Capítulo 20

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24/11/2017

Jules salió corriendo del trabajo, tomó un par de autobuses y corrió muerto de ansiedad hacia el apartamento de Erin. Al llegar a su puerta la encontró entreabierta, un líquido ácido le bajó por la columna al imaginarse la peor situación, ella lo había llamado fuera de sí tras haber ido al hospital por sentirse "desgarrada por dentro" como lo había referido y aquí estaba él con el miedo palpitando en sus labios mientras ingresaba. En el interior, la acostumbrada organización simétrica lo recibió, la sala y la cocina permanecían vacías; fue hacia el pasillo que daba a las habitaciones llamándola sin obtener respuesta. Abrió una puerta y encontró un cuarto con una máquina de coser, telas y un maniquí de costura. Vacío. Se dirigió a otra puerta y entró una habitación gris con la cama tendida. Vacía también. Al borde de un infarto revisó el último cuarto, compartía el color gris con el anterior, salvo que este estaba lleno de chucherías de dos dólares... ¡Ah, y claro! Estaba todo revuelto como si alguien hubiera registrado hasta detrás de la paredes.

Al otro lado de la cama se divisaba una melena pelirroja y al hombre le volvió a latir el corazón, avanzó hacia ella con cuidado de no pisar ninguno de los objetos en el piso. La observó detenidamente, Erin se hallaba recostada contra el lateral de la cama con las piernas abiertas y flexionadas, sus brazos colgaban ausentes a los costados de su cuerpo, su maquillaje corrido por las lágrimas y su nariz saturada de mocos. 

Delante de ella había una caja con varios medicamentos.

Atento a su figura se aproximó con premura, moviéndose lentamente para no perturbarla más de lo que ya demostraba. Cogió su mano con suavidad y ella jadeó por una respiración profunda. Jules se humedeció los labios antes de preguntar.

—¿Qué ocurre, Hada?

Erin no lo miró, apuntó la caja con el dedo índice y frunció el ceño furiosa.

—El médico dijo que tuve una sobredosis de multivitamínicos —exclamó con los dientes apretados—. Consumí varías cantidades... estuve más de ocho horas metida ahí.

—Dios mío. —No lo podía creer—. ¿Cómo te sientes? ¿Estas mareada? ¿Te duele el estómago o tienes fiebre?

Ella negó con la cabeza mentalmente inestable.

—Jules, yo no tomó suplementos y si los tomara no sería tan estúpida. —Se tiró del cabello violentamente y él le sujetó la muñeca para aminorar su fuerza—. Esta es la habitación de mi mamá, tenía todas las pastillas escondidas entre sus cosas... me estuvo drogando por meses. Por eso no me dejaba cocinar y todo lo hacía ella. —Rió desequilibrada— ¡Y yo que pensé durante un maldito segundo que era el amor materno! ¡¿Qué estúpida, verdad?!

Jules metió sus manos bajo las axilas de la mujer y la levantó para sentarla en su regazo, la abrazó protector a la par que besaba su rostro mientras lloraba desconsoladamente, murmuró ridículos consuelos que se oyeron falsos por la cólera que lo golpeaba como las olas a la costa. No había razones que justificaran esto, Nessa Mckenna había drogado a su propia hija y eso era todo. Ya no había nada más. Esa mujer tenía que salir de su vida.

Miró con odio la caja con frascos de pastillas y le dio una patada.

La hija de Dalan Mckenna bebió un trago de agua y depositó el vaso a su lado, acostada sobre su estómago en la sala de estar, derretía cera de un trozo de vela sobre el diminuto agujero en la pierna de porcelana de su muñeca con un mechero de su padre. Accidentalmente había roto a Enya cuando le mostraba a Ivelisse como alimentar a Cian, el caballo negro que dormía en el establo. Odiaba ver el agujero así que como una buena madre se propuso a arreglarlo con lo que tuviera a mano, su papá y su tía Moira trabajaban en el granero y su prima dormía una siesta arriba. Así que no la castigarían por usar el artefacto incendiario.

El agujero se rellenó con la cera, creaba una masa deforme y le disgustó, dejó el mechero encendido y trató de repararla con el dedo aunque le quemó un poco la piel. Sonrió orgullosa viendo que su obra no había quedado tan mal.

—¡Erin! —gritaron detrás de ella.

A penas alcanzó a parpadear que Ivelisse arrojó el vaso de agua sobre un reducido incendio producido por la caída del mechero. Una mancha negra irrumpía en la ordenada gama de colores de la alfombra, contempló con espanto el incidente.

—Ten más cuidado —dijo la otra niña lanzando después un largo suspiro.

—Perdón, te juro que fue un accidente... —explicó inquieta tirándose el pelo.

—Tranquila, te creo —clamó Ivelisse.

—Mamá se va a enfadar. Se va a enojar mucho conmigo. —Se le llenaron los ojos de lágrimas saladas—. Va a gritarme... querrá golpear a papá y él está enfermo... Oh, no, no, no...

—¿El tío está enfermo? —cuestionó la infante asustada. Inhaló hondo y la cogió por los hombros decidida—. Vamos a esconderlo.

—¿Con qué? Esta en medio de la sala.

—¡Démosle vuelta a la alfombra!

—¡Es muy grande, tendríamos que levantar muchos muebles!

—¡No seas negativa! Eh... ¡Ya sé! ¡Podemos...

Unos pasos se detuvieron en el umbral de la sala, Erin palideció al ver a su madre y la forma en que miraba la mancha en el alfombra. Sus rodillas se hicieron frágiles ramas listas para romperse, el aire no pasaba a sus pulmones por los mocos que tapaban su nariz y su cabeza le parecía muy pesada para mantenerla alzada. Abrazó a Enya para protegerla y darse valor por igual.

—¿Quién hizo eso? —interrogó calmada la mujer señalando la mancha.

La pequeña pelirroja no articuló palabra alguna, tenía los labios cocidos por el pánico y las manos congeladas alrededor de su muñeca. Cerró los ojos, lo diría y todo pasaría rápido, así las cosas dolían menos. Sin embargo, ocurrió algo que marcaría en su alma una herida que perduraría hasta su muerte y la atormentaría como una aguja hundida en la piel.

—¡Fui yo, tía! —exclamó Ivelisse dando un paso al frente. Erin se paralizó—. Quería arreglar la muñeca y se me cayó el mechero... lo siento mucho. Lo arreglaré, te lo prometo.

Nessa se mantuvo imperturbable, se dio la vuelta hacia otro lado de la casa y desapareció, las niñas se relajaron un instante y Erin cogió la mano de su prima como agradecimiento porque no podía hablar, pero las sonrisa se les borró de la cara cuando la hermana de Moira regresó con un cinturón de cuero en la mano. Las dos retrocedieron por inercia, apretaron tan fuerte la mano de la otra que podrían haberse quebrado inconscientemente, el temor fue una ola de pesadilla en sus mentes.

—Ven acá —ordenó su madre doblando el cinturón por la mitad.

—No quiero —susurró Ivelisse.

—Quemaste mi alfombra, debes ser castigada por no respetar la propiedad de los demás. Ven acá.

—Ya entendí, no necesito que me... no quiero. Ya dije que lo siento —lloriqueó su prima.

—Dije que vengas aquí —bramó la mujer subiendo el tono.

—Mi mamá dice que hacerle daño a la gente es malo... de personas crueles.

—¡Ven aquí, maldita bastarda! —exclamó molesta Nessa golpeando el sofá con el cinturón. El sonido fue estridente—. Lo que tu mamá diga no importa, esta es mi casa y son mis reglas las que vas a seguir. ¡Ven aquí y dame las manos! Te enseñaré a respetar lo que no es tuyo.

Colapsó. El delicado mundo que conocía colapsó en un terremoto de violencia y dolor, Ivelisse le soltó la mano y se impulsó hacia adelante en una carrera hacía el umbral, trataría de llegar hasta la seguridad de Moira. La niña esquivó el ataque de su tía y se resbaló tratando de correr hacia la puerta trasera, el error le dio ventaja a Nessa porque bloqueó su camino, Ivelisse cambió su vía de escape y corrió hacia las escaleras.

Erin logró despertar del terror cuando vio a su mamá ir tras su prima y las persiguió con Enya contra su pecho.

—¡Papá! ¡Papá! ¡Papá! —gritó rompiéndose la garganta—. ¡Papá! ¡Papá! ¡Papá!

Llegó en el momento justo para avistar con horror como ellas llegaban a la cima de la escalera, su madre golpeó las piernas de Ivelisse con el cinturón y la niña lloró, pero no dejó de correr.

—¡Papá! —exclamó ella impulsando su voz lo más alto que le permitió su cuerpo.

Regresaron a la sala en una carrera demencial. Sin embargo, Nessa alcanzó a coger el cabello de la niña cuando está corría entre los sofás y la jaló hacía atrás, la infante logró atrapar el cinturón para evitar un nuevo golpe; empezaron a forcejear vehementemente por el control. Entonces de una respiración a otra, su madre cogió la lámpara y... la golpeó en la cabeza. Erin vio caer a su prima como peso muerto, el golpe que le dieron a la chica en la cabeza fue tan fuerte que lo sintió hacer eco en las paredes y en su corazón. Se lanzó hacia ella, de rodillas en el suelo y llorando desconsoladamente porque Ivelisse no se movía.

—Lissy... Lissy, despierta —rogó y la otra niña abrió los ojos con esfuerzo.

Había sangre en el piso que salía de su cabello castaño y oscuro. La hija de Moira sollozó incapaz de levantarse por el dolor, la pelirroja le cogió la mano para animarla a intentarlo, pero fue tironeada del brazo por la mujer mayor que la pegó a la pared mientras la cogía fuertemente por los hombros; Enya se cayó y su madre aplastó su mano de porcelana con el pie. La voz de su papá y su tía se oían lejanas.

—Escúchame... escúcheme las dos —dijo Nessa nerviosa y autoritaria—, no van a decir una palabra de esto. Fue un accidente ¿Esta claro?

—Mamá...

—¡Dirán que se cayó jugando por las escaleras! —bramó a quemarropa en su cara—. Sino... a ti te pasará lo mismo ¿Entiendes?

No dijo nada. Tenía demasiado miedo. Se cubrió con las manos asintiendo frenéticamente.

—¿Escuchaste tú también? —cuestionó mirando a la niña con la herida sangrando— ¡Si dices algo le voy a hacer lo mismo que a ti!

—No le hagas nada... me caí, fue mi culpa... me caí sola —lloriqueó Ivelisse.

Nessa cargó a su prima y la movió hacia la zona de la escalera justo cuanto Dalan y Moira aparecieron por el pasillo que daba a la puerta trasera. Erin vio como su mamá fingía preocupación y explicaba cómo había caído jugando, no tuvo el valor de decir que mentía. Tras eso la llevaron al hospital, su madre limpió la sangre en la sala e hizo como si nada hubiera pasado. Ni ella ni Ivelisse dijeron una palabra nunca, inspiradas por el miedo lo mantuvieron en secreto.

Esa fue la última vez que vio a su prima y a su tía ese verano.

Erin despertó con dolor de cuello, se había quedado dormida en la silla. Observó el techo una hora más, le había pedido a Jules que se fuera. Esto era algo que tenía que hacer sola. Tenía una cuenta pendiente que pagar. La hora de decir la verdad había llegado, ya nada la asustaba. Cruzó las piernas y hundió los dedos en sus muslos al oír la puerta, luego el constante golpe del bastón de madera contra el mármol. Su pecho no se movía al respirar, pero no era miedo. Claro que no. La furia le caldeaba de las venas hasta el órgano que bombeaba sangre en su cuerpo, latía en sus oídos dándole coraje, su lengua picaba por el veneno que se disponía a lanzar.

Nessa entró con su habitual cojeo, se detuvo en cuanto la vio sentada tranquilamente con una sonrisa de hija obediente y la tarta en la mesa. Alegre, la anciana se acercó para tomar asiento en lo que parloteaba sobre su día, la pelirroja no la escuchaba y aparentaba estar de acuerdo en todas sus palabrerías. Finalmente se miraron a los ojos, un par más oscuro que otro, la iridiscente provocación emitía de su persona.

—Entonces, ¿preparaste una tarta?

—Sí, de manzana, tu favorita —dijo neutra, tomó el cuchillo que había traído y cortó un trozo de tarta.

La depósito en un plato para postre y se la tendió, con los brazos cruzados bajo el pecho la contempló probarla con el ceño fruncido por el sabor.

—¿Qué le pusiste a esto, niña? Esta horrible —acusó la octogenaria O'Neal.

—Es solo canela.

—No me gusta la canela —se quejó asqueada.

—Y a mí no me gustan los suplementos dietéticos, pero tú los incluiste en tus recetas.

Nessa no se inmutó.

—Estabas engordando, tu cuerpo es tu trabajo, yo solo te ayudé a mantener tu ingreso.

El argumento que su madre usó la enardeció, meditó para calmarse y conservó su calma.

—Llamé a un asilo de ancianos, te vas en una semana. Pagaré mensualmente y estarás bien atendida, pero no me verás de nuevo. Te quiero fuera de mi vida —avisó severa.

—¿Cómo te atreves a decirme eso?

—¿Cómo me atrevo a decirte esto? —inquirió con las lágrimas asomándose— ¿No fue esto lo que me enseñaste? Joder a todo el maldito mundo como si fuera la jodida perra soberana ¿No hacemos eso las O' Neal?

—¡Jamás te comportaste como una! ¡Siempre has sido una estúpida niña mimada!

Erin se llevó una mano al cuello.

—¡Tú me criaste ahí tienes la respuesta! ¡Y nunca más te atrevas a insultarme!

—¡Tú siempre has lloriqueado entre fantasías ridículas como el parásito de tu padre, dejar que ese hombre formara parte de tu vida hizo que crecieras como una retrasada y una zorra promiscua! ¡Eres tan patética que de la única forma en que puedes avanzar en tu vida es abriendo las piernas! ¡Veras que ni muerta van a poder cerrártelas!

Literalmente, vio rojo y le explotó el corazón de odio. Podía meterse con ella cuanto quiera, pero Dalan Mckenna era sagrado para su hija.

—¡No vuelas a hablar de mi padre así! —aulló descontrolada— ¿Me dices zorra? ¡Tú metiste a tu amante en la casa mientras tu esposo trataba su cáncer! ¡Dejaste a tu hija pequeña muriendo de frío por horas cada mañana en invierno, insolándose por el sol en verano y llorando mientras llovía a cántaros en otoño... ¡Ah!

La mujer mayor le aventó la tarta, el pegajoso postre le golpeó la cara y ensució su piel. Irónico, habría esperado que la abofeteara o la golpeara con el bastón, no sería nuevo que lo hiciese y aun así su madre prefirió proliferar una variada gama de insultos.

—¡Todo esto es por ese imbécil que has conocido, se realista y piensa! ¡El amor no existe! ¡En cualquier momento ese hombre encontrará otra con quien satisfacerse y tú quedarás sola con un niño que no quieres!

—¡No sabes lo que yo quiero! ¡Deja de hablar como si supieras todo de mí, vieja maldita!

—¡No hables de mi así! ¡Yo soy tu madre!

—¡Nunca fuiste una madre! ¡Tía Moira fue la única mujer que me dio algo de amor mientras crecí, tú... cada maldito recuerdo tuyo me arruinó la vida!

—¡No es cierto, retráctate ya mismo!

—¡Ya no más! ¡Desde niña siempre me has destruido y me quitaste la oportunidad de soñar! ¡Me hiciste tenerle miedo a lo bello, a no confiar en nadie y a odiar a mi familia! ¡Me criaste para estar podrida por dentro igual que tú!

—¡Yo jamás te hice daño, todas fueron lecciones que debías aprender y nunca lo apreciaste! ¡Jamás pensaste en mi!

—¡No era mi obligación pensar en ti, tú debías darme motivos para amarte y creo que solo lo hago por el miedo que te tengo! ¡Es lo más horrible que me ha pasado! —Plantó las manos en la mesa colérica— ¡¿Qué no me hiciste daño?! ¡¿No me hiciste daño?! ¡Me drogaste estos últimos meses y tengo el cuerpo hecho mierda por tu culpa! ¿No haces daño? ¡Díselo a Ivelisse y todas las cicatrices que le dejaste a lo largo de estos años!

—¡Esa niña era una bastarda!

—¡Era mi familia! ¡Y si hablamos de bastardos empecemos por los tuyos!

Nessa estaba tan alterada que parecía que iba a darle un infarto. De repente, le gritó a quemarropa:

—¡Ojalá te hubieras muerto como todos los demás! ¡Ojalá te hubiera abortado, así ahora no tendría que lidiar contigo y hubiera vivido mi vida!

Erin se congeló un segundo y su madre también, aturdida limpió las lágrimas en su mejilla con el dorso de la mano y se apartó de la mesa con su alma tan ausente como el amor materno en su vida, caminó taciturna hacía el pasillo que daba a su habitación.

Miró sobre su hombro a Nessa, vio en sus ojos verdes el pavor al mirarla. Tal vez, la madre contemplaba en su hija su propia imagen.

Pequeña. Insignificante. Vulnerable. Así se veía la anciana.

Y ella tenía el poder, la apatía y el desamor. Intercambiar papeles se sentía singular.

—Nunca fuiste una O' Neal —dijo la vieja irlandesa con desilusión.

—Nada me hace más feliz que eso. Adiós, mamá.

Se fue a su habitación y no tuvo fuerza para escribirle a su padre, llamó a Jules para hablarle, se quedó dormida al teléfono oyendo su voz.

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