67- Kaldor.

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Kaldor y Olivia tuvieron que brincar en la cama tomados de la mano como dos niños que juegan cuando sus padres no los ven, para aparecer nuevamente en el bucle fuera de la casa de Jora.

Al instante que lo cruzaron, tal como había prometido Jora, el sumidero, el portal desapareció, como si jamás hubiese estado allí, sin dejar rastro, al igual que un muerto después de ser enterrado.

A Kaldor le provocó una sensación de irrealidad, saltó en el colchón de la habitación de Darius y aterrizó en un bosque de cenizas blancas. Ni siquiera notó la transición de un espacio a otro, lo que sí sintió fue un peso en su palma. Alguien lo jalaba hacia el piso. Miró su mano, por donde sostenía a Olivia. Ella estaba en el suelo, había perdido la fuerza de las rodillas cuando vio el bosque albino. Lloraba desconsoladamente, arrodillada, casi gritaba, Kaldor sabía por qué, no era por su madre, ni por su padrastro, hermano o hermanas menores, esas personas nunca le habían importado en realidad.

Era por su hermanita. La bebé esa que sonreía como si fuera su cumpleaños, aunque solo vivió uno.

Kaldor tenía la impresión de que la única razón por la que Olivia amaba a esa niña era porque nunca había hablado y no hacía nada interesante, porque los bebés son como plantas. Tal vez creía que su sonrisa eran flores. Si hubiera tenido la oportunidad de crecer, estaba seguro que su amiga hubiera despreciado a la bebé.

Su amiga... Pensó en Olivia como su amiga. Mientras escuchaba el llanto desgarrador de la muchacha se preguntó si era apropiado pensarla de esa forma.

Es decir, eso la convertiría en la mejor amiga de Kaldor, Cerezo no entraba en la lista porque ella sería su novia. Y no había habido otras figuras femeninas que se pudieran llevar el puesto.

Le resultó extraño que la considerara su amiga después de verla cometer asesinato. Y mató a la reina, ni más ni menos.

Él quería matarla. Quería vengarse de la familia real por todo lo que le habían hecho vivir, por excluirlo en una celda y prohibirle visitas del exterior; antes la gente del pueblo lo amaba, él era un Vidente y le daban dulces a cambio de revelaciones, hacían fila por horas, todos los días tenía visita en la correccional, pero luego vinieron «Ordenes de allá arriba» y, a pesar de que era un niño, lo metieron en un calabozo sin la luz del sol, el contacto humano, los reflejos y la piedad.

Creyó que ver sufrir a la familia real sería más divertido. Satisfactorio, al menos. La imaginación es el hermoso escenario en donde no existen las consecuencias o la culpa.

Cuando vio llorando a la reina, cuando escuchó los gorjeos que burbujeaban de su boca mientras se desangraba como un cerdo, sintió... sintió ¿Cómo era? ¿Cómo le decía la gente normal? Arrepentimiento. Sintió que las mejillas eran livianas, como si fuera a desmayarse del espanto. Quiso detener a Olivia, pero ya era demasiado tarde, así que no se movió de lugar.

Experimentó pesar, tristeza. Compunción. Sintió pena de la reina.

Y ahora sintió pena de su amiga que lloraba la muerte de la bebé.

El vestido de Olivia se abría sobre la arena blanca como una taza invertida. Su cabellera hirsuta le cubría la espalda abierta y temblorosa. Los sollozos la sacudían. Mover tanto las facciones provocó que la cortadura de su mejilla se abriera y sudara sangre.

Era su deber consolarla, eso se hacía con los amigos.

Él se ubicó delante. Ojos contra ojos. Olivia extendía las palmas sobre la arena blanca, se esforzaba por respirar, pero le era imposible. Lamentaba verla así, no sabía cómo decírselo, pero su dolor le dolía. No por la bebé, sino porque entendía lo horrible que es no tener nada. Compartía la agonía de Olivia, el desarraigo.

Él no podía exponerle su corazón y tampoco podía arrancarle el de ella, si había un destino que compartían todos los mortales era estar atados al dolor. Pero a diferencias de muchos, Olivia tenía a alguien que sufría con ella o al menos lo intentaba.

—Tranquila —la consoló.

—Está muerta —su voz sonaba como si la estrangularan, era un hilo frágil—. Está muerta, Kaldor, no me lo puedo creer, la amaba —movió una mano como si tratara de echarse aire a la cara—, ella siempre me recibía con una sonrisa, me veía normal, era mi alegría...

—Puede seguir siendo tu alegría. Eso no tiene por qué cambiar, jamás.

Se inclinó a su lado y con la mano derecha le secó la sangre, evitando el arañazo de bala, porque no quería infectarlo. No trató de secarle las lágrimas, sabía que era inútil porque al barrer una aparecerían otras cinco.

—No sé qué hacer... quiero que vuelva. Quiero irme con ella, pero no sé dónde está.

Un sacerdote le diría que estaba en el mar de la diosa, flotando para la eternidad, pero él nunca había sido muy devoto.

—Ahora ella está en tu mente —le sostuvo la mirada acuosa—, no hagas que su nueva casa llueva, protégela con buenos recuerdos.

—No puedo.

—Shhh... está bien llorar... Shhhh.

Los trabajadores sociales solían hacerle ese ruido a Kaldor cuando él era pequeño y se estresaba, porque los presos más grandes de la correccional se metían con él. Le dio palmaditas en la espalda preguntándose si el sonido funcionaría o cuánto tardaría ella en recuperarse, eso de consolarla se estaba demorando demasiado. Miró la mansión por encima de los hombros de Olivia, preguntándose si allí estarían Cer, Río y Calvin.

En especial Cerezo.

Ya no esperaba para verlos. Las ansias lo consumían y los segundos se estaban convirtiendo en horas. Le levantó el mentón, le corrió el cabello que se le adhería a las lágrimas como montañas al horizonte, fue cuidadoso de no tocarle la mejilla hinchada. Le acarició la quijada.

Ella alzó la vista enturbiada.

—Olivia, princesa, Calvin está dentro esperándonos.

Sin despegarle la mirada buscó el bolso con el brazo que había tirado cuando la vio caer.

—¿Recuerdas a que fuimos? Buscamos el brazo de un humano en el taller del Nigromante para que Jora se lo ponga a Calvin. Hay medicina para Río. Odio decirte esto, pero... no hay tiempo para llorar.

Él se puso de pie, la agarró de las muñecas y la alzó. Ella respondió, presa de una ensoñación, aturdida por el dolor. Caminó un tanto encogida como si fuera un títere mal manejado. Kaldor entendía, las fuerzas no eran una energía inagotable, eran como fuego, con leña puede arder, pero cuando la consume deja un polvo inútil e infértil. Olivia antes estaba hecha pedazos, ahora ni siquiera eso quedaba, ahora era polvo que ante cualquier ventisca se iría.

Ambos entraron apresuradamente a la casa, embistiendo la puerta. Aunque era casi mediodía el cielo estaba tan engordado de nubes que se veía casi negro, los truenos se desprendían como hojas en otoño. El interior de la mansión seguía tétrico, cada rincón de madera revestido con recipientes de pintura y polvo.

Al instante que entraron escucharon los gritos. Eran de Calvin y venían de la sala de baile en donde el monstruo de las mil manos, Jora, estaba pintando el cuadro de... esa mujer.

Kaldor no pudo avanzar más allá de la entrada porque en el umbral, que estaba a la izquierda de la puerta, en aquel vestíbulo repleto de anaqueles con pintura, frascos, bidones y latas de colores había un gusano enorme.

Aquel insecto tenía el tamaño de un humano. Era como masa cruda que alguien masticó y escupió. Enrojecido, mojado por baba y pus. Totalmente sin forma. Asqueroso.

Al principio creyó que era un insecto grande, pero en realidad esa carne roja y revuelta tenía brazos humanos algo estirados, una cara contraída de dolor y unas piernas un poco deformes, como de cabra, pero sin pelaje.

Kaldor sintió que una bomba le estallaba en el corazón. Porque fue un golpe rápido que dejó secuelas.

¿Así se sentía un corazón roto? ¿Por qué era como peso? Como si una presión empujara desde todos lados, queriendo salir, agrietándolo ¿Por qué no podía parar de sentir esa carga?

Ese cuerpo deforme, parecido a un gusano, era Río. Río. Era Río y la piel se le había caído completamente a tiras, sus músculos estaban flojos y viscosos como si hubieran comenzaron el mismo proceso que una vela.

Estaba recostado boca arriba sobre una camilla construida con hojas y raíces, en la cabecera había dos lianas amarradas, eran correas que fueron usadas para trasportarlo. Seguramente Cer la había fabricado para él, pero no lo habían sacado de allí, lo que indicaba que su condición era realmente seria.

Kaldor sabía que cuando uno muere el cuerpo se descompone, pierde encanto y forma. Le parecía bien, le parecía justo. Poco importaba la belleza, las victorias pasajeras o los amores mortales, porque la naturaleza era una resentida, se encargaba de que todos acabaran igual de pútridos y olvidados.

Así era la naturaleza, decía goza o sufre, haz bien o mal, da igual, tranquilo, yo haré que todo lo que fuiste deje de ser. Le parecía bien, le parecía justo. Pero existían lamentables situaciones en donde la naturaleza no esperaba a que murieras.

Río murmuraba algo, controlado por la fiebre, tenía los ojos cerrados. Su rostro se veía quemado, rubicundo. Estaba calvo. Sus cuernos minúsculos estaban un poco desintegrados como si se los hubieran pulido con lima. Aún se diferenciaban los rasgos de la cara. Nunca había sido guapo y ahora... Alguien le había sacado su traje de preso y las esposas de sus muñecas, tal vez Jora, tenía una manta que cubría un poco su cadera, sus partes íntimas y nada más.

Río temblaba, pero Kaldor dudaba que fuera por frío.

Kaldor había escuchado lo que hacían las maldiciones, era de lo que hablaba todo el mundo en las vísperas al Ritual. Pero jamás las había visto. Por la postura pétrea de Olivia instruyó que ella tampoco había presenciado algo tan injusto y macabro. Los malditos siempre eran desterrados a Muro Verde y nadie en Reino tenía que afrontar la molestia de observar su miseria.

Ni su proceso de descomposición.

Olivia retrocedió dos pasos, abrió una lata de dos litros de pintura que tenía olor a tierra y vomitó lo poco que conservaba en el estómago. Respiró, su espalda se arqueó y volvió a vomitar.

El grito de Calvin se hizo oír otra vez, seguramente se había quedado sin la anestesia de Sillo y sufría por la ausencia de un pedazo de su cuerpo, tal vez Jora había iniciado el proceso de magia con el cual le iba a pegar otro miembro, no lo sabía, pero estaba sufriendo a lo grande.

Olivia cerró la lata de pintura, tenía los ojos fijos y bien abiertos mirando a Río. Todo era un desastre.

Kaldor había tenido razón, no había tiempo para llorar. Ella enlazó sus dedos en las correas del bolso, se lo quitó a Kaldor y se lo colgó al hombro. Él buscó en el interior el frasco con la medicina de Río, por suerte ella había tenido la idea de robar unas jeringas del coleccionista. A veces, se entendía a la perfección con Olivia, como si fueran madera del mismo palo.

Se dividieron tácitamente las tareas.

Ella corrió en dirección a los gritos de Calvin y Kaldor hacia los murmullos de Río.

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