91- Kaldor.

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 Kaldor estaba escuchando. Había oído todo.

—Tienes que hacer algo por mí —pidió Olivia—. Así se solucionará todo ¿Sí?

Kaldor tragó saliva, continuaba rígido, sosteniendo a Cer. Ya casi no se veía el cadáver de la dríada, ahora era un montón de flores con forma casi humana, que la arena barrida por la brisa estaba cubriendo. Los pétalos eran suaves como el algodón o una sábana recién lavada, el perfume le saturaba la nariz. Él abrazaba un puñado de lirios, rosas, tulipanes, margaritas, madreselvas y demás, se sentía igual a ahogarse en un estanque, como había muerto su mamá.

Su madre lo había parido, horrorizada y dolorida supo que ese hijo destruiría todo Reino. Lo dejó en la prisión, tal como la diosa le había pedido y con el corazón roto y el cuerpo desecho huyó a Sombras donde conoció a Jora y descubrió que el tiempo no cura todas las heridas. Ella se ahogó en un estanque con flores y Kaldor, años después, se ahogaba en lágrimas.

Detestar a su progenitora había calmado un poco el ardor del abandono, pero después de oír todo ella lo que había sufrido, no podía más que compadecerla.

—¿Qué cosa? —preguntó con voz ronca.

Ella sujetó los brazos de Kaldor y poco a poco los fue manejando para que él soltara de una vez el cadáver. Los dedos de Olivia eran tersos y firmes, lo guiaban dócilmente.

—Ven. Esto, sígueme —Ella le hablaba con ternura, como le había hablado a la bebé esa, la sonriente.

La querida queridísima Abbi.

Tan querida había sido que el amor la mató.

Kaldor la siguió, pero se detuvo a medio camino para recoger la lata que contenía las cenizas de Río. Las apretó contra el pecho. Se las iba a llevar a donde fuera, esas cenizas ahora eran como su esqueleto, solo la muerte podría quitársela.

Había escuchado a Olivia y al Rey Negro, su padre, todo se reducía a eso: muerte. Era el único destino que había en el mundo, irremplazable. Todos morirían, incluso la diosa, que había hecho todo eso para que acabaran con ella.

Olivia lo guío hasta el trono de piedra. El antiguo Rey Negro había desaparecido, al igual que Cratos. Esperaba no verlos jamás.

Detrás de la estructura había una mancha de un color beige como un parche o un apósito de los que usaban en la prisión. Brillaba, irradiaba calor... era un portal, algunos conducían a otros mundos, otros portales te llevaban a distancias en ese mismo reino. Ese en especial transportaba a la Catedral, aquello había escuchado de la conversación. Olivia buscó la mano de Kaldor y se la apretó para trasmitirle confianza, él asintió.

Primero saltó ella y al estar tomados de la mano su movimiento lo arrastró a él. Fue como saltar al fondo de una pileta de agua cálida. De repente ella se encontraba hundida en agua dorada y brillante, como luz líquida, Kaldor estaba a su lado, en silencio y un poco sorprendido. Ambos nadaron a la superficie.

Emergieron y respiraron grandes bocanadas de aire, estaban flotando en mitad de la fuente, entre los papeles blancos que solo eran escritos cuando eran tomados por la mano indicada en el momento indicado. Los papeles se veían como pétalos. Kaldor estaba en un jardín eterno que no terminaba más.

Olivia vio los bancos en fila del Santuario, el lugar donde se habían sentado Cacto y más allá, los pisos superiores donde se había ubicado ella junto a sus hermanas y Darius. El lugar donde se había escondido a llorar cuando recibió como destino era convertirse en un puente, o creer que se convertiría en uno.

Kaldor por su parte miró el banco en donde había estado con Cer y Río, mofándose de los demás, de los niños ricos y los pobres, de todos. Desde el comienzo habían sido ellos tres contra el mundo.

Había pasado poco más de una semana, pero se le presentaba como una vida tan lejana que casi no recordaba haberla vivido.

Kaldor depositó la lata sobre el canto de la fuente sagrada y luego se aferró mientras se quitaba el cabello del rostro. No iba a soltarse porque no sabía nadar, de hundirse hubiera tocado el fondo de la fuente dorada y, por ende, habría regresado a Sombras. Ella lo siguió, se sentía extraño flotar allí. Era la parte física de la diosa, técnicamente estaban dentro de ella, como si la abraza o como si la diosa los comiera.

Esa diosa amargada había decidido ponerse sobre un portal, desde el momento que había buscado un cuerpo físico para darle un destino a las criaturas mágicas había buscado un lugar que sirviera, después de miles de años, para su muerte.

Olivia emergió de la fuente y Kaldor también, estaban empapados, a él se le pegaba el uniforme de preso al cuerpo, ella le sonrió y Kaldor se esforzó por devolverle el gesto. Los labios le pesaban como plomo. Fue la mueca de un fantasma.

—Te ves mal mojada, melocotón —respondió como solía hacer, pero su voz sonó tan bajita que casi no parecía de él, tal vez un eco.

—Tú también eres horrible —respondió estrujándose el cabello y propinándole un golpecito en la rodilla con el pie.

—¿Y ahora qué? —musitó él.

Olivia caminó hasta el corredor flanqueado por bancos de madera, abrió las puertas de doble hoja, empujándolas con fuerza y salió al exterior, estaba amaneciendo en Reino. Ya era abril.

—¿Con tus manchas podrías destrozar un castillo entero, una colina y avanzar bajo tierra sin tocar al pueblo hasta la pared de hojas de Muro Verde para consumirlo también? ¿Podrías matar a la diosa?

—¿Por qué la diosa quiere morir?

—No creo que nos responda si le preguntamos.

—¿Tú que crees?

—Yo creo... que es como tú y como yo y le gustó gobernarnos por un tiempo porque es ególatra y pretenciosa. Pero ya se cansó de ser venerada por un pueblo que fue conquistado hace años. Está cansada e hizo un último espectáculo con nosotros. También creo que nosotros somos su...

Olivia guardó silencio. Pero Kaldor entendió qué quiso decir. Era una última idea, tan acertada como agobiante. Ellos eran la venganza de la diosa contra Gartet, por arrebatarle su Reino. Porque dudaba que Olivia se conformara con destruir ese mundo, querría más. Era un monstruo insaciable y rencoroso.

No, no se conformaría. Cuando acabara con la fuente iría a destruir más pasajes, más gobernantes poderosos y empezaría por Gartet. Ellos no solo eran los que acabarían piadosamente con la vida de la diosa, también serían la venganza de ella.

Kaldor meneó la cabeza, asustado.

—Faltan unos minutos para el terremoto, Olivia. No creo que sea buena idea aniquilarla ahora... podría salirme mal...

Olivia sonrió, la respuesta era sí.

Sí podía envenenar todo ese sector de tierra y otro un poco más allá. Era capaz de sacudir a Reino entero, podía destruir al mundo que la fuente había creado. Eran ajenos a la libertad de elegir y si le daban la posibilidad de tener libre albedrio para ellos sería un nuevo comienzo. Estarían en un nuevo mundo, cuando los habitantes de Reino despertaran esa mañana lo harían bajo un sol diferente.

Sin embargo, para ver el comienzo de un nuevo mundo hay que pasar por un fin del anterior. Por eso deberían matar a la fuente, y la diosa estaba de acuerdo, después de todo, había movido todas esas fichas para que los dos hermanos unieran fuerzas y tuvieran la alocada idea de asesinarla. La odiaban, no descansarían hasta matarla.

Olivia se arrodilló en el suelo y colocó las manos abiertas sobre la roca de la entrada. Era como si fuera a orar. La verdad que había orado en esa posición miles de veces a la diosa. La fuente nunca había respondido sus plegarias, envuelta en su mutismo prefirió darle el privilegio de ser su verdugo.

Olivia alzó la mirada.

—Imítame, ya ves que todo sale bien, confío en ti, sé que no quemarás al pueblo.

Kaldor la rodeó.

—Pero... y si sí. Hay muchos Ríos y Cerezos ahí —dijo y sus dedos tocaron involuntariamente el fragmento de tela de su uniforme que Cer había aferrado por última vez—. No quiero matar —comentó frágil, como un niño asustado—. ¡Podría matarlos a todos!

En los ojos de Olivia brilló el más ambicioso y genuino «Ojalá», pero en lugar de confesar tan monstruosos sentimientos le sonrió con dulzura para tranquilizarlo.

—No matarás a nadie. Vas a liberarlos de todo mal. Barrerás la impureza del mundo. Tú y yo, Kaldor, terminaremos con todo el dolor.

Tenía que admitirlo, estaba asustado, de verdad no quería dañar a nadie. Esa había sido su perversa fantasía por mucho tiempo, pero fue antes de haber amado, de ser amado y correspondido. El mundo era dolor, pero ese dolor era bello y la agonía dulce valía la pena.

Kaldor miró el sol dorado que teñía de luz los jardines reales, la última vez que estuvo ahí había una feria en donde conoció a una arpía llamada Victoria que le dio un espejo. Lo sentía tan lejano que deseó regresar a ese momento cuando todo era puro y continuaba intacto.

Había jirones de niebla resplandeciendo ante la luz del amanecer, deshaciéndose entre el laberinto de arbustos y las figuras del jardín.

—No lo harás, no matarás a nadie. Sé que sí —insistió Olivia, ella estaba mintiendo, lo sabía—. Eh, mírame. Mírame, Kaldor —Kaldor depositó sus ojos en ella—. No me voy a ir ¿Sí? Yo no te voy a dejar, jamás.

Él parpadeó. Quería decir que no la necesitaba, pero sería mentira, escuchar que ella no lo dejaría lo alivió mucho. Olivia, su hermana, estaba loca, pero él siempre lo había sabido, no era novedad. Tal vez ella era un monstruo que se aprovechaba de la vulnerabilidad que le ocasionaba la muerte de Cerezo, lo utilizaba para asesinar. Para vengarse. Pero esa criatura oscura y pelirroja le prometió que jamás lo abandonaría y en un mundo de felicidades tan efímeras, Kaldor solo ansiaba volver a tener un amigo... tanto mejor, una hermana.

Debería odiarla, tenerle asco, notar la perversa criatura que le pedía un favor tan inmundo a cambio de cariño. Pero no podía, así de débil era. El Rey Negro lo dijo. Dijo que un monstruo negro manipularía un alma débil para destruir Reino ¿Qué otra pista necesitaba? ¿Por qué le estaba creyendo? No debería confiar en Olivia... pero era una hermana y ella le prometía estar a su lado. Le ofrecía todo lo que, alguna vez, había querido.

—Yo... no sé... ¿Y el reino?

—Estará bien.

—¿Y si no? ¿Y si... lastimo gente?

Olivia sonrió como si dijera: «Qué más da»

—Escucha, Kal, ya todo está por terminar. Te lo prometo.

—No tengo a nadie. Olivia —se lamentó, estaba ciego, de dolor. Su cabeza giraba en un espiral de sufrimiento y miseria—. Cerezo me dijo que le gustó sentirse apoyada. Ella no tenía miedo de morir, ella tenía miedo de vivir sola, otra vez. Me lo dijo ayer. Yo tuve que decirle que pienso igual.

Kaldor no podía pensar en otra cosa que los amigos que había perdido. Sus únicos amigos. Lo mejor que había tenido en toda su vida y lo tuvo por menos de una semana. Sus amigos. Los que la fuente les había arrebatado. Estaba solo.

—Cuando termine, si quieres, me quedaré contigo, no voy a abandonarte si deseas que me quede.

—Quiero que te quedes.

—No te dejaré —lo decía de verdad—. Todo estará bien —le mentía.

Kaldor sintió un gran alivio. Ella no iba a dejarlo.

No quería estar solo otra vez.

Poco le importaba si únicamente le quedaba Olivia, a la que antes había considerado como la peor opción de compañía. Era su hermana. Ahora tenía familia. Siempre le pareció molesto que la gente dijera que a la familia se la defiende, perdona y se le es devoto. Lo creyó absurdo, una manera de demostrar poca autoestima y juicio. Creyó, en el pasado, que si encontraba a sus familiares les dedicaría todo su repudio y asco.

Pero ahora quería ferrarse desesperadamente a algo. A alguien.

No quería estar solo otra vez.

La soledad había sido su verdadera cárcel toda la vida.

—Sé que no viste mi mejor versión, pero juro que soy mejor que esto.

Él curvó ligeramente el labio, no le importaba ver más versiones de Olivia. Ni mejores ni peores. Solamente la necesitaba al lado.

—Me agrada tu peor versión.

—Entonces imítame.

Él la imitó, se paró de rodillas y depositó las manos sobre la roca fría por el matutino rocío de la mañana. Era la posición de los pasivos en la cárcel, Robin se hubiera mofado de él. Sus manchas se agitaban con una bravura y velocidad desconocidas, Kaldor fruncía el ceño como si le provocaran dolor de cabeza. De hecho, le dolía, eran como pinchazos.

Jamás las sintió tan ansiosas.

Ambos arrodillados se sostuvieron la mirada.

—Ahora suéltalo. Todo —indicó Olivia—. Suéltalo todo y no te detengas por nada.

Kaldor se infló de aire, Olivia pudo sentir cómo el mundo se detenía, los sonidos se apagaban, los movimientos se suspendían y la luz dejaba de iluminar.

¿Alguna vez había iluminado?

Lo hizo.

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