer se me complicó.

 Sé que es un capítulo raro, pero en los siguientes apartados/final, se explica por qué el padre de Olivia tuvo que "darle carácter" y qué tiene que ver todo esto con Peptolomena y su odio hacia el rey negro, Kratos, Calvin, el sicario y todo lo demás.  

 Les dejo un Fanart que hizo Villow- que como siempre ya adivinó más de la mitad de las cosas de este libro y de la saga de Jonás XD


Dato random: Olivia es el personaje más rencoroso (y que tanto se esfuerza por no serlo) que escribí, de hecho, la única persona que "ama" en el mundo es a su hermana y lo hace porque la bebé no sabe hablar y no tiene mucha personalidad, es como una flor, las plantas que ella adora proteger y controlar. (No sé si dice en el libro, lo escribí hace tiempo y no lo edité, pero lo había puesto porque me pareció interesante su obsesión y su forma de confundir el amor). Aunque a veces pienso que está mal lograda XD

Lo que sí está bien hecho es este fan art. Sus dibujos y diseños me dan años de vida ¡GRACIAS! ¡GRACIAS! ¡Lo amé!

 (Pueden ver más dibujos como estos en su perfil)

¡Buen fin de semana!

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